Capítulo 21

Harry estaba encorvado sobre los restos de su ternera en conserva con repollo. Irma retiró el último plato y echó mano para quitarle el suyo.

—Aún no he terminado.

—Lo siento, querido. ¿Quieres postre?

—No.

—¿Té?

—No.

—Yo me tomaré una taza.

Irma pasó los platos al fregadero y limpió la encimera dos veces. Abrió el grifo, echó agua, puso el hervidor al fuego, el agua silbó, vertió el agua en la tetera, dejó reposar el té, añadió leche y llenó la taza.

Harry estaba en el estudio y no se enteró de nada. Oyó unos golpes en la puerta del estudio, y Harry levantó la vista de la carpeta abierta. La puerta se entreabrió y asomó Irma, té en mano.

—¿Cómo va el caso, querido?

—Bien.

—Creo que voy a ver la tele.

Irma se retiró y cerró la puerta al salir.

Harry miró el teléfono de disco, que descansaba en un rincón de la mesa. De la otra habitación llegaron los sonidos del programa BBC Ground Forcé. Harry se centró de nuevo en la carpeta y cogió una pipa, que se puso a frotar entre dos dedos.

Irma se reía sola mientras Charlie, Alan y Tommy rehacían el jardín de una confiada víctima. Su rostro estaba envuelto en la luz azul de la pantalla. La taza de té descansaba en su abundante regazo, sobre la bata rosa.

—¿Irma?

Harry estaba en la puerta. Ella no dijo nada.

—¿Te importa…? Me está dando… ¿Te importa si la veo contigo un momentito?

—Claro que no, cariño. —Dio unos golpecitos en el cojín de pana verde del sofá que tenía al lado y se movió un poco. Harry se sentó y cruzó los brazos.

Cuando terminaron los títulos de crédito, Irma se levantó, apagó el televisor y volvió al sofá.

—¿Y bien?

Harry no se había movido.

—Me está dando… ¿Te importaría…?

—Pondré el hervidor. ¿Te apetece el bizcocho de pasas que sobró?

—No, gracias. Sólo me ayuda a…

—… lo sé. Voy un segundo a la cocina a traerme un trozo.

Irma fue a hacer una incursión a la nevera, y Harry puso los pies, con sus correspondientes zapatillas, en la mesa.

—La cosa es que unos días antes un pirata informático entró en su sistema…

—… siempre adviertes a la gente del peligro de los ordenadores…

—… lo sé, y encima todas las comunicaciones internas pasaban por el ordenador, y la seguridad también. Vamos, que yo estaba en el servicio y un ordenador tiró de la cadena por mí en cuanto me levanté. Podrías cortarme las manos, ya no las necesitaré más.

—Tú siempre has dicho…

—… lo sé, muchas gracias. ¿Y acaso me escucha alguien? No…

—Yo.

—… luego descubrieron que el pirata ese había manipulado los detectores de movimiento. Y digo yo, ¿qué había de malo en los ficheros? ¡Los ficheros no se pueden piratear!

—Tienes razón, querido.

—Así que llego al museo después de la segunda crisis de la semana. De la primera no informaron, naturalmente. ¿Me das un poquitín más de té?

—Claro, cariño.

Irma le sirvió otra taza, primero la leche.

—Gracias. Luego llaman a la infantería cuando les cortan la luz la otra noche. Habían reforzado la seguridad dentro del ordenador, pero no fuera. ¿Puedes creértelo? Así que de pronto se va la electricidad, lo cual dejó fuera de juego el dichoso ordenador y los teléfonos, y tuvieron que sacar a uno de los suyos para que nos llamara. Entonces se dan cuenta de que falta un cuadro de Kamiser Malich, uno que acababan de comprar por seis millones de libras, para colmo. Y la de los collares de perla se pone a dar vueltas por el museo con cara de angustia y allí me tienes a mí, en el retrete, con un chisme para tirar de la cadena automáticamente, vivir para ver. Bueno, pues resulta que alguien se cargó los puñeteros fusibles del edificio y había puesto una bomba dentro de la caja de fusibles cerrada, que a su vez estaba protegida por un armazón de acero. Entró y salió por una ventana rota del sótano. Y eso es, más o menos.

—¿Algo más, cariño?

—No estoy seguro de que guarde relación, pero Ned me llamó por un robo en un piso bien de St. John’s Wood. No me habría llamado, pero se trataba de un cuadro suprematista, del mismo estilo que el del museo y comprado en la misma subasta. Y cortaron la electricidad del piso, lo cual me suena. ¿A ti qué te parece?

—¿Qué parte en concreto te está dando problemas? —Irma bebía sorbos de té y comía su bizcocho.

—La verdad, no me gusta la facilidad con que neutralizan las medidas de seguridad, pero ése no es mi trabajo, supongo. El mío no es prevenir, sino curar. Pero este robo es muy específico: no se han llevado nada salvo la nueva adquisición. Así que mañana revisaré los vídeos de las cámaras de vigilancia de Christie’s para ver quién estaba en la subasta. Yo diría que a la subasta asistió alguien interesado y con dinero. Puede que perdieran contra el museo o que no quisieran pagar ese precio. Los ladrones salen más baratos que el arte que roban. ¿Por qué no perpetraron el robo la primera noche, cuando se hicieron con el control de los ordenadores? ¿Por qué esperaron a que se hubiese ido la electricidad un día después?

Irma dio un sorbo y dejó la taza en la mesa para cogerla en el acto. Luego volvió a beber.

—Es la línea Maginot. Circundaron las defensas en lugar de enfrentarse a ellas, cariño. Dieron un rodeo. —Irma pronunciaba con fuerza la letra erre. Guardó silencio un instante—. ¿Cuándo dices que compraron el cuadro robado?

—¿Qué? Ah, la subasta fue el miércoles pasado, por la noche.

—Y ¿cuándo pasó lo del ordenador en el museo?

—El miércoles pa… Irma, eres un genio.

Las tenues luces fluorescentes zumbaban en lo alto. El exterior del descomunal almacén se hallaba sumido en la sombra y, fuera, la noche aguardaba paciente. La escasa luz que proporcionaban los fluorescentes dejaba ver cinco figuras.

Una de ellas, el profesor Simón Barrow, tenía los ojos oscuros y rojos, y llevaba un pijama debajo del abrigo. Dos figuras estaban de pie con los brazos cruzados, bajo la chaqueta, sobre el corazón, sendos bultos, y flanqueaban al hombre vestido de etiqueta. Éste era alto y bien plantado, el cabello rubio encaneciendo, y lucía un traje azul de raya diplomática, unos gemelos adornaban su impecable camisa. La quinta figura era una mujer rubia con el pelo recogido en un moño y una bata blanca de laboratorio. Estaba sentada en un taburete, de espaldas a los cuatro hombres. En la habitación también había dos lienzos en dos caballetes. La mujer de la bata se hallaba inclinada sobre uno de ellos.

Barrow entrecerraba los ojos, pues no había tenido tiempo de ponerse las lentillas. Luego se acordó de las gafas, en el bolsillo del abrigo, y se las puso. Su mundo borroso cobró nitidez. No se esperaba lo que vio.

«¿Qué demonios está pasando?», pensó. Y dijo:

—¿Qué demonios está pasando?

—Pa… paciencia, doctor Barrow. —El rubio hablaba con un distinguido acento aristocrático británico—. Todo será revelado. Literalmente.

—Así que el pirata informático preparó el terreno del robo. El cuadro que querían robar los ladrones aún no estaba en el museo. —Wickenden se había puesto en pie y bailoteaba, en el sentido más amplio de la palabra, con sus zapatillas.

—Bien pensado, Harry. ¿Te apetece un poco de bizcocho?

—Sí. Sácalo, Irma. Esto hay que celebrarlo. La siguiente cuestión es, a mi entender, a qué hora pincharon el ordenador…

—… creo que la palabra es piratearon, querido…

—Perdón, tienes razón. Me gustaría saber si… si el cuadro fue adquirido antes o después de que pincharan el ordenador, eso es. Las dos cosas se harían más o menos a la misma hora la misma noche. —Harry se metió en la boca un tenedor lleno de pastel y tragó mientras soltaba una risita—. El que organizó el robo debía de saber que el museo iba a comprar el cuadro.

—O estaba en la subasta y vio cómo lo compraba el museo. De lo contrario todo indica que… Harry, tú no creerás que la subasta estaba amañada, ¿no?

—¿No?

—No, yo no lo creería.

—Probablemente no, Irma, pero no quedará piedra por remover.

—Has dicho que reventaron la caja de fusibles del cuarto de contadores desde dentro, ¿no?

—Así es.

—Y el ordenador detectó movimiento en el cuarto de contadores la noche que fue pirateado, el otro miércoles, ¿no?

—Ajá. ¡Un segundo! Eso lo explicaría. Colocaron el explosivo la primera vez, pero no lo detonaron hasta que el cuadro estuvo en el museo, listo para ser robado.

—Te pones muy sexy cuando trabajas en un caso, Harry.

—Gracias, cariño.

—La otra noche dijo que necesitaba que yo identificara un…

—Un momento, doctor Barrow. Tenga pa… por favor, continúe, Petra.

El del traje azul le hizo un gesto a la mujer de la bata. Barrow no entendía nada. No había visto nunca los dos cuadros que tenía delante, en los caballetes.

Uno era una espantosa obra suprematista.

El otro era todo blanco.

—Le estoy diciendo que no sé nada de ésos. Soy un hombre del seicento, del inicio de la edad moderna. No sé nada después de 1800. Ni siquiera sé qué día es hoy.

Mientras Barrow hablaba uno de los esbirros respondió a una llamada de móvil y le entregó el aparato al caballero del traje azul. Éste, teléfono en mano, desapareció en la oscuridad del almacén.

Barrow centró su atención en los cuadros que tenía ante sí. Uno era realmente pésimo, una chapuza de colores incompatibles que recordaba a un queso rancio. A Barrow le daba que era de principios del siglo XX, de estilo suprematista, probablemente ruso, entre 1915 y 1930. Era todo lo que podía decir. No podía ver lo que hacía Petra, con su bata blanca, en la esquina inferior izquierda del lienzo.

El otro cuadro era completamente blanco. No blanco sobre blanco, pensó Barrow al recordar la reciente venta de Christie’s, anunciada a bombo y platillo, de un famoso cuadro de Kasimir Malevich. Ese cuadro era sólo blanco.

Tras una inspección más minuciosa Barrow halló la causa de que tuviera ese aspecto: habían eliminado del lienzo la capa superior de pintura, dejando al descubierto el yeso de debajo, la mezcla blanca de yeso y agua de cola que se empleaba para preparar los lienzos antes de empezar a pintar.

La esquina superior derecha del lienzo enyesado mostraba una tonalidad de blanco distinta y tenía textura. Al parecer el cuadro había sido blanco una vez, pero lo habían raspado y sólo quedaba una esquina de la obra original. Pero ¿por qué?

Entonces Barrow vio lo que hacía Petra: en el regazo sostenía una bandejita llena de botes con productos químicos, pinceles y espátulas. Barrow se inclinó para ver más. El producto químico que estaba utilizando disolvía la pintura de la superficie del horrible cuadro suprematista. La esquina inferior izquierda quedaba al descubierto, revelando una pintura lisa y negra debajo.

Era un cuadro oculto.

Mientras permanecía allí, con el abrigo y el pijama, Barrow se dio cuenta de dónde se había metido. Los productos químicos habían disuelto la mayor parte del feo cuadro suprematista. Se trabajaba de abajo arriba, y el tesoro escondido aparecía con dolorosa lentitud.

La mitad inferior de la pieza era negra, de un tono homogéneo y nada pictórico. Habían pulido los trazos del pincel, de manera que la oscuridad era aterciopelada y cubría el lienzo como si de agua nocturna se tratase. Había algo similar al torso de dos figuras, que no habían sido pintadas de cintura para abajo y parecían desvanecerse en el negro fondo amorfo. Luego surgió la base de un ala.

Barrow ató cabos. Sacó el pañuelo del bolsillo del abrigo y se limpió con él la blanca frente enmarañada de pelo. El caballero de los gemelos volvió, el mal humor escrito en la cara. Sus cuidadas manos acariciaron sus rubios rizos.

—Disculpe mi ausencia. Negocios. —Dicho eso, susurró algo al oído de uno de sus compinches. Barrow pilló algunas palabras sueltas—: Estoy más que harto de tanto jueguecito… busca… —Luego se dirigió a Barrow—: Supongo que ya habrá deducido por qué lo he despertado tan bruscamente esta noche. Su opinión es inestimable, y será recompensado por las molestias.

—No me lo puedo creer.

—¿Impresionado o consternado, doctor Barrow?

—Un poco ambas cosas, creo. Todavía no lo he decidido.

Los últimos pegotes de pintura cayeron del lienzo, y el cuadro oculto quedó a la vista en su totalidad: una joven vestida de azul, sorprendida por una figura alada que se encuentra detrás de ella. La joven se da la vuelta, el cuello suavemente curvado, la pálida tez y los llorosos ojos marrones sublimes y exquisitos.

Barrow se enjugó la nuca y la mejilla. Miraba con fijeza el cuadro, sin saber qué hacer. Tenía el pañuelo empapado. Lo estrujó dentro del bolsillo, notando el sudor de su mano.

—¿De dónde lo ha sacado?

—Vamos, vamos, doctor, no se le pa… paga por hacer preguntas. Sólo por dar respuestas. —El caballero hizo una significativa pausa—. Me he informado exhaustivamente y, en líneas generales, se le considera a usted la máxima autoridad mundial en pin… pintura romana barroca, el caravaggesco y los caravaggistas. Sus colegas han escrito acerca de su pro… prodigioso don para establecer atribuciones correctas. No soy ningún erudito, pero tampoco soy tonto. Me pre… preocupa que me hayan engañado en un negocio, y necesito una autenticación. —Cruzó los brazos ante el pecho y tamborileó en su antebrazo izquierdo nerviosamente con los dedos de la mano derecha.

Barrow sintió que los pies no le sostenían y se tambaleó hacia atrás un instante. Tenía los puños cerrados en los bolsillos, y le faltaba el aliento.

—Relájese, doctor Barrow. Sólo le pe… pegaré un tiro si miente.

Barrow sabía la respuesta, pero no sabía qué decir. Su dilema no era moral, sino material. Las ideas bullían en su cerebro, vacilaba. Optó por la verdad.

—Lo siento. Es falso.

El caballero aguardó largo rato antes de hablar.

—¿Está seguro?

—Sin ningún género de duda. Lo siento.

—También yo, doctor Barrow. ¿Le importaría decirme cómo pu… puede estar seguro así de deprisa?

—Lo siento, lo supe antes de que ella quitara toda la pintura.

—¿Cómo?

—¿Me reconocería usted a mí?

—Comprendo. Entonces no ha prejuzgado antes de dar la respuesta, ¿no?

—Escuche, ya se lo he dicho. Lo…

—… siente. Lo sé. Pu… puede dejar de disculparse. No voy a pe… pegarle un tiro. La explicación carece de importancia en este momento. Al menos no es usted el que tiene que explicar nada. Pá… pásame el teléfono.

Uno de sus fornidos cómplices le entregó el móvil, y él marcó un número. Mientras sonaba el teléfono movió la mano y dijo:

—Llevad al doctor Barrow a su casa.

Los dos mudos compinches sacaron a Barrow del cavernoso almacén. Antes de salir éste oyó algunas palabras al teléfono: «No hay nada debajo del que compré, sólo yeso blanco. Había un Caravaggio debajo del cuadro de Grayson, lote 34, pero Barrow ha dicho que es falso. Pues claro que lo creo, ¿por qué iba a mentir? Pu… puede que sepamos quién lo pin… pintó, pero tampoco po… podemos hacer gran cosa. No, no creo que debamos enfrentarnos… Todavía no. Ya se me ocurrirá algo. Pero aún lo necesitamos para…» Y la puerta se cerró de un portazo.

Barrow estaba fuera como no hacía mucho, en medio del cañón de almacenes anónimos. En aquella noche acuática el brillo azul que despedían los edificios metálicos los hacía parecer enormes tortugas marinas flotando en una oscura fosa submarina con leguas de profundidad. Barrow no se había percatado de que uno de los tipos que iban con él se había ido y ahora se acercaba en el Land Rover negro. «Se ve que es mi medio de transporte involuntario», pensó. Le abrieron la puerta y entró. En el camino de vuelta el que ocupaba el asiento del copiloto se giró y le dio a Barrow un abultado sobre blanco.

—Un obsequio en señal de agradecimiento —dijo el anónimo secuaz—. Acudiremos a usted al menos una vez más. Si le habla a alguien de esto, morirá. Si continúa cooperando recibirá más. En nombre de nuestro jefe le pedimos disculpas por las amenazas y el trato que ha recibido. También nos disculpamos por adelantado por futuras situaciones similares. Era una broma, doctor Barrow. —El tipo no sonreía.

El profesor abrió el sobre: estaba lleno de billetes grandes. Hizo un esfuerzo por torcer el gesto.

Bizot se encorvó sobre el escritorio. Un velo de luz lo envolvió mientras el resto del despacho permanecía sumido en la oscuridad. En la mesa de fórmica había restos aplastados de cigarrillos. Un cenicero negro lleno hasta los topes rebosaba de finas, blancas y extinguidas reflexiones.

Bizot se mesó la punta de su descuidada barba entrecana. Miró la fotografía enmarcada que coronaba el borde de la mesa. Primero su madre, y al año siguiente su padre. Aún tenía sillas de ruedas, desocupadas, y botellas de oxígeno llenas. Observó el túmulo de cigarrillos del cenicero. Ahora estaba solo. La carga que suponían los cuidados había desaparecido para ser sustituida por el peso vacío de su ausencia. Antes demasiado y ahora demasiado poco. Había llegado su hora, suponía. Pero ¿cuándo le llegaría la suya? Apartó la mirada, volvió la cabeza y luego se centró en el expediente abierto que tenía entre los codos, inclinados para sostener su pesado mentón.

A su izquierda se amontonaban los casos cerrados, y de la radio rescatada de una tienda de objetos usados, colocada en un estante al otro lado de la habitación, escapaban unos quejidos saturados de agudos de una pieza de música clásica. Bizot no escuchaba. Recorrió con los ojos página tras página, efectuando anotaciones en su Moleskin, hasta que hubo pasado la última hoja del último expediente y cerrado la carpeta. Bizot la empujó hacia delante, dejando caer algo de ceniza en las páginas. No se molestó en soplar. Se repantigó en la silla, la espuma que soportaba su generoso trasero desparramado y deforme. Subió un pie al asiento y descansó el codo en la rodilla, el mentón en los dedos y la cabeza en la mano. Desplazó el pitillo que se estaba fumando a la comisura izquierda de la boca y ladeó la libreta para poder leer mejor. La página le habló.

Luc Sallenave era el decimotercer comte de Vieuquont y vivía en el château del mismo nombre, erigido por un antepasado suyo, el tercer comte de Vieuquont, en el siglo XIV. Era caballero de la Orden de San Juan, un cargo honorario en la época actual, pero ostentado a lo largo de la historia por infinidad de figuras prominentes, de Diego Velázquez a Pablo I, emperador de Rusia, pasando por Caravaggio, desde que en el siglo XI se creara la orden. También era francmasón, cosa siempre de lo más sospechosa. Todos los presidentes norteamericanos habían sido francmasones, y el símbolo masónico del ojo dentro de un triángulo adornaba el billete de un dólar americano, tan arraigada se hallaba esa secta secreta en cargos de influencia mundial. El ojo dentro del triángulo se podía ver a menudo en el fondo de obras de arte a lo largo de toda la historia de Occidente. Ello significaba que Sallenave podía moverse —y probablemente lo hiciera— en círculos subterráneos, con raíces de las que brotaban poderosos árboles que daban frutos.

Sallenave era un ávido coleccionista de mariposas, así como de grabados de los grandes maestros e incunables, en particular los impresos antes de 1501. Tenía un buen historial de compras en las principales casas de subastas, pero nada de lo que constaba que había adquirido era posterior a 1700. Poseía una pequeña colección de aguafuertes de Rembrandt, así como Dureros, Goltzius y grabados religiosos en madera de los maestros primitivos. Compraba libros, de los cuales Bizot no conocía ninguno, pero el número y los precios eran impresionantes, rozaban lo incomprensible. Sí se sentía íntimamente unido a Sallenave en un aspecto: se había emborrachado en numerosas ocasiones con Château Vieuquont.

Sin embargo Bizot sólo había trazado un círculo alrededor de un puñado de notas: los donativos benéficos de Luc Sallenave. A juzgar por las deducciones fiscales, Sallenave había dado enormes sumas de dinero, registradas cada año, a diversas organizaciones cristianas que tal vez, o tal vez no, destinaran dinero a fines benéficos. Eran instituciones que se sabía que eran afines a la extrema derecha, más políticas que religiosas. Blandían la cruz, más que observar penitencia. Bizot destacó las donaciones; su lápiz dibujó un grueso círculo una vez y otra más. Una de las instituciones de la lista no le resultaba familiar: Le Pacte de Joseph, La hermandad de José. La dirección que figuraba, sin número, era rue de Jérusalem. La misma calle de la galería de Sallenave.

«Basta por hoy —pensó—. On verra. Ya veremos».

Echó un vistazo a las mesas de sus compañeros, adornadas con tazas de café con iniciales y fotos enmarcadas, se puso en pie, apagó la luz y se fue a casa.

Se oyó un timbrazo. Jean-Paul Lesgourges buscó a tientas la lámpara de la mesilla, derribando un reloj y un vaso vacío al hacerlo. Se llevó el teléfono a la oreja.

—Jean. —Era Bizot—. Jean, es sólo que…

Silencio, respiración temblorosa.

Lesgourges se incorporó en la cama.

—Tranquilo, ahora mismo voy.