Delacloche y Bizot, como un carámbano y el charco que se forma debajo, salieron del ascensor, detrás de una empleada del banco. Pasaron ante un guarda jurado, cruzaron una reja de hierro, recorrieron un pasillo con una moqueta color menta desvaída, olieron a cerrado y a almizcle y a polvo, y la oscuridad fue extendiéndose lentamente.
Giraron y echaron a andar entre dos hileras de cajas de metal idénticas, cada una de ellas con una pequeña cerradura. La avalancha de cajitas como de galletas mareó a Bizot, que deseó haber parado a comprar algo para comérselo por el camino. Al cabo se detuvieron, y la empleada introdujo una llave en una caja, que abrió a medias.
—Voudriez-vous l’examiner dans une chambre privée?
Delacloche vaciló y Bizot repuso:
—No, gracias. No necesitamos una habitación privada. Podemos examinarla aquí mismo.
—D’accord. Appelez-moi quand vous êtes prêtes à partir. —La empleada se fue y desapareció por una fila paralela de relucientes cajas de seguridad.
Bizot se volvió hacia la caja que tenía delante. Medía alrededor de un metro de largo, treinta centímetros de ancho y otros treinta de profundo. Una tapa corredera ocultaba su contenido. Bizot le señaló la tapa a Delacloche y ésta la abrió.
Dentro había carpetas cuidadosamente apiladas, un maletín negro y una pequeña caja fuerte con una cerradura de combinación, así como también una carpeta de color manila cerrada con una goma roja. Delacloche cogió la carpeta y retiró la goma, la puso boca abajo y depositó el contenido en su mano: un papel con números escritos a máquina y una llavecita plateada.
—Aquí está —susurró con un tono que Bizot interpretó como aliviado y perplejo a un tiempo—. ¿Qué significa?
—Permettez-moi, mademoiselle. —Delacloche se apartó para hacer sitio a Bizot, que tomó la llave entre sus cortos dedos. La cogió por el borde con su mano enguantada y la puso contra la apagada luz fluorescente de aquel interior de los años cincuenta. Luego le dio unas vueltas bajo la luz y, de pronto, se detuvo.
—¿Qué ocurre? —Delacloche no veía lo que él veía.
Bizot se apartó de la caja de seguridad y se dirigió, llave en mano, hacia una mesa cercana. Encendió la lámpara que había encima, acercó la llave a ella y la hizo girar para verla desde todos los ángulos.
—Putain de merde… —farfulló.
—¿Qué ocurre?
—Mire. —Bizot se hizo a un lado cuando Delacloche se acercó. La mujer se pegó a la lámpara y miró con ojos entrecerrados la llave que sostenían los dedos índice y pulgar de Bizot. Éste movió la muñeca a la izquierda, a la derecha y una vez más a la izquierda.
—La luz —dijo Delacloche en voz baja—, la luz no se refleja en la llave, lo que significa…
—… lo que significa que hay algo en la superficie de la llave que no debería estar ahí. Algo que ha dejado una película, un residuo que impide que la luz se refleje en el metal. Un resto aceitoso de…
—… cera.
—Buen trabajo, mademoiselle. Cera. Alguien presionó la llave contra un bloque de cera y después olvidó limpiarla. Han duplicado la llave.
Harry Wickenden se terminó el postre mientras Irma, su curvilínea esposa, recogía los platos.
—¿Quieres más? —le preguntó.
—No.
—¿Quieres un café?
—No.
—¿Té?
—No.
—Vale. —Irma se fue a la cocina arrastrando los pies—. Yo me tomaré una taza.
Se oyó un ruido metálico, un aclarado, luego un silbido y, por último, un borboteo. La gota de leche y el tintineo de la cucharilla. Pasar la bayeta, enjuagar bajo el grifo y poner a escurrir. La tensa espalda de Harry se crispaba con cada nuevo sonido. Apretó el ceño.
Se levantó de su rajada silla de plástico frente a la mesa de la cocina, prístina y limpia como el resto del minúsculo piso del sur de Londres, y se puso a dar vueltas con sus viejas zapatillas por la moqueta verdosa mientras Irma farfullaba con la boca llena:
—El pastel de manzana está bueno.
Harry subió al estudio —antes el segundo dormitorio de la casa, ahora libre desde hacía muchos años—, cerró la puerta tras él todo cuanto le fue posible y pasó por delante del estante imitación nogal que quedaba a la izquierda antes de llegar a su mesa con tablero de fieltro. Era la única de las cinco habitaciones en las que Irma Wickenden consentía el polvo y el desorden, ya que no le gustaba entrar en ella.
Harry se dejó caer en la silla que había tras la mesa. Trató de poner los pies encima, pero se quedó corto y fueron a parar al suelo. No volvió a intentarlo. Sus ojos se pasearon por las paredes: una colección de fotografías desvaídas, sujetas arriba y abajo con una chincheta y rizadas por los lados; el amarillento banderín triangular del Tottenham Hotspurs; un dibujo infantil de una casa y tres personas, dos grandes y una pequeña, pintado de negro y rojo; el cerdo de porcelana blanquecina con una ranura para las monedas acomodado en lo alto del estante, que le llegaba a la altura del pecho, junto al trofeo de fútbol lleno de polvo. Había una fotografía enmarcada, pero vuelta contra la pared. Su hijo sólo tenía diez años. Pero aquello había sucedido hacía muchos años.
—Voy a poner la tele —dijo una voz desde el otro extremo de la pared.
Wickenden cogió por la goma la carpeta de color manila que ocupaba el puesto de honor en su mesa y la acercó. Separó suavemente las dos cubiertas, dispuesto a desvelar el caso. Chasqueó uno por uno los dedos. Su nariz se contrajo en aquel aire manso y pulverulento. El sol se había ocultado por completo al otro lado de la pequeña ventana que quedaba a su espalda. Sonó el teléfono.
—Cariño, teléfono —se oyó desde la habitación contigua.
Harry lo cogió.
—Sí, soy yo. No. Ya. No. No. Ya. Está bien. Pero ¿es que no hay nadie más? Estoy hasta las… ¿En serio? La alarma desactivada. ¿De veras? Tienes que estar de broma. ¿Suprematista? Como el… sí. ¿Cómo se llama? Robert Grayson. ¿La dirección? Vale. No, me alegro de que hayas llamado, Ned. Lo comprobaré por la mañana. Sí, a primera hora. No, podría ser. Podría ser. No está de más. Saluda… ya sabes. Gracias.
Colgó.
Harry permaneció un buen rato sentado y después cogió una de las pipas que tenía en la mesa, una de madera oscura y nudosa, y comenzó a acariciarla.
Se quedó sentado un poco más, la mirada perdida.
A la mañana siguiente, temprano, sonó el timbre en el piso de St. John’s Wood.
Robert Grayson, que tan sólo llevaba su albornoz de felpa azul marino y una taza de café en la mano, abrió la puerta. En el pasillo estaban Gabriel Coffin y Daniella Vallombroso. Robert les indicó que pasaran.
—Me preguntaba cuándo vendríais —dijo éste—. Bueno, ¿qué demonios ha sido de mi cuadro?
Varias horas después el timbre volvió a sonar.
Robert Grayson, ya duchado y con una camiseta blanca y unos vaqueros, en la mano una taza de café, abrió la puerta de su piso de St. John’s Wood. En el pasillo aguardaba un hombre bajo, ligeramente encorvado, vestido por completo en distintos tonos marrones, que parecía necesitar que le insuflaran un poco de aire. Grayson se quedó parado un momento antes de hablar.
—Lo siento, no tengo suelto.
—¿Cómo dice?
La desgarbada figura que aguardaba en el umbral parecía perpleja, pero no beoda. Grayson también estaba confuso.
—Discúlpeme. ¿En qué puedo ayudarlo?
—¿Es usted Robert Grayson, el inquilino americano de este piso?
—No. Lo maté y me lo comí. Guardo los restos en la nevera. Precisamente estaba descongelando el almuerzo, si quiere…
—Los chistes no tienen gracia.
—Eso depende de quién los cuente. —Grayson hizo una pausa—. Y de si aparece un alce.
Se produjo una larga pausa.
—Voy a suponer que es usted el señor Grayson y que no me cae bien. Pero eso es otra historia. ¿Le han robado un cuadro suprematista anónimo? ¿Sí o no?
—Ah, sí, sí.
—Entonces es usted el señor Grayson.
—Sí.
—Mmm.
El hombre marrón apartó a Grayson y entró en el piso.
—Soy el inspector Harry Wickenden, de la división de Arte y Antigüedades de Scortland Yard. La policía se puso en contacto conmigo después de que denunciara usted el robo ayer. He venido a ayudar… aunque no lo crea.
Grayson cerró la puerta despacio. Wickenden, que avanzaba a toda máquina, ya había doblado la esquina y se dirigía al dormitorio. Grayson lo siguió.
El inspector estaba en la habitación, el cuello estirado en dirección al tragaluz.
—Discúlpeme, inspector. Lo siento, le agradezco mucho que haya venido. Pero antes de seguir, ¿le importaría enseñarme…?
Sin volverse, Wickenden extendió la mano izquierda hacia atrás, mostrando su placa.
—Bien. ¿Café?
—No, Wickenden. Veamos, ¿dónde estaba el cuadro?
—En el salón. Es un honor que Scotland Yard se tome este robo tan en serio, pero, francamente, ¿es que no tienen nada mejor que hacer? Es decir, el cuadro sólo me costó mil quinientas libras, y eso lo gano en un par de horas. ¿Hay algún otro motivo por el cual la división esté interesada en esto?
Se encaminaron hacia el salón, Wickenden a la cabeza.
—No estoy autorizado a responder.
—Eso suena a «sí», inspector.
—¿Ha estado alguien aquí antes que yo?
Grayson intentaba ver qué miraba Wickenden, en vano.
—No. ¿Por qué?
—¿Está seguro?
—Bueno… sí, dos policías entraron cuando llamé para denunciar el robo.
—¿Es todo?
—Ah, y el investigador de la compañía de seguros.
—¿Tan deprisa?
—Llamé a la compañía en cuanto desapareció la pieza.
—Hoy es domingo.
—Soy un buen cliente.
—Apuesto a que sí. Repasemos lo ocurrido.
Grayson hablaba desde la cocina. Se estaba haciendo un sándwich.
—Ya se lo conté todo a la policía.
—Repítamelo.
—Muy bien. Llegué a casa de un breve viaje de negocios a Nueva York y me encontré el tragaluz roto. El cuadro no estaba en su cajón, y habían cortado el lienzo del chisme que lo sujeta. Pero no faltaba nada más, todo estaba en su sitio. Vi que el despertador parpadeaba. Los agentes me dijeron que habían fundido los plomos de mi piso.
—Lo sé. Por eso no sonó la alarma cuando se rompió el tragaluz.
—Pero ¿cómo se fundieron los plomos?
—Ésa es una buena pregunta, señor Grayson. Lo estoy investigando. ¿Qué puede decirme del cuadro?
—No mucho. Oiga, ¿le importaría oler esta mahonesa? —Grayson se inclinó sobre la isla que separaba la cocina del salón blandiendo un bote destapado—. Lleva abierta algún tiempo y huele algo rara. ¿Usted qué opina?
—No como mahonesa. Y se dice mayonesa. ¿Qué hay del cuadro?
Grayson metió la nariz en el tarro, se encogió de hombros y comenzó a extender su contenido en dos rebanadas de pan.
—No sé nada de él. Lo compré porque se me antojó. Pagué prácticamente el mínimo por él en una subasta en Christie’s. La verdad es que me gustó. Puede que los colores fueran un tanto extraños, pero tenía algo, no sé. No me informé, si es a lo que se refiere. ¿Por qué cree la gente que vale más de lo que pagué? Que yo sepa es anónimo, lo pintaron alrededor de 1920, ruso, de estilo suprematista. Pero eso ya lo sabe usted. ¿Le pongo pavo o jamón?
—Pavo. ¿Tiene idea de quién podría saber que el cuadro estaba aquí? Si, como dice, no se llevaron nada más, el ladrón o ladrones sólo querían eso, lo que significa que sabían lo que buscaban y no eran avariciosos.
—¿Quién iba a encargar el robo de un cuadro de mil quinientas libras que todo el mundo salvo yo considera espantoso?
—Yo no he dicho nada de un encargo, señor Grayson. ¿Qué le hace suponer eso?
—En fin, si yo fuera a robar un cuadro, contrataría a un profesional. Pero si me tomara las molestias de robar un cuadro, sin duda escogería algo más interesante que un suprematista anónimo que cuesta menos que una noche en el Ritz.
—Sí, tiene razón, estoy seguro. ¿Quién podría saber que había comprado usted este cuadro?
—Pues cualquiera que estuviera en la subasta de Christie’s y alguno de mis colegas en Norteamérica. Ahora que lo pienso, en la subasta pasó algo raro. Puede que guarde alguna relación. No puedo creer que no me haya acordado antes. Cuando salía de la casa de subastas, tres tipos con pinta de ejecutivos me pararon. Estuvieron muy educados, pero era como si trataran de intimidarme, ¿sabe? La cosa es que dijeron que su jefe quería que ellos comprasen el cuadro que yo había comprado, y ellos no habían podido pujar o algo por el estilo. Me ofrecieron diez mil libras por él en el acto. Yo les dije que el dinero no era un problema y que me gustaba el cuadro, así que me lo quedaría. Francamente, pensé que se trataba de un jueguecito. No puedo imaginarme que alguien quiera pagar tanto dinero por un cuadro, y aún menos por el que yo compré.
—Me alegro de que haya recordado ese hecho. Usted no es coleccionista de arte, ¿verdad, señor Grayson?
—¿Yo? No. Tengo algunas fotos antiguas, pero eso es todo. No, me gustan algunas cosas, pero no entiendo mucho de nada. Sé lo que me gusta, y éste me gustaba, pero si la puja hubiera subido mucho no me habría importado dejarlo pasar. Me gusta la emoción de la subasta más que lo que uno se lleva a casa después.
—¿Reconocería a los tres hombres que lo abordaron?
—Caramba, no estoy seguro. Supongo que podría. No me fijé mucho. Los tres vestían igual, y no tenían ningún rasgo que me llamara la atención. No lo sé, tal vez.
—Bien, señor Grayson, gracias por su tiempo. Lo dejo con su sándwich de pavo y mayonesa. Si descubrimos algo, se lo haremos saber. Espero que recupere el cuadro.
—Yo también. Gracias por venir. Vaya, este país es grande. Enviar a un mandamás de la división de Arte y Antigüedades por un cuadro de nada como éste. Se lo agradezco mucho. La verdad es que me gustaría recuperarlo.
Grayson se despidió de Wickenden y cerró la puerta. Luego se volvió, enfiló el pasillo hasta la cocina y tiró el sándwich a la basura al pasar.