Capítulo 19

—El Blanco sobre blanco de Kasimir Malevich que compramos hace sólo dos días y se hallaba en el departamento de Conservación. ¡Naturalmente! ¡Eso ha sido lo que han robado! Joder joder joder joder joder… —Van der Mier iba de un lado a otro de su mesa mientras el inspector Harry Wickenden, Toby Cohen y un agente de policía se encogían en las sillas—. Era la adquisición más importante que hemos realizado en años, la protagonista de una gran exposición próxima, y…

—¿… y dice que es sólo blanco? —Wickenden jugueteaba con la pipa en el bolsillo de la gabardina: una costumbre nerviosa, pues no fumaba.

—Sí, la Composición suprematista blanco sobre blanco de Kasimir Malevich, que compramos por 6,3 millones de libras. Y claro que se llevaron ése, con mi suerte de mierda. Aún estábamos negociando el seguro, por el amor de Dios. El cuadro ni siquiera estaba afianzado en la pared, sino en un caballete. El único sistema de defensa del departamento de Conservación es la alarma y el cierre de la puerta, que no funcionan sin electricidad.

—Señora Van der… eso… —empezó Wickenden—. ¿Por qué estaba el cuadro en conservación?

—Lo estaban examinando y limpiando para presentarlo en la importante exposición que pensábamos hacer el mes que viene. La exposición llevaba más de un año preparándose y esperábamos… íbamos a añadir esta reciente adquisición. Es decir, piense en la publicidad negativa. Ya hemos celebrado la rueda de prensa y todo.

—No me puedo permitir pensar en las apariencias ni en guardarlas, señora, esto…

—Van der Mier, Elizabeth van der Mier. Está escrito en ese plástico de mi mesa. —Indicó la placa.

—Da igual, de todas formas lo olvidaré. Se me dan fatal los nombres. Pero encontraré su cuadro si coopera conmigo durante la investigación.

—Inspector, ¿se ha ocupado antes de delitos relacionados con el mundo del arte?

—Si le echa un vistazo a mi ilustre carrera verá que sí, señora. Formo parte de la división de Arte y Antigüedades de Scotland Yard. No tengo formación en historia del arte, pero ello no ha empañado mis éxitos, que no son pocos. Tengo confianza en mí mismo, señora…

—… pero ni siquiera ha oído hablar del Blanco sobre blanco de Malevich…

—Conocer al artista no garantiza el éxito. Puedo informarme, como se suele decir en el sector. —Wickenden hablaba en un tono lento y monótono que no tardaba en irritar a los desesperados y neuróticos, como era el caso—. Mi trabajo consiste en resolver problemas, no en ser erudito —continuó—. Puede que el estudio sea un aspecto de la pesquisa, pero trato con gente que está viva, piensa y actúa lo más racionalmente posible. No es preciso que los matemáticos se sepan las tablas de multiplicar: para eso están las calculadoras. Si tengo que documentarme sobre el arte de Klezmer Malich, estaré encantado de hacerlo. De todas formas así no se atrofia el cerebro. O le preguntaré a un experto. Mientras tanto, hasta que dé con su cuadro, cosa que haré, le agradecería que me diera el beneficio de la duda…

Van der Mier se había sentado en el borde la mesa, cruzada de brazos, y no sabía qué decir. Al final se decidió:

—De acuerdo.

—Creo que echaré un vistazo a los servicios. ¿Por dónde…?

Cohen dio un paso adelante.

—Yo lo acompaño, inspector.

—No —dijo Wickenden—, me refería a los aseos. Hay algunas cosas, señor, que es mejor hacerlas solo.

Bizot se hallaba plantado en mitad de la calle mirando el letrero: «Rue d’Israel». La dirección de la Sociedad Malevich. ¿Por qué le había dado que pensar? Sentía la llamada de las musas. Pero ¿qué le decían? ¿Dónde estaba la relación? ¿De qué acababa de hablar con Delacloche? Bizot trataba de recordar. Abrió la libreta y la ojeó: la dirección de la Galerie Sallenave… rue de Jérusalem. ¿Qué había…? Y entonces lo vio claro.

«Y después de haber derribado los altares y las columnas y de haber roto y desmenuzado las esculturas y destruido todos los ídolos por la tierra de Israel, se volvió a Jerusalén».

«La tierra de Israel». Rue d’Israel. «Se volvió a Jerusalén». Rue de Jérusalem. Eso era. Bizot buscó su móvil y marcó un número.

Jean, c’est moi. No te lo vas a creer…

—Y eso es todo lo que sabemos por ahora, señor. —El agente iba un paso por detrás de Cohen, que ahora se aproximaba a una puerta de madera clara que ponía «Departamento de Conservación» en el centro. A la derecha de la puerta había una caja negra con una lucecita roja y otra verde, y una fina ranura vertical la recorría en su totalidad.

Cohen abrió la puerta sin más y Wickenden pareció sorprendido.

—¿No se cierra…?

—… sólo con…

—… electricidad. Vale. ¿Por qué las puertas no permanecen cerradas por defecto? ¿No sería más sensato?

—Prevención de incendios. Un puto coñazo, si me disculpa la expresión.

—Disculpada. —Entraron en el departamento de Conservación.

El techo se alzaba tan alto como en las demás salas. Las paredes, revestidas en madera color miel, se veían interrumpidas a intervalos regulares por grandes ventanas en un lado y enormes lienzos en los otros. En una puerta al fondo de la estancia ponía «Ciencia y Tecnología». El suelo estaba salpicado de enormes caballetes, algunos de los cuales sostenían obras de arte. Un caballete que se encontraba en el centro de la estancia parecía especialmente vacío. A su lado, en el suelo, se veía un bastidor de madera hueco, con las grapas en los rebordes del lienzo recortado.

—Era… —empezó Cohen.

—Lo sé. —Wickenden señaló con la cabeza el caballete vacío. Recorrió la habitación con parsimonia y luego se plantó en medio. Toqueteaba sin parar la pipa en el bolsillo de la gabardina mientras sus ojos hacían tranquilas barridas horizontales, descansando brevemente en cada objeto que veía, acariciando y digiriendo los entresijos de sombra y forma. Respiraba despacio, agitando las colgantes guías del bigote, que temblaban con cada espiración—. ¿Qué hay ahí? —preguntó al tiempo que indicaba la puerta de Ciencia y Tecnología.

—Es, esto… —Cohen se rascó la cabeza.

—… sé leer lo que pone en la puerta. Sea más concreto, por favor.

—Contiene el equipo técnico que utiliza el departamento de Conservación —repuso Elizabeth van der Mier, que entraba por la puerta—. Quiero ver de primera mano lo que encuentre, inspector.

—Será un placer, señora.

—Acompáñeme.

Van der Mier condujo a Wickenden a la sala de Ciencia y Tecnología, sin ventanas y oscura. El agente y Cohen iluminaron con sus linternas ordenadores, archivadores, un microscopio, un caballete y lo que parecía un equipo perfecto para la higiene dental.

—Radiografía, luz ultravioleta, luz negra, microscopios, laboratorio de análisis químicos… Todo lo que utilizamos para realizar análisis científicos de obras de arte a efectos de conservación. Un equipo que vale miles de libras al alcance de la mano. Pero todo parece intacto.

Salieron de la habitación y Wickenden dijo:

—Lo que más me llama la atención es la abundancia de asibles.

—¿De qué?

—Asibles, señora Van Dyke. Objetos de valor que es fácil llevarse. Como un anillo de oro en la mesilla de noche o un montón de billetes de cincuenta libras en la encimera o…

—Y un cuadro sobre un caballete en una habitación abierta.

—Eso es, señora. Igual que los cientos de cuadros que hay en las paredes del museo y podrían haberse llevado. Un ladrón sin avaricia es un ladrón con un propósito. Centrado, práctico, inteligente, reflexivo, moderado, limpio. Ya tenemos un aluvión de adjetivos que limita radicalmente nuestro grupo de sospechosos. ¿A cuánta gente conoce que encaje con todo lo mencionado anteriormente? Creo que «limpio» es el único adjetivo que yo puedo aplicar a mi círculo de amigos. Y en lo que a mí respecta, no afirmo ser poseedor de dicha cualidad en demasía.

—Soy toda oídos, inspector. —Van der Mier salió con los demás de la sala y se dirigió al sótano.

—Ha sido por encargo, de lo contrario los ladrones se hubiesen llevado más. Y quien lo encargó sabía lo de su reciente adquisición. Y lo ha hecho alguien de dentro.

—¿De dentro? Tenga cuidado, inspector, antes de que empiece a acusar a mis empleados de haber tomado parte en esto. ¿Por qué cree que se ha hecho desde dentro?

—Me reservaré una opinión categórica, pero los ladrones sabían que el cuadro estaba en el departamento de Conservación.

—Pero cualquiera podría haber sabido que primero iría a Conservación.

—Y eso ¿por qué, señora?

—Porque lo comuniqué ayer en la rueda de prensa.

—Ah. —Wickenden continuó caminando, la vista fija en el suelo. Tras una larga pausa añadió—: Como le he dicho, me reservaré una opinión categórica…

En el sótano del museo las linternas alumbraron el pasillo que conducía al cuarto de contadores. Wickenden miraba el suelo y las paredes. Se detuvo en el montón de cristales rotos. La ventana abierta, donde antes se hallaba el cristal, quedaba por encima de su hombro izquierdo.

—Hemos llegado. —Cuando Cohen estiró la mano para abrir la puerta de metal de contadores se percató de que Wickenden seguía junto a la ventana rota, en el pasillo.

—Un momento —musitó éste. Van der Mier intentaba seguir su mirada, pero no sabía decir qué era lo que estudiaba con tanta atención. Wickenden hablaba para sí—. Este ladrón o ladrones saben o sabían lo que hacían o hacen.

—¿Qué? —Van der Mier se esforzaba por ver lo que había llamado la atención del inspector.

—Mire las esquirlas del cristal que rompieron.

Van der Mier siguió el dedo del policía hasta la parte superior del cristal, donde, entre el poco vidrio todavía intacto, se veía una fina y limpia línea vertical.

—Un cúter. —Wickenden dibujó un círculo con el dedo y soltó una risita—. Y mire por dónde pisa, señora Van Damme. —El policía se agachó bruscamente, guardando el equilibrio sobre unos pies inestables, y pasó las manos sobre los fragmentos del suelo. Luego levantó la cabeza para observar los cristales que no se habían roto y volvió a mirar al suelo—. ¿Por qué no hay alarma en las ventanas del sótano?

Van der Mier miró los cristales: no tenían la cuadrícula de líneas negras que habría activado la alarma si alguien hubiese roto el cristal y las líneas.

—Ni siquiera me había dado cuenta en lo que llevo aquí.

Cohen se aproximó.

—Permítame, señora. Inspector, llevo aquí desde que se abrió el museo, ya que los dos directores anteriores a la señora Van der Mier ocuparon su cargo hace un año y medio. El cristal con alarma sólo se encuentra en las plantas superiores, porque las puertas que comunican el sótano con las salas se cierran por ambos lados, así que, si alguien quisiera entrar por las ventanas del sótano para subir a las salas, necesitaría tarjetas de acceso de seguridad.

—A menos, claro está, que cortara la electricidad. —Wickenden empujó su mejilla izquierda con la lengua, como solía hacer cuando estaba pensativo e irritado.

—Cierto.

—Le sugiero que lo tenga en cuenta en el futuro en aras de la seguridad. —El inspector pisó los cristales y continuó hacia el cuarto de contadores mientras decía—: No se aprecian pisadas entre los cristales.

—¿Cómo hicieron para no pisarlo al subir? —Cohen miró los cristales una vez más.

—No tengo ni idea —replicó Wickenden sin romper el ritmo—. Pero le daré una respuesta.

A continuación abrió la puerta de contadores y entró.

—¿No quiere buscar huellas dactilares antes de tocar eso? —preguntó Cohen desde detrás.

«Uy», pensó Wickenden, y dijo:

—Esos ladrones eran demasiado listos para dejar huellas, mi querido amigo. Seguro que llevaban guantes.

El cuarto de contadores estaba lleno de polvo y había fragmentos de metal esparcidos por el suelo. Cuando las linternas quebraron la oscuridad, mitigada tan sólo por unos exiguos ventanucos, Wickenden examinó el destrozo: un armazón de imponente acero en su día, con las barras a apenas un centímetro de distancia entre sí, estaba ahora aplastado y retorcido, reventado por una sacudida que tuvo que ser importante. La luz de Cohen iluminó el vacío negro que albergara la caja de fusibles.

—El problema —empezó éste— es que el armazón de acero estaba cerrado, y la llave se encuentra en la sala de control. Así que no hay forma de acceder, y el explosivo no puede entrar por las barras, ya que el espacio es demasiado pequeño. Además, la caja de fusibles se cierra con una llave distinta que también se guarda en control. Eso son dos puertas cerradas.

—Me encantan los misterios en espacios cerrados. —El rostro de Wickenden no reflejaba emoción alguna, pero el ceño lo delataba.

Pisando con cuidado, y tropezando de todas formas, el inspector se abrió camino entre los escombros y llegó a la carcasa de la pared que en su día fuera una caja de fusibles. Acto seguido, pasó el índice por la curva de la pipa en el bolsillo, el anillo de boda rozando la madera. Estiró el cuello todo lo que pudo para acercar la cara a la pared. Van der Mier no estaba segura, pero daba la impresión de que estaba olfateando.

—Colocaron el explosivo dentro de la caja de fusibles. —Wickenden le hablaba directamente a la tiznada pared, a unos centímetros de sus escrutadores ojos.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Van der Mier.

Sin volverse, Wickenden señaló hacia la puerta por la que habían entrado. Van der Mier miró el suelo, junto a su pie derecho. Allí se veían los restos combados de la puerta de la caja.

—Lo que significa —continuó el policía— que también abrieron el armazón. Ahora bien, ¿cómo? ¿Con una llave? ¿Una ganzúa?

El agente levantó el walkie-talkie.

—Sam, ¿puedes echar un vistazo en la sala de control? Nos gustaría saber si las llaves de la caja de fusibles y el armazón protector siguen en su sitio. Y toma las huellas.

—En resumidas cuentas… —Wickenden se giró y alzó la mano con dramatismo—. ¿Qué tenemos por el momento? Una ventana rota con ayuda de un cúter. Ninguna huella. Una explosión desde dentro de la caja de fusibles, que estaba cerrada y, a su vez, dentro de un armazón cerrado. Se va la electricidad. El museo queda desarmado y a oscuras. Un ladrón o ladrones suben o subieron con sigilo hasta el departamento de Conservación y se llevan un cuadro todo blanco de Kramer Malevitsky, adquirido recientemente, que estaban limpiando y que sabían que se encontraba allí. Escapan con el lienzo enrollado, probablemente por la misma ventana, sin que nadie lo note. Ahora bien, ¿qué pasó con este cuadro? —Hizo una pausa—. Cuénteme de nuevo lo que ocurrió hace dos noches, la historia de lo del ordenador.

Ese mismo día más tarde Robert Grayson regresó a casa de su breve viaje de negocios a Nueva York. Cuando abrió la puerta de su piso y metió la maleta en el dormitorio se encontró con el tragaluz destrozado, cristales en el suelo y un olor a lluvia, que había entrado por la ventana sin cristal y había caído sobre la noble madera del piso del dormitorio.

Sólo después de llamar a la policía entró en el salón y vio el cajón de madera abierto y vacío, donde antes descansaba su nuevo y feo cuadro suprematista.