Capítulo 18

Elizabeth van der Mier no llegó al museo hasta que el sol no hubo salido por completo. «Elegantemente aterrada», pensó Cohen. Contuvo la ira lo mejor que pudo, pero sólo porque no sabía contra quién dirigirla. La lanzaría con todas sus fuerzas, pero necesitaba una víctima. Dos ataques en dos días. «Menos mal que yo no tengo la culpa», pensó Cohen, meneando la cabeza.

Las luces se habían apagado, una explosión había sacudido la planta baja, una ventana rota, sin electricidad… Con potentes luces, la policía investigó en el humeante sótano. La ventana rota era significativa. El cristal que faltaba medía unos veinte centímetros cuadrados, lo bastante grande para que cupiese una persona menuda o una de mayor tamaño si era un contorsionista. Pero no se veía ninguna huella.

El cuarto de contadores revestía especial interés. Cuando la policía guió a Cohen y Van der Mier a los contadores a través de la neblina de polvo, Elizabeth vio la causa del apagón: habían reventado el panel de control que contenía los fusibles del edificio entero, incluido el del generador de emergencia. Pero lo más raro era que lo habían hecho estallar dentro de un armazón de acero.

—Señor Cohen, ¿le importaría explicarme cómo demonios pasó eso? —La paciencia de Van der Mier estaba a punto de agotarse.

Cohen y Van der Mier se hallaban en el sótano cuando se oyó el walkie-talkie de un agente.

—Llewellyn a Jones, corto.

—¿Qué hay, Llewellyn?

—Creo que la señora Van der Mier debería subir aquí.

—Estamos echando un vistazo en el sótano. Subiremos…

—Creo que debería subir ahora mismo.

—¿Qué pasa?

—Estoy en el departamento de Conservación…

Van der Mier cayó hacia atrás y la recogió una pared.

—Ay, Dios mío —musitó.

El inspector Harry Wickenden llegó a la National Gallery of Modern Art con una cara que sólo una madre podría amar. Llevaba un vaso de poliestireno enorme con una tapa de plástico que retiraba para beber rítmicamente. Tenía unos ojos oscuros, con bolsas, y un bigote castaño que le colgaba por debajo de los labios. Tenía el semblante abatido, y sus ojos parecían siempre en movimiento. Era muy bajo, y calzaba unos zapatos ortopédicos que iba arrastrando bajo una larga gabardina color caqui. Su postura dejaba mucho que desear, al igual que su aspecto, similar al de un basset. Sin embargo sus ojos tenían un brillo especial.

Un agente corrió a su encuentro cuando entró en el museo.

—Buenos días, señor.

—No tiene nada de bueno una mañana que empieza antes de las diez, agente. Cabría esperar que el hampa tendría la decencia de no robar antes del desayuno.

—Sí, señor. Lo llevaré al despacho de la directora del museo, la señora Elizabeth van der Mier. Debo advertirle que no está de buen humor.

—Ni yo tampoco, pero pongo buena cara. Lléveme con ella.

Wickenden y el policía cruzaron un sinfín de galerías aún oscuras.

—Tendremos que ir andando a la última planta porque la electricidad…

—Ya me he dado cuenta de que no hay luz, gracias. Explique lo que se sepa pero que no resulte evidente.

Comenzaron a subir la escalera de caracol de mármol.

—Esto… sí, llegamos a eso de las cinco de la mañana, después de que nos avisara un miembro del equipo de seguridad del museo, la señorita Jillian Avery. La enviaron fuera del museo para que nos llamara porque alguien había cortado la electricidad de los generadores, tanto principales como de emergencia, neutralizando todas las comunicaciones y los sistemas de seguridad, todos los cuales estaban informatizados.

—La tecnología les dará una patada en el culo, agente.

—Sí, bueno…

—Usted no usará una de esas agendas electrónicas, ¿eh?

—Eh, no, señor. Yo no…

—Eso está bien. Un boli en un papel no se borra solo. Puede grabar eso en mi lápida.

—Muy bien, señor. Como no había electricidad la única defensa eran los cierres de las puertas de fuera. El jefe de seguridad del turno de noche, un tal Toby Cohen, ordenó a los cuatro guarda jurados que se dispersaran por el museo y estuvieran atentos a cualquier ruido que indicase que les estaban robando. Se mantuvieron en contacto con unos walkie-talkies que funcionan a pilas. No informaron de nada, salvo de una sorda explosión inicial que sacudió el suelo de la planta baja y se produjo cuando se fue la luz. Aparte de eso, nada.

—Suena raro. Ése es mi diagnóstico. Pero supongo que la verdad es más extraña que la ficción. Nada que pueda concebir un escritor es la mitad de singular que lo que ocurre de verdad. ¿No está de acuerdo, agente?

—Esto… sí, señor. Llegamos y rodeamos el edificio, según el protocolo de emergencia. Luego recorrimos todas las salas y comprobamos que no faltaba nada. Bajamos al sótano y descubrimos una ventana rota, pero ninguna huella, y también la causa del apagón: una caja de fusibles, destrozada con explosivo. Pero lo curioso es que la explosión se produjo dentro de un armazón de metal que sigue cerrada.

—¿Un misterio en una habitación cerrada? Después de todo puede que haya merecido la pena el madrugón. ¿Algo más?

—Justo el miércoles, un pirata informático entró en el sistema y lo manipuló. Pareció una demostración de poder sin sentido, pero puede que guarde relación con lo ocurrido.

—Mmm. Ordenadores…

—También descubrimos lo que robaron, señor…

El sol espejeaba en las aguas del río Sena, con los palacios de piedra amarilla coronados con su tejado color carbón alzándose a lo largo. Bizot iba por su segundo pain au chocolat cuando se metió por la rue d’Israel y se acercó a la estrecha torre rectangular de la Sociedad Malevich. Sus dedos enanos llenaron de migajas su chaqueta al limpiarse la grasa de la mano de saludar.

Dejó una huella pringosa en el timbre y no tardó en saludarlo la misma secretaria tetona. «Me gustaría trabajar aquí», pensó Bizot conforme entraba.

—Falsos ídolos, menuda mierda —espetó Delacloche, exasperada después de escuchar el descubrimiento de Bizot, el cual la miró con nerviosismo y luego ojeó su impecablemente desordenado despacho.

—¿Quiere decir que no…?

—No, monsieur Bizot, no es eso. Estoy segura de que está en lo cierto, todo tiene sentido. Sólo que me enfurece la ignorancia. ¿Por qué ha de atormentar el ignorante al culto? Es una maldición cíclica. No hay nada tan repugnante como la ignorancia esgrimida como un arma. La idea de que esos filisteos sean capaces de destruir…

—Tengo la intención de impedir que eso ocurra, madamemademoiselle. Si coopera usted, es posible que podamos impedir un filisti…naje.

Delacloche mordió el capuchón de su estilográfica y se apoyó en el escritorio con una pierna doblada. En el despacho cada cajón y cada archivador tenía su etiqueta, primorosamente escrita a mano en mayúsculas, pero los papeles estaban esparcidos por la habitación hasta tal punto que era imposible imaginar que hubiese algo en los archivadores.

—Lo que necesitamos, mademoiselle Delacloche, es un punto de partida. Y creo que está aquí, en alguna parte. Ya tenemos el móvil. Puede que los ladrones hayan querido decirnos algo, pero al hacerlo nos han facilitado una base con la que trabajar. Creo que nos enfrentamos a un grupo religioso y violento. No en términos de derramamiento de sangre, sino de capacidad destructiva premeditada. Fanáticos peligrosos. Pero, hasta el momento, todo ha sido muy refinado. Es un delito muy limpio.

Delacloche le ofreció un cigarrillo a Bizot y se encendió uno.

—Han hecho su declaración de intenciones, pero ¿a quién? No hemos dejado que trascendiera a la prensa. ¿Quién está al corriente aparte de usted y yo y el personal de la sociedad?

—Puede que contaran con la prensa.

—Tal vez, pero no les daremos el gusto. ¿Cree que tienen la intención de destruir…?

—No estoy seguro. En mi opinión, a nadie le interesa destrozar la obra. Es como prenderle fuego a un maletín con miles de euros. Nosotros, la policía especializada en robos de arte, rara vez nos tomamos en serio a los que amenazan con destruir una obra por la que se exige dinero. Pero, si no, ¿cuáles son las opciones?: a) mantenerlo fuera de circulación; b) colgarlo en su pared; c) venderlo. Dado el motivo que hemos señalado, la segunda opción no es posible, lo cual nos deja con la a y la c. ¿Hay algún indicio de que alguien intente venderlo?

Delacloche miró arriba y a la derecha. Pensó en el viaje a Londres del miércoles, y repuso:

—No. Pensé que podrían intentarlo, pero… no.

—Nosotros… bueno, yo pienso que podría ser una declaración política o religiosa y no un delito con afán de lucro o motivado por la necesidad. No pueden venderlo en el mercado legal, así que tendrían que venderlo a un comprador privado que no haga preguntas. Ahí es donde se suele pillar a los ladrones de arte: no es tan difícil robar un cuadro, pero es muy difícil convertirlo en dinero. La mayoría del arte ilícito se vende tan sólo por un siete o diez por ciento del valor estimado, y eso si se encuentra comprador. De modo que si no pretenden venderlo…

—Eso tiene más sentido. Vendiéndolo —razonó Delacloche— perpetúan su legado. Si el propósito es iconoclasta, venderlo a un comprador que lo venerará como una gran obra de arte… bueno, ello le devolvería su condición de icono. Todo el que deseara comprarlo caería en la idolatría al hacerlo.

—Eso nos deja con la primera alternativa: pretenden mantenerlo fuera de circulación… o destruirlo sin más; cualquiera de ambas cosas conseguiría el mismo fin. —Bizot se balanceaba sobre los talones, sumido en sus pensamientos—. Si en verdad son un grupo religioso violento y no andan detrás del dinero, el riesgo de que lo destruyan es real.

Delacloche mordisqueaba de nuevo la pluma.

Monsieur, me tienen algo intranquila los otros Blanco sobre blanco de Malevich.

—¿Tiene otros?

—No aquí, pero se trata de una serie. Hay muchos más, en museos y colecciones privadas del mundo entero. El otro día se vendió uno en Christie’s

—Aguarde, ¿cuántos son «muchos»?

—Aquí están archivados todos los que existen, pero puede que haya otros de los que no tengamos constancia. Me preocupa que…

—… también puedan correr peligro. Comprendo. —Bizot hizo una larga pausa mientras examinaba la moqueta gris. Delacloche lo interrumpió:

—¿Monsieur?

—Creo que tenemos que aunar esfuerzos. Voy a necesitar su ayuda, mademoiselle. El motivo es la clave para resolver los delitos. Los delitos sin móvil no existen, y el móvil, una vez conocido, siempre conduce a la solución. Lo peor ha pasado. Lo que necesito de usted es el punto A: el principio del rastro. ¿Qué ha averiguado de la última persona que solicitó ver el Blanco sobre blanco?

Delacloche dio la vuelta a la mesa, procurando no pisar los montones de papeles dispuestos en ordenadas pilas por la moqueta. Se sentó en su silla y puso las piernas, enfundadas en unas medias negras, en la mesa.

—Se llama Christien Courtil, y es el conservador de una galería en París, cerca de los Inválidos, la Galerie Sallenave. Están especializados en grabados de los grandes maestros, cosas de ricos.

—¿Y no es raro que quisiera ver un cuadro moderno?

—Sí, pero dijo que estaba investigando para un cliente.

—¿No le suena sospechoso, mademoiselle?

—En el mundo del arte todo o nada suena sospechoso, monsieur Bizot. Es como el tiempo en Inglaterra: o se lleva un paraguas encima a todas horas o nunca. Pero sin duda merece la pena estudiarlo.

—¿Quién es el propietario de la galería? ¿El tal Courtil?

—No. Él la dirige, pero el dueño es un viticultor perteneciente a una familia de abolengo. Viven en un castillo en el suroeste, entre Biarritz y Pau. Él tiene fortuna propia, pero lleva algunos negocios: el viñedo en las inmediaciones del château familiar en el sur; la galería de grabados de los grandes maestros aquí, en París; y también exporta vino al extranjero, de otros viñedos. Se llama Luc Sallenave. Debe de ser bastante mayor ya, tendrá casi ochenta años. Coincidimos en una ocasión, en un baile de gala benéfico en el Museo Marmottan. Contribuye generosamente a iniciativas culturales y artísticas. Que yo sepa sólo colecciona grandes maestros, y casi exclusivamente grabados e incunables. Un Malevich no encaja en su perfil. Tal vez…

—Creo que sé cómo conseguir que me reciba. ¿Cuál es su dirección en París? —Bizot se sacó su Moleskin y, sin demasiado lío, retiró la goma y comenzó a hacer anotaciones.

—No figura en el listín, pero estoy segura de que la tengo en alguna parte. Un momento. —Delacloche se puso a revolver un archivador hasta que sus dedos dieron con lo que buscaban—. Aquí está. Su dirección postal es la de la galería, pero al parecer es dueño de todo el edificio. La galería ocupa las plantas baja y primera, pero la segunda y la tercera son un gran apartamento privado. Su primera residencia es el château, pero parece que su segunda vivienda en París está justo encima de la galería.

—¿Cuál es la dirección?

—La rue de Jérusalem, número 47.

—Me ha sido de gran ayuda, mademoiselle Delacloche. Una última cosa: creo que deberíamos comprobar la caja de seguridad para ver si la contraseña y la tercera llave siguen donde deben. ¿Mañana por la mañana, quizá?

—Veamos… —Delacloche pasó un dedo por el calendario—, sí… no creo que haya problema. Hablaremos por la mañana.

Muy bien. À demain.

Ya fuera, Bizot cerró la puerta de la Sociedad Malevich al salir. Su cerebro barajaba la nueva información.

Le gustaba pensar que la memoria era como una enorme biblioteca de archivos y libros en la cabeza de uno. Una biblioteca memorizada no para alguien, sino de alguien. Imaginaba su biblioteca memorizada pintada de un verde menta claro, con los archivadores amontonados hasta las vigas, más alto de lo que alcanzaba la vista. Una gran escalera ahusada descansaba contra las numerosísimas paredes de estantes y cajones, las cuales rodeaban una mesita de madera a la que se sentaba su bibliotecario mental. Bizot imaginaba que su bibliotecario mental era un anciano encogido de cabello blanco ensortijado que llevaba tirantes y pantalones de lana subidos por encima de la cintura, una visera verde de oficinista y un lápiz gastado y mordisqueado en la oreja.

Cuando Bizot quería rescatar un recuerdo recóndito, realizaba la petición utilizando un altavoz. Su bibliotecario rezongaba, sorprendido, y decía: «¿Y ahora qué quiere?» Luego iba arrastrando los pies a consultar la petición, mascullando imprecaciones, y después se encaminaba por uno de los pasillos atestados de libros que salían, como rayos de sol, de la mesa central y la desvencijada butaca de madera del Bibliotecario, el asiento de la Memoria.

Cuando Bizot llegó al final de la calle volvió la cabeza para ver la Sociedad Malevich. Y vio una cosa. En un principio no reconoció lo que era, pero supo que era importante. Se detuvo y echó una ojeada.

La calle estaba desierta a excepción de unas cuantas hojas que la brisa procedente del cercano Sena zarandeaba. ¿Qué era lo que había visto? ¿Lo que le había llamado la atención? Dio una vuelta completa despacio… y cayó en la cuenta.