Capítulo 16

Los vigilantes del museo deambulaban de sala en sala. Aunque iban en parejas, bien podrían haberlo hecho a solas, ya que el nocturno cielo del interior de la pinacoteca sólo cobraba visibilidad gracias al finísimo haz de las linternas.

Cohen sentía la presencia de los cuadros a su alrededor, aquel jardín colgante de telas y madera, pigmentos y óleos. Nunca había entendido el atractivo de un montón de borrones o un cuadrado negro, pero los protegería con la vida. Y jamás se había molestado en preguntarse por qué, quizá porque temiese no encontrar respuesta, lo cual precipitaría el trabajo de su vida en la nada. «Evita el vacío», le había oído decir a alguien en una ocasión. Si se permitía pararse a pensar, en fin, no era lo más conveniente para la clase trabajadora. Sabía que era bueno en lo suyo y eso bastaba. Sabía que era apreciado por gente mucho más lista que él y eso le procuraba cierta satisfacción. ¿Para qué liarse devanándose los sesos y ser desgraciado? ¿Acaso los guardaespaldas tenían que amar y comprender al primer ministro? No, sólo sabían que su labor consistía en protegerlo a toda costa. Esos acertijos existenciales no eran para ellos. Pero, claro, Cohen no estaba muy seguro de saber lo que significaba «existencial».

La falta de luz a su alrededor era tal que ni siquiera distinguía las paredes. «Quienquiera que haya hecho esto ha escogido la noche adecuada —pensó—. Nublada y sin luna». Era un alma solitaria avanzando por un mar a medianoche, Cohen sabía que a su lado pasaban otras naves, podía sentirlas, pero no verlas. Los sonidos de ese océano también se burlaban de él, si bien lo hacían con su silencio. Aguzaba los oídos, pero no percibía ningún sonido, inoportuno o no. Aquello era un asalto, de eso estaba seguro, una incursión. Pero ¿por qué asaltaban esos bárbaros el castillo y luego se iban sin hacer ruido, sin una moneda de recompensa? ¿Sería otro alarde? Dos veces en la misma semana. Se colocó las gafas de visión nocturna y el negro se tornó verde otra vez.

Van der Mier había insistido en levantar muros defensivos para impedir el acceso de piratas en los sistemas informáticos. Ahora era imposible, les habían asegurado, que entrara nadie sin una serie apropiada de códigos. Pero la tecnología carecía de defensas si se eliminaba su savia eléctrica, igual que el más poderoso de los ejércitos se vendría abajo si el cielo se viera desprovisto de oxígeno.

Era un modo sencillo de desarmar la tecnología. Cohen se sintió incómodo al darse cuenta de hasta qué punto dependía de ella. ¿Y si sus gafas de visión nocturna fallaban? Caminaría por una infinidad de sombras, con tan sólo una débil linterna en la mano, avanzando por la selva con un cortaplumas, incapaz de proteger los indescifrables tesoros que colgaban a su alrededor, y protegerlos era su trabajo.

En una ocasión había leído que los ciegos compensaban su minusvalía aguzando los otros sentidos, tales como el oído, para percibir el entorno. Con ello en mente, Cohen ordenó a sus hombres que no hiciesen ruido al andar y no utilizaran los walkie-talkies. No estaba claro qué sonido esperaba escuchar. ¿Acaso no sería mejor no oír nada, considerar aquello una falsa alarma? Eso no era para él. Pero ¿qué había sido eso? ¿El sonido del lienzo al ser separado del marco en una sala? ¿Unos pasos amortiguados en el piso de madera, al otro extremo? Habían desarmado el museo con elegancia, de manera que parecía absurdo suponer que el robo en sí fuera menos refinado.

Cohen se detuvo un instante. Se plantó en medio de una sala, apagó las gafas y echó un vistazo. No vio nada, naturalmente, pero miró. Sus ojos se pasearon por la densa negrura neblinosa y abismal, seguro de la solidez del suelo sólo porque sus pies se hallaban bien afirmados en él. La calma impregnaba el aire. El museo, como una tumba, le privaba de los sentidos. Estaba enterrado vivo, y sin embargo respiraba. Pero su cerebro no lo engañaba. Respiró hondo. No veía lo que sabía que debía estar ahí. Sencillamente no veía nada.