Capítulo 15

—¿Me estás tomando el pelo?

Toby Cohen pegaba gritos en la sala de control del museo mientras Avery pulsaba unas teclas inútiles y lanzaba miradas a una serie de monitores vacíos, apenas perceptibles en aquella oscuridad absoluta, pues no había ventanas.

—¿Qué coño está pasando?

—Señor, nos hemos quedado sin suministro eléctrico, hasta en los generadores de reserva.

—Eso ya lo veo, Avery, maldita sea. Por cierto ¿dónde está?

—Un momento, señor. —Avanzó a tientas por la negrura de la habitación e hizo aparecer un haz concentrado de luz blanca—. Aquí, señor. —Le entregó a Cohen una MagLite y encendió otra para ella.

Por segunda vez en una semana Cohen abrió los armarios de acero negro y sacó armas. «Me estoy haciendo demasiado viejo para esto», pensó.

—Acabamos de arreglar el maldito sistema informático para hacerlo a prueba de piratas y sigue yendo mal. Esta puta tecnología me…

—Ése es el caso, señor: esto no es un fallo informático ni tampoco pirateo. El nuevo sistema de defensa informático es invulnerable. Salvo por una cosa: necesita electricidad.

—¿Han cortado el suministro del edificio entero?

—Es la única forma de neutralizar los ordenadores. Y también tendrían que cortar el generador de emergencia. Por lo que sabemos, toda la zona podría estar a oscuras.

—Así que alguien se dio cuenta de que no podía entrar por la puerta principal y decidió dar un rodeo.

—El nudo gordiano, señor.

—No tengo ni puta idea de lo que es eso, pero nadie va a robar en este museo estando yo de servicio.

—¿Está seguro de que van a robar algo? Quizá sea una demostración de poder, como la última vez.

—¿Por qué, si no, nos iban a estar dando por el culo, por amor de Dios? Póngame con los muchachos.

—Las comunicaciones se realizan a través de los ordenadores, señor. Pero ahora tenemos walkie-talkies. —Avery hizo un barrido con la luz hasta dar con lo que buscaba. Acto seguido encendió el aparato, que profirió un silbido, y presionó un botón lateral—. Control a equipos de seguridad dos y tres. ¿Me recibís?

Se produjo una larga pausa. Cohen dejó de moverse y escuchó conteniendo la respiración.

—Al habla seguridad tres, te recibimos.

Cohen y Avery soltaron el aire al oír la voz estridente, estática.

—Aquí seguridad dos, te recibimos, corto.

Cohen le quitó el walkie-talkie a Avery.

—Aquí Toby. ¿Qué está pasando?

—Seguridad tres. Estábamos recorriendo la segunda planta cuando se fue la luz, de pronto. Le seré sincero, no veo una puta mierda.

—No diga tacos, coño, Stammers. A ver si hablamos bien, joder. Seguridad dos: ¿dónde están?

—Jefe, estamos en la planta baja y oímos una explosión antes de que se apagaran las luces. Pero amortiguada, así que no sabemos de dónde procede. Pero parecía una buena.

—¿A qué se refiere con eso de que «parecía una buena»?

—El suelo tembló.

—El suelo tembló, estupendo.

—¿Qué hacemos ahora?

—Muy bien. Seguridad dos, quédense en la planta baja. Seguridad tres, quédense en la segunda. Avery y yo cubriremos la primera. Utilizaré gafas de visión nocturna, pero los dos únicos pares que hay están aquí arriba, así que ustedes tendrán que usar las MagLites. Quiero que permanezcan callados y a la escucha. No vemos una mierda, pero sí podemos oírla.

Cohen se sujetó el walkie-talkie al cinturón y le puso a Avery una pistola en la mano en la oscuridad.

—Señor, no me han enseñado a…

—Cierre el pico. Tenemos que avisar a la policía.

—Pero, señor…

—Algo está ocurriendo, Avery. En este mismo instante.

—Lo sé. Pero…

—Déjese de peros…

—… el botón de alarma es eléctrico, igual que el teléfono y las radios, y tenemos el móvil en la taquilla, en el sótano. No podemos llamar a la policía. Estamos atrapados aquí.

—Pues tendremos que escaparnos.

El equipo de seguridad tres deambulaba por los mudos pasillos, desiertos en la oscuridad. La noche era nublada y sin luna; daba la impresión de que, al otro lado de las ventanas, también el cielo se había apagado. No se veía ninguna luz. El único alivio procedía de los finos y claros haces de las MagLites que bailaban por las paredes.

Había tantos cuadros… y todos ellos eran incapaces de defenderse por sí solos, corderos desvalidos, vulnerables. Con electricidad había vigilancia por circuito cerrado, alarmas internas y externas, cierres en las puertas y rejas de hierro que se bajaban en las puertas como medida de seguridad de contención. Pero sin electricidad no había más defensa que los cierres de las puertas de fuera y los marcos sujetos a las paredes. No era gran cosa. Los museos no prevén que haya asaltos, de modo que allí sólo estaban los seis vigilantes nocturnos. Ni siquiera habían tenido tiempo de reforzarse, salvo por los cortafuegos informáticos, desde el incidente de la noche previa. Y ahora los guarda jurados ni siquiera podían ver.

Stammers y Fox cruzaban las salas mientras sus linternas alumbraban obras de arte que ellos temían que no podrían proteger. Como pastores en medio de una ventisca cegadora: los lobos podían acechar en cualquier parte, y había demasiadas ovejas que defender.

Entonces oyeron algo.

—¿Has oído eso? —Fox se detuvo.

—Hum…

Ambos sacaron su respectiva arma. Otra vez. Una pisada, tal vez. Los vigilantes se dieron la vuelta y se pararon.

—Eso sí que lo he oído. —Stammers echó a andar en dirección al sonido, que parecía venir de la sala contigua.

Fox lo siguió.

—Ésa es la sala nueve, ¿no?

—Sí.

—¿No tienes la sensación de haber hecho esto antes?

—Sí.

Avanzaron despacio, el arma en ristre, la luz dirigida al suelo.

—Esta vez no podemos bajar las rejas.

—Lo sé.

Se pararon. El negro aire que los envolvía parecía como submarino. Ante ellos se abría la sala.

Luego algo salió corriendo hacia ellos: de la sala nueve surgió una figura. Pasó rozando a Stammers y Fox antes de que pudieran reaccionar. Giraron en redondo y oyeron una voz.

—Joder, que somos nosotros. —Toby Cohen salió de la sala nueve. Apuntó con la linterna a su propia cara, las gafas de visión nocturna en la frente—. ¡Bu! —exclamó. Y a continuación iluminó a la figura que había salido corriendo y que ya se hallaba en la sala con ellos. Era Avery, también con unas gafas de visión nocturna—. Quiero que Avery avise a la policía. Se está cociendo algo y no quiero correr riesgos. Acompañémosla a la salida.

Atravesaron las cavernosas estancias hasta llegar a una de las puertas que daba al exterior. La poca luz que había entraba por las puertas principales, que eran de cristal y estaban cerradas a cal y canto. Avery abrió de forma manual.

—Vaya al teléfono más cercano, avise a la policía y déjelos entrar. Nosotros estaremos dentro y puede que no los oigamos. Y dígales que traigan luz, por el amor de Dios. —Cohen le sujetó la puerta a Avery, que se adentró en la noche. Después cerró y echó la llave—. Estamos encerrados, muchachos. Esperemos que no haya nada que temer.

Al otro lado del Támesis, a varios kilómetros de distancia, se encontraba el piso de St. John’s Wood de Robert Grayson. En el negro sótano del edificio, la calma se vio rota por una pisada sorda. Y luego otra.

Los pies, dentro de unos zapatos envueltos en fieltro, avanzaron por un pasillo y abrieron una puerta de metal sin hacer ruido. Acto seguido una sonda larga y delgada halló una caja de seguridad empotrada en la pared y se hundió en el ojo de la cerradura. Un minuto después saltó el cierre y la puerta se abrió. Una mano enguantada fue tocando una hilera de fusibles hasta dar con su víctima.

Una estrepitosa lluvia de cristales cayó por el tragaluz roto y fue a parar al dormitorio de Robert Grayson. Le siguió una figura negra que aterrizó como un gato en el suelo, amortiguó el impacto con unas piernas musculosas y una habilidosa flexión de rodilla. La alarma no sonó.

Sin que nada se lo impidiera, la figura entró en el salón, donde un cuadro suprematista dormitaba en su protector cajón de madera, apoyado en la pared.

Un destornillador emergió de una funda que llevaba en la cadera, y la tapa fue desatornillada y retirada. Allí, en la caja de madera, descansaba el espantoso cuadro del lote 34. Estaba bien sujeto, envuelto en poliestireno.

La figura sacó un escalpelo largo y fino y lo hincó en el cuadro. La hoja se desplazó paralela al borde exterior, justo por debajo de las grapas que aseguraban el lienzo, tensado sobre el bastidor de madera. El lienzo se separó del bastidor como si fuera piel seca. Seguidamente la tela quedó enrollada y fue introducida en un tubo de plástico negro que acabó colgado a la espalda del intruso, en bandolera.

La figura subió por la cuerda que aún pendía del destrozado tragaluz y desapareció en la noche.