Capítulo 13

Elizabeth van der Mier se puso en pie para irse, ya que la subasta estaba a punto de finalizar. Los empleados de Christie’s la atendieron con tacto, cuidando de no pasarse, pero dejando claro que estaban a su entera disposición y que serían lo serviciales que hiciese falta. Ella desapareció con su séquito, que incluía a otros dos representantes de museos que habían estado merodeando por la sala.

Delacloche siempre había pensado que aquello era muy parecido a una película de James Bond: la sala de subastas llena de peces gordos vestidos para la ocasión, con secuaces apostados y millones en juego. Los precios siempre se le habían antojado escandalosos, hasta lo inconcebible. Un dinero que era calderilla para quienes lo tenían y, para los que no, algo incomprensible. Dejarse cientos de miles de libras en un capricho, en un adorno para la pared… entonces ¿por qué trabajaba ella en el sector? Le entusiasmaba el arte, pero también el mundo que giraba a su alrededor. Le entusiasmaba todo el conjunto.

Van der Mier ya estaba fuera del edificio cuando el caballero entrecano que había comprado la espantosa obra suprematista abandonó la sala de subastas. Delacloche esperó un instante y luego fue detrás. La mayoría de la gente se había ido y, aunque casi todos los asientos seguían ocupados, los de los extremos ya estaban prácticamente vacíos. Muchos de los cuadros que antes decoraban las paredes habían sido retirados para guardarlos, embalarlos o entregarlos a los compradores.

El caballero entrecano se acercó a la cajera.

—Buenas tardes, señor. ¿Su número?

—Lo cierto es que preferiría no dárselo. Apenas nos conocemos.

—¿Me permite su paleta?

—Ah, sí, claro.

El caballero entregó la paleta a la elegante joven de las perlas que había tras el mostrador. Ésta abrió una carpeta y sacó un formulario que se dispuso a rellenar.

—¿El señor Robert Grayson?

—Así es.

El acento era americano, pero no desagradable.

—¿Lote treinta y cuatro, cuadro suprematista anónimo?

—Así es.

—¿Cómo desea abonar la compra, señor?

—En efectivo, si es posible.

—Naturalmente, señor. —La chica se puso a cumplimentar el formulario, lanzándole una breve mirada a Grayson y luego a su mano izquierda—. Son mil quinientas de precio de remate más el diecisiete coma cinco por ciento de comisión por adquisiciones inferiores a cincuenta mil, lo cual hace un total de mil setecientas sesenta y dos libras con cincuenta peniques. Bonita pieza, señor.

—Gracias, querida. Debo admitir que se le toma el gusto a esto, y al parecer yo se lo he tomado. Irá bien con las cortinas.

—Cierto —rió ella, sin saber si era una broma.

—Veamos. Me gustaría que me llevaran el cuadro a casa. ¿Cuándo podría ser?

—Cuando lo necesite allí estará, señor.

—Mañana, jueves, puedo estar en casa entre las nueve y las doce.

—Perfecto, señor. Sólo tiene que rellenar este impreso.

Una vez completada la transacción, Grayson se despidió de la cajera guiñándole un ojo y bajó la imponente escalera. Debajo se extendía el vestíbulo, lleno de gente que conversaba y admiraba, felicitaba y leía. El estante de catálogos de próximas ventas se hallaba a la izquierda de la escalera, unas cadenitas doradas sujetaban los libritos a los estantes. Un televisor retransmitía lo que pasaba en la sala de subastas. Había libros a la venta, y el mostrador de inscripciones estaba ocupado por una mujer igualmente elegante, con el cabello peinado hacia atrás y recogido. Ése era el puesto, conocido cariñosamente como el de «pescar marido», que querían ocupar las empleadas de Christie’s: les daba la posibilidad de conocer a los postores adinerados, y a menudo solteros, cuya posición social, educación y gustos eran patentes dada su presencia en la subasta. Pero Grayson no lo sabía.

Llegó al vestíbulo, y su ojo sucumbió a la atracción de uno de los catálogos de próximas ventas: Importantes piezas de las artes decorativas del siglo XIX. Iba hacia él cuando le impidieron el paso.

—¿Señor Grayson?

—Sí. ¿Nos conocemos?

Ante sí tenía a tres caballeros vestidos con un traje oscuro casi idéntico.

—No, señor. Somos coleccionistas y amantes del arte, como usted. Lo hemos visto antes.

—¿Ah, sí? ¿Han encontrado algo de su gusto hoy?

—Lo cierto es que sí: hemos comprado una obra. Y nos gustaría tratar un asunto con usted.

—Ah.

—Queríamos felicitarlo por su adquisición del lote treinta y cuatro. Una bonita pieza.

—Bueno… gracias. Creo que se le toma el gusto a esto, y al parecer yo se lo he…

—El hecho es que también nosotros esperábamos poder pujar por él, pero no estábamos en la sala cuando salió.

—Mala suerte. ¿Recibió una llamada de teléfono?

—El hecho, señor, es que representamos a alguien a quien le apasiona la obra que acaba usted de comprar, y está dispuesto a ofrecerle una cantidad sustancialmente mayor de la que pagó.

—¿Ah, sí? —Los ojos de Grayson se pasearon por la habitación.

—Sí. —El hombre hizo una pausa—. No me andaré con remilgos, señor Grayson. Estamos dispuestos a entregarle diez mil libras por el cuadro que ha comprado.

—¿Diez mil libras? —Grayson sonrió y se echó hacia atrás—. Deben de estar locos. ¿Saben cuánto he pagado por él? Mil quinientas. Eso es… ni siquiera sé hacer la cuenta, pero es mucho más de…

—Lo sabemos. Estamos especialmente interesados en él, y el dinero no es problema. ¿Trato hecho?

—Gracias, caballeros. Estoy profundamente conmovido, pero lo cierto es que el dinero tampoco es un problema para mí, y a mi mujer le va a encantar este cuadro. Que tengan un buen día.

Grayson los rozó al pasar y se unió a la cada vez más nutrida multitud que pululaba en el vestíbulo. Ésta se cerró tras él, y los hombres se quedaron mirando la masa de cuerpos mientras Grayson abandonaba el edificio. Cuando quisieron llegar a la puerta ya se había ido.

Delacloche observó el episodio con atención. Se encontraba en el vestíbulo, intentando descubrir en medio del gentío a Jeffrey, el experto con el que había hablado por teléfono. Quería preguntarle por qué el Blanco sobre blanco del lote 39 era distinto del del catálogo. Seguro que estaba en el vestíbulo, pero ella era incapaz de verlo, o quizás él estuviera encargándose de que no lo viera.

Divisó a dos antiguos amantes entre las rayas diplomáticas y los puños dobles: uno, mediocre; el otro, horrible. Los dos únicos representantes de sus breves incursiones en la vida amatoria inglesa. Por desgracia los tímidos y los reprimidos son malos compañeros de cama. Su archivo mental fue repasando los rostros y el tacto de las manos. Rodrigo García y Marco del Basso desbancaban a todos los demás. Sonrió al volver la vista atrás. Ésos dos podían ser profesionales. Donde esté un mediterráneo que se quiten los demás.

Los expertos de Christie’s reían y charlaban con sus clientes, a muchos de los cuales los conocían desde hacía años y con los que se relacionaban fuera del despacho. Había pocos coleccionistas, sobre todo de un campo concreto. Los mejores clientes eran compradores reincidentes, y el arte por sí solo no podía garantizar la lealtad. Los compradores preferían comprar a quienes consideraban amigos, y parte de la labor de los empleados de Christie’s consistía en cultivar y mantener esa amistad con sus clientes. Para algunos tal vez fuese una carga, pero otros estaban encantados. Ello permitía llevar una vida opulenta y glamourosa de manera indirecta. A los expertos de Christie’s se los invitaba a alojarse en la villa toscana de un cliente, a comer en Taillevent con otro, a recorrer las islas griegas en un yate privado o se los obsequiaba con vino. Todo ello de lo más agradable, en particular para los que no tenían familia o para quienes la vida familiar no constituía la gozosa válvula de escape que podría ser. Para algunos el trabajo era como un bonito sueño del que no querían despertar.

Delacloche conocía a la mayoría de los empleados de todos los departamentos del siglo XX de Christie’s en diversos países. En el pasado se topaba con ellos en ventas, exposiciones y entornos académicos. Cada uno era un valor conocido, y aquel universo amurallado con frecuencia se convertía en un hervidero de incestos, tanto literal como intelectualmente. No había nada tan marciano como una convención académica de historiadores del arte. Un individuo brillante era una cosa, pero una habitación con sesenta, discutiendo y dando rienda suelta a sus pasiones alternativamente, era un acontecimiento digno de verse.

Delacloche había presenciado numerosos espectáculos de ese tipo. Le sorprendía que no se hubiese acostado con nadie de Christie’s. Que recordara. Por tanto no podía entender por qué nadie hablaba con ella. Se hallaba en medio del vestíbulo, mientras los insectos zumbaban a su alrededor cuchicheando y deshaciéndose en elogios, preguntándose por qué.

Grayson iba en taxi camino de su piso de St. John’s Wood, sin reparar en el Land Rover negro que lo seguía.