El camarero acababa de dejar dos platos del mismo nombre que el restaurante en el que se hallaban, Au Pied de Cochon, cuando llegó Jean-Jacques Bizot, las mejillas encendidas y sin aliento. Jean-Paul Lesgourges no se molestó en apartar la mirada del plato mientras su cuchillo y tenedor se abrían paso, con precisión quirúrgica, entre la crujiente piel de la manita de cerdo, apartando los huesecillos de la suculenta carne.
—Et bien?
Bizot no respondió, pues estaba ocupado intentando pasar entre una columna revestida de espejos y la superpoblada mesa de detrás, rebosante de niños educados y tías repelentes, para alcanzar su asiento. Lesgourges levantó un ojo de la manita de cerdo, soltó una risita callada y siguió comiendo.
—He pedido por ti porque la cocina iba a cerrar —anunció. Bizot no dijo nada, ya que trataba de esquivar el brazo de la silla para sentarse—. Jean, tienes la gracia de un mulo herido. Cómete el cerdito.
Bizot, por fin sentado y bien sentado (se dio cuenta de que estaba encajado entre los brazos del asiento), se puso la servilleta en el pecho, cubriéndole el estómago, agarró cuchillo y tenedor y resopló sudoroso:
—Bonsoir.
—Bonsoir para ti también —replicó Lesgourges conforme se metía en la boca un curvo hueso para dejarlo limpio—. Así que querías cenar tarde porque tenías trabajo. Una semana de investigación y tengo que esperar hasta ahora para que me dejes participar en la diversión. Et alors…
—Un momento, Jean. Je mange done je suis. Primero el estómago y después la cabeza. —Bizot se puso a comer con voracidad.
—El que era, el que es y el que vendrá… a comer sin parar… amén —entonó solemne Lesgourges antes de pedirle más vino al camarero.
En cuestión de minutos, la tostada piel y la blanca carne del pied de cochon se habían esfumado, y lo único que quedaba en el plato antes lleno de Bizot eran unos cuantos huesecillos, color gris plomo que brillaban como la tinta contra el blanco del plato. Con una delicadeza contraria a su perímetro, Bizot se limpió las comisuras de la boca con un dedo enfundado en la servilleta.
—¿Vas a contármelo o…?
—Sí. —Bizot soltó la servilleta y se reclinó en la silla—. ¿Qué quieres saber?
—Pedazo de pollo relleno, no te hagas el reservado conmigo. Por teléfono me contaste lo de la investigación en la Sociedad Malevich y me dijiste que había un misterio que resolver y que esperarías a contármelo en persona porque sería más divertido. Bueno, pues aquí estoy. Y ya has comido…
—Bien. —Bizot sonrió lo justo—. C-R-3-4-7.
—Quoi?
—C R 3 4 7 —repitió Bizot.
—¿Es ése el misterio? —Lesgourges pareció defraudado.
—Eso es lo que había escrito en la pared de detrás de ese chisme móvil donde estaba el Malevich cuando lo robaron.
Bizot hurgó en los pantalones y sacó un paquete blando de cigarrillos doblado y aplastado. Cogió uno con dos dedos regordetes. El extremo estaba roto y colgaba de una fina tira de papel. Lesgourges se echó a reír, y Bizot quitó el extremo roto y se encendió el pitillo con una cerilla que rescató de una carterita en la que ponía «Crazy Horse» en cursiva rosa.
—Alors, qu’est-ce que tu en penses?
—No sé qué pensar. —Lesgourges se echó hacia atrás y abrió su estuche de plata. Sus dedos recorrieron el lomo de la hilera de diez puritos, cada uno con una vitola dorada. Del estuche salió un olor a clavo, y a los dedos de Lesgourges se adhirió una película pegajosa. Escogió un puro, lo sacó y continuó hablando mientras dirigía con su batuta de tabaco—. No es mucho para empezar, pero lo primero que me viene a la cabeza es que es una declaración de intenciones.
Bizot levantó la cabeza del ascua de su mutilado cigarrillo y volvió a bajarla.
—Eso mismo pensé yo.
Finalmente Lesgourges se metió el puro entre sus labios equinos y lo encendió con una cerilla de su propia carterita, idéntica a la de Bizot.
—Los ladrones querían que la Sociedad Malevich supiera…
—¿… qué?
—Bizot, eso es lo que intento dilucidar. Estoy pensando en voz alta. Silence et prépare-toi. —Lesgourges dio una potente calada. La punta humeó y chisporroteó, y él despidió una nube de humo dulzón—. Los ladrones querían decirle a la Sociedad Malevich que: a) pudieron robar un cuadro de la cámara acorazada y b) los perpetradores se llamaban CR347.
Bizot fijó la vista un instante no en Lesgourges, sino en el humo que bailoteaba delante de su cara.
—Eres medio idiota, Lesgourges —espetó Bizot—. La mitad de tu deducción tiene sentido, y la otra… no tanto. Estoy de acuerdo en que el delito parece una demostración de poder, de puissance, que no tenían necesidad de poseer el cuadro o revenderlo. Si no es una declaración de intenciones, ¿por qué iban a dejarnos una pista? Si querían desaparecer en la noche y que no se les volviera a ver el pelo, ¿por qué dejar una tarjeta de visita? Tienes razón: es una declaración de intenciones. Pero CR347 suena más a lavavajillas que a nombre de perpetrador.
—Puede que sea un palíndromo.
—Quoi? ¿743RC?
—No, un palíndromo no… qu’est-ce que je veux dire… un acrónimo.
Bizot hacía girar el cigarrillo en la boca con el dedo acusador y el pulgar.
—Me equivocaba. No eres medio idiota, eres un completo idiota.
—Eso no responde la pregunta de si podría ser un acrónimo.
—No —repuso Bizot—. Sólo era un comentario. No se me ocurre ninguna institución o grupo terrorista o…
—¿Y si es un vuelo? —Lesgourges intentaba en vano hacer anillos de humo.
—El humo de esos puritos es demasiado fino —observó Bizot—, te lo tengo dicho.
—Qué lástima que no se pueda decir lo mismo de ti —replicó Lesgourges—. Como ya te he dicho.
—Ja ja. Pero no es mala idea. Salvo por el hecho de que no tiene ningún sentido escribir el número de un vuelo en la pared de la que acabas de robar un cuadro.
—Puede que a los ladrones les preocupara olvidar el vuelo en el que tenían pensado escapar. —Lesgourges se inclinó sobre la carta—. ¿Quieres postre?
—Miraré a ver si hay un vuelo con ese número. Puede que exista alguna relación, pero yo no me haría ilusiones. ¿Qué te parece una mousse au chocolat?
—Mmm. —Lesgourges se volvió para llamar al camarero—. Deux tartes tatin, s’il vous plaît. —El camarero se fue arrastrando los pies—. Te gusta la tatin. ¿Qué otras opciones hay?
—Había una crème caramel y un…
—No —lo interrumpió Lesgourges—, me refiero para lo del CR347.
—Ah. Pues una tarta de chocolate…
—Salaud. Je vais te frapper.
Bizot esquivó los desganados intentos de Lesgourges de clavarle el tenedor, el rostro enrojeciendo por la risa. Su barba subía y bajaba con sus jadeantes risotadas; la parte superior de su cuerpo se agitaba, mientras que la mitad inferior permanecía encajada entre los brazos del asiento.
—Tranquilízate, Lesgourges. Tenemos… —Bizot recobró la compostura— tenemos que resolver esto, pero se piensa mejor con la barriga llena.
—¿Cuánto más crees que podrías llenarla?
—Aún no hemos tomado el postre.