Capítulo 11

El martillo cayó por última vez.

La subasta continuó. No era costumbre dejar las piezas más caras para el final de la venta, pues no resultaba lo bastante teatral. Pero tampoco salían al principio. Había que dejar que los postores se metieran en harina, se entusiasmaran, y luego, en algún punto entre los lotes vigésimo y quincuagésimo, colar los pesos pesados: el Miró de un millón; el Mondrian de tres millones; el Modigliani de cuatro; el Malevich de seis; el Magritte de siete; el Matisse de ocho; el Manet de quince; el Monet de veinte. Los precios eran arbitrarios.

«Sin embargo —pensó Delacloche— a mí me gusta ir por los museos jugando a adivinar los precios. ¿Se puede cuantificar la genialidad? Naturalmente. Se puede cuantificar todo. Pero ¿por qué me vienen a la cabeza cuatro millones cuando pienso en un Modigliani, y veinte en el caso de un Monet? Se empieza a calcular por osmosis. Seguro que, en algún momento del año y medio pasado, vi u oí que un Modigliani se había vendido por cuatro millones. Pero ¿acaso no oí también que por uno de sus cuadros se habían pagado ocho?»

La subasta seguía, pero la atención la acaparaba una dama de traje rosa palo, con su cabello rubio entrecano recogido en un moño del que sobresalían unos palillos y su collar de perlas. Delacloche había reconocido a dos de los postores de inmediato. Al final todo se había quedado reducido a un comprador privado y un museo. El primero, un coleccionista de gustos variados que compraba con regularidad, era rico, de la buena sociedad y sabía de arte. Thomas Frei, un abogado suizo de postín. El cliente ideal de Christie’s desde el punto de vista social, económico y cultural. Igual que el museo.

Éste probablemente estuviese comprando con fondos públicos. No obstante, en semejante situación los empleados de Christie’s alentarían al museo, pues de ese modo ellos y el resto del mundo podría disfrutar de la obra en todo momento y ésta sería cuidada y protegida. Ello no quería decir que no fuera un buen negocio si lo compraba un particular, pero lo más probable es que el propietario no la cediera en préstamo, al menos durante años, de manera que tal vez no volviera a verse.

Christie’s necesitaba obtener el precio de remate más alto, y era muy habitual que éste cayera en manos privadas incultas, así que era muy especial que esa adquisición la realizara un museo. Y al frente de la puja estaba un conocido personaje del mundillo del arte londinense.

Elizabeth van der Mier, directora de la National Gallery of Modern Art, allí, en Londres. «Interesante —pensó Delacloche—. La directora pujando en persona en nombre del museo. Con el dinero de quién, me pregunto». Delacloche pugnaba por ver, entre aquella confusión de cabezas, a la arreglada mujer de rosa palo.

Se sorprendió tratando de atar todos los cabos: «El Blanco sobre blanco de Malevich es una obra importante, será muy rentable para el museo. No cabe duda de que el año que viene montarán una exposición de bienvenida para ella y así sacar provecho de la publicidad. Los compradores privados son los únicos que tienden a ocultar a los demás lo que han adquirido, salvo a sus amigos de la alta sociedad, claro está. En este caso, cuanta más publicidad, mejor».

Su línea de pensamientos se vio interrumpida cuando una vieja amiga de Christie’s la saludó. Delacloche esbozó una media sonrisa y se enzarzó en una conversación de frases vacías a medida que desfilaban los lotes. ¿Era Jenny o Jackie? De ni se sabe qué departamento. Delacloche aprovechó la oportunidad.

—Dime —pidió—, ¿en algún momento se ha llegado a cuestionar la autenticidad de ese Malevich del lote 39?

Su antigua colega la miró risueña y musitó en medio del alboroto:

—A nadie le interesa que se descubra que la obra no es auténtica o ha sido mal atribuida. Pero, sinceramente, parece buena. En nuestra opinión tiene buena pinta. Y la procedencia es impecable.

—¿No es extraño que la procedencia sea tan impecable?

—Supongo que sí, pero nadie quería demostrar su falsedad, ésa es la cuestión. Y tampoco parecía mala. Los expertos de aquí confían en su criterio basándose en las vibraciones o como quieras llamarlo, más que en cualquier cosa más científica. La autenticidad se reconoce igual que uno reconoce a sus amigos. Cuando se ha visto bastante, esos artistas y su descendencia acaban siendo más cercanos que tu propia familia. La gente puede ser aburrida.

—¿Nadie puso en duda la procedencia?

—Creo que tenían que revisar muchas cosas para preparar esta subasta. ¿Por qué?

—Por nada.

—Si a ellos les da buenas vibraciones y la procedencia parece buena, nosotros damos gracias al cielo y pasamos a la obra siguiente. Pero si ya lo sabes, Geneviève.

—¿Crees que el museo abrirá su propia investigación?

—No, a menos que haya un excelente motivo. Ellos son los primeros estafados, al menos a los ojos de la gente, si se llevan a casa su regalito de Navidad por valor de seis millones de libras y descubren que se han gastado 5,9 millones de más. Christie’s lo entregará a lo largo de esta semana, y ellos le echarán un vistazo en el departamento de conservación, tal vez lo limpien y le pongan un marco nuevo y después celebrarán una rueda de prensa, anunciarán una exposición en la que figurará su nuevo tesoro y lo plantarán en la pared, todo ello en el plazo de un mes a lo sumo. Por lo menos eso es lo que haría yo. Recibirán publicidad: televisión, revistas y reseñas en los periódicos sobre la exposición. Como estrenar una obra de teatro nueva en el West End. Sacarán alfombrillas de ratón y paraguas Blanco sobre blanco. Y vivirán felices. Es decir, siempre y cuando se trate del cuadro auténtico.

—¿Estás diciendo que ni siquiera el museo efectuará una comprobación? Ni siquiera después de mis llamadas y mis sospechas…

—Eso es. Geneviève, nadie sabe nada de tus llamadas y tus sospechas. A menos que se las comuniques.

—Claro. —Delacloche hizo una pausa. Escrutó la sala—. ¿Qué opinó el vendedor? No creo haber oído quién…

—Sabes que no puedo decirte eso. Vamos. A algunos vendedores les encanta darse a conocer, y de otros te podrías enterar por radio macuto. Pero hay otros que solicitan expresamente que se mantenga su anonimato, y éste es uno de ellos. Sólo lo sabemos unos pocos.

Delacloche apartó la mirada, y Jackie, o Jenny, le dio una palmadita en la espalda y se escabulló entre el gentío.

—Lote setenta y siete…

«Joder», pensó Cohen, mientras hacía uso de sus gafas de visión nocturna. El pasillo era un borrón entre negro y verde químico.

«Allá vamos».

Cohen avanzaba por el pasillo, y todo iba bien hasta que su pie izquierdo se cruzó con el derecho y cayó al suelo. De sus años de entrenamiento lo separaban mucho tiempo y varios centímetros de más en el estómago. Nunca había vivido nada tan emocionante.

«A ver si te tienes de pie, gilipollas —pensó—. Apuesto a que Dennis Ahern no se marcaría esta cagada en la Tate».

—Aquí control, señor. ¿Me recibe?

El sonido le hizo retroceder de un salto.

—Joder, Avery. Casi me da un ataque. Sí, la recibo. Écheme una mano.

—Tiene que bajar cinco tramos de escalera. Los ascensores delatarían su posición.

—¿Me va a hacer bajar cinco tramos de escalera?

—Creo que sería recomendable, señor.

—En fin, tiene razón. Y déjese de tanto «señor». Vamos a pasar a los nombres propios desde ya, maldita sea.

—Sí, señor.

Cohen enfiló el pasillo hasta llegar a la escalera y comenzó a bajar como pudo.

—El movimiento en el cuarto de contadores cesó hace cuarenta segundos, señor, pero que yo sepa la puerta sigue abierta.

—Avery, ¿hasta dónde ha entrado este pirata informático? ¿Cómo es que podemos percibir el movimiento pero hemos perdido las señales de audio y vídeo?

—Entraron por las paredes de comunicación, pero las alarmas y los cierres internos se controlan de forma independiente y parecen intactos, lo que significa que no se pueden llevar nada de las paredes, a menos que…

—… a menos que corten la electricidad por completo…

—… desde el cuarto de contadores.

Cohen bajó con sigilo el último tramo de escalera y llegó al sótano. La puerta de metal gris —verde en sus gafas—, que estaba allí delante, conducía a las zonas de contadores y almacenaje del museo.

Agarró el pomo y tiró.

—Está cerrada, Avery.

—Deben de haber entrado por otro sitio. Se la abro ahora mismo, señor.

La tensión en el brazo de Cohen se relajó cuando se abrió la puerta. Entró y cerró sin hacer ruido.

—El cuarto de contadores está a la vuelta. La puerta debería estar abierta.

—Vale.

Cohen avanzó con cautela por el piso de linóleo, su campo visual un mar verde botella lleno de sombras. Tenía la escopeta amartillada y en alto, y su respiración era rápida y superficial.

—No oigo nada —susurró.

No obtuvo respuesta.

Se hallaba a tan sólo unos pasos del corredor perpendicular, y el cuarto de contadores quedaba a su izquierda. Su hombro rozó la pared al pegarse a ella de espaldas, a escasos centímetros de la esquina.

Con el arma por delante, entró en el pasillo.

Nada. Tan sólo aquella monocromía oscura e iridiscente en sus gafas. Sin embargo, al final del pasillo la puerta estaba abierta, forzada.

—La veo.

Cohen echó a andar despacio hacia la puerta. No oía nada, salvo su respiración entrecortada, y lo único que sentía era el sudor bajo el chaleco de Kevlar. Se sentía bien con el peso de la escopeta en sus manos.

La puerta aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Tras ella estaba el cuarto. Ahora se encontraba sólo a unos cuantos pasos.

¡Hay movimiento en la sala 9, señor! El sensor de movimiento se ha activado, y la barrera láser que hay frente a los cuadros se ha roto. ¡Están arriba!

«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda —pensó Cohen—. Ya han estado aquí. ¡El cuarto de contadores no era más que una distracción!»

Cruzó la puerta y salió corriendo por el pasillo, de vuelta a las escaleras.

El sigilo se había acabado. Iban a por ellos.

Subió a la carrera la escalera de la parte de atrás.

—¡Sala nueve! ¡Sigue habiendo movimiento en la sala nueve!

—Ya casi estoy. Baje las rejas de seguridad a ambos lados de la habitación. ¡Ya!

Cohen abrió de golpe la puerta de la planta principal del museo y oyó que caían las pesadas rejas de acero unas salas más allá.

—Bajadas, señor. El movimiento ha cesado.

—¡Luz! ¡Deme luz!

Cohen se deshizo de las gafas de visión nocturna cuando, sobre su cabeza, se encendieron las luces.

Atravesó corriendo la sala siete, la sala ocho. Allí estaba la reja de acero que impedía entrar en la sala nueve. Se acercó a la reja con la escopeta en ristre.

—¡Seguridad! —chilló Cohen—. Levanten las manos y manténganlas donde yo pueda verlas. No se resistan. No hagan ningún movimiento brusco.

Se giró hacia la reja y echó una ojeada al interior: la sala estaba vacía.

—¡Señor!

El sonido venía de detrás. Cohen se volvió en redondo.

Cuatro guarda jurados, pistola en mano, se aproximaban.

—¿Dónde coño estaban? ¿Qué coño está pasando aquí?