—¿Cómo que hay algo en el cuarto de contadores? ¿Por qué no podemos verlo?
—No estoy segura, señor. —Los dedos de Avery se desplazaron por el teclado mientras los ojos de Cohen se clavaban en el monitor de contadores.
No se movía nada. La habitación parecía vacía. Entonces ¿por qué el sensor de movimiento registraba algo? Y ¿qué había sido de los vigilantes?
Cohen giró la cabeza.
—¿Está echada la llave?
—¿Señor?
—¿Está esta habitación cerrada?
—No, señor.
—Pues ciérrela. ¡Enciérrenos dentro ya, maldita sea!
Avery apretó unas teclas y los pernos de metal de la puerta de la sala de control se asentaron con un ruido seco.
—Cerrada, señor.
—Veamos ¿qué sabemos? Hemos perdido la comunicación con el personal de seguridad. Hace veintiocho minutos desaparecieron del circuito cerrado. Hemos…
—Otra vez, señor. Algo se mueve en el cuarto de contadores.
—Siga intentando establecer contacto con los vigilantes. No me gusta nada que no podamos ver… Un segundo. ¿Qué puede hacer que el audio y el vídeo se…? Busque la imagen del circuito cerrado a partir de la desaparición.
Avery pulsaba teclas mientras se abrían y cerraban menús en la pantalla del ordenador. En los monitores se veía a guarda jurados en distintas salas a oscuras del museo. Luego pasaban unos segundos y las figuras desaparecían.
Avery hizo avanzar y retroceder la imagen, haciendo que los guarda jurados aparecieran y se esfumaran en los monitores.
—¿Ha visto eso? Deje que avance el vídeo…
—Un momento, señor.
La imagen fue hacia delante y hacia atrás. Allí estaba de nuevo.
Sala doce. Una luz tenue tras la puerta. Luego salía un guarda.
Pero la luz seguía tras la puerta.
—La luz de la linterna…
—La veo, señor. La luz de la linterna del vigilante procede del pasillo. El guarda jurado entra en la sala y desaparece, pero la luz continúa en el pasillo. Han manipulado el vídeo.
—¿Cómo demonios lo han hecho?
—Debe de ser un fallo del sistema. Por eso hemos perdido el contacto por radio. Alguien ha entrado en nuestros ordenadores.
—Pues sáquelo.
Cohen intentaba respirar hondo, mantener la calma pese a la presión, responder como le había enseñado su ídolo profesional y viejo jefe, Dennis Ahern, director de seguridad de todos los museos Tate. «Ahern dirige una fortaleza inexpugnable. Haz lo que haría él, eso es». Cohen fue hasta la pared del fondo y cogió el teléfono. Tenía línea directa con la policía.
—Si han entrado y nos han dejado sin ojos ni oídos, quiere decir que podría haber alguien en… el cuarto de contadores.
—Pero ¿por qué los contadores? Podrían birlar los cuadros que les dé la gana si los guarda… Oh, Dios…
—Aún no lo sabemos, señor.
—Me da igual, voy a llamar a la policía. —Cohen se llevó el aparato al oído. Colgó el auricular una, otra vez.
—No hay línea.
La subasta continuaba a buen ritmo. Se aproximaba el lote 27, uno interesante. Delacloche echó un vistazo a su alrededor mientras se disponía a subastarse el lote 26. No paraba de frotarse el índice contra el pulgar y miraba el catálogo, abierto y doblado por la página correspondiente. Lote 27: un cuadro blanco en su totalidad, de la escuela de Kasimir Malevich, precio estimado de veinte mil a veinticinco mil libras. Visto de pasada en el catálogo parecía exactamente igual al auténtico Malevich, con un precio estimado de cuatro a seis millones de libras. Pero Malevich había pintado muchos lienzos blanco sobre blanco similares. Y los cuadros blancos en su totalidad admitían pocas variaciones.
Figuraba como «escuela de Kasimir Malevich». Un término que denotaba dudas. Se temía de tal modo adjudicar una obra erróneamente a un artista famoso —lo que incrementaba el interés, el valor y el prestigio— y que al final se descubriera el fallo, que los expertos de las casas de subastas y los conservadores de los museos habían desarrollado un léxico específico para la incertidumbre.
«Escuela de» significaba que la obra tenía influencias del artista mencionado, en este caso Malevich, y que tal vez fuese de un estudiante que había imitado el estilo del maestro. «Círculo de…» querría decir que el estilo se aproximaba al de Malevich, pero por diversas razones no se consideraba obra suya. «Atribuido a…» habría significado que alguien, en algún momento, creyó que el cuadro era de Malevich pero, por algún motivo, el experto de Christie’s no se sentía cómodo ni seguro con la atribución, si bien carecía de una alternativa concreta que proponer. «Estilo de…» implicaba que parecía un Malevich, olía a Malevich, pero quién demonios sabía. Existían variantes de estos términos, pero el principio era el mismo: «no me mojo».
—Les ofrezco ahora un bello cuadro, lote número 27, Suprematismo blanco sobre blanco. Escuela de Malevich, señoras y caballeros, sin duda inspirado por la gran obra que les ofreceremos en breve. Si prefieren no gastar sus millones siempre pueden adquirir esta belleza y nadie notará la diferencia. Al menos nosotros prometemos guardar el secreto. Una bonita aproximación a la obra del artista, una pieza de gran tamaño para la época. Se llevan un montón de pintura por su dinero, señoras y caballeros. Nos dan por orden ocho mil libras. ¿Alguien da nueve? ¿Alguien? ¿Nueve? Gracias, nueve el caballero del centro. Nueve quinientas en la mesa. ¿Diez? Diez, gracias, señor. Diez quinientas. ¿Once? Once, gracias. Once quinientas…
La puja estaba entre una orden y un caballero de traje negro y corbata roja que ocupaba un asiento en mitad de la sala. Delacloche no lo conocía. Cada vez que pujaba subía la paleta. Delacloche lo miró con recelo y, acto seguido, amplió el campo visual. Había otros dos hombres, vestidos de forma parecida, sentados junto al postor. Uno hablaba por un móvil y con el que pujaba alternativamente; el otro, al otro lado, escrutaba la habitación y no paraba de cruzar y descruzar las piernas. Nadie más parecía interesado en aquel cuadro bastardo, pero aquellos tipos, que parecían hombres de negocios, estaban empeñados en hacerse con él.
Delacloche centró su atención en el cuadro de la pared color granate que señalaba el mozo del mandil. Era muy grande, quizá del mismo tamaño que el Blanco sobre blanco de la Sociedad Malevich que había desaparecido. Sí, era del mismo tamaño. «Eso significa que debe de haber sido inspirado directamente por el de la sociedad. Y ahora aparece en la misma venta. Qué interesante… y qué raro».
Se suponía que las subastas no funcionaban como las exposiciones de los museos, yuxtaponiendo obras de arte con fines aleccionadores para establecer comparaciones. Una subasta era caprichosa. Había varias al año para las distintas disciplinas: libros y manuscritos, cuadros y dibujos de los grandes maestros, plata, arte africano, joyas, mobiliario y artes decorativas, escultura, estilo Victoriano, arte británico e irlandés, etc. Christie’s acumulaba piezas de una misma clase, en este caso cuadros y obras en papel de Rusia y Europa del Este, y las subastaba en una única venta. De modo que era pura suerte que dos cuadros que parecieran guardar alguna relación entre sí apareciesen en la misma venta. ¿Serían del mismo vendedor? Tal vez. O…
Pero ¿por qué el interés de los hombres de negocios, a todas luces inexpertos en el arte de la puja, en esa pieza? No resultaría nada extraño si sólo hubiese uno. Ello podía explicarse: un nuevo comprador al que le apetecía adquirir algo de cultura, pero que era nuevo en el mundo de las subastas. Adinerado, pero quizás inculto. Tal vez incluso se hubiese equivocado al leer y pensara que se trataba de un auténtico Malevich. Pero ¿los tres sentados juntos, todos cortados por el mismo patrón y hablando por teléfono mientras pujaban? No pujaban para ellos.
—Diecisiete quinientas el caballero. La mesa se retira, y tenemos diecisiete quinientas en la sala. Bonito trabajo éste, señoras y caballeros. Se llevan un montón de pintura blanca y tela por su dinero. Excelente yesca para los meses de invierno. Diecisiete mil quinientas libras a la una… Adjudicado.
El martillo cayó, y el tipo que hablaba por teléfono musitó algo de un modo alentador. Luego colgó.
—Nuestro siguiente lote…
Dos de los hombres de negocios, el postor y el del móvil, se levantaron del asiento y se dirigieron al fondo de la habitación, abriéndose camino entre la multitud. Delacloche los vio desaparecer por las escaleras. Si quisieran informarse sobre la retirada y el pago lo habrían hecho en el mostrador de la antesala, no habrían bajado. Iban a pujar por otras piezas.
—Los lotes treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres han sido retirados. Por lo tanto pasamos al lote treinta y cuatro, un cuadro suprematista anónimo con una… insólita paleta de colores.
«Dios mío, es horroroso», pensó Delacloche.
—¿Cuánto ofrecen por esta obra suprematista con tan… interesante combinación de colores? Empecemos en mil quinientas. Mil quinientas. ¿Me permite ver su paleta, caballero?
¿Qué hace? Delacloche se percató de que el tercer hombre de negocios, el que seguía en la sala, parecía preocupado y había intentado pujar por el espantoso cuadro suprematista. La expresión de Delacloche se endureció. Pero uno de sus amigos tenía la paleta. Él los buscaba desesperadamente, volviendo la cabeza. Sin paleta no estaba autorizado a pujar.
—Me temo que para pujar ha de tener una paleta. ¿Alguien? No puedo vender por menos de mil quinientas. ¡Gracias, señor! —El subastador delató su entusiasmo al señalar a un caballero situado en la parte de atrás de la sala. Delacloche se giró para ver quién era—. ¿Alguien más? ¿Nadie? Mil quinientas libras el caballero del fondo a la una…
Entonces se oyó un ruido al fondo. Delacloche se dio la vuelta justo cuando los dos hombres de negocios ausentes irrumpían en la sala. El compatriota que había permanecido dentro les hizo señas como loco.
—… Adjudicado. —El martillo cayó, y el hombre de negocios, ahora paleta en mano, la alzó con furia en muda señal de protesta—. Lo siento, señor, el martillo ha caído. Vendido por mil quinientas. Lote treinta y cuatro…
Los hombres de negocios se giraron hacia el rincón de atrás y clavaron la vista en el comprador, un tipo canoso, de ojos oscuros y mal afeitado que llevaba una camisa de etiqueta blanca con el cuello desabrochado, una chaqueta sport azul y unos vaqueros. Estaba absorto en el catálogo, anotando algo a lápiz. Unas gafas de sol le colgaban de un cinturón de piel de cocodrilo marrón, el bolsillo interior de la chaqueta estaba abultado por el teléfono móvil, en los dedos bronceados de forma homogénea no llevaba ningún anillo, y en la muñeca un reloj plateado extragrande. Los hombres de negocios estuvieron un buen rato mirando al fondo de la sala.
—Lote número 39. El que todo el mundo ha estado esperando. Señoras y caballeros, tengo el placer de ofrecerles la Composición suprematista: blanco sobre blanco de Kasimir Malevich. Una obra de peso, considerada la primera de su serie de lienzos blanco sobre blanco. Estamos ante la obra de arte suprematista por antonomasia, de gran importancia y gran envergadura, propiedad de un caballero. Iniciaré la puja en setecientas mil. ¿Alguien ofrece ocho? Gracias, señora. ¿Nueve? Nueve a Caroline, al teléfono. Un millón. ¿Alguien…? Gracias. Un millón en la sala. ¿Uno cien? Uno cien. Uno doscientas, gracias. Uno trescientas al teléfono. Uno cuatrocientas. Uno quinientas. Uno seiscientas. Uno setecientas. ¿Uno ochocientas? Gracias. Uno novecientas…
Delacloche se quedó mirando el cuadro que se hallaba en venta. «No es el de la sociedad —pensó— y ni siquiera es el que aparece en el catálogo. Qué extraño». Le estaba costando seguirles la pista a todos los postores. «Hay alguien al teléfono; veo a una mujer en el centro, de rosa; un caballero en un lateral, el de la barba; otro al fondo a la izquierda; dos hacia delante…»
—¿Tres millones cuatrocientas? Gracias. Nuevamente al teléfono. ¿Tres quinientas? Tres quinientas. Tres seiscientas. Tres setecientas. ¿Tres ochocientas? Tres ochocientas. ¿Tres novecientas? Caroline se retira. Estamos en la sala con usted, señora. ¿Alguien ofrece cuatro? ¿Cuatro? Y… gracias, señor. ¿Cuatro cien? Sí, usted señora, nuevamente. Cuatro doscientas. ¿Cuatro trescientas? Cuatro trescientas. Cuatro cuatrocientas. Cuatro quinientas. Cuatro seiscientas…
El cerebro de Delacloche iba a mil. «Parece que la cosa se ha quedado en dos». Sus ojos iban de un lado a otro procurando mantener el ritmo tranquilo y descontrolado de las palabras del subastador.
—… Cinco doscientas. Cinco trescientas. En usted, señora. ¿Alguien…? Gracias, señor, cinco cuatrocientas. Cinco quinientas la dama. Cinco seiscientas. Cinco setecientas. Cinco ochocientas. Cinco novecientas. Seis. Seis millones, ¿alguien da más? Señora, ¿qué le parecen seis cien? Nos ofrecen seis. ¿Seis cien? Usted decide si lo quiere por seis cien. El caballero nos ofrece ni más ni menos que seis millones. ¿Alguien… ofrece… seis cien? Seis… gracias, señora. Seis doscientas. ¿Señor? Excelente, seis trescientas. Seis trescientas la dama de rosa. ¿Seis cuatrocientas? ¿Señor? ¿No? Está seguro. El caballero se retira, pues, y estamos en usted, señora, con seis trescientas. ¿Alguien más? Seguimos con la dama por seis millones trescientas mil libras. A la una… Y…
—No hay línea, Avery. Y los vigilantes…
—¡Señor! Vuelve a haber movimiento en el cuarto de contadores.
—Qué demonios… voy a bajar.
—Señor, si los vigilantes están…
—Lo sé. Pero están muy equivocados si se piensan que voy a quedarme aquí encerrado como un maldito prisionero en mi propio castillo.
Cohen metió la llave en los armarios de acero negro afianzados a la pared y las puertas se abrieron de par en par.
Sacó un chaleco antibalas y se ajustó una pistolera en el muslo. Agarró una escopeta del soporte y se echó al bolsillo munición extra.
—Ese cabrón no sabe con quién está tratando.
—Llévese estos auriculares. —Avery le entregó a Cohen unos finos cascos negros—. Así podremos comunicarnos directamente, no a través del ordenador.
Cohen se pasó el dispositivo por detrás de la oreja, el minúsculo micrófono le reseguía la mandíbula.
—Avery, quiero que apague las luces de seguridad.
—¿Está seguro, señor?
—Pues claro que estoy seguro. —Cohen metió la mano en el armario y sacó unas gafas de visión nocturna.
—Buena idea, señor. —Avery volvió a su ordenador.
El museo, como muchos otros, tenía unas luces rojas de baja potencia a la altura de los pies para que los guarda jurados pudieran orientarse de noche. De ese modo se ahorraba energía y se limitaba la exposición de los cuadros a una luz intensa. Con sólo pulsar una tecla las luces rojas que discurrían a lo largo de las paredes por las salas se oscurecieron. El museo se quedó como inmóvil, el azul de la noche se colaba por los respiraderos y las ventanas.
—Ciérrese con llave, Avery. Y no abra esta puerta bajo ningún concepto.
—Sí, señor. Buena suerte.
—Y mucha mierda.
—Sí, señor, mucha mierda.
Cohen se colocó las gafas de visión nocturna y amartilló la escopeta. Por su parte, Avery abrió la puerta. Cohen salió y cerró tras él. Los pernos de metal se acoplaron estruendosamente mientras él permanecía en el pasillo, completamente a oscuras.