Capítulo 9

—Señor, creo que debería ver esto. Puede que sea importante.

La sala de ordenadores de la cuarta planta era el centro neurálgico de la seguridad de la National Gallery of Modern Art de Londres, a menos de un kilómetro de las salas de subastas de Christie’s. La habitación estaba llena de ordenadores y monitores del circuito cerrado de televisión. En ese momento se encontraban allí dos personas vestidas de negro, la técnico Jillian Avery y su jefe.

—Se ha producido un incidente en el sótano, en el cuarto de contadores. Hemos registrado movimiento, pero en el circuito cerrado no se ve a nadie. Mire.

El coordinador de seguridad del turno de noche, Toby Cohen, se inclinó por detrás de Avery mientras sus ojos escrutaban la pantalla de ordenador y pasaban a los monitores del circuito cerrado. La pantalla mostraba un cuarto de contadores vacío.

—¿Cuál puede ser la causa del incidente?

—Esto indica que hay una puerta que no está cerrada. La puerta principal de contadores. Debe de haberse abierto de golpe. Es todo lo que tenemos. —Avery tecleó algo en su ordenador—. ¿Qué hacemos?

—Llama a Stammers y Fox. Diles que echen un vistazo.

Avery marcó un número en el ordenador y conectó con los vigilantes. A continuación habló por un micrófono:

—Control a seguridad dos. Control a seguridad dos. ¿Me recibís? Control a seguridad dos. ¿Me recibís? Control a…

—¿Qué ocurre? ¿Qué les pasa? —Cohen se acercó al ordenador.

—No responden, señor.

—Ya sé que no responden. —Se inclinó hacia el micrófono—. Aquí control y seguridad uno a seguridad dos, por favor respondan. ¡Control a seguridad dos! ¿Dónde coño están? Control a seguridad dos.

—¿Probamos con Hammond y Hess?

—Sí, póngame con seguridad tres.

Avery se puso a teclear.

—Deberían haber captado la llamada de seguridad dos. —Cohen se echó hacia delante—. Control a seguridad tres. Control a seguridad tres, por favor respondan. Control a…

—Señor, mire el circuito cerrado.

Avery señaló la batería de monitores, que ofrecían varias imágenes de las salas del museo, así como pasillos y puntos de entrada y salida. Todos ellos mostraban una habitación vacía.

—No hay nadie. Ningún guarda. ¿Qué demonios está pasando?

Cohen se precipitó hacia la batería de monitores.

—¿Cuándo fue la última vez que nos comunicamos con los equipos?

—Veamos. —Avery consultó el ordenador—. Hace veintitrés minutos.

—Rebobine el circuito cerrado.

Avery tecleó algo y las pantallas se pusieron a rebobinar. De pronto aparecieron los vigilantes.

—¿A qué hora fue eso?

Avery se desplazó hacia abajo.

—Hace veintinueve minutos. Después de eso no hay nada.

Cohen fue de un lado a otro un instante y a continuación clavó la vista en las pantallas.

—Espere. Retroceda y déjelo avanzar. —Cohen se plantó de brazos cruzados ante los monitores—. ¿Lo ve? —continuó—. Desaparecen. Los vigilantes no salen de la imagen. Están ahí y de pronto desaparecen sin más. ¿Qué coño está pasando?

—Señor. —Cohen fue hasta donde estaba Avery una vez más—. Tenemos un nuevo incidente. Hay algo en el cuarto de contadores.

—Buenas tardes, señoras y caballeros, y bienvenidos a esta subasta de importantes obras de arte de Rusia y Europa del Este. Comenzamos en la página seis del catálogo, lote número uno, una fotografía de las esculturas de Constantin Brancusi, que muestra el mozo a mi izquierda. Ofrecen por orden ocho mil, ocho mil para empezar. ¿He oído ocho mil quinientas? Ocho mil quinientas, gracias. Nueve mil por orden en la mesa. ¿Nueve mil quinientas? ¿Nueve quinientas? ¿Nueve quinientas? Muy bien, nueve… gracias, nueve quinientas el nuevo postor del fondo. Y tenemos diez mil en el libro. ¿Diez quinientas? Gracias a la dama de la segunda fila. ¿Once mil? La mesa se retira en diez quinientas. Seguimos en diez quinientas en la segunda fila. Una pieza exquisita, en excelente estado. Once… gracias, señora, once mil. ¿Alguien ofrece once quinientas? ¿Once quinientas? ¿Nadie? Once mil quinientas, ¿alguien da más? Y… ah, ya te veo, Jessica. Tenemos un nuevo postor en once mil quinientas al teléfono, gracias. Doce mil en la sala. Tenemos doce en la sala. ¿Doce quinientas? Doce quinientas al teléfono, gracias Jessica. ¿Trece? ¿Alguien da trece? ¿Nadie? Doce mil quinientas libras al postor telefónico a la una… Adjudicada —el martillo cayó con alegría— al postor telefónico. Si eres tan amable de proporcionarme el número, ciento diecinueve, gracias, Jessica. Lote número dos…

La subasta iba cogiendo ritmo mientras los postores se movían en las sillas, pasaban páginas del catálogo y hablaban en voz baja entre ellos. Por encima del subastador se veía la pantalla con los precios, que reflejaba el valor de la puja en cuestión en libras, dólares, euros y yenes. A la derecha de la tarima, en una posición elevada, se sentaba un ayudante del subastador con un ordenador portátil. A la izquierda, un flujo constante de mozos retiraba los objetos que se hallaban en venta. Naturalmente todo el que pujaba había podido examinar los objetos, expuestos al público la semana previa, pero ésa era una formalidad con la que Delacloche siempre disfrutaba.

Al fondo de la estancia un equipo de expertos de Christie’s observaba. Desde donde estaban veían a todo el mundo. Si bien no podían hacer nada para intervenir, podían identificar los tejemanejes ilícitos que, inevitablemente, se urdían en el transcurso de cualquier subasta.

Un magnífico arreglo floral impedía que nadie se colocara justo detrás de ellos. En la antesala, una empleada de Christie’s parapetada tras un pequeño mostrador respondía las preguntas de los postores y recogía las paletas numeradas de quienes habían adquirido algo. A ambos lados de la antesala había guarda jurados. Detrás, la escalera principal que conducía al vestíbulo y de ahí a la calle, de la que se iba apoderando la noche.

Delacloche recordó su primera subasta, en París. No mucho después de la excursión al Museo Rodin. Su padre lloró y abandonó la sala cuando salió a la venta el cuadro: Composición suprematista blanco sobre blanco, de Malevich. Había sido propiedad de la familia de su madre desde que lo pintaron, y su padre quería conservarlo a toda costa. Pero estando como estaba la situación financiera… El dinero de la venta les permitió solucionar todos sus problemas, afirmó su padre, y enviar a la pequeña Geneviève a los mejores colegios y a una universidad en el extranjero, además de comprarle una casa. Todo ello por un pedazo de tela de cáñamo pintada de blanco por un ruso unos cien años antes. Ella sabía que su padre se habría sentido orgulloso de saber que estudió a Malevich y siguió el cuadro hasta la Sociedad Malevich, la misma que lo comprara hacía tantos años. Cuando el cuadro estuviera en su poder, bajo su protección, no lo perdería. Otra vez no. Y ahora…

Delacloche hojeaba el catálogo y volvía la cabeza para ver los rostros de detrás mientras se oía la atronadora voz del subastador. Karthik Pasamarivan estaba en la quinta fila en el centro. «Estoy segura de que pujará por el Popova del lote veinte. Apuesto a que ya tiene comprador. Me pregunto cuánto cree que sacará por él». Delacloche conocía, ya fuera en persona o de oídas, a todos los estudiosos y coleccionistas de pintura rusa de principios del siglo XX. Nombres reconocibles salían a la superficie al remover la pequeña sopa del sector. En esa analogía, pensó que Thomas Frei sería un tropezón grande. El mundo del arte era pequeño, y el número de especialistas en un período específico, más pequeño aún.

Salió a subasta una escultura particularmente rara y poco atractiva. «Santo cielo —pensó Delacloche—, es espantosa». Pero si un comprador opinaba que esa mierda era valiosa y estaba dispuesto a pagar por ella, su valor sería tan alto como la suma que esté dispuesto a desembolsar. El truco estaba en que, si alguien pensaba que era estupenda, otros irían detrás. Delacloche sonrió mientras dos postores primero y luego dos más pugnaban por llevarse la escultura.

—Quince mil… gracias, señora. Dieciséis el caballero…

Una niña de cuatro años podía estornudar en un trozo de papel y si a alguien le gustaba y estaba dispuesto a pagar cien mil libras por ello su valor era de cien mil libras. Punto. Delacloche pasó la siguiente página del catálogo. Sin embargo, reflexionó, si un rival ve el estornudo, y lo que es más importante, escucha el precio, y lo quiere para él, es probable que comience una guerra de pujas y el valor suba. «Ahora que lo pienso es una idea estupenda —se dijo—. Debería adelantarme a Damien Hirst y acaparar el mercado del arte de los estornudos. La próxima vez que mi sobrinita se resfríe…»El precio de venta no tenía nada que ver con que la obra de arte fuera buena o no. Tenía que ver con lo que la gente estuviera dispuesta a pagar por ella en un momento determinado. La casa de subastas determinaba gran parte del valor cuando daba un precio estimado. Y ese precio se fijaba basándose en la investigación de precios de venta anteriores para objetos similares. Si la estimación era elevada, los compradores creían que la obra era más importante, tal vez, de lo que era. Pero si apuntaban demasiado alto, el mercado no pujaba. Si la tasación era inferior al valor de la obra ésta perdía su caché, pero era posible que pujara más gente, la puja cobrara ímpetu y se acabara vendiendo a un precio de remate más elevado. A Delacloche se le antojaba demasiado arbitrario. «Puede que sacrifiquen pollos y determinen los precios estudiando las entrañas», pensó con una sonrisa.

«¿Qué hacen ahora?» Lote ocho, un pequeño dibujo de Kuznezov. «Probablemente lo hiciera en menos de diez minutos, puede que lo esbozara en la bañera, un boceto abstracto que ideó en un instante y luego apartó y no volvió a retomar. Tal vez estuviese destinado a ser un cuadro monumental, el eje de su obra maestra, pero no salió bien. Y aquí estamos nosotros, delante de un borrador con unos garabatos hechos a lápiz. Y es bastante bonito. Interesante, pero detrás no hay ninguna historia que aumente su valor. No se puede situar dentro del contexto de la obra del artista. Pero aquí —Delacloche se dio la vuelta—, hay tres postores interesados. Y la estimación según el catálogo es de 3000 libras. Más bien alta. Intentan estimular el interés de una pieza que es fácil pasar por alto».

—¿Cuál crees que es su valor real?

Delacloche oyó a alguien sentado detrás. No era un asiduo de las subastas, eso seguro: lo del «valor real» no existe. No existe. Y el que afirme lo contrario es un necio. El valor es una cifra arrancada milagrosamente de la estratosfera, una combinación de pieza única y ejecución maestra —eso sí, de modo subjetivo—, número de compradores interesados, dinero de que disponen, y el bombo que se le da. Una fotografía en color en el catálogo suscitará más interés que en blanco y negro o inexistente. ¿Toda una página? ¿A doble página? Tanto mejor. Aquel Tiziano que se vendió no hará tanto por trece millones. Delacloche recordó que ese cuadro mereció un catálogo y una venta para él solito y sobre él escribieron periódicos internacionales semanas antes. De modo que una pregunta más adecuada sería «cuánto pagaría usted por la pieza», no cuál es su valor.

En la sala de subastas el flujo y reflujo del ritmo del subastador se hallaba en todo su apogeo, y el reflujo era escaso: el subastador era bueno. El tempo era relajado, pero él mantenía una sensación de tensión que entusiasmaba a muchos postores. A los turistas les sorprendía lo tranquilas y pausadas que eran las palabras del subastador, tan distintas de las otras subastas a las que habían asistido, que tendían a ser liquidaciones por incendio o subastas de ganado. Allí los subastadores hablan a toda pastilla, de forma ininteligible, exaltando a los postores, que pujan sin saber a ciencia cierta qué están haciendo, por qué están pujando, dónde han dejado las llaves del coche, cuál es el apellido de soltera de su madre… Un frenético torrente de palabras que tiene dos propósitos: la velocidad y la desorientación. Tienen que vender ochocientos novillos en cuatro horas, y un postor confuso es más propenso a gastar que uno reflexivo.

Esta subasta carecía de ese tono febril, pero era una experiencia intensa y centrada. Los corazones latían desbocados. Era como ver una película de misterio, el suspense palpable tanto si uno pujaba como si no, o como si ni siquiera conocía a los postores. Y el entusiasmo era contagioso.

El subastador hablaba modulando bien las palabras, lo dejaba todo claro, pero nunca perdía el control de la situación. Jamás mencionaba nombres, salvo el de sus colegas que estaban al teléfono o presentaban los objetos a la venta. No había momentos muertos al azar. Se esperaba que los postores fuesen rápidos, pero nunca se los acosaba. Y era casi imposible saber quién estaba pujando. Al ojo inexperto le parecía que el más leve aleteo de un orificio nasal, guiño o comunión telepática con el subastador indicaba la intención de comprar. Una vez que se dejaba clara la puja inicial de uno, todas las pujas siguientes para ese mismo lote se podían efectuar con toda la sutileza que uno deseara.

Había motivos para querer mantener el anonimato. Si era un comprador privado, a nadie le apetecía que se diera una publicidad incontrolada a su adquisición ni que aparecieran admiradores ni marchantes preguntando si quería revender la obra. Ése era uno de los motivos por los cuales Delacloche se encontraba en pleno meollo, tomando nota de cada puja y, más importante aún, de cada comprador, por eso acudía a todas las subastas en las que se ponía a la venta un Malevich. Esas piezas podían desaparecer de la faz de la tierra tras la venta. Desvanecerse en cualquier ciudad o casa solariega del mundo, sin dejar rastro, a menos que el comprador deseara ser conocido. Los museos querrían saber a quién pedirle préstamos. Un postor que hubiera salido perjudicado quizá deseara hacer un trato privado. La prensa querría ir tras esa historia que escondía una compra interesante o alguien interesante. Pero el código de honor de la casa de subastas protegía el anonimato tanto del vendedor como del comprador, en la medida en que éstos desearan ser protegidos.

Ni que decir tiene que en Christie’s también operaba radio macuto. Cuando las celebridades efectuaban una compra, o asistían a una de las numerosas fiestas y cócteles patrocinados por Christie’s con el objeto de mantener a la casa en el candelero de la buena sociedad, el personal hablaba. Delacloche se mantenía en contacto con un puñado de amigos del mundo de las subastas que constituían la fuente de esa clase de información.

Recordó una venta de cuando trabajaba en Christie’s de París. Había seis grandes marchantes de pintura rusa que habían estado entrando y saliendo para examinar las obras de una venta próxima. Todos ellos le echaron un vistazo a un bloc que contenía unos cincuenta dibujos, además de notas, de Rodchenko. El precio estimado era de doscientos cincuenta mil.

Todos tenían bastante interés, aunque trataron de disimularlo. Delacloche había visto tantas veces la pantomima de fingir desinterés que a esas alturas era puro formulismo. Se suponía que los seis marchantes pujarían por el bloc, compitiendo entre sí e incrementando el precio. Era evidente que se les hacía la boca agua. Sin embargo, cuando apareció el lote sólo pujaron un comprador privado y uno de los marchantes. El bloc se vendió por ciento setenta y cinco mil, apenas rozando el precio de reserva, por debajo del cual no se puede vender.

Apostada al fondo de la sala, observando la subasta, Delacloche comprendió lo que estaba ocurriendo, si bien nadie podía hacer nada al respecto. Antes había visto a los seis marchantes en el Red Lion, un pub de la esquina, tomando cervezas y riendo. Después se sentaron juntos en el centro mientras se celebraba la subasta y no pujaron entre ellos. Sí, ella sabía exactamente lo que había pasado. El embate de la voz del subastador la arrancó de sus pensamientos.

—Lote trece…