Capítulo 8

La principal sala de subastas de Christie’s en Londres era un gallinero. De las enteladas paredes color granate colgaban cuadros abstractos de oscuros artistas de la Europa del Este de finales del siglo XX, oscurecidos aún más por la plétora de postores y mirones. Para el nivel de Christie’s, ésa no era una subasta importante, aunque por motivos publicitarios todas las ventas estaban calificadas como «Importante». La pieza más cara de la sala era el Blanco sobre blanco de Malevich, por el que se esperaban obtener de cuatro a seis millones de libras. Sin duda atraería la atención, cosa que, a juzgar por la multitud, ya había hecho.

Los peces gordos pujarían a través de representantes: el propietario de una galería, tal vez un experto o un conservador. También los museos contrataban a veces a compradores profesionales de entre la élite del mercado del arte en lugar de colocar a su propio personal en primera línea de fuego. Pujar era un arte. Un estornudo en el momento equivocado y uno se había gastado otras diez mil libras. Es muy fácil llevar la puja uno o dos pasos más allá de lo que es bueno para tu bolsillo. Nadie quiere enseñar sus cartas demasiado pronto.

Si uno puede hacer subir el precio de una obra gastando el dinero de un postor rival todo lo posible, tanto mejor, pues así se verá mermada la fortuna del contrario. Si puede distraerlo, aunque se considera juego sucio, también vale. Puede haber un equipo trabajando para un comprador: un hombre puja, otro se sitúa en la puerta, un tercero observa desde el rincón de delante, uno más se queda fuera, en la calle, todos ellos con su respectivo móvil. Puede pasar cualquiera cosa, y de hecho pasa.

Delacloche se sentó en un lugar estratégico: si volvía la cabeza veía el rostro de los postores, y la tarima del subastador se alzaba ante ella, con el biombo de detrás pintado del oscuro granate de Christie’s. De detrás de aquel biombo surgiría el ejército de mozos, luciendo camisa blanca y mandil gris con letras granate, portando las piezas que salían a la venta. Las dos cosas preferidas de Delacloche se unían en la casa de subastas: el arte y las compras.

Delacloche recorrió con la vista la sala. Sus ojos se cruzaron un instante con los de un hombre apuesto que se hallaba bastante alejado, a su derecha, y ella desvió la mirada. Abrió el catálogo con sus cuidadas manos y esbozó una sonrisa.

Delacloche recordó su primera experiencia con el arte. Vestida de blanco y con un lazo azul en el pelo, la diminuta mano dentro de la de su padre, avanzaba por el Museo Rodin de París. Su padre se detuvo ante El beso y, acto seguido, se arrodilló para decirle al oído: «Así es como recuerdo a mamá, Geneviève. Si quieres recordarla tú también, sólo tienes que venir aquí».

Esa tarde los postores llevaban sus mejores galas. Las subastas, sobre todo las de Christie’s y Sotheby’s, para ser precisos, eran lugares para ver y ser visto, reuniones sociales. Christie’s era un museo con un fondo móvil, cada semana una colección distinta de obras de arte se exponía en sus paredes para que comprara el que quisiera. Pero la subasta en sí era el acontecimiento que mantenía en el negocio a instituciones tan venerables como Christie’s, y sin temor a maquinaciones tales como internet.

Los que formaban parte del club de los ricos y compraban arte siempre preferirían pagar más por haber comprado un Renoir en la distinguida Christie’s. Para los vendedores, el carácter internacional de Christie’s y Sotheby’s convertía al mundo entero en el paraíso de las compras, y siempre acaparaba más atención —lo que se traducía en unos precios más elevados— que las subastas locales o las galerías con precios fijos.

La habitación estaba atestada de gente que saludaba, pululaba, hablaba, telefoneaba, leía, conspiraba y calculaba. Delacloche escrutó la estancia en busca de rostros familiares. Resultaba mucho más sencillo contar a los que no lo eran. Habría algunos turistas que entrarían al leer que «asistir a una subasta puede ser una agradable alternativa a un día lluvioso en Londres». Había elementos menos deseables: los dueños de galerías del norte del país, que se creían peces gordos; uno o dos vendedores de baratijas de Portobello Road, que preferirían no vender baratijas o al menos querrían compensarlas con cosas auténticas para dar la impresión de que sus baratijas eran valiosas; coleccionistas privados, nuevos en el oficio o nuevos en Londres. Éstos a veces pujaban en persona, aunque acostumbran a pujar por orden o por teléfono. Delacloche sabía cómo funcionaba aquello, ya que había trabajado dos años en el departamento de Pintura del siglo XX de Christie’s en París.

Cuando la sala estaba hasta los topes y el rumor de los susurros recordaba el entrechocar de las olas del mar, el subastador se acercó a la tarima y el gentío guardó silencio.