La fachada de mármol blanco de la Sociedad Malevich se alzaba airosa, flanqueada por dos edificios de un tamaño considerablemente mayor, en la estrecha rue d’Israel. El inspector Jean-Jacques Bizot pensó que parecía el último pedazo de una tarta de boda mientras se dirigía hacia la puerta de madera con la placa de latón.
Empujó, pero no se abrió. Empujó de nuevo, con resultado similar. Perplejo, Bizot volvió a empujar. Luego llamó. Nada. ¿Habrían cerrado hasta por la tarde? Consultó el reloj: las diez de la mañana. Inclinó su bajo centro de gravedad para mirar por una ventana vertical que discurría paralela a la puerta. Había alguien sentado a una mesa. No habían cerrado hasta por la tarde.
Bizot estaba a punto de llamar otra vez cuando la puerta se abrió hacia él. Una joven con un traje oscuro se asomó. Le sacaba una cabeza y también era más guapa.
—¿Monsieur?
—Bonjour, mademoiselle, si me lo permite, me llamo Jean-Jacques Bizot. He llamado antes por teléfono. Investigo el robo de una obra de arte en la sociedad. Soy de la Süreté.
—Ah, oui. Merci, monsieur, entrez, s’il vous plait.
Se hizo a un lado para dejar pasar a Bizot. El vestíbulo de la planta baja era de reluciente mármol blanco. Los espejos con marco dorado e intrincada filigrana marcaban un fuerte contraste con los pósteres de Malevich enmarcados de la pared. Admiró el arte que se desplegaba a su alrededor. «Debería comprarme unos de éstos», pensó. Luego reparó en que no eran pósteres.
—Bonjour, monsieur. Veo que es un admirador de Kasimir Malevich.
Bizot giró el cuello y sus ojos se toparon con el pecho de una mujer enfundada en una blusa color lila. Acto seguido irguió el cuello. La mujer era guapa, atractiva más bien, pero probablemente de las dominantes, pensó. Con el cabello recogido en un moño tirante y todo. Eso les pasaba a las mujeres cuando tenían demasiado éxito y poco sexo. O eso había oído.
—Me llamo Geneviève Delacloche.
Le tendió la mano. Un instante después él se dio cuenta y la estrechó.
—Inspector Jean-Jacques Bizot, madame. Estoy aquí por…
—… sí, monsieur, sé por qué lo he llamado. Es de lo más angustioso. ¿Quiere que le enseñe de dónde se lo llevaron o…? Lo siento. ¿Por dónde le gustaría empezar?
—Madame Delacloche, usted es…
—… la vicepresidenta e investigadora jefe de la Sociedad Malevich. Mi labor consiste en localizar falsificaciones y usurpaciones que puedan perjudicar el nombre de Malevich. Eso es lo que hago principalmente…
—Y ¿qué más? —Bizot se peleaba de nuevo con la goma de la libreta, que volvió a su lugar con un chasquido antes de que pudiera retirarla del todo.
—¿Quiere que lo ayude, inspector?
—¿Eh? No, no. Continúe, por favor.
—También acuden a mí para que verifique supuestas obras de Malevich, manuscritos autografiados y cosas así. ¿Quiere que le enseñe…?
—Y ¿cuándo fue la última vez que vio la pieza que ha desaparecido?
—Hace dos años se prestó al Guggenheim de Nueva York para una exposición; por lo demás siempre ha estado aquí. Hace unos meses vino a verla un experto, pero…
—Necesitaré toda la información relativa a esa visita, madame. Y ahora ¿le importaría enseñarme la escena del delito?
Delacloche bajó delante por la escalera de caracol. Las paredes encaladas se curvaban a medida que descendían, el pasamanos arrojaba una sombra férrea debido a la luz situada en la parte inferior.
—Verá, inspector, para acceder a la cámara hacen falta una llave y una contraseña. Sólo tres de nosotros tenemos ambas cosas: el presidente de la Sociedad Malevich, que está en viaje de negocios, yo y…
—… y ¿quién?
—La tercera está en la caja de seguridad de un banco, junto con la contraseña.
—Y ¿quién tiene acceso a esa caja de seguridad?
—Se abrió a nombre de la sociedad, de manera que sólo el presidente y yo.
—Así que en realidad sólo tienen ambas cosas dos de ustedes.
—Sí. Perdone.
—Entremos. Enséñeme cómo se hace.
Se habían detenido ante una puerta de acero pulido a cuya izquierda había un panel con teclas numéricas blancas, bajo el cual se abría un pequeño ojo de cerradura.
Delacloche introdujo una llave y tecleó una serie de números. Bizot reparó en que la mujer protegió los dedos con la otra mano, pero él contó diez presiones con el índice. Con cada una de ellas el nudillo se hundía hacia delante y el ligamento se tensaba y se alzaba. «Esto no es ninguna tontería —pensó—. Yo ni siquiera recuerdo el código de tres dígitos del candado de la bicicleta».
Al otro lado de la puerta de acero se oyó un sonido metálico, y Delacloche bajó el picaporte y abrió. Las luces parpadearon automáticamente en el interior. Bizot avanzó, ladeándose un tanto para entrar mejor por la puerta.
La habitación era larga y estrecha, y parecía el tubo digestivo de un ordenador. Paredes expositoras verticales dispuestas sobre rieles móviles aparecían alineadas cual naipes de una baraja. Por ambos lados había cuadros, demasiados para contarlos. Al fondo de la estancia un archivador de metal negro albergaba una torre de cajones poco profundos. «Para obras en papel», dedujo.
Delacloche había entrado primero y había ido directa a la última de las paredes. La extrajo. La estructura metálica se detuvo temblequeando a unos centímetros del corpachón de Bizot. Éste dio un paso atrás y se enjugó la frente mientras veía a la esbelta Delacloche desinflar el bonito pecho para moverse entre dos de las paredes. Tez pálida, moteada de pecas en la nariz; ojos de un azul acuoso; cabello negro tirante con un lápiz atravesado, y gafas cuadradas de fina montura metálica.
—Estaba justo aquí —dijo, oculta tras las paredes de cuadros.
—Es preciso… es decir, ¿quiere que vaya hasta ahí, madame?
—Es mademoiselle, y creo que probablemente pueda verlo desde… espere un segundo.
Sacó la pared unos centímetros más, que llegó al tope con un clic.
Bizot examinó la pared de óleos abstractos: unos enmarcados, otros colgando sin más del bastidor, como carne en un gancho. Destacaba un espacio vacío, a cuyo lado una nota rezaba: «Composición suprema lista blanco sobre blanco, 119».
—Ése es el título y el número del catálogo —explicó Delacloche—. Pero también encontramos esto. —Señaló la oscuridad al fondo de la habitación, entre dos apretadas hileras de pared móvil.
—Supongo que espera que… —comenzó Bizot.
—Hay una cosa que creo que le gustará, inspector.
—Gracias por reunirte conmigo, Claudio.
En el corazón de Roma, Coffin se sentó en el extremo más alejado de la sencilla mesa de metal verde, de alrededor de 1950, que descansaba solitaria en medio del sobrio despacho que Claudio Ariosto ocupaba desde hacía más de treinta años. En las paredes, fotografías de Ariosto con su uniforme reglamentario de carabiniere, diseñado por Armani, azul oscuro con franjas rojas: estrechando la mano de Mitterrand, el papa Juan Pablo II, Berlusconi, Giovanni Pastore, su héroe y jefe; descubriendo en una rueda de prensa un retablo de Perugino recuperado…
—Non è un problema, Gabriel. Come posso aiutarti?
—Allora, se trata del Caravaggio.
—Eso pensaba. Tú no sueles venir de visita.
—No suelen invitarme.
—Bueno, está bien. ¿Todavía vives en el 99 de la via Venti Settembre? ¿Sobre la fuente de Moisés?
—Sí, tienes buena memoria.
—No es una dirección fácil de olvidar. En fin, Gabriel, ¿en qué puedo ayudarte?
—Creo que podríamos ayudarnos mutuamente. Los dos tenemos el mismo asunto entre manos. Los caballeros a quienes represento no quieren pagar por el Caravaggio que ha desaparecido y tú no quieres que el altar se quede vacío.
—Tienes razón. Me sorprende que la iglesia pudiera permitirse contratar a tus aseguradores, a cualquier asegurador, la verdad…
—¿Cómo te va?, por cierto…
—Seré sincero, Gabriel: tengo mucho que hacer. ¿Sabes cuántos casos hay abiertos ahora mismo? Una burrada. Sólo la semana pasada se llevaron una mano de mármol de una estatua del siglo II de una colección privada en Umbría, y de una biblioteca de incunables de Calabria desapareció un manuscrito iluminado del siglo XVI.
»Acabo de darles una charla a los novatos y he desenterrado algunas estadísticas. Ahí van. Bueno, tú sabes esto mejor que yo… pero desde que, en 1969, se fundó la Unidad para la Protección del Patrimonio Cultural hemos recuperado 455 771 objetos que fueron saqueados de excavaciones arqueológicas y 185 295 obras de arte robadas, en su mayor parte de iglesias y casas particulares. Además, se han desenmascarado 217 532 falsificaciones y presentado cargos contra más de 12 000 personas. Y eso sólo en Italia. En el año 2000, repito, sólo en Italia, la Interpol contó 27 795 robos relacionados con el arte. En comparación con esta cifra, en ese mismo año en Rusia se contabilizaron 3257 robos. Más de la mitad de todo el arte robado se recupera en el país donde fue robado. De modo que sí, estoy hasta arriba.
Coffin sonrió.
—El sino inevitable de un país que insistió en dar tantísimos artistas fantásticos. ¿Ponéis alguna sustancia química mágica en la pasta?
—En la espuma del capuchino. —Ariosto se permitió esbozar una leve sonrisa y continuó con su ampuloso discurso—: Pero eso no da derecho a cualquier fanfarrón cazatrofeos adinerado de Nueva York a Tokio a utilizar mi país como si fuese un supermercado. Ahora tenemos un montón de agentes, más de trescientos, en comparación con los ocho que trabajan para el FBI y los seis que lo hacen para Scotland Yard. Pero todos nuestros agentes están ocupados. Sólo nos faltaba otro robo y para colmo de la envergadura de este Caravaggio. La mayoría de las cosas en las que trabajamos no aparece en los titulares y es mucho mejor así. Es distinto de cuando tú trabajabas aquí. Uno de nuestros problemas es que estamos al tanto de muchos más robos gracias a la tecnología, que tiene sus pros y sus contras. Por ejemplo, una iglesia de Lombardía que no puede encontrar un icono bizantino ahora tiene correo electrónico y nos lo puede contar. Todo eso está muy bien, pero a nosotros nos faltan fondos y a los ladrones les sobran, por no hablar de la burocracia italiana… Yo soy la burocracia italiana, así que… Para responder tu pregunta del modo más indirecto posible: non abbiamo trovato niente.
—¿Nada, eh? Entonces las cosas sólo pueden ir a mejor.
—Muy gracioso, Gabriel. ¿Qué tienes para mí?
—Uno de mis contactos me ha informado de que hay un personaje sin escrúpulos… una ladrona de arte convicta que lleva cumplidos dos de los cuatro años a los que fue condenada, cerca de Turín. Se llama Vallombroso, y no la pillaron con las manos en la masa, ojo, sino por cómplice. Es bastante evidente que Vallombroso no es de las que cometen errores, y que fue el instigador del robo quien le tendió la trampa. No admitirá nada, está claro, pero hay algunas obras de arte de gran valor que han desaparecido y su nombre podría sonar como principal sospechosa. Además es buena. Fina, inteligente, con la posición social adecuada para conocer a mucha gente adecuada…
—Vallombroso. Valle ombroso… valle tenebroso. Yo he oído ese nombre. Cuéntame más.
—Allora —Coffin consultó una carpeta que sacó del maletín—, el expediente es limitado en cuanto a pruebas empíricas y abunda en pruebas circunstanciales, como no podía ser de otro modo en todo buen ladrón. Sabemos que Vallombroso pudo ser la principal responsable de al menos ocho robos de objetos de arte no resueltos, pero carecemos de pruebas. Es la única autora posible, pero con lo que tienen no pueden detenerla, y mucho menos condenarla. Señal de un trabajo bien hecho. Treinta y cuatro años, nació en Amalfi, se crió en Nápoles, se licenció en ingeniería por la Universidad de Bolonia y a partir de ahí se le pierde la pista. Atlètica, gimnasta y cinturón negro en capoeira, curioso… habla al menos seis idiomas. Se cree que en su familia hay una larga tradición de ladrones de arte, que tal vez se remonte a cientos de años, si bien no se ha confirmado.
—Suena a auténtica pesadilla. —Ariosto se reclinó en su silla y se encendió un cigarrillo.
—Cierto. El ladrón perfecto. Creía que estabas dejando de fumar.
—Lo haré en cuanto te marches. ¿Alguna otra condena? —El inspector se inclinó hacia delante y se frotó las sienes con la misma mano que sostenía el cigarro mientras el humo ascendía deprisa.
—Ninguna. Precisamente ésa es la historia, ¿no?
—Por desgracia.
—Hay una cosa.
Ariosto levantó la cabeza.
—¿Qué?
—En la cárcel se produjo un…
—… ¿qué?
—Un incidente. La celadora sostiene que fue en defensa propia, pero… Por lo demás observa un buen comportamiento…
—… continúa, Gabriel, te escucho. Pero…
—Esto te va a gustar, Claudio. Algunas reclusas se enzarzaron en una pelea…
—… ¿algunas?
—Cinco. Adivina cuántas seguían conscientes cuando terminó.
—¿En serio?
—Una, Claudio, el resto, inconscientes y molidas a golpes. Huesos rotos, dislocaciones. Y ¿adivina quién salió sin un rasguño?
—¿Y la celadora afirma que fue en defensa propia?
—Oficialmente, sí. Al parecer algunas reclusas se sintieron contrariadas, pero eso fue todo.
—También es peligrosa, Gabriel. ¿Sabes lo que te haces?
—Conozco a esta gente, Claudio. Son inofensivos si se los trata bien. Sí son desconfiados, pero ello se debe a que trabajan en un sector traicionero. Existe un código entre los ladrones profesionales, los que consideran su trabajo un arte. Si les conviene son tremendamente leales. Sólo hemos de asegurarnos de entendernos con Vallombroso.
—¿Hemos?
—Confía en mí.
—¿Crees que Vallombroso tiene algo que ver con este caso?
—Es incluso mejor: mi soplón me ha dicho que Vallombroso me llevará hasta el Caravaggio. Con una condición…
Haciendo gala de una gran firmeza, a su juicio, Bizot metió tanta barriga como pudo y avanzó como un cangrejo por el espacio que quedaba entre las filas de paredes móviles. Con un movimiento ondulatorio, Bizot, cual una serpiente, se fue alejando de la luz. Al fondo, el muro de hormigón exhibía un garabato. «Menos mal que no tengo claustrofobia ni miedo a la oscuridad», pensó mientras el sudor le corría por la nuca.
—¿Puede alumbrarme aquí? —preguntó con voz ronca.
—Un momento.
El eco de los pasos de Delacloche se alejó y luego volvió. La mujer le puso una linterna en la mano derecha. Bizot se paró a pensar un instante, exhaló sin querer, y su espalda rozó un cuadro que colgaba en la pared de detrás.
—Attention. Tenga cuidado, se lo ruego.
Bizot sonrió incómodo a Delacloche y compensó su descuido echándose hacia delante, con lo que chocó con otro cuadro de la pared que tenía ante sí. Se paró a pensar otro un instante… y vio la luz. Levantó el brazo derecho por encima de la cabeza y consiguió pasar la linterna a la mano izquierda. Esbozó una sonrisilla y encendió el aparato, que arrojó una red amarilla sobre el frío hormigón de la pared del fondo, donde, escrito en lo que parecía pintura roja, se leía:
CR347
—Alors, ¿qué cree usted que significa?
—No tengo ni idea, inspector. He de admitir que no doy pie con bola desde que pasó esto, y este batiburrillo de letras y números no me dice nada.
—Eso no es de mucha ayuda. —Haciendo un esfuerzo ímprobo, Bizot consiguió escurrirse de aquella estrechez metálica. «Debí tomar más mantequilla en el desayuno», pensó, pero el esfuerzo le impidió sonreír—. Veamos qué se puede hacer.
—A ver si lo adivino: que le demos antes la condicional. Vale, Gabriel, ya lo he oído antes y no cuela. Y —continuó Ariosto mientras caminaba por su soleado despacho con sus zapatos de piel negra con hebilla plateada— Turín está fuera de mi jurisdicción. Allí no conozco a nadie. Tendría que preguntarle a Pastore, y es probable que al jetazo no le haga gracia la idea. Es una convicta peligrosa.
—Fue en defensa propia, Claudio.
—Y a ti te ha impresionado. ¿Qué te hace pensar que Vallombroso cumplirá?
—Me fío del soplón y, como bien sabes, el mundo del arte es muy pequeño, y el mundo del robo de objetos de arte es más pequeño aún. Tengo entendido que esta ladrona es excelente. Sólo le queda un año y medio de condena y…
—Tengo una pregunta. —Ariosto se echó hacia delante—. ¿Asumes la responsabilidad? Mira, no tengo ni el tiempo ni la paciencia ni los hombres para oír «tal vez». Investigaremos, pero no es que tenga mucha confianza en que vayamos a salir airosos. Si hago una llamada, serás plenamente responsable de sus actos, y si alguien aprieta un gatillo o echa a correr o eres tú el que acaba inconsciente y molido a golpes…
—Entiendo. Confío en mi soplón, y los buenos ladrones son de las personas más honestas, profesionalmente hablando, cuando pueden sacar algo de esa honestidad… Lo sé, Claudio. Dale a Vallombroso la condicional bajo mi custodia y el retablo volverá a estar en ese altar.
—¿Te das cuenta de que si lo consigo, y estoy diciendo si, tendrás un límite de tiempo? No dejarán ir por ahí a una conocida ladrona de arte indefinidamente sin…
—Lo sé. Confía en los ladrones, Claudio. Recuerda que uno se salvó. —Coffin agarró la empuñadura de caoba del paraguas—. Creo que puede que haga falta un ladrón para atrapar a un ladrón. Creo que saldrá bien, Claudio, y también creo que, si no es así, no volveremos a ver ese retablo. Éste no es un robo de los de entrar y echar mano, y lo que se ha robado no es la radio de un coche. Es evidente que se trata de un robo bien planeado y por encargo. Como bien sabes, en la actualidad la mayor parte de estos casos los perpetran bandas organizadas internacionales que utilizan los objetos robados para comerciar en un mercado negro cerrado. Si un millonario quería ese retablo, contrató a ladrones profesionales a través de intermediarios y ahora tiene la Anunciación de Caravaggio presidiendo la sala de billar de su sótano sería más fácil. Podríamos modificar el perfil y terminar dando con un sospechoso, conseguir una orden de registro, etc. Pero si el cuadro está en un almacén a la espera de ser canjeado por droga o armas, sólo para ser canjeado de nuevo unos meses después, para no salir nunca a la superficie… es casi imposible que lo recuperemos. Recuperamos la mayoría de las obras cuando los delincuentes intentan vender la obra y convertirla en dinero. Si no lo intentan… pues me temo que puede que no volvamos a verla.
—Si la han sacado de país, Gabriel. Con el protocolo de emergencia activado y el país sobre aviso no se puede meter un Caravaggio en el equipaje de mano y pasar inadvertido.
—¿Y si el ladrón vive en Italia?
—No, si nuestros perfiles del último medio siglo son precisos.
—Creo que probablemente tengas razón. No me imagino a un italiano robando su propio patrimonio nacional y guardándolo en su dormitorio, al lado de la escena del crimen. Si este robo fue tan limpio como parece, estoy seguro de que habrán pensado en la manera de sacarlo del país. Ponte en el lugar de los ladrones. ¿Qué harías?
Ariosto se echó hacia atrás en la silla y la hizo girar de un lado a otro.
—Fletaría el cuadro metido en una caja, un tablero oculto en una caja de vino o un falso suelo en un camión de carne, algo así. ¿Por qué? ¿Qué harías tú?
—¿Yo? Me mudaría a Italia. De todas formas la comida es mejor.
Ariosto sonrió.
Coffin hizo una pausa antes de continuar.
—Bueno, Claudio. Che ne pensi?
Una semana después Coffin se bajaba de un taxi a la entrada de la prisión de blancos muros que se hallaba a las afueras de Turín. El sol era crudo y seco, caía a plomo, sin nubes que lo debilitaran, y la hierba que se mecía con la lenta brisa era como trigo rubio. Se presentó a la celadora, que le dio una severa explicación sobre el mantenimiento de la custodia, así como sobre las normas para la devolución de la reclusa en el caso de que no se cumplieran los requisitos.
Coffin ya había tenido a un delincuente bajo su custodia en una ocasión similar, un traficante de drogas convicto que probó a sacar arte de contrabando y fue sorprendido in fraganti. Un suizo, Bertholdt Dunderdorf. Quince años traficando sin problemas y un trabajito lo metió entre rejas. Lo soltaron para tenderle una trampa al cerebro del golpe por el que lo pillaron. Cierta sed de venganza respaldaba su deseo de salir de la cárcel un año antes. Lo de siempre.
No lo lograron por poco, pero así y todo excarcelaron a Dunderdorf por cooperar y mostrar buen comportamiento. Al suizo lo cogieron porque trató de subir más de la cuenta. Coffin ya había visto eso antes: el delincuente que intenta mejorar su posición social y acaba siendo incapaz de mantenerse a flote y cae hasta el fondo. Eran pocos los que acostumbraban a fracasar con tanto salero como Dunderdorf, pero ésa era otra cuestión.
Ése era el verdadero problema con los delitos relacionados con el arte: que se consideraban de alto nivel. En lo más alto del sistema de castas, estos delitos eran aceptados socialmente e incluso considerados prestigiosos y fascinantes. Era el único delito grave en el que la gente tendía a ponerse de parte de los delincuentes. Aunque, claro, la gente no sabía que esa clase de delitos financiaba otros más siniestros, tales como el tráfico de drogas y de armas e incluso el terrorismo. El ciudadano medio se sentía de algún modo indiferente ante el arte, y a veces amenazado por él. Se tenía por elitista e incomprensible, sobrepasaba la capacidad mental, y, por tanto, asustaba a muchos. La gente leía con cierta satisfacción las noticias de robos de arte bien orquestados. Suponía, a un tiempo, un acto de voyeurismo en un mundo glamouroso y lejano, y un golpe muy gratificante a una institución que se creía exclusiva.
Y la recompensa para el cerebro de la operación era grande: poseer una obra bella y tangible. El castigo era que nadie podría conocer nunca la recompensa: el trofeo debía permanecer en una caja negra.
Coffin se hallaba a la puerta de la cárcel, contemplando el resplandeciente cielo acuoso de Turín. El calor le taladraba la espalda, penetrando bajo su terno oscuro, y se colaba entre su recortada y pulcra barba.
Hizo girar el paraguas con la mano. En la parte inferior de la empuñadura de caoba había una muesca del ancho de una pluma que siempre atraía su dedo índice. Consultó el reloj.
A través de sus gafas de sol con montura de carey Coffin vio salir a Vallombroso de la prisión, alta y delgada, vestida toda de negro, entrecerrando los ojos debido a la claridad. Se paró un instante, el sol bañando su cuerpo.
—Buongiorno, Daniela. —Coffin sonrió—. Me alegro de verte. ¿Adónde vamos?
—A Londres —repuso ella—. En busca de venganza.