Capítulo 6

—Tengo el placer de inaugurar el primer Congreso Anual Giovanni Pastore sobre delitos relacionados con el Arte aquí, en la villa I Tatti, en Florencia. Esta serie de conferencias es fruto de la colaboración de instituciones italianas y americanas dedicadas a la investigación en el mundo del arte y tiene por objeto rendir homenaje al jefe de la unidad para la Protección del Patrimonio Cultural, cuya dedicación y exitosa trayectoria es un ejemplo para todos nosotros.

»Me complace especialmente presentarles al primer orador de hoy. Muchos de ustedes lo conocerán por sus eruditos artículos, pero su fama se la debe a su trabajo en la recuperación de obras de arte robadas. Por ello le damos la bienvenida hoy y lo invitamos a dar el pistoletazo de salida a este congreso.

»El currículo del doctor Gabriel Coffin es impresionante. Creció en Escocia y se licenció en Filosofía y Letras y en Ciencias por la Universidad de Yale, donde estudió historia del arte, ingeniería y matemáticas, y además ganó un premio en Bellas Artes. Máster en el Instituto Courtauld para la Conservación del Arte, doctorado en la Universidad de Cambridge en Historia de los robos de obras de arte, máster en la Universidad de Edimburgo en derecho penal. El doctor Coffin trabajó para Scotland Yard en la división de Arte y Antigüedades, y previamente ejerció de agente especial en la Unidad para la Protección del Patrimonio Cultural de los Carabinieri.

»El doctor Coffin es hijo de unos padres ilustres que no necesitan presentación. Además de un sinfín de populares libros sobre historia del arte, incluyendo el éxito de ventas internacional El arte de Occidente, el esfuerzo realizado por el padre de Gabriel —Jacob Coffin— en materia de recuperación y conservación del arte expoliado durante la Segunda Guerra Mundial se recoge en un reciente largometraje. Su madre, Katie Williams, fue una de las pocas mujeres que contribuyó a descifrar el código Enigma de los nazis. A ambos progenitores se les recordó en una reciente publicación homenaje.

»Gabriel Coffin ha dado conferencias por toda Europa y Norteamérica, siempre en el idioma del país anfitrión. Vive en Roma y en la actualidad trabaja como investigador de seguros y asesor independiente en materia de delitos relacionados con el arte de la policía del mundo entero, además de continuar con su labor en el campo académico y satisfacer la constante demanda de sus amenas e instructivas conferencias. Aparte de su discurso inaugural, más adelante el doctor Coffin presentará una ponencia sobre su contribución a la reciente recuperación de un dibujo robado de Miguel Ángel. Nuestro hombre tiene mucho que contar, y nosotros tenemos el honor de disfrutar con su presencia esta tarde. Démosle una calurosa bienvenida al doctor Coffin.

El salón revestido en madera estalló en aplausos, y Coffin se acercó al estrado.

—Buenas tardes, señoras y caballeros. Tengo el placer de anunciar que todo lo que la señora Plesch ha dicho de mí en su amable introducción es cierto. No obstante ha omitido mencionar mi premio Nobel de Química y mi estupenda colección de sacacorchos. Pero me temo que ya me estoy apartando del tema. Mala señal. Tal vez debiera empezar.

»He creído oportuno que, a modo de introducción, podríamos analizar un caso que ha puesto en jaque a los agentes de la ley. Constituye un buen punto de partida para hacer una demostración de las técnicas que utilizo en la investigación, unas técnicas que están a disposición de todo el mundo, pero muy pocos aplican. Me refiero a la observación, a mirar para recabar información en lugar de mirar sin más. De fijarse más. La observación seguida de una deducción lógica conduce a la solución. Ya lo verán.

»Permítanme que les pinte un retrato del mejor robo de arte sin resolver del siglo. A continuación lo resolveremos entre todos.

—¿Podría preguntar adonde me llevan?

Barrow iba sentado entre dos de los tipos trajeados, mientras que el tercero conducía un Land Rover oscuro por las mojadas calles de Londres, hasta hacía muy poco soleadas.

—Nuestro jefe quiere hablar con usted.

Barrow explotó como un motor de coche.

—Pues tiene una forma bien… retorcida de hacer las cosas. Tengo un horario de oficina por un motivo, ¿saben? Hay una hoja para apuntarse a la puerta…

—Nuestro jefe suele hacer las cosas a su manera, en función de su agenda. Le sugiero que lo complazca.

El hombre miraba al frente mientras hablaba, igual que sus colegas.

Barrow no reconocía la ruta que estaban tomando. Habían abandonado el centro de la ciudad por Trafalgar Square, se habían dirigido al sur y habían cruzado el río, dejando atrás Vauxhall, para introducirse en un dédalo desconocido de estructuras industriales.

—Deberían dar gracias a que no me ofendo fácilmente. He decidido no presentar cargos ni dejarlos sin sentido de un puñetazo, aunque estoy en mi perfecto derecho de hacer ambas cosas.

—Deje de hacerse el gracioso.

—Muy bien.

Barrow cruzó los brazos y guardó silencio hasta que el coche aminoró la marcha y se detuvo ante un enorme almacén anónimo.

—Va a entrar ahí —dijo uno de los hombres mientras otro se aferraba al brazo de Barrow.

Un mar de rostros, como olas con la cresta rizada, observaba embobado a Gabriel Coffin.

—Boston, Massachusetts. 1990. A la 1.24 de la madrugada siguiente a la festividad de san Patricio dos hombres con uniforme de policía llamaron a la puerta lateral de la mansión de estilo veneciano que alberga el museo Isabella Stewart Gardner. Dijeron que estaban investigando una pelea que se había producido en el recinto.

»En contra de las normas del museo, los dos vigilantes que estaban de servicio los dejaron entrar. Ambos acabaron esposados, amordazados con cinta y encerrados en distintas zonas del oscuro sótano. No se vio ni utilizó arma alguna durante el atraco. Los dos ladrones fueron descritos de la manera siguiente:

»Ladrón número uno: blanco, de unos veintimuchos o treinta y pocos, 1,70-1,75, complexión media, ojos oscuros, cabello negro corto, con un bigote oscuro y brillante que parecía falso y gafas cuadradas con montura dorada, probablemente falsas también.

»Ladrón numero dos: blanco, de unos treinta y tantos años, 1,80-1,85, 80-90 kilos, ojos oscuros y media melena negra, con un bigote brillante que parecía falso y sin gafas.

»Cabría pensar que los bigotes y las gafas falsos tal vez sean obvios, pero es posible que no sea así. Los ladrones robaron unos cuadros elegidos con sumo cuidado, pasando por alto muchos de gran valor, tales como los Fra Angélico, Tiziano y Rafael, y llevándose El concierto, de Vermeer; Chez Tortoni, de Manet; y Tormenta en el mar de Galilea, de Rembrandt; así como cinco Degas y una vasija de bronce china. Trataron de abrir sin éxito una vitrina que encerraba un estandarte napoleónico y en su lugar cogieron el águila que lo coronaba, expuesta aparte. El rapto de Europa, de Tiziano, posiblemente el cuadro más valioso de todos los museos de Estados Unidos, no lo tocaron.

»Aparte de un botón de alarma que había en el mostrador del vigilante, la alarma del museo no había sido instalada para que saltara desde el interior, sólo para que se activara desde fuera. Al salir, los ladrones se incautaron las cintas de las cámaras de vigilancia electrónicas.

»Los ladrones estuvieron en el museo de la 1.24 a las 2.45. Estimaciones actuales sitúan el valor total de las obras robadas en trescientos millones de dólares, pero al igual que ocurre con cualquier cálculo, esta cifra es un tanto arbitraria y podría ser muy inferior o muy superior, dependiendo del comprador y del mercado.

»En 1997 la investigación no había avanzado, y el museo aumentó la recompensa por la devolución de los cuadros de un millón de dólares a cinco. Se recibieron muchas pistas falsas, pero el anticuario de Boston William P. Youngworth III, por aquel entonces en prisión, proporcionó una que parecía prometedora. Le contó al periodista Tom Mashberg que él y un pintoresco personaje, un ladrón de arte encarcelado llamado Myles Connor, localizarían las obras robadas a cambio de la recompensa, de inmunidad para Youngworth y de la excarcelación de este mismo y de Connor.

»La credibilidad de Youngworth fue cuestionada, de modo que dispuso que llevaran a Mashberg con los ojos tapados hasta un almacén, donde le mostraron, a la luz de una linterna, lo que podía ser o no la Tormenta en el mar de Galilea de Rembrandt. Después también le dieron a Mashberg escamas de pintura, supuestamente del Rembrandt. Las pruebas demostraron que no eran del Rembrandt, pero podían ser del Vermeer.

»La oficina del fiscal estadounidense exigió que fuera devuelta una de las obras como prueba. Cuando esto no se hizo, terminaron las negociaciones. Ahora Connor ha salido de la cárcel. Y las obras aún no han aparecido.

»Veamos ¿qué podemos deducir? Hay unas cuantas cosas básicas claras, sin necesidad de profundizar mucho. Imaginemos que somos asesores novatos que trabajamos en el caso por vez primera. Las pistas se han enfriado, pero ¿qué podemos decir sirviéndonos del puñado de datos que acabo de proporcionales?

»Para empezar, el delito se cometió cuando ya había finalizado el Día de san Patricio. Para aquellos de ustedes que lo desconozcan, Boston es una ciudad de la costa este de Estados Unidos, en el corazón de Nueva Inglaterra, que se jacta de tener un elevado número de habitantes de ascendencia irlandesa. El Día de san Patricio se celebra allí con un entusiasmo inusitado, lo cual significa que se consumen cantidades ingentes de cerveza. Si hay un día del año en el que haya menos bostonianos en pleno uso de sus facultades ése es el de san Patricio.

»Ello sugiere un conocimiento de la zona por parte del instigador del delito o de los ladrones. Doy por sentado que el instigador y los ladrones son personas distintas porque casi todos los delitos relacionados con el arte se perpetran en favor de otro, y todos los buenos ladrones de arte roban a comisión, ya que las obras famosas no se pueden vender en ningún mercado público, ya sea negro o no. Los instigadores de estos delitos poseen grandes fortunas y no necesitan robar. Es algo parecido a un desagüe atascado del baño. Claro que quizá pudiera repararlo uno mismo, pero ¿para qué ensuciarse las manos si uno puede permitirse contratar a un fontanero?

»En este punto debería hacer una distinción que con demasiada frecuencia complican películas y obras de ficción. Rara vez ocurre que un robo de arte responda a un encargo privado. Desde 1961, alrededor del ochenta por ciento de todos los delitos relacionados con el arte se han perpetrado por o para bandas organizadas internacionales. En 1961 la mafia corsa empezó a asaltar la Riviera, robando Cézannes y Picassos. Estos asaltos culminaron en 1976 con el robo de arte más grande de la historia en tiempos de paz, cuando se sustrajeron 180 Picassos del Palacio de los Papas, en Aviñón. También fue la primera vez que tenemos constancia de que se empleara la violencia durante un robo de estas características. En la actualidad el interés del crimen organizado por el arte parece haber sido despertado por la reciente afición de los medios televisivos a comunicar los precios a los que se venden las obras de arte en las subastas. Y con el crimen organizado vienen los métodos que estas mafias acostumbran a emplear, tales como la violencia. Con anterioridad a esta fecha, los robos de arte en tiempos de paz eran pacíficos, caballerosos y hábiles. Casi admirables, como una proeza. Pero ya no es así. Ello no quiere decir que no se sigan perpetrando algunos robos de arte privados y que no haya coleccionistas que deseen poseer una obra de arte aunque sea por medios ilícitos. Y estos casos no deben pasarse por alto. Sin embargo es importante saber que constituyen la excepción, no la regla.

»Con el crimen organizado metido en estos delitos deberíamos establecer una distinción adicional entre el instigador de un delito, como es el caso del individuo que ordena que se cometa dicho delito para hacerse con la obra robada u obtener dinero de ella, y el administrador, el individuo que planea el delito y contrata a los ladrones. Piensen en el administrador como en el regidor de un programa de televisión, y en el instigador como ese personaje que aparece en los títulos de crédito bajo «Idea original de»: el primero se encarga de la operación en su parte más material para asegurarse de que todo sale bien y el trabajo se hace, y el segundo sugiere la idea y pone en marcha el asunto. Cuando participa el crimen organizado el administrador forma parte de la banda y contrata a ladrones para que realicen un trabajo concreto. Por lo general no hay instigador, ya que para el crimen organizado una obra de arte es una mercancía, como las drogas o las armas, de manera que la elección del robo se basa en la posibilidad de convertir el objeto robado en dinero o de utilizarlo como moneda de cambio. No hay pasión, sólo negocio.

»Podemos elaborar un perfil del instigador. Para éste, en la adquisición de ciertas obras de arte hay un componente de realización personal. Sin embargo para el administrador de una banda el arte es un objeto que posee un valor determinado. El primer paso más importante en una investigación es dilucidar si el delito ha sido instigado por una banda para hacer negocios o por un instigador movido por la pasión. Como creo firmemente que el caso Gardner es pasional, debido al criterio selectivo de los ladrones, sugiero que apliquemos este análisis basado en los perfiles. Creo que los ladrones de este caso y el administrador eran miembros de una banda, pero una banda contratada por un instigador deseoso de ver cumplidos sus deseos. Continuemos…

»El instigador del delito debía de acudir con regularidad al museo Isabella Stewart Gardner. Uno no encarga el robo de obras de arte que nunca ha visto o que ha visto únicamente una vez, sino que se enamora de unas piezas determinadas que ha visto varias veces y desea poseerlas. Es un flechazo. Al igual que uno podría perseguir a una mujer bella que ha visto en la calle, el robo de arte implica seducción y conquista. El arte hermoso, como las mujeres hermosas, despierta el deseo. El deseo de poseer y ser poseído, el anhelo de haber creado, la sensación de paz y majestuosidad, de tener tan sublime prueba de la existencia de Dios, que sin duda ha de ser grande si ha creado un objeto tan bello. De esta forma, si me perdonan la analogía, el instigador solicita los servicios de una prostituta. La bella puta es la obra de arte; y los ladrones que la proporcionan, los chulos. Si piensan en el arte en términos de belleza que se compra y se vende al mejor postor esta analogía parecerá menos absurda.

»Así pues, yo diría que el instigador conocía el área de Boston y la pinacoteca. Fue al museo infinidad de veces, pero es peligroso robar en el propio terreno. Me atrevería a apostar a que ya no vive en el área de Boston, pero tal vez creciera en la zona o fuera a una universidad local…

»Nunca se me pidió que asesorara en este caso pero, de haber sido así, hay una serie de cosas que la policía podría, o no, haber hecho y que sin duda yo pondría en práctica. Una de ellas es buscar los registros de compradores de subastas de arte que se criaron en el área de Boston. Esto podría parecer un radio de acción demasiado amplio, pero el mundo del arte es pequeño. Me aventuraría a decir que hay menos de veinte coleccionistas de arte serios adinerados que crecieron en Boston y siguen vivos. Esta estadística no se basa en ninguna investigación propia, pero resulta sencillo elaborar un perfil del ladrón de arte.

»Más del noventa por ciento de los coleccionistas delincuentes son gente rica y de la buena sociedad, por lo común varones, casi siempre de raza caucásica, que a menudo forman parle del mundillo del arte de una forma legítima y que han coleccionado legalmente piezas a través de galerías y subastas. También tienen una relación personal con el arte que roban, y la labor del buen investigador consiste en desentrañar cuál podría ser esa relación.

»Así que, recapitulando, en el caso del museo Gardner es muy posible que estemos tratando con un varón caucásico pudiente, lo bastante mayor para haber hecho su fortuna a los, digamos, treinta y cinco años, que se crió en la zona de Boston, aunque probablemente ya no viva a allí, y que ha coleccionado arte de forma legítima.

»Y ¿qué ha coleccionado? Analicemos lo que decidió robar. Se trata de un delito por amor, no por dinero. Despreció los Tizianos, los Fra Angélicos y los Rafaeles cuando podía habérselos llevado, pues se encontraban al lado de las piezas que escogió. Además, su valor económico y su prestigio son mucho mayores que los de muchas de las obras que había en ese museo. Entonces ¿por qué no se los llevaron también?

»Este hombre tiene sentido ético, todo el que se puede atribuir a un delincuente. Siempre he tenido la impresión de que existe el honor entre ladrones, una dignidad y elegancia en un robo bien ejecutado, preciso y no violento. Los mejores ladrones son honestos y profesionales, nunca maltratan salvo que sean maltratados; precavidos, pero nunca rudos. Los ladrones de clase alta se consideran superiores moralmente, reconocen su valor y el valor de la honorabilidad, incluso en el delito. De los ladrones del monte Gólgota, el bueno se salvó. Un delito honesto sale bien cuando no se desvía del propósito original. Los delitos honestos son impecables y están planeados. Constituyen un placer para la vista, como una partida de ajedrez intelectual y física. Pero el mayor placer reside en abrir una brecha en ese preciso mecanismo y por eso adoro mi trabajo.

»Sin embargo hay que admirar ciertas cualidades de nuestro instigador: no es codicioso. Se llevó exactamente lo que quería, una lista de la compra establecida, y nada más. Le gustaban Rembrandt, Manet, Vermeer y Degas. Dos franceses y dos holandeses. Quería una bandera napoleónica y escogió una vasija de bronce china. También es humano: los ladrones no portaban armas ni hirieron a los vigilantes. No rompieron el expositor de la bandera, se dieron por vencidos al no poder desatornillar los goznes. Optaron por la elegancia.

»Centrémonos en los intereses del instigador. Podemos decir sin miedo a equivocarnos que no ha comprado un Vermeer legítimamente, ya que sólo existen treinta y seis cuadros conocidos suyos, y todos ellos están localizados. Rembrandt y Manet alcanzarían un precio considerable. Si fuera yo, comprobaría los registros de las subastas de cuadros de ambos artistas. Si, efectivamente, compró obra de dichos pintores, resultaría fácil echarle el lazo, ya que su nivel de ingresos sería alto. Hay un número limitado de personas en este mundo que puede gastar millones en un Manet o un Rembrandt y encargar el robo de unos cuadros.

»Las obras en papel de Degas me intrigan. Por lo general se encontrarían en receptáculos especiales del museo, a buen recaudo en cajas Solander para protegerlas de la luz cuando no estuvieran expuestas. Cuando se perpetró el robo estaban expuestas, lo cual reviste particular interés. Habitualmente no se exhiben, de modo que tal vez solicitara verlas en algún momento a título personal, en cuyo caso su nombre aparecería en el registro del museo. Pero, de los objetos que fueron robados, los pasteles de Degas son los más asequibles, por tanto, es probable que fuesen la mejor opción porque ya los coleccionaba.

»Cuestionarlo todo, no fiarse de nada. En palabras de mi admirado Sherlock Holmes: «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que pueda parecer, es la verdad».

—¿Ahí dentro?

Barrow tragó saliva mientras bajaba del coche, flanqueado por dos de los trajeados. Miró a derecha e izquierda de la calle, desierta e interminable. El cañón que formaban los almacenes se perdía en las alturas y parecía inclinarse hacia delante. No había nadie a la vista, tan sólo una profusión de metal y piedra. Barrow se detuvo.

—Profesor Barrow, esto puede ser muy fácil o no. Decida.

El aludido echó a andar.

Uno de los tipos introdujo un código en un panel del muro exterior y una puerta metálica roja y ondulada se puso lentamente en movimiento. Otro agarró el móvil y se limitó a decir: «Hemos llegado», antes de cerrar el aparato.

Una vez dentro, pasaron ante aletargadas máquinas con ruedas y engranajes, cual esqueletos de dinosaurios de hierro que durmieron en la oscuridad impenetrable y difuminada del almacén. Llegaron a un ascensor y subieron tres plantas.

Las puertas se abrieron y dejaron a la vista un pasillo en silencio con despachos a ambos lados. A través del cristal del despacho del extremo se veía una luz.

—Usted primero.

Los hombres sacaron a Barrow del ascensor de un empujón y lo siguieron.

El profesor recorrió despacio el pasillo, que parecía aumentar y estrecharse al mismo tiempo. Una luz difusa se filtraba por el vidrio esmerilado de una puerta.

Los tipos se detuvieron delante de ésta.

—Supongo que esperan que…

Sus captores se cruzaron de brazos.

—Exacto.

Barrow alargó la mano hacia el pomo y su sudorosa palma asió el frío tirador. Lo hizo girar y oyó que el pestillo cedía. La puerta se abrió.

Ante sí se extendía un despacho decorado con sombríos paneles de madera y mármol, un llamativo cambio respecto al cavernoso anonimato metálico de la estructura del almacén.

La única luz de la habitación salía de una lámpara halógena de pie plateado, semejante a una grúa, acomodada en la mesa de caoba. En la bruma circundante, a la izquierda, se distinguían unas sillas Barcelona negras de Mies van der Rohe tras una mesita de cristal, y en la pared de nogal de la derecha colgaba, iluminado, un cuadro fauvista con un marco dorado. En la radio sonaba Debussy.

—Entre, doctor… doctor Barrow.

Barrow no podía ver al hombre que se sentaba detrás de la mesa de caoba, ya que la luz lo impedía, sumiendo su rostro en la sombra. Sólo quedaban visibles los gemelos de una camisa impecable y los brazos de un traje gris perla. Barrow se acercó con parsimonia y la puerta se cerró a sus espaldas.

—Perdone la intimidación y el melodrama. Digo perdone, pero no retiro ni lo uno ni lo otro. Lo sé todo de usted, doctor Barrow, y sé lo que pasó en el museo… de Estados Unidos. Tengo una pro… proposición de negocios que hacerle. Naturalmente está en su derecho de rechazarla, aunque no le conviene hacerlo. Será recompensado si coopera o ca… castigado si desobedece. He leído a Pavlov…

—Pero ¿de qué…?

—Doctor Barrow, usted es un eminente experto en historia del arte y yo preciso… preciso su ayuda profesional. —Se inclinó hacia delante—. ¿Le apetece un capuchino?

—Estamos estrechando el cerco de nuestro objetivo, pero aún podemos estrecharlo más —prosiguió Coffin—. Los Degas y Manet, junto con la bandera napoleónica, sugieren una relación con Francia, cierto patriotismo. Es verdad que Vermeer y Rembrandt eran holandeses, pero eso parece incidental, al igual que la vasija china, mientras que no es así en el caso de las obras francesas.

»Imaginen que están a punto de encargar este robo. Yo haría lo que la mayoría de compradores: echar un vistazo a la tienda. Hay muchas posibilidades de que el instigador se paseara por el museo y elaborara mentalmente una «lista de la compra» de los artículos que quería. Y tenía que haber un motivo para cada uno de ellos. No puede enseñar sus trofeos a sus amigos; se trata de objetos cuidadosamente seleccionados para el disfrute personal. Se encuentran en el armario de su dormitorio, bajo el sofá, tras el panel secreto del desván, en la caja de seguridad de un banco suizo. Si alguna vez los ve alguien todo estará perdido, ya que son únicos y reconocibles. Así que afirmo que se trata de un delito pasional, y hay algo que atrae a nuestro instigador a estas obras de arte concretas. Deduzco que el instigador tiene alguna relación con Francia.

»¿Qué tenemos por ahora en nuestro perfil? Varón caucásico, de unos 35 años o más, que creció o vivió en el área de Boston pero en la actualidad reside en otra parte, muy rico, coleccionista de arte, tal vez de los pasteles de Degas, lazos familiares con Francia, ético y exigente, no codicioso, no violento e inteligente, probablemente inmerso en el mundo del arte en un ámbito legítimo, no interesado en el arte italiano y tal vez relacionado de algún modo con Myles Connor y William Youngworth III, los responsables de la pista más prometedora del caso hasta el momento.

»Lo que hemos conseguido en estos últimos diez minutos es considerable. Todos ustedes son testigos de que no estoy utilizando notas, hablo improvisadamente y juntos hemos creado un impresionante perfil basado únicamente en la deducción lógica y la observación, dos ases en la manga de cualquiera. Deberíamos ofrecernos a la policía de Boston como investigadores especiales. Hemos trazado el perfil del instigador con exactitud. También hemos de considerar la posibilidad de que exista más de un instigador. Naturalmente nos toparemos por fuerza con inconsistencias que desbaraten los perfiles, pero estas incongruencias son contadas. El noventa y nueve por ciento de todos los asesinos en serie son varones caucásicos con edades comprendidas entre los treinta y cinco y los sesenta años, poseedores de una inteligencia discreta y solitarios, que mantienen relaciones tirantes con las mujeres de su vida. Los coleccionistas delincuentes también constituyen una parte limitada e identificable de la población. Dentro de este incestuoso círculo de riqueza y alta sociedad, los investigadores se enfrentan en su trabajo a delincuentes con un poder y unos recursos extraordinarios, y en ocasiones incluso salimos airosos. Si bien la mayoría de los delitos relacionados con el arte los perpetran bandas organizadas, hemos de analizar a fondo los detalles que apunten a un delito privado o bien a un delito cometido por una banda en favor de un individuo. Estoy seguro de que este último es el caso que nos ocupa.

»Espero que este breve estudio les haya abierto el apetito para el resto del congreso. Muchas gracias.

La multitud le tributó un fuerte aplauso mientras Coffin asentía en señal de gratitud y volvía a su asiento. Los otros presentadores de la jornada se hallaban sentados a lo largo de la pared junto a él, todos ellos rostros que conocía bien.

La anfitriona se acercó al estrado de nuevo.

—Gracias, doctor Coffin, por esta fantástica introducción a los delitos relacionados con el mundo del arte y su investigación. Nuestra siguiente oradora es una conocida experta de Florencia, la profesora Carrabino…

Cuando el día perdía la batalla contra la noche y se hundía en el horizonte, un tren se deslizaba por su vía como una gota de mercurio en el vidrio. Coffin iba en el tren de vuelta a Roma, una rodilla doblada, el puño en el mentón, sumido en sus pensamientos mientras los borrones del paisaje, cada vez más oscuros, desfilaban ante la ventanilla y sus insomnes ojos adormilados.

Frente a él un hombre dobló el periódico. Acto seguido, insatisfecho, lo abrió, pero las curvas obraban en contra suya, y resolvió darle forma al periódico a base de golpes mientras rezongaba. Coffin vio el anillo en la mano izquierda del hombre y asintió de un modo imperceptible. A su lado tenía el International Herald Tribune, doblado por la mitad con esmero y luego en dos pulcramente. A su izquierda iba una pequeña acomodada en el regazo de su madre, absorta en las fugaces imágenes del exterior. La madre le pasaba los dedos por la espalda, completamente ensimismada en el rostro de porcelana de su hija, moteado por un sol agonizante y danzarín.

Coffin desvió la mirada y la fijó en la ventanilla del tren. Su trabajo consistía en proteger el arte de los malvados, los delincuentes. Dar caza a los ladrones. Pero ¿existía el ladrón bueno? Un ladrón se había salvado, allí arriba, en el Gólgota. Si uno peca y se arrepiente… o si roba por un buen motivo. Su mente divagaba.

Se había sentido honrado y al mismo tiempo enojado al ser presentado de aquel modo en el congreso ese mismo día. No había vuelto desde el funeral, no hacía tanto tiempo. De los dos. El día antes de su trigésimo cuarto cumpleaños. Lo supo al día siguiente. El teléfono sonó, él lo cogió y no oyó más que un aliento seguido de una lenta inspiración y… No echaba demasiado de menos su país; siempre había preferido el continente. El punto más al norte al que había estado dispuesto a desplazarse era Cambridge, la verdad. Parecía bastante cerca. Podría haber sido soportable si hubiese tenido hermanos. Pero los santos no se apiadaron.

Estiró los dedos. Nada. En fin. Tal vez. Pronto. «No hay nada que no pueda barajarse». Cuando se tiene demasiado tiempo. El tiempo es toda la suerte que uno necesita. «Me preguntó qué hora será», pensó. Giró la muñeca para consultar su Rolex de 1920 con correa marrón, regalo de… bah, no recordaba de qué cumpleaños. Eso y el paraguas con la empuñadura de caoba de James Smith & Sons que era de su… en fin, ésas eran las únicas cosas que se permitía conservar.

Coffin palpó la muesca que había en la parte inferior de la empuñadura. «Al menos puedo sublimar mis impulsos obsesivo compulsivos», pensó. Le echó un vistazo a su periódico y lo alisó una vez más.