Capítulo 5

Barrow dio media vuelta y se abrió paso a codazos entre la marea humana que surgía del metro. Bajó contra corriente las escaleras de la estación de Charing Cross, un laberinto bajo Trafalgar Square.

Ya bajo tierra, Barrow recorrió dando traspiés un pasillo y luego otro hasta llegar a unas escaleras. Salió a la superficie junto al monumento a lord Nelson, rodeado de imperiosos leones de piedra, en el centro de la plaza y a varios cientos de metros de Oscar Wilde. Esquivando turistas y palomas, puso rumbo a la National Gallery.

Al pasar por las puertas giratorias y pisar el suelo de mármol del Ala Sainsbury de la National Gallery vio a un grupo de alumnos suyos arremolinados y risueños.

—Jesús, María y José, estoy aquí, bicharracos. Si no os importa, dejad de pensar en vuestros pantalones y en los pantalones del vecino y centraos en el arte.

Volvía a estar en casa, dentro de los reconfortantes muros del museo. Los alumnos casi eran secundarios, pues cambiaban de año en año. Pero para el profesor Simón Barrow la enseñanza era la comunión con el arte que amaba, y una nueva hornada de alumnos no era más que una excusa para volver a visitar a viejos amigos y desentrañar sus misterios.

—Empezaremos, como es lógico, por el principio, y cuando lleguemos al final del curso, es decir, si es que queda alguien, nos detendremos.

Barrow subió por la vertiginosa escalera de piedra blanca. El problema fue que intentó hacerlo de espaldas para hacerse oír por los veinte estudiantes que le iban a la zaga, tropezó y cayó sobre las posaderas.

El profesor había convertido a muchos de los que se habían matriculado en el curso de Historia general del Arte Occidental de la facultad en apasionados de la Historia del Arte y grandes especialistas en ella, pero eran los primeros días del semestre, y el amor aún no había florecido. Era el periodo de flirteo.

—Señoras y caballeros, voy a ser su guía en el recorrido ultrarrápido Barrow de las mejores piezas de la National Gallery. Les ruego muestren el respeto, la veneración y la ilustración pertinentes.

Barrow giró a la izquierda al llegar arriba y nuevamente a la izquierda para entrar en las salas que albergaban las obras más antiguas de la pinacoteca. Su acento de Nueva Inglaterra hacía ya tiempo que se había tornado en el de un británico aficionado a la caza del zorro, tantos años habían transcurrido desde que emigrara, por fuerza y para siempre, para estar con sus almas gemelas.

—Empecemos por aquí.

Se detuvo delante de un enorme retablo con baño de oro, de unos seis metros de ancho por dos y medio de alto, y cubierto de grandes figuras de santos y diversos miembros del clero.

—Antes de que os suelte la charla que cambiará vuestra miserable vida (para mejor, debería añadir), permitidme que sitúe la escena. Con vuestras cadenas musicales, películas de acción, pornográficas y cámaras digitales es imposible que imaginéis cómo era la vida antes de la imprenta. Pero intentadlo, por amor de Dios.

»Imaginad que no habéis visto nunca una imagen. Sé que cuesta imaginarlo, pero la mayor parte de los europeos del medievo, sin las grandes sumas de dinero necesarias para encargar una obra de arte, jamás habría contemplado una imagen. Sin imprenta, todas las imágenes tienen que fabricarse a mano. Los materiales son muy caros, de modo que el único arte que existe se realiza por encargo. Los espejos y el cristal también son muy caros. Es muy posible que la única imagen que hayáis visto si sois un campesino en la Edad Media sea vuestro propio reflejo en el agua.

»Imaginad, pues, que cuando venís a la iglesia os encontráis con esto. —Señaló el magnífico retablo, tan grande y dorado—. Es posible que esas figuras pintadas os parezcan bidimensionales, mis queridos borregos, pero imaginad lo realistas que resultarían si no hubieseis visto una imagen antes. El sobrecogimiento que esto debió de inspirar, la admiración a Dios y a la Iglesia, es pasmoso. Así que despojaos de vuestro cerebro de jamelgo y sumergíos en esto. ¡Diantre, Tom! Deja de mirarle los pechos a Sophy y atiende.

»Este retablo es ejemplar desde el punto de vista de la iconografía. Para aquellos de vosotros que parecéis confundidos y drogados, la palabra ikon es griega y significa «imagen». La iconografía, como bien os puede explicar Abby, es el estudio de imágenes simbólicas del arte. Siempre ha habido una manera formularia de presentar las imágenes más habituales en la Biblia, y ésta es una representación del coro celestial.

»En los primeros cuadros las figuras más importantes eran de un tamaño mayor que el resto, de modo que tenemos a Jesús y a María, entronizados y claramente vitaminados, en el centro. Además, sólo los personajes divinos aparecen de frente, razón por la cual aquí sólo están así los peces gordos: Jesús y María. Veamos ¿quién puede decirme cuál es el elemento más costoso de este retablo?

Barrow contempló un mar de confusión.

Una respuesta anónima:

—Eh… ¿el oro?

—Eh… no, pero eso es exactamente lo que creí que diríais, así que me has proporcionado la coda perfecta, gracias, Robert. Lo que ha motivado esa respuesta es el pan de oro. El proceso es delicado: se baten láminas de oro hasta conseguir que sean más finas que el papel, a decir verdad tan delgadas que se desmenuzarían si las tocaseis con un dedo gordo y grasiento. Entonces ¿qué hacían esos brillantes artesanos medievales? Cogían un cepillo hecho con pelo de animal y se lo restregaban en su propia cabellera, creando así electricidad estática. Gracias a la estática podían levantar el finísimo pan de oro y presionarlo contra madera de álamo enyesada, que se convertiría en este retablo, utilizando huevo como pegamento.

»No, mis patos mareados. El elemento más costoso de este cuadro es el azul. Siempre se puede saber cuáles son los cuadros medievales más caros por la cantidad de azul que contienen. El azul se obtenía del lapislázuli, la piedra filosofal de alquímico renombre, un pigmento que se importaba con mucho riesgo del actual Afganistán y era el artículo más caro que se podía comprar en la Edad Media. Los artistas no iban a la tienda de al lado a comprar tubos de pintura junto con sus porros de marihuana y su tinte para el pelo. Al menos hasta mediados del siglo XIX. Cada artista molía sus propios pigmentos, metía el pincel en un huevo cascado, luego en el pigmento y se ponía manos a la obra: esto es pintura al temple. Casi todos los retablos han sido pintados sobre grandes tableros de madera, por lo común de álamo, en talleres italianos. La madera se recubre de yeso mate… acordaos de que el yeso es la capa blanca preparatoria que se aplica entre el soporte y el color… y a continuación se esbozan las figuras. Después se añade la pintura al temple.

»La auténtica sutileza y las capas no llegaron a los cuadros hasta la aparición de los óleos, que veremos en la siguiente sala. Se aplica pintura al temple, que es pigmento mezclado con clara de huevo como aglutinante, y basta, listo. Después venía un dorador y añadía el pan de oro, en ocasiones utilizando una herramienta para decorar con impresiones. Y voilà, ya tenéis una carísima obra de arte. Estas obras se encontraban casi exclusivamente en las iglesias y eran costeadas por mecenas acaudalados a quienes les decían que así podían comprar un trozo del Cielo, una práctica que continúa hoy con los telepredicadores. Podéis documentaros más a fondo en casa, porque mañana os haré una prueba sorpresa. Pedidle a Abby que os ayude con la iconografía, ya que dentro de poco me sustituirá al frente del departamento de Arte. Siguiente cuadro.

Barrow llevó a sus alumnos a la siguiente sala.

Entonces los vio.

«Otra vez esos memos —pensó—. Pero ahora son tres. ¿Estarán procreando?»

Estaban al fondo de la sala. Uno hablaba por el móvil. Se le acercó un vigilante del museo.

—Disculpe, señor, pero no están permitidos los…

El hombre se quedó mirando fijamente al vigilante, que se escabulló.

«Seguro que son imaginaciones mías —pensó Barrow—. He visto demasiadas películas».

Barrow procuró no volver la cabeza mientras el grupo de alumnos irrumpía en la pequeña sala secundaria que posiblemente contuviera el mejor y más influyente cuadro de todos los tiempos.

—Inclinad la cabeza, muchachos: estáis ante algo majestuoso. Que les den a la Mona Lisa, a Whistler y a su madre, a los Nenúfares y a cualquier otro cuadro del que hayáis oído hablar pero no sepáis nada porque es famoso por motivos equivocados. Puede que éste sea el cuadro más influyente de la historia universal.

Los estudiantes revolvieron los ojos al unísono.

—No revolváis los ojos, ignorantes. Estoy aquí para ilustraros, y ¡vaya si voy a hacerlo! Éste es El matrimonio Arnolfini, de Jan van Eyck.

—La primera vez que lo oigo —profirió una voz anónima entre los alumnos.

—¡Judas! Hay un disidente en las filas. No, ninguno de vosotros posee la capacidad craneal ni los medios para haber investigado por su cuenta antes de que empezara la clase. Por eso estoy yo aquí. Hay que fijarse más. Yo soy vuestro pastor, y ahí fuera están los lobos.

»Jan van Eyck era pintor, intelectual y agente secreto. ¡Ajá! Eso os ha llamado la atención. Conocéis a James Bond, ¿no, capitalistas fantasiosos devoradores de cine? Van Eyck trabajaba para el duque de Borgoña y participó en numerosas misiones secretas, como atestiguan varios documentos de la época, en favor del duque. No sólo era el pintor de la corte, sino también consejero y emisario. Uno de los primeros hombres renacentistas, me atrevería a decir. Aunque no inventó la pintura al óleo, Jan van Eyck la utilizó con una maestría nunca vista e influyó en todos los artistas que vinieron detrás.

—No parece un Jackson Pollock —musitó alguien del grupo.

—¿No parece un Jackson Pollock? Tienes razón, pero por el motivo equivocado. Señoras y señores: el arte se repite. La historia del arte está plagada de alusiones y referencias al propio arte. El arte es acumulativo. El arte más moderno observa y refleja todo lo anterior. Así que, aunque este Van Eyck de 1434 no parezca un Pollock, Pollock no existiría sin Van Eyck y sin los demás artistas que se sucedieron entre medias. El arte que parece distinto es una reacción contra algo, pero una reacción al fin y al cabo. Os daré un ejemplo encadenado.

»La escultura griega clásica influyó en la escultura romana clásica, que a su vez influyó en Cimabue, que inspiró a Giotto, que influyó en Masaccio, que influyó en Rafael, que inspiró a Annibale Carracci, que enseñó a Domenichino, que trabajó con Poussin, el cual influyó en David, que inspiró a Manet, al que adoraba Degas, que influyó en Monet, que inspiró a Mondrian, que inspiró a Malevich, el cual trabajó con Kandinsky, precursor del puñetero Jackson Pollock, muchas gracias. De Polidoro a Pollock en diecisiete sencillas clases.

Los alumnos esbozaron una sonrisa y aplaudieron.

—Gracias, gracias. Estaré aquí hasta el jueves. Probad el pastel de carne… Dadme el nombre de dos artistas cualquiera y seguiré el rastro de las influencias que hay entre ellos. También podéis hacerlo vosotros si prestáis atención, por el amor de Dios. Y ahora si me permitís que continúe…

Barrow dejó la frase a mitad cuando vio a los tres hombres plantados en medio de la puerta, la única salida de la sala.

—Primero echemos un breve vistazo a este cuadro de la izquierda. Es un retrato de la cabeza de un hombre con un turbante rojo, un autorretrato de Jan van Eyck.

—Creía que sólo aparecía de frente la divinidad.

—Bien pensado, Lisa. Nuestro amigo Jan tiene muy buena opinión de sí mismo. Él y otro hombre, cuyo nombre os debería sonar, Alberto Durero, fueron los dos primeros pintores en retratarse en poses cuasidivinas. Previamente los retratos se hacían de perfil, para imitar los de los emperadores romanos acuñados en las monedas. Estos autorretratos frontales tienen que ver no sólo con el ego, sino también con la filosofía del neoplatonismo, que se basa en Platón. Y esta filosofía gozaba de una gran popularidad entre los artistas del Renacimiento.

Los ojos de Barrow seguían clavados en los del fondo.

—Cielo santo, ¿por dónde iba? Ah, sí, el neoplatonismo. Tenéis que perdonarme, chicos. Mi cadena de pensamientos está desengrasada. Dicho brevemente, el neoplatonismo defendía que el arte era la aproximación más cercana a la perfección que ha de existir en el Cielo y que, por tanto, los artistas eran los transmisores de un reflejo, un atisbo de la divinidad en la Tierra. Rafael es el ejemplo más obvio de esta teoría. En sus pinturas bíblicas, Rafael nunca plasmaba un modelo específico, sino que reunía los rasgos más bellos de los rostros que había visto para conformar un retrato ideal, uno que no existía, pero que, según él, recreaba la perfección que debía existir en el Cielo.

»Ésta es una forma de decir con rodeos que, mientras que Van Eyck tenía en mucha estima su talento, y con razón, también existía una filosofía válida según la cual los artistas eran como dioses por su capacidad creadora. Así pues, Van Eyck nos sugiere que él y Dios no son tan distintos. Y estoy seguro de que su madre estaría de acuerdo.

»Veréis que hay algo escrito en la parte superior de este cuadro. Está en holandés y dice: «Lo mejor que puedo». En la parte inferior pone «Johannes van Eyck me fecit», que en latín significa «Jan van Eyck me hizo». Van Eyck presume bajo esa humildad, pues le dice al observador: «lo intenté y esto es lo mejor que puedo hacer», cuando sabía de sobra que lo ha que había hecho era excepcional. Lo que hizo tan grande a Van Eyck fue su precisión, que le vino dada gracias al uso de pinturas al óleo. El temple no permitía aplicar muchas capas, de manera que los colores parecían planos. Las pinturas al óleo poseen una translucidez que posibilita superponer y fundir capas. También se empleaban pinceles diminutos para aportar detalles mínimos. Sin embargo, la clave está en las capas de pintura. ¿Por qué creéis que la Mona Lisa tiene una sonrisa enigmática? Porque Leonardo pudo pintar una capa sin sonrisa, otra con una pequeña sonrisa, una tercera con una más amplia, una más con el ceño fruncido y así hasta el infinito, hasta lograr algo absolutamente sutil y sugerente derivado de todas esas capas. No hay ningún enigma.

»Mirad ahora El matrimonio Arnolfini. Es un retrato de dos personas, el señor y la señora Arnolfini. Giovanni Arnolfini era un comerciante de paños italiano afincado en Brujas. Sostiene la mano de su costilla, que lleva un suntuoso vestido verde ribeteado en pieles, a todas luces caro. El señor Arnolfini parece un hongo venenoso, pero no es culpa suya, ya que esta clase de sombreros estaba muy en boga en aquella época. Ella tiene pinta de estar embarazada, ¿a que sí? ¡Pues no! Vale, tiene una buena barriga, pero fijaos bien. Fijaos bien. Se ha recogido el espléndido vestido con la mano delante para presumir de ese paño que era la fuente de la riqueza de su marido.

»También el ideal de belleza era diferente entonces, como podemos comprobar en otra obra de Van Eyck titulada El altar de Gante. Por cierto, en Gante existe una tradición medieval conforme a la cual en Año Nuevo se lanza desde una torre un saco lleno de gatos, pero ésa es otra historia. En El altar de Gante hay un desnudo de Eva, la de Adán y Eva. Sin ropa alguna tras la que esconderse, vemos a Eva en todo su esplendor. Y parece una pera: tiene unos pechitos altivos en lo alto del torso y una barriga enorme. Hay una palabra húngara que describe estas alegres tetitas tiesas: speermel, que siempre he considerado acertada. La pobre parece un bolo. Y ése era el ideal de belleza en la Edad Media. Así que es probable que la señora Arnolfini no esté embarazada, pero se supone que ha de parecer atractiva y fecunda.

»Y hay más, mucho más. En el Renacimiento del norte de Europa los artistas empleaban una técnica que tiene un nombre intrigante: «simbolismo oculto». Fundamentalmente significa «iconografía alegórica». En los cuadros se plasmaban objetos que eran metáforas o referencias alegóricas a otras cosas. Os pondré un ejemplo sencillo: en la mesa que hay bajo la ventana, a la derecha de Giovanni, hay unas frutas, posiblemente naranjas. La fruta era símbolo de prosperidad y fertilidad económica y biológica. En el suelo, entre la pareja, hay un perro. Fijaos con atención. Gracias a las pinturas al óleo, a los pinceles pequeños, y probablemente a un gran entrecerrar de ojos, Van Eyck pintó cada uno de los pelos de este perrillo con una serie de colores que, por acumulación, dan un aspecto muy naturalista. El perro es el símbolo de la lealtad.

»¿Qué más? ¿Veis la estatua de la pared, al fondo de la habitación? Es santa Margarita, la santa a la que rezaríais si esperarais quedaros embarazadas. ¿Cómo sé que no fue una boda de penalti? Observad la parte superior del cuadro: hay una araña con una vela encendida. Si la vela estuviese apagada la señora Arnolfini estaría encinta y esos dos ya se habrían casado. Pero están siendo casados, por eso…

Barrow no pudo evitar fijarse en que aquellos tipos trajeados no se habían movido, seguían bloqueando la puerta.

—Existe una tradición germánica según la cual, durante una ceremonia nupcial, se encendía una vela y se colocaba fuera del dormitorio conyugal de la nueva pareja. En cuanto el matrimonio se consumaba, es decir, que había sexo… veo que eso os ha llamado la atención… los padres de la pareja apagaban la vela. Voilà, una vela apagada equivale a consumación; y una encendida, a que están impacientes por meterse en el catre.

»Un aparte interesante: en las escenas de la Anunciación —que es cuando Dios envió al arcángel san Gabriel para que le dijera a María que engendraría al hijo de Dios— del Renacimiento del norte de Europa es tradición mostrar una vela apagada en la estancia. Ello indica que María ha consumado místicamente su unión con Dios y está embarazada de Su hijo.

»El simbolismo alegórico permite leer los cuadros como si fuesen libros, pero primero hay que entender el código. Todos los cuadros de todos los museos del mundo están codificados. Son acertijos que hay que resolver, y unos son más complicados que otros, los cuadros del Renacimiento del norte de Europa son los más codificados, y requieren unos conocimientos especializados para asociar objetos a ideas e identificar santos con herramientas e historias. En algunos casos, como los queridos impresionistas, apenas es preciso tener conocimientos especializados para apreciarlos: son tan sólo objetos bellos. En otros, como los expresionistas abstractos, no hace falta nada: son simples proyecciones capaces de provocar emoción. Pero aprended a leer el arte, y será como aprender un nuevo idioma que se habla en todo el mundo occidental. Un perro puede que signifique lealtad, pero no es algo evidente en sí mismo: se trata de un conocimiento especializado. Un tipo con flechas en el cuerpo es san Sebastián, por tanto ¿qué se deduce de ello? Un anciano con barba y alas y un reloj de arena es el tiempo. Las personificaciones adoptan el género de la palabra que representan. El tiempo, tempus, es masculino, de manera que la personificación del tiempo es un hombre.

»Hay ejemplos más raros. Un loro hace referencia a una extraña explicación de cómo María puede estar embarazada y seguir siendo virgen. Las razones, si es que se pueden llamar así, las da un cura de la Edad Media: si a un loro se le puede enseñar a decir «ave María», María puede ser virgen y estar embarazada. Y la gente se lo creyó a pie juntillas, chavales, igual que vosotros os creéis que fumar canutos y escuchar a Pink Floyd es lo más de vuestra insulsa existencia.

Uno de los hombres del fondo volvía a hablar por el móvil y miraba directamente a Barrow mientras asentía.

—¿Por qué se llama el cuadro El matrimonio Arnolfini? Os diré por qué, ya que, de lo contrario, nos pasaremos aquí una semana. En primer lugar, en el año 1434 uno no iba al despacho del alcalde a firmar la partida de matrimonio. Lo único necesario para enyugarse era darle la mano a la novia y hacer una promesa delante de dos testigos. Podemos ver que los Arnolfini están agarrados de la mano. Y descalzos. ¿Qué significa eso? ¿Un simbolismo alegórico? Significa que pisan terreno sagrado. Pero es un dormitorio. Sí, pero están en medio de la ceremonia del sagrado matrimonio.

»Muy bien, pero ¿y los testigos? Acercaos a mirar por turnos. En el centro de la habitación hay un espejo redondo convexo. Los espejos convexos siempre fueron un clásico en los talleres de los artistas desde la Edad Media. Pero ¿qué vemos en el espejo? Dos figuras: una con un turbante azul y la otra… con un turbante rojo. Mirad a vuestra izquierda: Van Eyck lleva un turbante rojo en su autorretrato. ¡Sí! ¡Aleluya! Los conservadores de este museo son muy serviciales. En el espejo aparecen dos testigos, lo cual significa que se encuentran donde nos encontramos nosotros ahora, observando la escena. Entonces nosotros nos convertimos en testigos. La sutileza y la destreza de Van Eyck son asombrosas.

»Y en caso de que no estéis convencidos del todo, justo en el centro del lienzo hay unas palabras que dicen: «Johannes van Eyck estuvo aquí, 1434». Ha firmado el cuadro en calidad de testigo. ¡El cuadro es, literalmente, la partida de matrimonio! Y ahora vamos a la siguiente sala.

Para salir Barrow se metió entre sus alumnos, que apartaron a los tres hombres. Sin embargo, en la puerta, Barrow sintió que lo agarraban del brazo.

—Profesor Barrow, ¿podríamos hablar con usted un momento?

—Estoy en mitad de una clase, caballeros. No tendré inconveniente en reunirme con ustedes en horario de oficina…

—Ahora.

Barrow notó que una mano le agarraba el brazo aprisionado y también algo firme y metálico contra la espalda.

—Está bien. —Echó un vistazo en busca de un guarda jurado. Naturalmente no había ninguno—. Clase —dijo nervioso—. Clase, hoy vamos a terminar antes. Retomaremos el recorrido por la National Gallery la próxima vez. Podéis marcharos.

Los estudiantes profirieron un suspiro colectivo de alivio y se dispersaron. Los tres hombres rodearon a Barrow y se dirigieron a la salida del museo.

—No diga nada. Se viene con nosotros.