En Roma, la diminuta iglesia de Santa Giuliana en Trastevere bullía de actividad. La bienintencionada y bien vestida policía italiana pululaba por la plaza empedrada, y una multitud de romanos había sacado tiempo de la hora de la comida para averiguar cuál era el motivo del alboroto, en el caso de que se lo hubieran perdido el primer día de investigación.
Cuando se corrió la voz de que habían robado un cuadro, y nada menos que del altar, la gente se indignó más por el hecho de que lo hubiesen robado de una iglesia que por que le tuviese un cariño especial a la pintura. Carecía de relevancia que se tratara de un Caravaggio.
Gabriel Coffin cruzó la plaza y se dirigió hacia Santa Giuliana dando golpecitos en el suelo con el paraguas, que llevaba a pesar del sol, alternando golpecitos y balanceos a cada paso. Coffin se abrió camino entre los mirones y pasó ante el carabiniere que custodiaba la puerta de la iglesia.
Dentro, varios carabinieri deambulaban fingiendo buscar algo mientras el sacerdote, afligido y agitado, hablaba con un tipo algo calvo pero repeinado, Claudio Ariosto. Ariosto era uno de los inspectores jefe de la Unidad para la Protección del Patrimonio Cultural.
El Caravaggio que habían robado era una pieza inconfundible, única, identificable en el mundo entero. Por lo tanto los ladrones no podrían venderlo. Debían de haberlo robado por encargo, ya fuera de una banda organizada, como ocurría a menudo desde la Segunda Guerra Mundial, para utilizarlo como moneda de cambio… o, cosa mucho menos habitual, de un particular que deseara tenerlo. Recordaba al robo que dio lugar a la creación de la División de Arte y Antigüedades de los Carabinieri: otro Caravaggio, la Adoración de los pastores, robado de una iglesia de Palermo en 1969. Desde entonces era una espina clavada en el pie del departamento, pues no se había encontrado. De un Caravaggio a otro. «Estoy seguro de que se le ha pasado por la cabeza a Ariosto —pensó Coffin—. Me pregunto si está más centrado en recuperar éste o si cree que ha desaparecido para siempre, como la Adoración de Palermo».
Coffin escudriñó el interior nada más dar el primer paso: tres agentes, un inspector, un cura desesperado, un cuadro desaparecido. Tres capillas laterales a ambos lados de la nave, cada una con una obra de arte o una reliquia como elemento central, cada una con sus sillas alineadas, y lamparillas votivas vacías; un confesionario, hecho de oscura madera, mucho más reciente que la iglesia; una cortina en el rincón delantero derecho que debía de conducir a la sacristía; la pila sin agua bendita; un teléfono junto a la entrada; el teclado numérico de la alarma; sensores de movimiento como a medio metro del suelo y protegiendo el altar; las ventanas inferiores sin cerrojo, mala cosa; una vidriera original con las estaciones de la Pasión, si bien la ventana del Camino del Calvario había sido restaurada; ningún mueble fuera de lugar; el enlucido agrietado en el interior de la cúpula; cera reciclada de las lamparillas; la iglesia con falta de fondos; la Santa Giuliana de Domenichino, no su mejor obra… Luego dio un paso más.
Su mirada se cruzó con la de Ariosto y Coffin se dirigió a su encuentro con la mano extendida.
—Buongiorno, Claudio. Come va?
—Gabriel. A ver si lo adivino: oíste la palabra Caravaggio y te pusiste a husmear, ¿no? —Ariosto estrechó la mano de Coffin con las dos suyas.
—Lo cierto —empezó Coffin en un italiano sin apenas acento— es que la compañía para la que trabajo preferiría no tener que pagar por esto. —Señaló el altar vacío con el pulgar.
—¿Seguros? Claro. —Ariosto pareció preocupado un instante.
—Estate tranquilo, Claudio. No me interpondré en tu camino. Los dos queremos lo mismo: volver a ver este altar como antes.
—No estaba pensando en eso. Sólo tengo curiosidad, aunque sé que se supone que no debes hablar. Pero tampoco es que eso te lo haya impedido antes.
—Bien… —Coffin miró hacia el altar y después al desconcertado padre Amoroso—. La verdad es que no debería hablar.
—Como quieras. —Ariosto, un tanto contrariado ante tanta reserva, reanudó su costumbre de juguetear con la cadena del reloj en el bolsillo derecho de la chaqueta. Como de costumbre lucía un traje de diseño de impecable corte que complementaba con una corbata de un tono que recordaba, sin eclipsar, al de la camisa y la chaqueta—. Aunque serían unos idiotas si lo valoraran en más de cuarenta millones de euros. —Ariosto alzó la vista bajo las cejas con una media sonrisa, pero no fue capaz de interpretar el rostro de Coffin.
Éste sonrió y sacudió la cabeza.
—¿Qué tienes por ahora?
—Llevamos mirando desde ayer —empezó Ariosto—, pero falta algo.
—Ya me he dado cuenta —repuso Coffin—: un cuadro sobre el altar.
—Muy gracioso. Cuánto he echado de menos que no estés con nosotros. ¿Todavía das conferencias?
—Sí. No puedo estar lejos del mundo académico. Y necesito encontrar formas creativas de aumentar mis ingresos.
—Y tu afición al coleccionismo…
—Culpable. —Coffin hizo girar el paraguas con la mano—. ¿Te importa si…?
—Haz lo que quieras —musitó Ariosto—. No hemos movido nada. Pero haznos saber lo que encuentres.
—Claro.
—Creo que podemos ayudarnos mutuamente. —Ariosto le dio una carpeta a Coffin—. Cada año hay menos robos de arte, pero así y todo el pasado casi nos acercamos a los veinte mil, y ésos son sólo los que se denuncian. Tengo mucho que hacer, como ya sabes. Si pudieras…
—Claro.
Coffin cogió la carpeta y la abrió. Contenía documentos relativos al Caravaggio: fotografías en color, detalles del revés del lienzo y el soporte, estadísticas, procedencia. En este caso, excepcionalmente, la procedencia se reducía a una sola línea: un propietario en toda la historia de la vida del cuadro. La fotocopia de un manuscrito, fechado en 1720, parte del cual estaba subrayado, rezaba: «Cuad. Anuttc. Mich. Mer. da Carav. 120 d. 1598». La hoja era un inventario de las posesiones de Santa Giuliana en Trastevere, elaborado con motivo del nombramiento de un nuevo sacerdote. En 1598 se había comprado, al parecer directamente al artista, una escena de la Anunciación pintada por Michelangelo Merisi da Caravaggio por 120 escudos.
«¿Cuánto sería eso en la actualidad?», pensó Coffin. Treinta años después Claude Lorrain ganaba los honorarios máximos por cada cuadro, y recibiría alrededor de 400 escudos. Caravaggio no era menos aclamado, pero siempre andaba con apuros económicos y judiciales, de modo que ése era un precio bastante bajo. Debía de necesitar el dinero y deprisa, lo cual explicaba el pequeño tamaño del retablo en cuestión. Lo despachó por el dinero.
Coffin sacó de la carpeta una de las fotografías en color. No era un gran Caravaggio, pero hubiera sido una pintura maravillosa si la hubiera pintado cualquier otro. Allí estaban el arcángel san Gabriel y María. La Anunciación era el instante del Nuevo Testamento en que Dios enviaba al arcángel san Gabriel a visitar a María para decirle que engendraría al hijo de Dios.
Ese instante y el de la crucifixión eran los dos que más se solían representar en el arte religioso, y la iconografía era bastante habitual: María aparecía como una muchacha humilde y dolorosamente joven en oración, con frecuencia absorta en un ejemplar del Antiguo Testamento. Le sorprendía la llegada de san Gabriel, hermoso y andrógino, que anunciaba la palabra de Dios, a veces literalmente en forma de palabras o rayos que salían de su boca. Dios Padre observaba desde una esquina superior del cuadro y a menudo iluminaba con un rayo de luz el vientre de María. De vez en cuando era posible ver a un niño Jesús o una paloma descendiendo por el rayo de luz hacia el vientre de María. «Eso siempre me ha resultado un tanto extraño —pensó Coffin—. Parece que el niño está esquiando. ¿Cómo iba a saber esquiar un niño que todavía no ha nacido? Es de suponer que al Hijo de Dios se le dieran bien los deportes de invierno».
Sin embargo, esa escena de la Anunciación, como ocurría con todos los demás cuadros de Caravaggio, se desviaba de la norma iconográfica. La obra de Caravaggio era novedosa y única. A diferencia de otros maestros, él no tenía alumnos. Fue un pionero estilístico del barroco. Sus cuadros fueron incendiarios tanto por su popularidad como por el impacto que causó en todos los artistas que le sucedieron. Pero también conmocionaba su fuerte carácter. Se vio obligado a abandonar Roma porque mató a un hombre, al parecer durante un partido de tenis.
A Coffin no le extrañó comprobar que la Anunciación de Caravaggio no tenía nada que ver con las representaciones tradicionales. María le daba la espalda al observador, la cabeza vuelta para mirar por la izquierda a san Gabriel cuando éste extendía la mano para tocarla. Había notado la presencia del ángel, y parecía haber cierta carga erótica entre ambos personajes, lo cual, después de todo, tenía sentido, ya que las palabras de san Gabriel son un equivalente sexual y fecundan a María. La mirada de la Virgen reflejaba un tímido sobresalto, como si le sorprendiera la aparición de su amante. Al observador también se le ofrecía gran parte de la espalda alada del arcángel san Gabriel, y la escena se desarrollaba contra un fondo negro amorfo, las figuras en chiaroscuro emergiendo a la luz como desde un mar de una oscuridad impenetrable.
Era evidente que Caravaggio había empleado menos tiempo en esa obra que en otras. Había más fondo pintado de negro que en la mayoría de sus lienzos. De ese modo conseguía no tener que pintar a san Gabriel y María de cintura para abajo. El punto de vista resaltaba a propósito las expresiones faciales y dejaba al observador haciendo un esfuerzo por ver más de esos rostros, oscurecidos en parte debido a la extraña postura de los cuerpos.
Coffin se fijó en las dimensiones: 99 x 132 cm. Óleo sobre tela. Sin firma, naturalmente. Los artistas rara vez firmaban sus obras hasta siglos después.
Después Coffin se quedó mirando sin más. Clavó la vista en la fotografía, igual que hacía en los museos cuando contemplaba un cuadro nuevo. Lo memorizaba, se empapaba de todo cuanto tenía que ofrecer. Siempre empezaba por la esquina superior izquierda y seguía por la derecha, y luego hacia abajo. Los cuadros estaban hechos para ser interpretados.
Le devolvió la carpeta a Ariosto.
—Sólo voy a echar un vistazo.
Avanzó por el centro, entre filas de bancos, el paraguas agarrado con ambas manos a la espalda. Tenía la costumbre de ir demasiado arreglado y siempre con la misma ropa: traje de tres piezas y camisa de etiqueta de puño doble de Charles Tyrwhitt. Era lo que le gustaba. También le gustaban los botines, aunque no solía llevarlos. Y los bombines. Y los basset. Y comer langosta con las manos, pero se comía las chocolatinas con cuchillo y tenedor. Y su paraguas con empuñadura de caoba de James Smith & Sons.
Coffin se había hecho un hueco profesionalmente hacía tiempo entre los bichos raros del mundo del arte, esos cuyos conocimientos y pasión son profundos. Pero Coffin tenía la sensación de que, con demasiada frecuencia, esos expertos perdían la noción de la realidad y acababan levitando en el escapismo del limitado mundo de su erudición. Para muchos especialistas de los de tweed y pajarita, una vida ajena en Roma en 1598, o en cualquier otro período, era más segura y fácil que el mundo actual. Y esa indiferencia hacia los detalles de la realidad se manifestaba en unas formas de vestir poco comunes, entre otras cosas. Coffin sabía que era uno de ellos, pero prefería limitar sus relaciones a encuentros profesionales y frecuentar estratos sociales que se le antojaban menos exquisitos. Jugaba al póquer martes sí martes no con un policía, un fontanero y un mecánico, tres de las personas más inteligentes y menos intelectuales que conocía.
Coffin reparó en algo. En el suelo, entre dos bancos. Una pluma. De un pájaro pequeño. Gris. ¿Una paloma? Estaba a punto de arrodillarse a su lado, pero cambió de opinión. Aflojó el paso y siguió andando.
Luego se detuvo un instante. Alzó la vista y recorrió las ventanas inferiores, las alarmas y los sensores de movimiento. Acto seguido volvió a las ventanas.
Sonrió.
Apareció la siguiente dispositiva. El ronroneante proyector la inundó de una luz que se estrelló contra la pared desnuda y generó un Jesús iluminado.
El despacho se hallaba atestado de libros, libros que asomaban por las estanterías y parecían querer alcanzar la puerta, desparramados por el suelo y los muebles. Había artículos fotocopiados y páginas llenas de notas debajo y dentro de todas las cosas. En comparación con ese caos clasificatorio, las calles de Londres semejaban un paisaje marino en calma.
Una muchachita con una falda negra y una blusa blanca con botones en el cuello estaba sentada en el borde de una silla recubierta de un terciopelo sintético verde, la única parte en la que no había papeles.
—Profesor Barrow, he leído lo de mañana y sigo perdida con esto de la iconografía. Todos los santos medievales se parecen, así que ¿cómo se supone que voy a distinguirlos?
Un anciano de cabello blanco y rostro rubicundo giró la silla hacia ella.
—¿Me estás diciendo —dijo severamente, con una pausa efectista— que has hecho los deberes?
—Esto… sí, señor.
—Vaya, es estupendo, Abby. Nunca espero que mis alumnos hagan lo que les pido ni escuchen lo que tengo que decir. Ésta es sin duda una ocasión feliz. ¡Un día magnífico!
Miró hacia la luz que entraba por la ventana abierta, se inclinó sobre su mesa y siguió trabajando.
—Pero, profesor… ¿qué hay de los santos?
—¿Qué? Ah, sí. Esto… veamos… —Barrow pasó unas cuantas dispositivas hasta que apareció un magnífico cuadro medieval italiano—. Echa un vistazo a esto un momento y dime a quién identificas.
Barrow se puso en pie, dio la vuelta a su enorme mesa, enterrada en su mayor parte en papel, hasta situarse ante ella, y consiguió rodear las pilas verticales de libros que había por todo el suelo cual minas detonadas. Se acercó a la ventana y se asomó. Acto seguido se apartó de súbito.
«Aún sigue ahí —pensó Barrow—. ¿Qué demonios hace?»
—Esto… profesor, veo a Jesús y María, pero todos los demás tienen la misma barba y todo igual.
Barrow se volvió hacia la estudiante. Su blanquísimo cabello era suyo, si bien parecía un peluquín mal hecho. Y también parecía que estuviese sudando todo el rato.
—Bien. ¿Quién es toda esa gente rara que lleva objetos aún más raros? Como ya sabes, la única forma de convertirse en santo era haber perecido de un modo espantoso y tremendamente dramático. Tradicionalmente a los santos se los identifica por el objeto que portan, que es representativo de la manera en que fueron martirizados. Existe una colección de biografías de santos en un libro del siglo XIII escrito por Santiago de la Vorágine. Se titula La leyenda dorada y es la fuente más importante para la iconografía de los santos. Si hemos de creer todo cuanto monsieur De la Vorágine nos dice, la única forma de entrar en el cielo es morir de hambre, pobre y virgen, asesinado de un modo extremadamente desagradable, pero ésa es otra historia. Te daré un consejo: si lees la Biblia, La leyenda dorada y a Ovidio podrás descifrar casi cualquier cuadro del canon occidental.
»Puede resultar bastante divertido jugar a identificarlos. ¿Quién es quién? Para resolver el enigma has de conocer la historia del martirio. Y estás en lo cierto al pensar que os pondré a prueba a este respecto, querida.
»¿Cómo murió san Lorenzo? Asado, sin adobar, en una parrilla. Así que se le representa con una parrilla. Sus famosas últimas palabras fueron: «Dadme la vuelta, que ya estoy hecho por este lado». ¿Y san Sebastián? Bueno, lo de éste es un poco más complicado. Le dispararon un montón de flechas, pero milagrosamente no murió, así que más tarde lo mataron a garrotazos, aunque tradicionalmente aparece con flechas clavadas en el cuerpo. El simbolismo es eso que llamamos iconografía. Se asocia a un determinado santo con un determinado objeto, de manera que dicho objeto actúa como sustituto del santo o como placa identificadora.
»Así que tenemos a san Lorenzo con la parrilla, a san Sebastián con las flechas y a la profesora Fontaine con una llave inglesa. ¿Te vas enterando?
Abby asintió sonriendo mientras tomaba notas como una loca.
Barrow volvió a mirar hacia la ventana.
—Abby, acabo de darme cuenta de la hora que es, y dentro de poco tenemos que estar en la National. ¿Por qué no te adelantas mientras yo arreglo unas cosas?
—Muy bien, profesor Barrow. Mil gracias.
Abby se fue y cerró la puerta al salir. Barrow se aproximó a la ventana una vez más y miró con cautela.
«Maldita sea», pensó, y se enjugó sus fofas mejillas de sabueso con un pañuelo morado que sacó del bolsillo superior de la chaqueta.
Se colgó el abrigo del brazo, salió del despacho y cerró la puerta.
Se detuvo junto a la salida de la planta baja. Barrow podía verlo a través de las puertas de cristal, al otro lado de la calle. Con traje, gafas de sol. Allí plantado. «Probablemente quiera una tasación —pensó—, malditos americanos». A menudo olvidaba que él también lo era.
Barrow pasó ante la puerta de cristal y enfiló un pasillo. Apareció por otra salida situada en el lateral del edificio. La puerta de metal pegó un portazo tras él, produciendo un ruido metálico que lo hizo estremecer.
«Da igual», pensó. El cielo era azul y despejado cuando salió al Strand.
En la entrada principal del edificio de Bellas Artes, el hombre del traje consultó el reloj y se quedó mirando las puertas de cristal. Luego cogió el móvil y marcó un número.
Barrow avanzaba despacio debido a una cojera que llevaba atormentándolo desde que lo habían operado de la cadera dos veranos atrás. Una multitud de gente, turistas y hombres de negocios, circulaban a su alrededor aquel luminoso día de verano. El sol le daba de lleno en la chaqueta sport de espiguilla, demasiado gruesa para el calor, pero no quería quitársela. De ese modo compensaba la absoluta inmoralidad con que vestía la juventud.
Pasó por delante de un escaparate y se paró a mirar un disco de Verdi que le había llamado la atención. Entonces vio el reflejo en el cristal: el hombre del traje. Barrow podía verlo al otro lado de la calle. «¿A qué espera? —pensó—. Si me busca, ¿por qué no me aborda?» Barrow se apartó y siguió cojeando por Upper St. Martin’s Lane, procurando no sobrecargar su pierna izquierda. La multitud se tornó más nutrida cuando pasó ante el monumento a Oscar Wilde, que yacía sonriendo y fumando en su ataúd.
«Seguro que acaba de llegar un tren», pensó Barrow cuando un montón de gente salió de la estación de metro de Charing Cross. Miró de reojo el reflejo de otro escaparate. Allí estaba otra vez el del traje, sólo que esta vez había alguien más con él. Y ambos se dirigían a su encuentro.