Geneviève Delacloche estaba sentada en su despacho con las piernas, enfundadas en unas medias, sobre la mesa. Sostenía una estilográfica con ambos pulgares e índices que había estado a punto de romper por el centro. En ese momento su ayudante le llevó un café.
—Et voilà! Nunca me había hecho tanta falta, merci bien, Silvia. ¿Cuánto falta para la llamada?
—Sólo diez minutos más, madame.
—Putain de merde —farfulló Delacloche—. Diez minutos. Vale. Sólo dame… dame…
Su ayudante lo sabía y ya se había ido.
Delacloche sacó un cigarrillo, Gauloise, como siempre, y fumó con avidez. Ordenó sus ideas de pie, el brazo izquierdo sosteniendo el derecho y éste sujetando el cigarrillo. Todo ello le ayudaba a ver con mayor claridad.
El presidente de la Sociedad Malevich estaba de viaje en Nueva York. Con una posible falsificación a punto de entrar en el mercado, tenían que decidir cuál sería el siguiente movimiento de la sociedad. Delacloche se sentó y pasó los dedos por la mesa de madera de cerezo. Ante sí tenía una abultada carpeta. Sabía cuál era la decisión que había que tomar. El presidente era el rostro visible, buen diplomático y recaudador de fondos, pero no sabía mucho de arte. Era ella quien tenía la última palabra.
El teléfono sonó.
—Alors —dijo—, acabo de hablar con el idiota de Jeffrey, de Christie’s. No lo va a retirar de la venta. A decir verdad ni siquiera nos toma muy en serio… Sé que bastaría con una declaración categórica de que es una falsificación para fastidiarles la venta. La dificultad estriba en que a nadie le interesa que se descubra que el cuadro es una falsificación… claro…
»El problema —continuó Delacloche— es financiero. Párate a pensarlo un momento: si se hace público que el cuadro es falso ocurrirían varias cosas. Se verían beneficiados el nombre de Malevich y el de la justicia, pero el mundo del arte rara vez es ético en lo tocante a estas cosas.
»Sin embargo, ¿quién sufrirá las consecuencias? La casa de subastas quedará como una idiota por responder de un cuadro falso. Su reputación, y más concretamente la reputación de ese supuesto experto, se verá empañada. Como ya sabemos, si hay algo capaz de arruinar la carrera de un experto es que se la den públicamente con una falsificación… Lo sé, por eso… sí…
»Acuérdate del caso Getty, cuando su especialista afirmó que varios dibujos italianos del siglo XVII que el museo acababa de adquirir por una millonada eran fraudulentos. Incluso aseguró saber quién era el falsificador. Y el Getty se negó a admitir la acusación. Si de verdad eran falsos, el Getty había sido víctima de una estafa millonaria; si resultaban ser legítimos, el experto habría perdido su credibilidad. Desde el punto de vista del Getty, ese hombre los pondría en una situación embarazosa de un modo u otro. Y, claro está, lo único que él quería era que se conociera la verdad y se hiciera justicia… lo sé…
»Y lo despidieron sin que nadie llegara a analizar los dibujos. —Delacloche tamborileaba con los dedos sobre la carpeta. Así que a esto es a lo que nos enfrentamos. Christie’s ya ha sacado el catálogo, lo que significa que ya han pregonado por todas partes que este cuadro es un Malevich. No sólo eso, han dado una estimación de cuatro a seis millones de libras… ¿Que cómo han podido cometer un error así? Muy sencillo: la procedencia parecía… parece intachable…
»No lo sé. —Delacloche encendió otro cigarrillo—. Pues claro que no me permitirán investigarlo ni tampoco ver los documentos originales. Del catálogo reconozco alrededor de la mitad de los lugares que aparecen listados. Los otros son muy poco conocidos. Se me ocurrió que la solución obvia es que la imagen del catálogo es incorrecta, que existe un Malevich que encaja con esa procedencia, pero no es nuestro, aunque no sé cómo ha podido ocurrir eso. Pero Jeffrey me asegura que es correcta y que tenía el cuadro en su mesa… En fin, sólo podemos hacer algo por la vía legal para impedir que lo vendan si se demuestra que es robado…
Delacloche se disponía a fumarse el siguiente cigarrillo.
—Naturalmente el propietario, que sigue siendo el secreto mejor guardado gracias a la política de anonimato de Christie’s, no desea descubrir que su Malevich, y lo digo en el sentido más amplio de la palabra, es falso, ya que perderá su valor… Y si es un delincuente y sabe que es una falsificación, está claro que no querrá que se descubra… claro. Y los compradores, que son como son, preferirían, aunque jamás lo admitirían, no saber que es una falsificación a tener un Malevich menos en el mercado con el que decorar sus paredes y engrandecer su orgullo. El descubrimiento de un nuevo Malevich en el mercado es una bomba y si no explota todos los ricos se decepcionarán. En resumidas cuentas: Christie’s perdería prestigio y una comisión, el propietario tendría una tela pintada sin ningún valor y la clientela se quedaría desconsolada. No es de extrañar que a Christie’s no le apetezca investigarlo.
»Cabría pensar que ese experto es lo bastante competente para investigar más a fondo, pero no es especialista en Malevich, sino en arte del siglo XX en general. Eso significa que no lo sabe absolutamente todo de un artista en concreto, como Malevich. Ya sabes lo específicos que son estos conocimientos. Pero tienes razón… así y todo debió hacer una radiografía, por ejemplo. Yo soy conservadora y eso es lo primero que se me vino a la cabeza. Pero la investigación científica es cara, y la fe se valora más que los hechos. Está claro que el propietario no la costearía y Christie’s, sin una buena razón, tampoco. Todos coincidimos en que nuestra acusación es una buena razón, pero existe otro motivo, irrefutable en opinión de Christie’s, para no investigar más: la procedencia.
»La gente tiende a fijarse más sólo si la procedencia es dudosa o inexistente, y en esta pieza es incuestionable. El experto es el conservador jefe de los cuadros de Rusia y Europa del Este de Christie’s, lo que quiere decir que está al cargo de todo lo que tiene que ver con esta venta. El catálogo tiene 102 lotes, y hay que investigarlos todos, dar estimaciones, redactar el catálogo y demás. Si la procedencia concuerda, es más que improbable que nadie de ese despacho examine dos veces la pieza. Caso cerrado, malheureusement…
»Ah, no. No, no creo que debamos revelar a la prensa nuestra acusación. Lo más probable es que despierte mayor interés, en lugar de espantar a la gente. Los compradores preferirán creer a los expertos de Christie’s que a otras fuentes. La mayoría desconoce los pormenores y se contenta con comprar un nombre reconocible que pueda mencionar en los Hamptons o en Saint Tropez. Los museos quieren piezas auténticas, pero tampoco hacen ascos al lustre que proporciona una celebridad. Les conviene más tener un puñado de obras famosas que salas atestadas de excelentes ejemplos de artistas poco conocidos. La mayor parte de la gente iría a ver una exposición en la que se exhibiera únicamente La madre de Whistler antes que visitar un museo lleno de Kusnetsov, Tatlin, Malevich, Kandinsky y Chashnik, y la historia del suprematismo en Rusia, en el que se corre el riesgo de aprender algo. No, los museos quieren los grandes nombres para ponerlos en las corbatas y las tazas.
»Estoy segura de que se correrá la voz de que el cuadro puede ser falso. El rumor hará que a la subasta acudan más postores y mirones, lo cual tan sólo contribuirá a aumentar el caos y los beneficios de Christie’s y de su vendedor anónimo. Eso es… sí… creo que lo único que podemos hacer es esperar y rastrear. Al final serán ellos quienes saldrán escaldados. Si implicamos a la policía ahora, Christie’s se replegará en sí misma, y si alguien está jugando sucio nos arriesgamos a espantarlo. Iré a la subasta e intentaré descubrir quién es el comprador. Si es un museo, se dará a conocer, pero si se trata de un comprador particular que desee mantener el anonimato tendré que estar allí para ver con mis propios ojos quién puja. De lo contrario podríamos perderles la pista al postor y al cuadro.
Delacloche se recostó en su silla. Tenía que despachar más papeleo. La llamada la había distraído de su rutina. Además de supervisar los cuidados y el mantenimiento de la colección privada de la sociedad, estaba a cargo de las investigaciones. Había un anciano de ochenta años en Minsk que afirmaba poseer una carta escrita por Malevich a Vladimir Tatlin cuando estaba en Lyon, y un hombre deseaba que le confirmaran la autenticidad de un dibujo supuestamente hecho por Malevich. Eso sólo ese día.
Delacloche estaba exhausta. Sus ojos recorrían inexpresivos la habitación. Láminas enmarcadas; diplomas; una fotografía en blanco y negro de ella recién nacida, en brazos de su madre; un banderín del año en que los Boston Red Sox ganaron el campeonato; un aguafuerte de Whistler de unos marineros viejos en una taberna; tazas de café vacías; una postal nocturna del puente de Boston; su zippo plateado en el escritorio. Miró por la estrecha ventana: el mar azur del crepúsculo flotaba suavemente azotado por el oleaje de la brisa vespertina, sobre el manto cada vez más oscuro de las calles de la ciudad. «Me alegro de que la Sociedad Malevich no se encuentre en Rusia», pensó.
Dio a los papeles sueltos que habían aterrizado en su mesa cierta apariencia de orden, se aseguró de que todos los bolígrafos que había en su vaso estuviesen con la punta hacia abajo y cerró de golpe el maletín. Lunes, mon dieu. Cerró la puerta del despacho y se dirigió a la planta baja por la escalera de caracol.
El resto de la gente ya se había ido. Delacloche continuó bajando hasta el sótano. Le gustaba hallar momentos de tranquila introspección y compartirlos con las obras de arte que debía proteger. Éstas no podían darle las gracias, pero tampoco hacía falta. Introdujo el código en el exterior de la puerta de la cámara acorazada e insertó la llave. Acto seguido oyó el esperado clic y la puerta se abrió de par en par.
En el interior de la cámara, una estructura de rejillas metálicas paralelas montadas sobre rodillos iba del suelo al techo, cada una de las cuales se hallaba a menos de un metro de distancia de la siguiente. A la izquierda había archivadores anchos y poco profundos atestados de cajas Solander, que impedían la entrada de la luz y la contaminación para proteger dibujos y acuarelas, obras en papel y cartas.
Delacloche giró a la derecha y se encaminó al extremo de la habitación, a la última hilera de las rejillas. Se echó hacia atrás para tirar y la rejilla se deslizó lentamente hacia ella, su cargamento de cuadros enmarcados de Malevich colgaba con holgura por ambos lados. Una vez corrida, Delacloche fue hasta el fondo y examinó los títulos. Blanco sobre blanco, «¿dónde está?» Sus ojos barrieron las obras hasta que se detuvo.
El cuadro había desaparecido.
El inspector Jean-Jacques Bizot estaba dando buena cuenta de su tercera media docena de ostras cuando empezó a zumbar su móvil, aprisionado entre su voluminosa barriga y la erizada piel de cocodrilo de su cinturón en tonos verdes.
—Enfer, c’est les buitres —dijo al tiempo que se echaba al coleto un molusco baboso.
—Esperemos que no —repuso su compañero de mesa, Jean-Paul Lesgourges—. El caso de las ostras del 75 es mejor no recordarlo. Me pregunto si resucitarían al fontanero.
A la tercera tanda de zumbidos el inspector Bizot se percató de que algo le vibraba en la zona lumbar, si bien lo atribuyó a las propiedades afrodisiacas de los crustáceos que estaba consumiendo.
«Todo iba según lo previsto», pensó Lesgourges mientras soñaba por adelantado con su aventura con Monique —¿o era Mireille?— a las nueve de esa noche. Cuando el plato de espárragos hubo descendido de la mano del camarero, cual mano de Dios ofreciendo un sustancioso alimento para la libido de Jean-Jacques, el inspector, volvió a zumbar el teléfono.
Esta vez Bizot notó algo, ya que la vibración procedía del interior de su muslo. Lanzó una mirada perpleja y picara a Jean-Paul Lesgourges, que estaba haciendo desaparecer la última ostra viscosa entre sus labios equinos. Al cabo, éste captó la mirada de Bizot y se la devolvió con un mudo: «¿Qué?»
—¿Por qué me frotas la pierna, Jean?
—¿Yo? ¿Estás tonto? Has comido demasiadas ostras. No te frotaría aunque fueras una lámpara mágica con un genio dentro, pedazo de morsa.
—Jean, sé que me estás frotando la pierna.
—Alors, laisse-moi tranquille, et mange.
Bizot y Lesgourges siguieron comiendo cuando la cuarta y última ronda de vibraciones llamó la atención de Bizot sobre sus partes pudendas. La barriga, harta de aquel móvil al que nadie hacía caso, terminó por rechazarlo y expulsarlo, separando el aparato de su clip y lanzándolo al suelo, donde cayó estrepitosamente.
Jean-Paul Lesgourges no levantó la vista de los espárragos.
—Algo te ha salido volando del estómago —observó mientras pensaba en su encuentro con Angelique (¿o era Mireille?), fijado para esa misma noche—. Como ya sabes, la frase preferida del emperador Augusto era «más rápido de lo que se hierven los espárragos».
—Fascinante, Jean… —Bizot también se dio cuenta de que se había caído algo, pero tenía el barrigón encajado entre las rodillas y la mesa. No podía mirar debajo de ésta ni tampoco moverse, según constató cuando hizo una primera intentona para recuperar el objeto—. Il y a quelque chose de coincé dans le mecánisme —gruñó al comprender lo absurdo de la situación.
Lesgourges lo miró a los ojos y vio las gotas de frustración en su frente. Abrió exageradamente su boca caballuna y profirió un alarido que se tornó una carcajada cuando Bizot se unió a él, el corazón alegre por las dos botellas y media de vino vacías que aún permanecían en la mesa.
La risa acabó llamando la atención de un camarero, pero sólo después de que el restaurante al completo volviera la cabeza para ver cuál era la fuente de las ruidosas risas procedentes de un rincón del fondo.
Era algo digno de verse: el esmirriado Jean-Paul Lesgourges, con unos carrillos de angelote y una risa vidriosa en los ojos, dando gritos de alegría mientras el sapo hinchado de Bizot escupía perdigones de saliva con las carcajadas y, encajado en el sitio, le saltaban lágrimas de los ojos. Su enredada barba moteada era una maraña de mentón y restos que pegaba botes, dejando al descubierto las encías.
Bizot y Lesgourges tardaron unos minutos en serenarse lo suficiente para que el camarero, que se había agachado y recuperado el teléfono, captara su atención para devolverle el objeto a su dueño. Los otros comensales del Restaurant Étouffe Chrétien no pudieron evitar sonreír y unirse al contagioso buen humor de los dos alegres bullangueros. Cada mesa deseó en silencio haber sido invitada a cenar con aquella extraña pareja: la corpulenta y estentórea bala de cañón de Bizot junto a la vela con churretes de cera de Lesgourges, ambos coloradotes como si los hubiese pintado Tiziano.
Bizot vio el mensaje en el móvil que indicaba que tenía cuatro llamadas perdidas.
—Putain de merde, ta gueule, vieux con, delaud —dijo entre risitas mientras consultaba los mensajes—. Jean —musitó en alto Bizot.
—¿Qué, Jean? —replicó Lesgourges mientras masticaba un espárrago.
—Se ha producido un robo.
—Sans blague? ¿Qué es? —Lesgourges estaba entregado a la comida y no alzó la vista.
—Es cuando alguien roba algo.
—Oui? —Lesgourges se hallaba en otra parte.
—De la Sociedad Malevich. —Bizot sacó a duras penas una libretita Moleskin negra del bolsillo superior de su chaqueta azul. Con una mano trató de soltar la goma elástica, también negra, que mantenía la libreta cerrada. Al no lograrlo, pasó su regordete brazo ante su corpachón y sujetó el teléfono entre la oreja y el hombro. Luego abrió la libreta y comenzó a tomar notas antes de darse cuenta de que en la mano no tenía bolígrafo—. ¡Un boli! Mi reino por un boli. Jean, dame tu maldito boli.
Aún volcado en los espárragos, Lesgourges le dio a Bizot un cuchillo de untar mantequilla, con el cual Bizot se puso a escribir en la Moleskin.
—Ça ne marche pas, Jean. ¿Me puedes dar uno que escriba?
Lesgourges finalmente levantó la cabeza y volvió a reírse mientras se sacaba del bolsillo una Mont Blanc color granate y se la entregaba.
—J’ai dit —prosiguió Bizot al tiempo que sus notas por fin se podían leer en la página— que se ha producido un robo en la Sociedad Malevich.
—¿Qué se han llevado?
—Un Malevich.
—¿En serio?
—Es la Sociedad Malevich, ¿qué otra cosa se iban a llevar?
—Ah. No se me había ocurrido. —Lesgourges le sirvió a Bizot un pincho de anguila envuelta en beicon.
—No se te había ocurrido. Mira por dónde, me lo creo. —Bizot cerró el móvil y miró fijamente sus notas, unos garabatos ilegibles. Se encogió de hombros.
—Come, come —le urgió Lesgourges—, que estás en los huesos.
—Te voy a dar yo huesos, burra vieja. Se ha cometido un delito.
—Mmm —contestó Lesgourges—. ¿Vamos a investigar?
—Después de cenar me pondré en contacto con los agentes que acudieron al lugar de los hechos. Han puesto vigilancia, así que echaremos un vistazo en condiciones mañana. Por cierto ¿qué es eso de «vamos»? El inspector soy yo. Tú no eres más que un docente, y no muy bueno. De los peores. ¿Qué clase de docente no tiene títulos ni trabaja en un centro docente?
—Uno rico —replicó Lesgourges. Si uno tiene un castillo, no necesita una facultad, y si uno tiene su propio viñedo Armagnac no necesita cartones de leche.
—Cabrón arrogante —refunfuñó con humor Bizot—. Te voy a meter una botella de ese armañac tuyo por el…
—Yo soy el único que puede distribuir mi armañac, Jean. Pero sin mis vastos conocimientos de arte estarías…
—… mucho más contento. —Bizot se limpió el trozo de anguila que tenía pegado en los dedos con la servilleta, que le colgaba del cuello como una corbata—. A ver ¿qué sabes tú de arte? Da la casualidad de que yo sé mucho más que tú de arte, a pesar de tu pequeña colección de arte moderno y de las esculturas de tu jardín y de tu…
—¿… y de mi qué?
Bizot se echó hacia delante.
—Jean, tienes el Picasso más feo que he visto en mi vida.
—Bueno. —Lesgourges se echó hacia atrás—. Pero al menos tengo un Picasso.
Bizot se paró a pensar un instante y a continuación se encogió de hombros y se centró de nuevo en la comida.
—Touché.
Lesgourges se lo quedó mirando.
—Y a todo esto ¿qué sabes tú de Picasso? No reconocerías un Picasso aunque se te acercara por detrás y te mordiera en el culo.
—Escucha, sé…
—Crees saber. Eso es lo peor.
—Bah, cómete la anguila y los espárragos. Ya te he aguantado bastante, siempre pegado a mí. Sabes que yo trabajo solo.
—Soy yo quien te aguanta desde que te libré de lo de Hubert Pompignan, y he sido tu ángel de la guarda desde entonces. Come más anguila, que te sentará bien.
—El caso Hubert Pompignan sucedió cuando teníamos once años, y te agradeceré que dejes de darte palmaditas en la espalda avivando el rescoldo de glorias pasadas. Pásame la sal.
—En fin. —Lesgourges se relamió y se secó los labios—. No tengo nada mejor que hacer. Un Malevich desaparecido. ¿Vamos de caza o qué?
—En cuanto me termine la comida. Y el postre.