Capítulo 2

«Pero es una falsificación».

Geneviève Delacloche acomodó el teléfono entre el hombro y la oreja y se puso a desenredar el cable, que había acabado enroscándosele en las muñecas.

Su pequeño despacho daba al Sena, con la medieval majestuosidad de la piedra gris amarillenta del París ribereño alzándose a ambos lados del agua. Su mesa rebosaba de papeles que en su día habían guardado un escrupuloso orden. Delacloche formaba parte de ese grupo de híbridos obsesivo-compulsivos que necesitaban un sitio adecuado para cada cosa, pero que, a la hora de la verdad, nunca dejaban nada en ese sitio.

Los grabados de la pared eran obra del mismo artista: Kasimir Malevich. Eran de esa clase de obras abstractas que volvían locos a quienes no sabían de arte, y tenían títulos como Cuadrado negro, Suprematismo con triángulo azul y rectángulo negro y Cuadrado rojo: realismo pictórico de una campesina en dos dimensiones, este último consistente en un cuadrado rojo ligeramente deforme sobre un fondo blanco. Diplomas con marco de madera anunciaban títulos en Conservación de Cuadros y Administración del Patrimonio Artístico. En el escritorio descansaba un fajo de papeles con membrete color crema en el que destacaban las elegantes palabras «Sociedad Malevich» impresas en fuente Copperplate en la parte superior.

Abierto en el regazo, Delacloche sostenía el catálogo de una próxima venta de «Importantes cuadros y dibujos de Rusia y Europa del Este» en Christie’s, en Londres. El catálogo estaba abierto por la página cuarenta y seis, lote treinta y nueve:

Kasimir Malevich (1878-1935)

Composición suprematista: blanco sobre blanco

Óleo sobre tela 54,6 x 36,6 in (140 x 94 cm)

Estimación: £4 000 000 - £6 000 000

PROCEDENCIA:

Abraham Steingarten, 1919-1939

Josef Kleinert, 1939-1944

Galería Gmurzynska, Zug, 1944-1952

Otto Metzinger, 1952-1969

Luc Sallenave, 1969

Venta anónima, Sotheby’s Londres, 1 de octubre de 1969, lote 55, cuando fue adquirida por el propietario actual

EXPOSICIÓN:

Liebling Galerie, Berlín, 1929, Obras suprematistas y su influencia en la espiritualidad rusa, nº 82, Galería Gmurzynska, Zug, 1946, nº 22

BIBLIOGRAFÍA:

The Art Journal, 1920, p. 181

Se cree que este cuadro fue el primero de la famosa y controvertida serie de composiciones suprematistas en blanco sobre blanco de Malevich. Considerado el más importante de la serie…

—Jeffrey, te digo que es falso. ¡No me digas que estoy siendo demasiado francesa! Soy francesa, pero con eso no llegamos a ninguna parte. Estás a punto de subastar un Malevich falso. Tengo el catálogo delante, sí. ¿Que cómo estoy tan segura? Te diré cómo: porque el cuadro que pretendes subastar está aquí. Es propiedad de la Sociedad Malevich. Te digo que ahora mismo está en la cámara acorazada del sótano. Sí, eso es, tres pisos por debajo de mi culo…

Malevich logra un equilibrio entre el blanco y la nada, y transforma espléndidamente este tenso contraste en una reflexión contemplativa sobre la tensión interna. Estas obras se centran por entero en las sensaciones. Malevich se ha apartado de las representaciones de la cotidianidad, la vida y los objetos, y se ha volcado en proyectar la emoción. No existe una respuesta correcta o incorrecta a la pregunta: «¿Qué plasma este cuadro?» La pregunta es: «¿Qué hace sentir?»

—… Escucha, el cuadro lleva meses en la cámara. Lo vi allí la semana pasada. Casi nunca lo prestamos para una exposición, así que lleva años bajo llave. No sé por qué no te pusiste en contacto con nosotros inmediatamente… por la procedencia, vale… Sé que crees que lo estás viendo en tu despacho en este mismo instante, pero te digo que tiene que ser por fuerza una falsificación…

Es, a un tiempo, revolución e ideología, formas abstractas de las que puede apropiarse cualquiera que lo contemple para sus propios fines. Malevich libera al observador de los grilletes de la iconografía y lo invita a adentrarse en un mundo de sensaciones concentradas. Y lo hizo mucho antes de que se popularizaran tales obras abstractas.

—… Pues claro que hizo múltiples versiones de Blanco sobre blanco, pero yo sólo sé de dos que sean tan grandes. Todas las versiones existentes del cuadro son de menor tamaño, salvo la nuestra y una de una colección privada en el Reino Unido. Pero reconozco la imagen del catálogo, y es nuestra. La procedencia es completamente distinta, pero si me dices que tus propios fotógrafos tomaron la foto de este catálogo del original que está en tu despacho, entonces es una falsificación.

»Jeffrey, la labor de la Sociedad Malevich consiste en proteger el nombre del artista. Igual que si cualquier fulano compusiera una sinfonía y dijera que es una pieza de Beethoven desaparecida la gente pondría objeciones y la obra del artista se vería perjudicada. Lo mismo es válido para este cuadro, que sin duda es falso o, al menos, se ha atribuido erróneamente.

»Reconozco el cuadro, Jeffrey. ¿Que cómo lo reconozco? Pues igual que tú reconocerías a tu mujer si te la cruzaras en la calle. ¿No estás casado? Bueno, Jeffrey, la verdad es que me da lo mismo, pero ya me entiendes. Cuando uno ha visto las suficientes versiones, sobre todo de este cuadro en concreto, acaba sabiéndolo sin más. Mi trabajo radica en localizar y proteger todas las obras existentes de Malevich. Por eso quiero que retires ese lote de la subasta. Me mato buscando falsificaciones, y no ayuda mucho que una institución prestigiosa como la tuya afirme que las falsificaciones son auténticas…

Es un arte objetivo en el sentido de que no depende de conocimientos especializados para su interpretación, como podría ser el caso del cuadro de una escena de la mitología clásica, el cual requiere una identificación de la historia para entender la acción y extraer la moraleja. Es una liberación de lo superfluo, que dificulta el camino hacia la emoción pura. Se trata prácticamente de un enfoque budista, que desecha las florituras de la representación tradicional de las cosas. Una provocación.

Para Malevich, la reacción era de meditación trascendental y paz, pero el cuadro también es eficaz si provoca ira en el que lo contempla, el cual podría decir indignado: «¿Cómo que esto es arte? ¡Podría pintarlo yo!» En respuesta a esta exclamación, si uno se pusiera a pintar exactamente esto, se daría cuenta de que es imposible. Las texturas y los matices, a pesar de la paleta monocromática, son profundos y sutiles. Pintar una obra así resulta más fácil de decir que de hacer. Pero esa indignación es señal de que el cuadro ha sido eficaz: provoca emoción. El arte suprematista apunta muy alto y, de ese modo, crea una nueva constelación emocional que se mantiene en el firmamento para que todos la vean y la interpreten a voluntad.

—Gracias, Jeffrey. Tu inglés también es muy bueno. Sí, ya sé que eres inglés. Era una broma. Sí. Bueno, estudié cuatro años en… escucha, nos estamos desviando del tema. Sé que la procedencia parece buena, lo tengo delante. La verdad es que no he oído hablar de todos… no, pero tú los habrás investigado, ¿no? ¿Y a qué estás esperando? Sé que estás ocupado, pero si vendes una falsificación por seis millones, te meterás en un lío mucho mayor que si… Si la retrasas un poco yo me encargaré de la investigación. Bueno, si no tienes autoridad, puedo hablar con lord… No servirá de nada. No, no estoy en esos días del mes, lo cierto… pero… sí, espero que te den soberanamente bien por el…

—Y éste es el hombre al que tenemos que agradecer la recuperación del retrato de nuestra queridísima fundadora, lady Margaret Beaufort —dijo el decano del St. John’s College de Cambridge.

Señaló al elegante, gallardo y entrecano Gabriel Coffin, que tenía en los ojos una sonrisa. La habitación en la que se hallaba era un amplio corredor revestido con paneles de madera e iluminado únicamente por unas velas cuya luz reverberaba en los bruñidos apliques de plata. El claustro de la facultad se encontraba reunido ante él, cada miembro ante una copa de jerez que les habían servido de aperitivo. Parecían los personajes de una viñeta de Daumier, pensó Coffin. Se acarició su corta barba negra salpicada de blanco.

—Reconocido erudito, asesor de la policía en materia de robos de arte y licenciado por nuestra institución, ofreció amablemente sus servicios como investigador cuando lady Margaret desapareció del Gran Salón. Naturalmente todos pensamos que esos desvergonzados del Trinity se habían propasado con ella, pero cuando la cosa se puso más seria el doctor Coffin acudió en nuestro auxilio. Démosle nuestras más sinceras gracias y pasemos a cenar.

El estrépito de las voces y el entrechocar de cubiertos ascendía como un torbellino de las largas mesas de madera y se precipitaba hacia el techo de oscura madera del solemne comedor del St. John’s College.

Coffin observaba desde la mesa presidencial, perpendicular a las largas filas de estudiantes. Por encima de su cabeza colgaba el gran retrato del siglo XVI de la fundadora de la universidad, lady Margaret Beaufort, arrodillada en oración. ¿Sentía alivio por haber sido rescatada? Ahora estaba de vuelta en su sitio, en lo alto de la pared. Coffin flotaba a la deriva en un mar de conversaciones y risas.

Los camareros zigzagueaban entre los bancos medievales, repletos de estudiantes con traje y corbata y toga. William Wordsworth, entre otros ilustres graduados, miraba inerte desde los retratos que pendían de la pared. Y los escudos de armas de los benefactores de la universidad se veían en las vidrieras y en los grabados de las vigas.

De pronto Coffin oyó un tintineo. «¿Qué tengo yo que tintinee?», pensó. Acto seguido notó un codazo en las costillas.

Se volvió hacia el profesor que tenía a su derecha, un viejo verde desdentado y rubicundo cuya barita parecía un moco blanco. Era evidente que, en la guerra contra la sobriedad, había perdido la batalla.

—Te ha caído el penique, muchacho.

Coffin sentía el aliento del hombre.

—¿Disculpe?

—Tienes que salvar a la reina de morir ahogada. ¡De un trago!

El tipo le señaló la copa de vino, en cuyo fondo había un penique.

Coffin miró al techo y se bebió el vino. El otro rió y le dio una palmadita amigable en la espalda. Cuando se hubo girado, Coffin le echó el penique recién rescatado en el budín. Su dueño se volvió y la sonrisa se le borró del rostro.

—Tiene que comerse el postre sin manos —le espetó Coffin con la mayor frescura—. Ya conoce las reglas: si introduzco un penique en su plato sin que se dé cuenta…

Los sonidos de la sala casi enmascararon el pitido de su móvil. Coffin se lo llevó a la oreja.

—Pronto? Buona sera. No esperaba tener noticias de usted. ¿Qué puedo…? ¿En serio? No, puedo… Cogeré el primer vuelo a Roma mañana por la mañana…

Se había producido un robo.