Estuvo varias noches sin venir a verme. Pensé que tenía cosas que hacer o sueño y no me preocupé demasiado. Mis guardias nocturnas eran las mejores del cuartel, ¿entiendes?, no se movía un hombre de la compañía sin que yo lo supiese, y los partes de incidencia eran perfectos. Conmigo no valían tejemanejes ni favoritismos de ninguna clase, como era corriente en otras compañías.
A los cabos de guardia era muy fácil sobornarlos con un par de botellas de güisqui o una bola de hachís. Pero a mí, jamás. Nunca consentí que nadie, sin permiso, faltara de los barracones. Conmigo no valían botellas, hachís o cualquier otra cosa. De mi compañía sólo faltaban los que poseían pase de pernocta o los de baja médica. El resto tenía que estar en los camastros al toque de retreta. Y eso lo sabía todo el mundo.
Yo estaba orgulloso de mis galones amarillos de cabo primero, que me daban derecho a entrar en la cantina de suboficiales y a dormir en las dependencias especiales para solteros, aunque prefería estar en los barracones de tropa hasta que no obtuviese la graduación de sargento especialista que estaba seguro de ganarme al año siguiente.
Mi ascenso era la comidilla de la compañía y yo creo que de todo el cuartel. Nadie, que recordaran los más viejos, había ascendido tan rápidamente en el cuerpo. Lo normal era reengancharse dos veces para conseguir el galón rojo de cabo y otras dos veces para el amarillo de primero. Sin embargo, yo lo había conseguido en menos de un año y, claro, eso despertaba envidias entre los cabos primeros y sargentos más viejos.
Me criticaban a mis espaldas, pero nadie se atrevía decir esta boca es mía en mi presencia, porque ya sabían cómo las gastaba yo.
Fue una época estupenda, lo mejor que me pudo ocurrir. La vida militar se había hecho para mí. Yo funcionaba con ella con la precisión de un reloj. Ahorraba casi la paga entera y no gastaba prácticamente nada. Tenía ropa gratis, casa, comida, lavado y planchado.
Y como no fumaba ni bebía, mis gastos eran mínimos, de modo que empecé a calcular que al final del año tendría una pequeña fortuna en mis manos, un dinero que iría acumulando al pasar de los años. Yo ya daba por seguro que jamás abandonaría el ejército.
Salía muy poco a Melilla. Y cuando lo hacía iba de uniforme de paseo al cine o a sentarme en la terraza de la cafetería Metropol, cerca del Casino de Oficiales, en la plaza de España. Pero casi todo el tiempo lo pasaba estudiando para el examen de sargento que se celebraría a final de año.
Tenía un método. El mismo que empleé cuando era un niño en Villena. Me puse a copiar el temario. Empecé por el primer tema, lo copiaba y cuando terminaba, pasaba al siguiente.
Y al finalizar, volvía a empezar. Mi intención era la de aprenderme el temario de pe a pa. Sin que me faltara una coma, un punto.
Si aprobaba —estaba seguro de aprobar— me destinarían tres meses a Almería para el cursillo. Y si conseguía un número alto en mi promoción —yo estaba seguro de conseguir el número uno— podría elegir destino, incluso en otra arma.
Pero yo elegiría la Legión y ese mismo regimiento. La emoción de pensar que pronto sería sargento me estimulaba a estudiar. Prácticamente me sabía de memoria el temario.
Para remacharlo, lo escribía una y otra vez en unos cuadernos que había comprado en el economato.
Un domingo me di cuenta de por qué el capitán Casado llevaba tantas noches sin acudir a las guardias a charlar conmigo.
Aquel día había formado a mi pelotón —tenía un pelotón aunque aún no fuera sargento— y lo conduje a la explanada central donde se realizaba la misa. Aquella ceremonia me gustaba mucho. Era muy vistosa, muy bonita.
Todo el regimiento solía formar en uniforme de gala con las banderas y las mascotas, como si fuera un desfile. Frente a todos se encontraba el altar donde el comandante castrense oficiaba la Santa Misa. Delante, una fila de bancos donde se sentaban los oficiales y jefes con sus mujeres y niños y detrás, en formación, el regimiento entero, encabezado por los suboficiales.
Nos situábamos por compañías, de manera que yo sabía exactamente dónde iría mi pelotón. Lo conduje a paso de marcha, ordené alto, firmes a cubrirse y descanso, y yo me puse a la cabeza. Los otros pelotones fueron entrando. La banda del regimiento tocaba marchas militares. Parecía un domingo normal. Entonces lo vi.
Sentí que el corazón iba a reventarme el pecho. Creí morirme. Sólo el sentido del deber y la disciplina impidieron que se me doblaran las piernas y cayera al suelo. Por primera vez desde que yo estaba allí, el capitán Casado no estaba solo. A su lado, en el banco de oficiales, había una mujer.
Distinguí una cabellera negra moviéndose al suave viento de la mañana, la parte alta de un vestido estampado, a mi juicio impropio de una mujer que acompaña a un oficial legionario en una misa.
No la vi bien hasta que se levantó para santiguarse cuando el castrense empezó la ceremonia.
Tal como lo había imaginado —y se demostró después— era una mala puta. Tenía la cintura estrecha, apretada con un cinturón, y las caderas anchas y ceñidas por la tela del vestido. El culo se le notaba como si el vestido fuera pintura sobre la carne.
Me dio lástima del capitán. Él, un hombre tan caballero, un militar de una sola pieza y en manos de esa desvergonzada.
Entonces no tenía pruebas del comportamiento de esa mujer, pero pronto supe hasta qué punto era peor que el demonio.
Al otro día estaba yo en el cuarto de guardia copiando el temario, cuando se presentó el capitán Casado.
Me puse firme y le dije que estaba a sus órdenes. Él no mencionó siquiera lo de la mujer, aunque debía de saber que todo el mundo la había visto, incluido yo.
El capitán Casado me dijo que se estaba construyendo un chalet en la carretera de Farhana. Un bonito chalet con piscina y jardín, de dos plantas, pero que llevaba mucho retraso. Me pidió —no me lo ordenó, me lo comentó como si se tratara de un favor de amigo a amigo— que me encargara de supervisar las obras.
Sospechaba que los obreros y los legionarios que se lo estaban construyendo lo único que hacían era vaguear y tomar el sol. La casa tenía que estar terminada para Navidades porque se iba a casar y quería regalarle a la novia el chalet.
Yo le contesté que sí, que a la orden mi capitán, lo que él quisiera. Se lo dije de corazón aunque me di cuenta de que me iba a retrasar en la preparación de mi examen a sargento.
Me rebajó de todo servicio y al otro día cogí uno de los Jeep del parque móvil del cuartel y el capitán y yo nos fuimos al chalet.
Tal como me había dicho el capitán, la gentuza que trabajaba allí eran todos unos vagos. Había tres cuadrillas de legionarios, y seis o siete peones moros. Yo los puse firmes a todos y empecé a organizar los turnos de trabajo. El capitán no cabía en sí de alegría. Por fin se le iban a arreglar las cosas.
Allí mismo, delante de todo el mundo, me dio un abrazo y me dijo que confiaba en mí.
Yo no sabía nada de albañilería, fontanería o de cómo se construía una casa, pero todos los legionarios que estaban allí sí que lo sabían. La mayoría eran antiguos albañiles, fontaneros, ferrallistas, pintores y electricistas.
El capitán me dijo que si necesitaba más gente, no tenía más que decírselo a él, que lo solucionaría enseguida.
Nada más marcharse el capitán, les dije lo que pensaba de ellos y organicé el trabajo. Yo no sabía nada de albañilería, como ya te he dicho, pero de lo que sí sabía era de organizar a la gente. Yo creo, Julio, que soy un jefe nato. Una persona a la que la gente sigue. Que infunde autoridad, vamos.
Bueno, a partir de ese momento, el trabajo empezó a enderezarse y a marchar bien. En una semana se adelantó más que antes en un mes.
Yo acudía a la obra por las mañanas, llevando a la gente en un camión desde el cuartel. Los moros ya nos esperaban a pie de obra, con las herramientas listas y limpias y todo arreglado. Nos poníamos a trabajar enseguida, parábamos para el bocadillo —que nos preparaban en las cocinas por orden del capitán— y continuábamos hasta la hora de la comida, en que regresábamos al cuartel.
Después de comer volvíamos al chalet y nos quedábamos allí hasta las seis o siete de la tarde, cuando finalizaba el trabajo.
El capitán tenía por costumbre llegar a esa hora para ver cómo iban las obras. Nos traía una caja de cervezas que los hombres tomaban con alegría y espíritu de camaradería, como es costumbre entre Caballeros Legionarios.
Yo no bebo, por lo tanto las cervezas eran para los demás legionarios. A los moros no les dábamos porque su religión se lo prohibía y, además, se emborrachan con mucha facilidad y se ponen pesados y agresivos.
Como ya te he dicho al principio, el capitán Casado se volvió loco de alegría al constatar la rapidez con que se desarrollaban ahora las obras.
El chalet, con su piscina, estaría terminado en el plazo previsto, quizás antes.
Algunas veces la mujer acompañaba al capitán al chalet. La mayor parte de las veces se quedaba en el coche y no abría la boca, sino que se limitaba a mirar y a preguntarle cosas al capitán. Pero otras veces bajaba del coche y curioseaba por entre los ladrillos y las tuberías, molestando con sus fisgoneos.
Yo sabía que me miraba y me provocaba para encelarme. Lo mismo que hacía con el capitán, que parecía un pelele cuando estaba en su presencia.
Daba pena contemplar al capitán. Era como una marioneta en manos de esa mujer, un perrillo faldero. Pegado a ella, estaba pendiente de sus menores caprichos, babeando y con una sonrisilla viscosa en la boca.
Y ella lo sabía y ejercía su poder omnímodo sobre él delante de sus hombres. Había veces en que la burla era tan patente, tan clara, que me daban ganas de estrangularla con una sola mano.
La presencia del capitán y del resto de los hombres me impedía hacerlo, pero sabe Dios que varias veces estuve a punto de no poder controlarme.
Ella se daba cuenta, claro. No era nada tonta. Supo que yo lo sabía. Que había descubierto su juego. Podía haberse callado, podía haberse comportado con corrección y no como una mala puta, pavoneándose por ahí, mostrando su cuerpo ceñido por la ropa, consciente de lo que provocaba entre los hombres.
Han pasado diez años desde entonces y aún me acuerdo de ella, de su cabello negro, sus ojos afilados y su cuello largo y niveo.
Sin embargo, y es curioso, no me acuerdo de su nombre. Quizá fuera Marisa o Mari Tere o algo parecido, pero no logro acordarme. Tampoco sé si sigue con el capitán, cargada de hijos, gorda y sucia como una burra.
Lo único que sé es que aquella mujer me destrozó la vida. Ha sido la que más daño me ha hecho de entre todas las mujeres que me han hecho daño, que han sido muchas por no decir todas.
Acabó con mi futuro militar. Quizá, todo lo que me ocurrió después no habría ocurrido si yo hubiese seguido en la Legión.
Como ya digo, la perra ésa iba bastante a menudo con el capitán a ver la marcha de las obras. Nunca había ido sola, hasta una tarde que llegó un poco antes del anochecer con el pretexto de medir el porche que le íbamos a hacer.
Los hombres ya se habían marchado y yo me había quedado a terminar la colocación de las tuberías del agua, junto a los peones marroquíes.
Había sido una tarde calurosa y yo trabajaba sin camisa. Ella descendió del coche y se acercó a mí, caminando entre los ladrillos. Yo me volví. La muy perra me sonreía…
Julio detuvo el magnetofón y aguzó el oído. La puerta se había abierto y cerrado. Su madre había entrado en la casa. Ahora oiría sus pasos menudos y un poco saltarines.
Sintió de nuevo la opresión en el pecho que le subía hasta la garganta. Apretó el botón y escuchó otra vez la voz de Fernando, pero ahora pensaba en otra cosa.
… y yo la saludé con educación y me puse a sus órdenes. Ella comenzó a enredarlo todo, a preguntar tonterías. Los peones moros se reían por lo bajo, mirando su cuerpo de reojo y codiciándolo… Pero ella se contoneaba cada vez más y me rozaba deliberadamente.
Sí, lo hacía a propósito, se acercaba a mí como una perra, rozándome a cada momento. ¿A qué había venido si no? Sabía perfectamente que el capitán tenía reunión con el coronel.
¡Qué desvergonzada era, qué asco me daba!
Y qué pena sentía por mi capitán, que había despreciado mi amistad pura de hombre por refocilarse con esa perra.
Eché a los moros y me quedé a solas con ella. Si hubiera sido una señora de verdad, la prometida de todo un Oficial Caballero Legionario, se hubiese marchado. Una señora de verdad no se hubiese quedado a solas con un hombre que no fuese su marido o su novio…
Pero, claro, ella no era una señora. Era una cualquiera…
¿Había llegado su madre?, pensó Julio. No escuchaba sus pasos.
… una vulgar ramera que me dijo que me pusiera la camisa, que a lo mejor tendría frío. Yo le contesté que no hacía frío, pero me puse la camisa. Las miradas burlonas y descaradas que lanzaba a mi torso desnudo eran difíciles de soportar.
Se acercó. Me dijo que tenía que darme las gracias y me miró a los ojos, una mirada descarada, calculadora. Yo no pude más, le agarré la blusa y se la rompí. Sus pechos tintinearon en la noche. Gritó y fingió que no esperaba mi reacción, intentó escapar.
La alcancé y la tiré al suelo. Seguía gritando, moviéndose como una rata. La golpeé en la boca con el dorso de la mano y se calló de pronto.
Había comprendido. Empezó a jadear, excitada. Me dijo que no le hiciera daño, por favor. Que haría lo que yo quisiese. Le dije que se abriera de piernas. Lo hizo y le rompí las bragas.
Pero todavía fingía. Después de excitarme como me había excitado, se ponía a llorar. Era el colmo. Le dije que no tenía más remedio que complacerme, que yo era un hombre y estaba a punto, que mirara mi pene.
La penetré con fuerza, como se merecía, y comenzó a gritar. Allí no había nadie que pudiera oírla, pero le tapé la boca y la pegué un poco más para que supiera quién era el que mandaba.
Dejó de moverse y gozó. Ya lo creo que gozó. Eso era lo que se estaba buscando y eso fue lo que se encontró.
Al otro día, el capitán Casado me despertó apuntándome con una pistola en la cabeza. Echaba espuma por la boca y la mano le temblaba. Dijo que iba a matarme, que había violado a su prometida…
—Hijo, aquí te traigo todos los que he encontrado.
Julio se volvió. Su madre sostenía un montón de periódicos y revistas entre las manos. Apagó el magnetofón y se volvió en la silla.
Una extraña indecisión le embargó. Tuvo miedo de que fueran verdad sus sospechas.
La madre dejó el montón de periódicos sobre la mesa y suspiró. Casi siempre suspiraba en presencia de Julio. Llevaba aún la ropa de calle, pero se había quitado los zapatos y los había cambiado por sus chancletas. Por eso no la había oído caminar por la casa.
—Bueno, gracias, mamá.
—¿No los miras?
—Luego.
—No traen nada sobre el violador. He ido a un café, me he sentado en una mesa y he desayunado un poquito. Hijo ¿no sales? Hace una mañana preciosa. Seguro que no has dormido en toda la noche. Verás, los he mirado todos de arriba abajo y no hay nada. Pero míralos tú otra vez. A lo mejor se me ha pasado algo.
Le puse la mano en el hombro. Una mano fría y huesuda. Sintió cómo el frío traspasaba la tela de la camisa.
—Muchas gracias, mamá.
—Me encanta ayudarte en tu trabajo, hijo.
—Está bien, mamá. Gracias.
—En una de las revistas sí que he encontrado un artículo muy bonito, con fotos y todo. Pero no lo he leído.
La opresión del pecho se le agudizó y tuvo que cerrar los ojos. La voz de su madre le sonaba lejana.
—Puedo abrir una carpeta, hijo, y te voy metiendo todos los recortes que vayamos encontrando.
—Sí, sí… —susurró—. Por favor, no te enfades, pero déjame que termine de trabajar, mamá.
—Hijo, yo no te molesto. Me voy enseguida… Los zapatos me dolían una barbaridad.
Julio la vio caminar hacia la puerta, encorvada bajo el viejo vestido de mezclilla.
—¡Mamá! —la llamó.
Ella se volvió y Julio le sonrió.
—Gracias, mamá. Gracias por todo.
Le devolvió la sonrisa y agitó la mano, como si se fuera a un largo viaje.
Julio apartó los periódicos. La revista era Cambio 16. Buscó el índice. El artículo era el penúltimo de la sección de «Sociedad». Lo habían titulado: «Historia del violador» y estaba firmado por Juan Madrid.
Ocupaba seis páginas. El periodista había entrevistado en su casa a la hija de la primera anciana asesinada, Ana Beltrán. La habían fotografiado con un retrato antiguo de su madre en las manos. El parecido entre las dos era notable.
Había también fotos de Fernando. En la primera, Fernando, con unos siete u ocho años, sonreía vestido de primera comunión. El pie de foto, decía: «José Fernando Ruiz Muñoz hace la comunión en la Capilla de su colegio. El violador aún queda lejos».
Otra foto lo mostraba de uniforme legionario, las mangas remangadas, y sin ningún galón de cabo. Era una foto de estudio, realizada en Melilla. Abajo, el periodista había escrito: «Servicio militar en la Legión. Fue expulsado por mal comportamiento».
La tercera foto era también de estudio. Fernando, sonriente, ceñía la cintura de una chica con el pelo corto. Debajo: «Boda civil a los dieciocho años con Natividad Pardo. El matrimonio duró poco. Hubo celos, incomprensión y juventud».
Las siguientes fotos no eran de Fernando. Eran cinco o seis fotografías de otras tantas ancianas asesinadas, entre ellas, Ana Beltrán.
El reportaje estaba cerrado por recuadros con un texto firmado por José Fernando Ruiz Muñoz y titulado: El gorrión caído.
El periodista había escrito: «Ésta es la historia de la vida del presunto violador de ancianas, escrita por él mismo en la prisión. Hemos respetado su ortografía y sintaxis».
Empezó a leer:
«Esta historia que voy a contar a continuación está basada en la vida real, vivida toda en mi propio ser, sin añadir cosas fantásticas ni ilusiones…»