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He venido a comunicarle que le quedan tres días para que expire el plazo que le hemos dado. ¿Por qué no se declara culpable, señor Ruiz? Puede usted pedir el amparo de la Justicia. Sería usted internado de por vida en una institución psiquiátrica penitenciaria.

—¡No estoy loco! ¡Se entera!

—Le ruego que se calme. Tiene usted derecho a declararse inocente. Sólo estaba dándole un consejo.

—Yo no he matado a ninguna vieja. Ni las he violado… Eso de violar me hace gracia.

—¿Por qué le hace gracia?

—Yo gusto mucho a las mujeres. Se vuelven locas conmigo, les gusto a todas.

—¿Incluidas las ancianas?

—También son mujeres, ¿no?

—Efectivamente, son mujeres… Pero debe saber que tenemos en nuestro poder indicios más que razonables para acusarle de asesinato y violación. Todas las ancianas, menos una, estaban domiciliadas en su barrio. Todas solicitaron sus servicios de fontanería o albañilería. Curiosamente, doña Ana Beltrán vivía bastante alejada de usted.

—A esa Ana Beltrán le instalé la grifería. Me llamó por teléfono y fui a verla, señor juez.

—No tiene abogado, por lo tanto tenga cuidado con lo que dice. Esta conversación está siendo grabada por el señor secretario del juzgado.

—La mayoría de las mujeres son putas. Para una buena hay cien putas.

—Dejemos sus curiosas opiniones sobre las mujeres. Mañana o pasado, un eminente médico psiquiatra tendrá una larga sesión con usted. ¿Está de acuerdo?

—A su disposición, señor juez. Los psiquiatras pueden decir lo que quieran. Yo diré que soy inocente.

—¿Continúa declarándose inocente, verdad?

—Soy inocente.

—Bien, ahora voy a interrogarle de nuevo. Puede usted no contestar, si así lo desea. ¿Conoció a doña Ana Beltrán Gómez?

—Se lo he dicho muchas veces. Le puse una instalación nueva en el lavabo y en el fregadero de la cocina.

—Bien, ratifica entonces que la conocía, que efectuó en su casa arreglos de fontanería. ¿Qué tipo de relación sostenía con esa señora? Es la única víctima que no vivía en su barrio. ¿Cómo se puso en relación con ella?

—Me llamó por teléfono y me dijo que quería que yo le solucionase unos problemas en el lavabo y en la cocina.

—¿Cómo sabía esa señora que usted era fontanero y albañil?

—No tengo ni idea. Se lo diría alguien. Digo yo.

—¿Cuántas veces fue usted a su casa?

—No me acuerdo. Varias veces.

—¿Antes o después del arreglo de fontanería?

—Fui a su casa dos o tres veces, no me acuerdo bien. Le hice el trabajo, cobré y ya no volví a verla más.

—¿Recuerda cuándo le llamó por teléfono solicitando sus servicios?

—No.

—Los parientes de doña Ana Beltrán han declarado a este Juzgado, bajo juramento, que usted acudió a la casa de doña Ana Beltrán por propia iniciativa.

—Me quieren liar.

—Señor secretario, por favor, ¿quiere leerle al acusado la declaración de la hija de doña Ana Beltrán?

—Con la venia, señoría, ¿toda la declaración?

—Sólo la parte que concierne a este punto.

—Bien… veamos… sí, aquí está… «que la citada señora, doña Ana Beltrán Gómez mencionó en varias ocasiones a su hija, doña Purificación Rebollo Beltrán, la turbación que le había producido la visita de un hombre que le manifestó ser pariente lejano. Este hombre, cuyo nombre no recordaba doña Ana Beltrán Gómez por lo avanzado de su edad, fue descrito como fontanero de profesión…». ¿Continúo, señoría?

—Sí, continúe, haga el favor.

—«… ese hombre se presentó en el domicilio de la mencionada señora varias veces y a horas intempestivas, con la pretensión de que doña Ana Beltrán Gómez era tía suya…»

—Gracias, ya es suficiente. ¿Qué dice a eso, señor Ruiz?

—Que es una majadería. Fui a esa casa a arreglarle el lavabo y la cocina. Nada más. Y fui porque ella me llamó.

—¿Entonces, fue inmediatamente a su casa?

—Tampoco me acuerdo.

—Bien, ¿qué hicieron en su casa, señor Ruiz?

—Me invitó a café, a cerveza… me tocó los brazos y las piernas, decía que era muy fuerte.

—¿Pretende usted afirmar que doña Ana Beltrán Gómez se le insinuaba sexualmente?

—Como todas.

—Responda con más precisión.

—Claro que sí, se insinuaba. Siempre me toqueteaba, se pegaba a mí. Yo no le hacía caso, por supuesto.

—¿Qué pasó la noche del quince de junio, señor Ruiz?

—Eso me lo ha preguntado montones de veces.

—Repítalo, por favor.

—Fue la noche en que terminé el trabajo… Ella me dijo que lo había hecho muy bien, que quería invitarme a algo, entonces pasamos al dormitorio.

—Prosiga, por favor.

—Pues eso, hizo que me sentara en la cama y ella se sentó a mi lado, rozándome. Empezó a acariciarme…

—¿Puede ser usted más explícito? ¿Qué parte del cuerpo le acarició?

—Empezó por la pierna, el muslo y siguió… Me tocó el pene.

—¿De forma accidental o fue provocado?

—Provocado.

—¿Procedió de la misma manera los días anteriores?

—Parecido.

—Continúe.

—Me decía que era muy guapo y me acariciaba el pene.

—¿Dentro o fuera del pantalón?

—Me bajó la bragueta y me lo sacó. Entonces yo le tapé la boca y la dejé sobre la cama y me marché.

—¿Por qué le tapó la boca?

—Para que no gritara.

—¿Quiere repetir eso?

—Le tapé la boca para que no gritara, la puse sobre la cama y me marché.

—¿No hizo el amor con doña Ana Beltrán?

—No.

—La autopsia demostró que tenía restos de semen en la vagina y en el ano, aparte de desgarros notables.

Y ese semen coincide con el suyo. ¿No empleó usted un palo para violarla después, señor Ruiz? ¿Quizás una de sus herramientas de fontanería?

—No. La dejé sobre la cama y me marché.

—Dice usted que le tapó la boca para que no gritara. ¿Por qué gritaba?

—Gritaba de excitación al ver mi pene.

—¿No la estranguló, rompiéndole las vértebras cervicales?

—Le tapé la boca, nada más.

—Hay testigos que afirman que lo vieron salir del domicilio de doña Ana Beltrán a las once y media de la noche. Si es cierto que estuvo allí desde las nueve y media, como ha afirmado repetidas veces, eso quiere decir que usted permaneció en la casa dos horas.

—Me da igual lo que digan los testigos. Me marché de esa casa a las diez y media. Y no la maté ni hice el amor con ella. A lo mejor alguien subió detrás de mí. Esa mujer era como una perra en celo, estaba salida.

—Le recuerdo que doña Ana Beltrán tenía ochenta y dos años.

—Era una perra.

—Le ruego que modere su lenguaje. Responda a lo que se le pregunta o no responda, si no quiere. Todo lo que usted manifieste en este interrogatorio podrá utilizarse contra usted durante el juicio. ¿Lo ha comprendido?

—Bien, pues ya no responderé más. Me he cansado de oír tonterías.

—¿Qué buscaba usted de doña Ana Beltrán? ¿O no buscaba nada y lo suyo era una simple añagaza para violarla? ¿No quiere responder?

—No, no quiero responder. Ya le he dicho la verdad.

—Señor secretario, por favor… lea la transcripción de otro testigo… la vecina del piso de al lado… folio cuarenta y ocho y siguientes… Sólo la parte en que se alude a este punto.

—Con la venia… vamos a ver… aquí está… «que durante varios días consecutivos del mes de junio del corriente año escuchó el sonido del timbre del domicilio de doña Ana Beltrán, vecina y amiga, a altas horas de la noche. Extrañándose, descorrió la mirilla de su puerta y vio a un hombre joven, moreno, que llamaba al timbre de doña Ana Beltrán, mientras profería voces que la testigo no sabe precisar. Recuerda que el mencionado joven entró en el domicilio de su vecina y amiga y que no portaba ningún maletín, ni herramientas de fontanería. Al otro día le preguntó a doña Ana Beltrán la razón de aquella visita intempestiva, a lo que la mencionada señora respondió que era un sobrino muy lejano que había venido a pedirle dinero. La visita del mismo hombre se repitió dos veces más y a parecidas horas y…».

—Ya es suficiente, basta, por favor. ¿Tiene algo que decir, señor Ruiz?

—Ya he dicho lo que tenía que decir.