Yo no lo sabía entonces, pero mi abuela me había estado engañando. Me envió a un colegio de Villena para que no supiera que mi verdadero padre acudía a Almansa para que mi abuela le sanara de la dolencia de sus ojos.
Eso lo supe mucho después, cuando cumplí diecinueve años. Por aquel entonces, cuando iba al parque de Villena a estudiar, estaba tan entusiasmado con mis amigos y con los progresos que realizaba con la Enciclopedia que no me daba cuenta de nada.
Bueno, el verano pasó muy deprisa. Yo continuaba copiando la Enciclopedia una y otra vez, aguardando a que el curso comenzara de nuevo para poder hablar con mis amigos y resolver nuestro plan.
Había ahorrado bastante dinero, y esperaba que Encarnita y Antonio aportasen algo. Además de los ahorros, guardaba también dinero que había ido quitándole a mi abuela de lo que sacaba por sanar enfermos. No me acuerdo bien a cuánto ascendía, pero era bastante. Yo diría que mucho. En todo caso, más que suficiente para que los tres pudiéramos vivir hasta que encontrásemos trabajo.
Yo lo tenía todo pensado, con los mínimos detalles previstos. Imaginaba que mis amigos, cuando hablara con ellos, aceptarían mi plan.
En realidad era nuestro plan. En mi imaginación era algo que los tres habíamos hablado y discutido mucho.
Aquel verano fue especialmente feliz. Sabía leer, escribir y muchas cosas. Me sabía la Enciclopedia entera. Durante las mañanas continuaba copiándola y por las tardes la leía.
Mi abuela me decía que dejara de estudiar, que ya se había acabado la escuela. Tenía que divertirme, me aconsejaba. Y yo le hacía caso.
Le dije a mi abuela que era el repaso de la escuela y que nos lo habían ordenado los maestros. Pero algunas veces me marchaba a las cercanías a divertirme con los perros de nuestros vecinos.
Sin embargo, lo que más me gustaba era copiar. Disfrutaba con esa seguridad. Era capaz de recitar cualquier cosa que estuviese escrita en el libro. Además, de tanto copiar y copiar, adquirí soltura al escribir. Era capaz de leer cualquier cosa, incluidos los periódicos, aunque a veces no me enteraba demasiado de lo que leía.
Recuerdo ese verano. Mi abuela había comprado algunos muebles más y parecía tener algo de dinero, conseguido quizá con la fama de sus sanaciones y predicciones del futuro. Desde todas partes acudían a nuestra casa enfermos y gente con miedo. Todos deseosos de curarse y de que le adivinasen el futuro.
Como yo andaba por allí todo el día, las visitas de los enfermos y de los miedosos se efectuaban cuando yo no estaba. Mi abuela me lo anunciaba.
—Niño —me solía decir—. Esta tarde tienes que marcharte. Vuelve al anochecer.
Y yo le hacía caso.
Algunas veces mi abuela faltaba de la casa varios días y me dejaba solo con mi Enciclopedia.
No sé a dónde iba porque no me lo decía. Ahora, cuando pienso en ello, estoy seguro que acudía a las reuniones de esas «Hermanas de la luz», pero, claro, yo no lo podía saber.
No sé cómo explicártelo, Julio, pero aquel verano fue de lo más tranquilo. De lo más esperanzador. Yo creo que tener esperanza es lo más bonito del mundo. No hay nada como eso.
Además, «El Mono» apenas si aparecía por la casa. Su actividad fundamental, después de sus tremendas borracheras, era revisar el motor de la camioneta que teníamos aparcada en la trasera de la casa. Se tiraba horas y horas montando y desmontando el motor y luego, cuando terminaba, volvía a marcharse por varios días más. Algunas veces, hasta semanas.
Yo no sabía lo que hacía, ni me importaba. «El Mono» apenas si hablaba. Pero aunque hubiera sido un tipo parlanchín, tampoco habría hablado conmigo. Me producía tanta repugnancia su presencia que cuando él entraba en la casa, yo salía.
La época aquella en la que me pegaba por dormir con la abuela, se había acabado. Ya no se atrevía a levantarme la mano. Seguía siendo muy fuerte, pero seguramente intuyó que yo lo mataría sin pestañear si me hubiese levantado la mano.
Como te digo, los días aquellos de verano fueron muy felices. La mayor parte del tiempo tenía la casa para mí solo para pensar y pensar en mis amigos.
Sólo me acuerdo de un pequeño incidente sin importancia, que te voy a contar. Ese pequeño incidente trastocó mi vida, pero en sí mismo fue una tontería.
No teníamos vecinos cercanos. Había unas cuantas casas, pero a unos doscientos o trescientos metros. Eran casas familiares de piedra, de gente dedicada a cultivar pequeñas huertas, aparceros de otros señores que vivían lejos, pero tenían pequeñas propiedades que cultivaban para su propio consumo. En esas casas había perros. Todos tenían dos o tres perros guardianes que se pasaban el día y la noche ladrando. Yo escuchaba sus ladridos en la lejanía y algunas veces, como te he dicho, jugaba con ellos.
Una noche mi abuela estaba escuchando la radio que se acababa de comprar en una de sus largas ausencias, «El Mono» bebía anís sentado en el sofá y yo releía la Enciclopedia. Mi abuela estaba diciendo algo acerca de comprar una televisión, cuando llamaron a la puerta.
Todos nos extrañamos bastante. No teníamos amigos y nadie nos visitaba. Mi abuela abrió y se topó con un grupo de vecinos muy acalorados. Iban armados de palos y azadones y parecían furiosos. Dijeron que sus perros estaban siendo asesinados. Cada día aparecía uno muerto de la misma manera, destripado y crucificado en el suelo, con las patas clavadas.
Mi abuela dijo que ella no sabía nada. Que en esa casa nadie mataba perros. Uno de los vecinos me acusó. Dijo que me había visto durante la noche entrar en su corral y despanzurrar al perro.
Yo apenas si me alteré. Contesté que eso era mentira. Las voces subieron de intensidad, aquellos campesinos asquerosos querían hacer conmigo lo que ellos creían que yo había hecho con la mierda de sus perros.
Fue «El Mono» el que salvó la situación. No quiso defenderme, porque se hubiera alegrado cantidad de que aquella gentuza maloliente me hubiese destripado y crucificado en el suelo. Lo hizo porque le molestaban mientras se emborrachaba.
«El Mono» se levantó del sofá —que era el sillón de la camioneta, cubierto por una manta que había tejido mi abuela—, avanzó hacia la horda y le quitó a uno de ellos el azadón. Sin decir palabra, rompió el grueso palo sobre su rodilla. Los campesinos enmudecieron, dieron media vuelta y se marcharon.
Entonces, «El Mono» se dirigió a mí. Yo continuaba en la mesa y no me moví. Me señaló con el dedo. Su estrecha frente se cubrió de arrugas, las gruesas gafas de cegato cabalgaron en su chata nariz.
Comenzó a gruñir y a excitarse. La saliva le caía de la boca, resbalando por la barbilla.
Yo pensaba: «Por favor, por favor, que me pegue, que me pegue».
Quería que me alzase la mano, que intentase pegarme. Lo destriparía allí mismo, le sacaría fuera sus asquerosas y malolientes tripas. Pero no lo hizo. Mi abuela se puso delante y lo calmó acariciándole la nuca, como se hace con los animales. «El Mono» tomó la botella y volvió a tirarse en el sofá. Poco después, roncaba como un perro.
Mi abuela me miró fijamente. Era una mirada de miedo, de terror. Yo me sentí otra vez el Unicornio y me puse en pie. Mi abuela retrocedió, moviendo la cabeza como si negara algo que fuese evidente, pero poco comprensible. Sé que mi estatura creció y creció hasta superar a la de un hombre.
Mi abuela cayó de rodillas.
Dos días después me enviaba de vuelta con mi madre y mi padre. A mi casa.
—Hijo, ¿has visto esto? —la madre de Julio entró en la habitación con un periódico abierto.
Julio apagó el magnetofón y dejó de transcribir la cinta.
—¿Qué pasa, mamá?
Le tendió el periódico. Había señalado en rojo un anuncio. Julio lo leyó. Una academia preparaba para oposiciones a auxiliar de juzgados. Noventa temas, Graduado Escolar, trescientas plazas, seis meses para prepararlas, garantía del setenta por ciento de aprobados.
—Es estupendo, ¿has visto, hijo? ¡Trescientas plazas!
—Mamá, no me entretengas ahora. Estoy transcribiendo las cintas de Fernando. Por favor.
—Hijo, son trescientas plazas. Y dentro de seis meses. ¿Por qué no haces caso a tu madre, hijo? Mira, cuando saques las oposiciones te podrás dedicar a escribir todos los libros que quieras. En la administración se tiene mucho tiempo libre.
—Ahora, no, mamá. Ya discutiremos eso luego.
—Yo no voy a ser eterna, un día faltaré. Y no podré dejarte la pensión de papá. ¿Qué será de ti, hijo?
—Luego hablamos, mamá.
Empezó con movimientos del pecho, luego arrugó la cara. Las lágrimas fluyeron mejillas abajo. Julio se levantó y abrazó a su madre. Su cuerpo era huesudo y frágil.
—Mamá, luego hablamos. Te lo juro.
—Podrás… podrás hacer tus novelas del… del Oeste, hi… hijo. A… a mí me gus… gustan mucho.
—Vamos, mamá, mamá. No llores, por favor, te lo ruego. Te juro que luego hablaremos. Déjame terminar esto, eh. Anda, cálmate, venga.
La madre de Julio dio media vuelta y abandonó la habitación. El periódico abierto quedó en el suelo. Julio volvió a sentarse, accionó el magnetofón y buscó dónde había dejado la cinta.
Estuvo un rato escribiendo lo que contaba Fernando, añadiéndole cosas, transformándolo a su manera, pero se entretenía pensando en su madre ante el televisor del salón. Sabía que continuaba llorando.
La voz de Fernando se escuchaba en el cuarto como surgida de ultratumba.
… a los dos días dejé Almansa y volví otra vez a Santander, porque mi familia vivía ahora allí. Se había mudado. No volví a ver a Encarnita, ni a Antonio. Y no regresé a Almansa hasta que me fueron mal las cosas después de… bueno, después de cumplir dieciocho años y casarme… Durante los primeros tiempos yo intentaba seguir pensando en Encarnita y en Antonio. Pero al cabo de los años, se me olvidaron los dos. Era cosa de niños, ¿verdad? Bueno, Julio, así fue el único año que estuve en Almansa. Parece que el boquerón está abriendo la puerta…