Aquel día lo pasé entero en el parque, mirando los patos del estanque y arrojándoles las migas del pan que me habían sobrado del almuerzo.
Observaba a la gente que paseaba y me preguntaba por qué no me quería nadie. A todo el mundo lo quería alguien. Veía a soldados junto a sus novias, familias enteras con niños y niñas de mi edad —quizá los mismos niños que se habían reído de mí en la escuela—, hombres y mujeres solos, viejos y viejas. Todos parecían hechos de la misma materia que yo. Por más que los observara no encontraba ninguna diferencia. Sin embargo yo era diferente a todos ellos. Lo sabía. A mí no me quería nadie.
Si alguien me hubiese preguntado entonces por qué pensaba yo así, no hubiese sabido responder. Sólo sabía que aunque externamente éramos iguales, no podía haber algo más diferente que ellos y yo.
Veía a los otros niños jugar, hablar los unos con los otros, darse la mano y sonreír, correr de un lado a otro, pero era como si viese una película de seres de otro planeta. ¿Por qué yo no podía ser como ellos?
Allí en el parque tuve una idea que ojalá la hubiese llevado a cabo. Te lo juro, Julio, si hubiese llevado a efecto lo que pensé aquel día mi vida hubiese sido diferente.
Lo terminé de madurar mientras contemplaba a los patos, tumbado en el césped del parque. Fue tan claro y meridiano como el que tú y yo estemos aquí, Julio.
Pensé en matarme. En acabar con mi vida. Estaba tan avergonzado, me sentía tan triste y solo como nunca lo he estado jamás.
Pero pasó el día y llegó la tarde. Calculé la hora en que terminaba la escuela y tomé el autobús. Llegué a Almansa y fui a mi casa.
Mi abuela se encontraba en el comedor en compañía de cinco mujeres vestidas de negro. Cuando me vieron, se callaron. Supe que habían estado hablando de mí.
Le di un beso a mi abuela y la llamé madre, como hacía siempre que había extraños. Me preguntó por el primer día de escuela y yo le respondí que me lo había pasado muy bien, que había aprendido mucho y que tenía amigos. Había llegado tarde porque me había entretenido jugando con ellos a la salida de la escuela.
Mi abuela no cabía en sí de gozo y me besó delante de sus amigas.
Tengo que decirte, Julio, que mi abuela casi nunca me besaba a menos que estuviese borracha. Y, entonces, lo que más le gustaba era que le besase los pechos. Ya no tenía leche pero le gustaba de todas formas. A mí me daba lo mismo, pero la complacía.
Era muy curioso, o por lo menos a mí me lo parecía. Nunca me besaba, ni me acariciaba, ni hacía esas cosas que hacen las madres con sus hijos. No era mi madre, era mi abuela, pero me la figuraba como una madre. Como esas madres que yo veía.
Las madres, Julio, no echan a sus hijos pequeños de sus casas, de su lado. Pero mi madre lo hizo. No una vez, sino dos. Y estaba seguro que lo seguiría haciendo.
Yo no quería tener una madre como la mía.
Las únicas muestras de cariño de mi abuela se producían por las noches, cuando nos acostábamos.
Me parece que ya te he contado que cuando era pequeño solíamos dormir todos en el mismo colchón de gomaespuma, en el fondo de la caseta. Claro, el año largo en que tuvimos casa en Almansa yo dormía en el sillón de la camioneta, colocado en el comedor como si fuese un sofá, y «El Mono» y mi abuela en una cama de verdad, en el único dormitorio.
Pero «El Mono» estaba casi siempre fuera, de modo que cuando llegaba la noche yo me cambiaba de cama y me iba con mi abuela.
Quiero que lo entiendas para que luego lo escribas bien y sin equivocarte. En la caseta no había más remedio que dormir juntos, pero en la casa de Almansa, era por costumbre. El caso es que cuando yo era pequeño y mi abuela tenía leche en los pechos a mí me gustaba chupárselos. Era una leche muy suave, me acuerdo muy bien, muy calentita y muy dulce. Pero, claro, cuando se le acabó, ya era otra cosa.
Cuando no estaba borracha dormía de un tirón y no se despertaba hasta la mañana. La verdad es que a mí me daba confianza y seguridad dormir al lado de ella, sintiendo el calor que despedía su cuerpo.
Otra cosa era cuando se emborrachaba.
Entonces solía mostrarme los pechos y me decía:
—Anda, ropajolero, mama un poquito, pobrecito mío. Venga, mama.
Yo le mamaba un poco y ya está. Pero había veces que no me apetecía. Sus pechos, antes tan grandes, tan tersos y suaves, se estaban convirtiendo en pellejones vacíos. De modo que le decía que no y le daba patadas para que se apartara y me dejara dormir.
Ella se reía y se reía y se ponía a decir que yo la mataría un día, que estaba escrito.
Sí, eso lo decía bastantes veces, pero sólo cuando estaba borracha.
—Me matarás —decía mi abuela—. Eres el Gran Cabrón y un día me matarás. Está escrito.
Yo no le hacía caso, claro. Pero ella se empeñaba en tocarme la frente para ver si me había crecido el cuerno.
La mayor parte de las veces, aunque no me apeteciese demasiado, terminaba por mamarle los pechos para que me dejara dormir tranquilo y no dijera que la iba a matar.
Bueno, te sigo contando.
Aquellas mujeres vestidas de negro parecían un poco atemorizadas ante mi presencia. Le habían traído a mi abuela una litografía enmarcada de una santa muy santa, llamada Santa Lucía, patrona de las «Hermanas de la luz», que estaba colgada de la pared, como si presidiese la casa.
Recuerdo que nada más entrar y besar a mi abuela, ya se querían marchar. Se movían en las sillas y no me miraban directamente a los ojos.
Las recuerdo muy bien a todas, enlutadas y de edad parecida a la de mi abuela. Las cinco eran sanadoras por imposición de manos, «Hermanas de la luz».
No puedo olvidarme, sobre todo, de una de ellas, la única que se atrevió a hablar.
—Águeda —dijo— nos alegramos de que estés otra vez con nosotras y con Santa Lucía, pero tenemos que marcharnos. Tu hijo acaba de llegar.
A lo que mi abuela respondió:
—Ella estará siempre en esta casa, hermana. Bendita por siempre Santa Lucía.
—Que así sea —respondieron al unísono las demás.
Luego se levantaron, se despidieron de mi abuela y se fueron. Ninguna me quiso tocar. Me di cuenta de que se apartaban de mí.
—Todo va a ir mejor ahora, hijo —me dijo mi abuela—. Tú irás al colegio y nadie te verá por aquí.
—¿Por qué se han asustado de mí, abuela? —le pregunté.
—No se han asustado de ti —respondió mi abuela—. Son mujeres sabias que lo saben todo.
—Se han asustado —insistí yo.
Pero mi abuela no me hizo caso y repitió varias veces que la vida sería diferente a partir de entonces.
Al otro día me puse ropa limpia y mi abuela me entregó otra vez la talega con la comida y el dinero para tomar el autobús. Fui a la estación, pero en vez de subirme al autobús me fui andando a Villena. Un rato andaba y otro corría. Llegué al descampado de detrás de la gasolinera y me senté a mirar la escuela.
Vi a los niños entrar. Jugaban entre ellos y gritaban. El hombre del silbato lo hacía sonar, imponiendo disciplina. Desde donde yo me encontraba casi podía repetir las cosas que decía.
Aquel día estuve en mi atalaya todo el tiempo que duraron las clases. Los vi salir al recreo, chillando de alegría. Y luego los vi entrar de nuevo.
Traté de distinguir a los de mi clase, pero no pude. Los pocos minutos que permanecí en el aula no fueron suficientes para quedarme con ningún rostro.
Comí allí mismo y aguardé a que volvieran por la tarde. La escena se repitió. El mismo guardián del silbato trataba de imponer orden, consiguiéndolo sólo a medias, y los mismos niños y niñas que habían entrado por la mañana lo hicieron por la tarde.
Pero necesitaba un amigo y empecé a pensar quién de ellos podría haber sido.
Había uno, sobre todo, que estaba seguro que lo hubiese sido. Era tan alto como yo y parecía fuerte y decidido. Le sacaba la cabeza a la mayoría de sus compañeros y yo pensé que se podría llamar Antonio.
El del silbato le tiró de las orejas y le hizo daño. Antonio —estaba seguro que se llamaba Antonio— se revolvió furioso y estuvo a punto de enfrentarse al guardián. Lo animé desde donde estaba.
—¡Dale, Antonio, dale fuerte a ese cabrón! —grité desde mi escondite.
Poco a poco el patio se fue quedando sin niños y me figuré que estarían en clase. Yo me tendí entre los matojos y me dediqué a pensar en la clase. En lo que diría el maestro y en lo que responderían los alumnos.
Como no había estado nunca en esa escuela, no sabía a ciencia cierta lo que pasaba tras sus muros, pero en mis pensamientos yo estaba dentro, sentado al lado de Antonio.
Y era muy bonito. Yo sabía leer y escribir. Era el primero de la clase y Antonio mi mejor amigo. Todos nos respetaban y el maestro se dirigía a nosotros cuando había que responder a una pregunta especialmente difícil, que nadie sabía.
Yo le había prometido a Antonio enseñarle a tirar al blanco. Le dije que en mi casa tenía muchas escopetas de aire comprimido. Una de ellas sería para él.
—Yo te regalaré una caña de pescar —me decía Antonio—. Iremos al río a pescar truchas.
—Y a cazar ranas —le contestaba yo.
—Sí, a por ranas. Yo sé dónde hay muchas.
—¿Sabes hacer cometas? —le preguntaba yo.
—¿Me defenderás de unos cabrones que quieren pegarme, Fernando? —me contestaba él.
Yo le respondía que sí, que perdiera cuidado. Que me dijera dónde estaban esos cabrones. Yo acabaría con ellos.
—Eres un buen amigo, Fernando —me decía él, agradecido.
Luego hicimos un pacto de amistad. Él se pinchó el pulgar con un alambre y yo el mío y juntamos las sangres. Ya éramos como hermanos. Más que hermanos.
Así pasó el tiempo pensando en el amigo que no existía. Hasta la hora de salida.
Muchas madres esperaban a sus hijos con las meriendas y se iban con ellos rumbo a sus casas. Yo aguardé a que saliera Antonio. Lo distinguí enseguida. Efectivamente era mucho más alto que la mayoría.
No sé por qué, pero me alegré de que saliera solo.
Regresé a Almansa corriendo y andando. Llegué a mi casa y mi abuela me aguardaba. Esta vez estaba sola, cosiendo en el comedor-cocina.
Como era bastante tarde le dije que me había quedado a jugar un poco con mis amigos. Por eso había tenido que tomar otro autobús. Le conté lo de Antonio, la amistad tan grande que teníamos.
Al oír esto mi abuela se alegró mucho y me dijo que era eso, exactamente, lo que tenía que hacer: conseguir muchos amigos, chicos de mi edad.
Yo le dije que jugaba mucho, pero que todas las madres llevaban meriendas a sus hijos. Me prometió que a partir de entonces llevaría merienda, como todos. Fueron pasando los días y yo me empecé a aburrir de estar allí observando.
Es cierto que llegué a conocer a casi todos los de la escuela. A los pocos días de observación supe quién era el más travieso, el más serio, el gordo, el chivato y el empollón, pero empecé a aburrirme.
No volví a ver a don Remigio, el maestro. Pero aquello no me importó demasiado.
Había también chicas. Las distinguía por la forma del peinado o los gestos. Las había con el pelo largo, con coletas, cola de caballo… Había una, sobre todo, que me pareció limpia y aseada, muy recatada, que nunca se mezclaba con nadie.
La veía salir con su carpeta azul, apretada al pecho y perderse por el camino, rumbo al pueblo.
Decidí que esa chica se convertiría en amiga nuestra. La amiga de Antonio y mía.
En mi pensamiento los tres nos sentábamos juntos en clase. Ella en el centro y nosotros dos a cada lado. Cuando salíamos de clase nos íbamos a pasear, y algunas veces al cine. Nuestra amiga se venía con nosotros también a hacer volar cometas y a cazar ranas. Era una chica estupenda y muy guapa.
Yo la tenía localizada. Ya he dicho que tenía una carpeta azul y largas trenzas. No era como las otras. No se pasaba el recreo riéndose, ni bromeando con los demás chicos. Se apartaba de los demás y, de vez en cuando, charlaba con unos y con otros. Mis amigos de la escuela eran los mejores. Tenía que ser así.
Me parece que te hablé al principio de un plan que yo había fraguado mientras le echaba miguitas de pan a los patos, en el parque de Villena. El plan consistía en matarme, pero ahora que tenía amigos, aunque fueran ficticios, pensé en ahorrar el dinero que me daba mi abuela para el autobús diario. Con ese dinero, más el que ahorrasen Antonio y Encarnita… Sí, se llamaba Encarnita. Supe que se llamaba así, no me preguntes cómo lo supe… te sigo contando, con el dinero que ahorrásemos los tres nos marcharíamos. Sí, lo que oyes. Nos iríamos los tres a vivir nuestra vida. Lejos de nuestras familias.
Primero tendríamos que ahorrar bastante dinero. Después, yo aprendería a leer y escribir bien. Y cuando eso ocurriese, nos marcharíamos los tres juntos.
Como ya te he dicho, empecé a aburrirme de estar allí mirando el colegio, de modo que decidí aprender a leer y escribir lo antes posible. No sé cuánto tiempo estuve acudiendo a mi escondite. Quizá mes y medio, quizá dos meses.
Iría sólo por las mañanas, a la hora de entrada, y después me marcharía al parque de Villena, un parque muy bonito con muchos bancos donde sentarse y muchas mesas. Después, por la tarde, regresaría de nuevo a mi escondite y los vería salir. Como siempre, regresaría a mi casa corriendo.
En el parque no miraba los patos como el primer día de colegio. Mi abuela me había comprado una cartera, un lápiz, un sacapuntas, una goma de borrar, un cuaderno y una cajita de lápices de colores marca Alpino.
Como había decidido que aprendería a leer y escribir, resolví copiar la Enciclopedia desde el principio hasta el final.
Quería saber leer, aritmética, geografía, ciencias y todo lo que venía en la Enciclopedia. Lo copiaría en el cuaderno y lo aprendería de memoria.
Todos los días, después de ver cómo entraban en clase, me iba al parque y copiaba, tratando de comprender el significado de lo que había escrito. Leía y releía sin parar, llenando el cuaderno de letras, palabras y oraciones.
Los primeros meses fueron pesados, monótonos. Pero yo no me arredraba. Hiciera frío o calor, allí estaba yo, en el parque, copia que te copia.
Cuando llovía o hacia demasiado mal tiempo para estar allí, me marchaba a un bar y me ponía a mi tarea. Antes de acabar tendría que saber leer de corrido.
Mi abuela seguía creyendo que yo acudía a la escuela, como cualquier muchacho de mi edad. Algunas veces, cuando no estaba «El Mono», le leía trozos de la Enciclopedia y mi abuela se quedaba maravillada de los progresos que hacía.
Un poco antes de que acabara el año —recuerdo que el calor te hacía sudar— estaba yo en mi banco preferido, sacándole punta al lápiz. Sobre la mesa de madera había colocado el cuaderno y la Enciclopedia, abierta por la lección que iba a copiar.
El olor a tierra recién regada impregnaba la atmósfera. Levanté la cabeza y ella estaba allí, mirándome.
Era mi amiga, la chica de las trenzas, y apretaba contra su pecho la misma carpeta azul que yo había visto desde mi escondite.
No nos dijimos nada ninguno de los dos. Cuando volví a levantar la cabeza, ya se había ido.
Volvió al otro día, después de clase. Abrí la Enciclopedia y fingí leer.
—Hola, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Encarnita —dijo.
No contesté. Te juro que no me extrañó que se llamara Encarnita. Continué fingiendo que leía.
—Don Remigio ya no es maestro, ¿sabes? Ha pedido el traslado. Ahora tenemos a una señorita. Una maestra muy buena.
Silencio.
Ella continuó de pie unos instantes más. Luego se marchó.
A partir de entonces, todos los días, la vigilaba al salir de clase por si tomaba el camino del parque. Pero se encaminaba a su casa. Cuando pensaba que ya no la volvería a ver jamás, apareció de nuevo.
Una semana después se presentó en el parque. Serían las once de la mañana. La misma carpeta azul apretada contra su pecho.
—La maestra ha tenido que ir a una boda. Hoy no hay clase —me dijo—. ¿Puedo hacer los deberes contigo?
Le dije que sí. Se sentó frente a mí y comenzó a estudiar. No nos dirigimos la palabra. Cuando llegó la hora de comer, se levantó, se despidió de mí y se marchó.
A medio camino se dio la vuelta.
—Después de comer vendré —anunció.
Y cumplió su palabra. Llegó, me saludó, se sentó en su lugar y se puso a estudiar sin levantar los ojos del libro.
La primera vez que me dirigí a ella fue para decirle:
—¿Quieres merendar?
Dijo que sí. Y los dos comimos en silencio lo que me había puesto mi abuela. Y ahí empezó todo.
Hablamos. Supe que tenía doce años y que no se había reído de mí. Me preguntó lo que hacía con la Enciclopedia y se prestó a ayudarme. De hecho me ayudó bastante. Avancé mucho durante el tiempo que Encarnita estuvo conmigo. Solía acudir al parque dos o tres tardes a la semana, hasta que llegaron las vacaciones y se marchó a Alicante con su familia.
No le dije nada de nuestro plan para fugarnos. Pensaba que tendría tiempo de comentárselo.