La verdad, si yo hubiese seguido en la Legión hubiera llegado muy alto. Para ser cabo, lo normal era engancharse por tres años y tener buena conducta. Yo a los seis meses ya era cabo y me estaba preparando para los exámenes de cabo primero que tendría que pasar antes de un año. Con el galón amarillo de cabo primero ya eres considerado como suboficial, puedes entrar en la cantina de suboficiales y tienes derecho a una habitación individual. Dejas de dormir en el dormitorio de la tropa. Además ganas casi el doble que un cabo normal.
El capitán Casado me decía que si continuaba así, sin ninguna sanción, y el número uno en gimnasia e instrucción, sería sargento a los tres años. Tendría que hacer un cursillo de seis meses en Almería y elegir una especialidad. Yo me inclinaba por tanques, pero el capitán Casado me decía que eligiera transmisiones o paracaidismo, especialidades que tenían un plus de sueldo y que me abrían otras muchas posibilidades.
Los sargentos son, en realidad, los que mandan en la Legión. Ellos manejan toda la logística, la intendencia y la organización de las compañías, que son las células más importantes de cualquier ejército.
Los oficiales no se mezclan con la tropa, suelen estar todo el día en el bar de oficiales —cuando van al cuartel— o en el Club Hípico montando a caballo o jugando al tenis y dejan todo el trabajo a sus sargentos. Es bastante probable que un legionario cualquiera se tire los tres años de enganche sin apenas haber visto a un oficial.
Los oficiales casi siempre estaban en Melilla, en el Café Metropol, en el Casino Militar o paseando con sus mujeres por la Avenida. En cambio, los sargentos y los brigadas se pasaban el día en el cuartel y en contacto directo con la tropa. La Legión la dirigían los sargentos. Me di cuenta de eso a los pocos días de estar allí.
Bueno, todo eso tenía que ver con los demás oficiales, pero no con el capitán Casado, el jefe de mi compañía. El capitán Casado llegaba a la compañía al toque de diana y se marchaba a la retreta. Y muchas veces acudía de noche a vigilar las imaginarias y las guardias nocturnas. Me acuerdo mucho de él. Antes de que aquella mujer lo estropease era un Oficial Caballero Legionario de una sola pieza, alto, muy fuerte, serio, con el cabello un poco rizado y un bigote fino que apenas le cubría el labio. Era diez años mayor que yo, recién pasados los treinta. Me hubiera gustado que el capitán Casado hubiese sido mi hermano mayor y no el Antonio, pero así es la vida. El capitán Casado fue lo más cerca que he estado nunca de tener un amigo, un verdadero amigo.
—Me gusta venir a tus guardias, Fernando —solía decirme—. Son las mejores del regimiento.
—A sus órdenes, mi capitán, sin novedad en la compañía —le contestaba yo.
—Descansa, Fernando, ¿un pitillo?
Yo lo aceptaba —que nunca he fumado— y charlábamos en la puerta del edificio de la compañía.
De los dormitorios llegaban los ruidos que producen muchos hombres durmiendo: ronquidos, estertores, lamentos, frases sueltas… Pero allí fuera, en la cálida noche de Melilla, el capitán y yo, fumando y charlando, éramos como una isla aparte entre tanta morralla y gentuza. El capitán me hacía algunas confidencias y yo le escuchaba con respeto y en silencio. Así me enteré de algunas cosas de su vida.
Provenía de una familia de militares. Su padre, su abuelo y su hermano mayor eran militares y él había elegido la Legión al salir de la academia militar para ascender rápido y estar en contacto con verdaderos soldados y hombres auténticos.
—Como tú, Fernando —me decía—. Eres, y te lo digo de verdad, la quintaesencia del espíritu castrense. Podías haber sido un buen oficial, el mejor oficial, Fernando.
A mí no me gusta hablar de mi vida, de lo que me ha pasado ni de lo que pienso y tú lo sabes, Julio. Nunca le he contado a nadie mis secretos, excepto estas entrevistas que me haces con magnetofón.
Aparte de ti, con el único que he hablado alguna vez de esas cosas fue con el capitán Casado, aquellas noches en las que yo mandaba el retén de guardia.
Tampoco le contaba todo, ni toda la verdad.
Le dije que mis abuelos regentaban una caseta de tiro al blanco y que íbamos de feria en feria. Que mi madre nunca me había querido, ni tampoco mi padre ni mis hermanos, menos Dolores.
Le expliqué por qué me había apuntado a la Legión. La terrible muerte de mi abuela una noche de tormenta. Le conté que a mi abuela se le cayó encima el techo de la caseta mientras dormía…
—Eso no me lo habías contado a mí, Fernando. Sabía que tu abuela y tu abuelo habían muerto, pero…
—¿No? No tengas prisa, estoy con el capitán Casado. Déjame continuar.
—Vale, sigue.
—Bueno, el capitán Casado se mostraba muy preocupado por aquello que le ocurrió a mi abuela, pues yo le dije que había sido eso lo que me impulsó a alistarme a la Legión. Él decía que debía de haber sido una muerte espantosa y yo le decía que sí, que fue espantosa, que la chapa del techo, al caer, le había seccionado el cuello como si fuese una guillotina. Y lo peor, le decía yo, no fue eso, sino el que yo estuviese fuera, en Albacete, arreglando unos permisos de la caseta.
—Perdona, Fernando, ¿cuántos años tenías tú cuando murió tu abuela?
—Ya era un hombre, tenía diecinueve. Pero deja de interrumpirme, que me hago un lío. Mira, a los dieciocho tuve unos problemillas en Santander, cosas de chaval, ¿no? me casé de penalti. Bueno, el caso es que me separé y volví con mi abuela a Almansa. No podía estar con mi familia. ¿Puedo seguir? ¿Por dónde iba?
—Hablabas del capitán Casado.
—Bueno, pues eso… el capitán me palmeaba la espalda con pena y me decía lo que yo tenía que haber sufrido… Figúrate, Julio. Llego al recinto ferial y me encuentro a un montón de gente alrededor de la caseta. Me acuerdo que llovía a cántaros. Me acerqué corriendo con un mal presentimiento y empujé a la gente. ¿Sabes lo que miraban con tanta atención? ¿Te lo figuras, Julio? Contemplaban la cabeza de mi abuela. Estaba allí tirada, en el suelo, con los ojos abiertos y como si se riera, ¿entiendes? Se conoce que la lluvia desprendió el techo y le cayó en el cuello. Fue como si se lo cortaran con una navaja barbera.
La noche en que se lo conté al capitán Casado, se quedó pensativo y me contestó que debió de ser horrible.
—Sí, mi capitán, fue horrible —le dije yo—. Muchas veces tengo pesadillas. Veo la cabeza de mi abuela que me habla, la veo con tanta claridad y es tan real, mi capitán, que yo también le hablo y ella me contesta. Ella me sigue aconsejando sobre la vida, mi capitán, que es como si no se hubiera muerto. Yo le he hablado de usted, mi capitán, y me ha dicho que usted, mi capitán, es buena persona.
—¿Y la cabeza de tu abuela te habla, Fernando? —me preguntaba el capitán y yo le respondía, sí, mi capitán, me habla en los momentos más importantes, no siempre.
—Julio, eso era, poco más o menos, lo que yo le contaba. Y aunque no era mucho, era lo que más le había contado jamás a nadie. Porque todas las noches en las que yo tenía retén de guardia, sabía que el capitán vendría a verme. A mí me alegraba esa amistad que el capitán me profesaba, vamos, la veía con orgullo.
Casi siempre era lo mismo. A eso de la una o una y media el capitán se acercaba a los dormitorios de la compañía y yo le daba el parte de incidencias nocturnas que era bastante parecido todos los días: algunas peleas, borracheras, faltas injustificadas de legionarios que se habían emborrachado tanto que luego no podían volver al cuartel… cosas así. Luego me ordenaba descanso y sacaba dos cigarritos. Uno para él y otro para mí y nos poníamos a charlar, allí en la puerta en medio del silencio del cuartel, que es la cosa más silenciosa que hay, mucho más silenciosa que la cárcel, que es como una caja de grillos.
No siempre hablábamos de nuestras vidas —la mayor parte de las veces él contaba y yo escuchaba—; a veces fumábamos en silencio sin decirnos nada o comentábamos cosas que habían ocurrido en el cuartel… algún arresto, lo mal que hacía la instrucción cierto oficial… luego, él tiraba el cigarrillo y daba por terminada la charla. Yo me cuadraba, lo saludaba y él hacía lo mismo y se marchaba al dormitorio de oficiales.
Otras veces, sin embargo, me preguntaba cosas. Decía:
—Fernando, cuéntame otra vez cómo fue aquello de tu abuela.
Y yo se lo contaba.
—Sí, mi capitán; estaba lloviendo en Almansa cuando medio montamos la caseta, porque nunca la montábamos del todo hasta que no tuviésemos los permisos en regla, era una costumbre de mi familia. Mi abuelo se fue a emborrachar a una taberna de los alrededores porque en Almansa teníamos muchos amigos y conocidos ya que, y no sé la razón, una vez vivimos allí un año entero.
Bueno, pues yo me arreglé y cogí el autobús de Albacete con un aguacero que casi no se veía la carretera. Mi abuela —a nadie le decía que era mi abuela, sino mi madre, el único que lo sabe eres tú, Julio— me fue a despedir al autobús y me dio un beso. No sabía yo que era la última vez que la iba a ver. Mi capitán, le decía yo al capitán Casado, me fui para el Gobierno Civil, rellené los impresos, enseñé la documentación de la caseta, pagué las pólizas, rellené los impresos… en fin, todo ese papeleo, y cuando estaba todo listo, pues me fui a dar un paseo por Albacete, que es una ciudad muy bonita.
—Sigue —me decía el capitán Casado—. Y cuando volviste, ¿qué?
—Seguía lloviendo, mi capitán. Una tromba de agua que caía del cielo, toda la tarde llueve que te llueve. Algunas veces me pongo a pensar que si no me hubiese dado ese paseo por Albacete, mi abuela seguiría viva ahora. También me pongo a pensar que si mi abuelo no hubiese sido un borracho, mi capitán, tampoco la abuela hubiese muerto. Pero el destino es el destino, mi capitán, y todo eso estaba escrito. Bueno, llegué a Almansa, a la estación de autobuses y seguía lloviendo. Me puse a andar y tuve un mal presagio, mi capitán, le decía al capitán Casado, así que me puse a correr y llegué hasta donde estaba la feria. Había un montón de gente alrededor de nuestra caseta, que estaba desmantelada. Cuando me vieron llegar, la gente intentó que yo no me acercara, pero yo les empujé, no me acuerdo bien lo que hice, creo que hasta golpeé a algunos.
Lo primero que vi fue su cabeza y luego me puse a buscar su cuerpo. Mi abuela estaba tumbada en el suelo, mi capitán, como si durmiera. Y cosa curiosa, sin sangre alrededor, el agua la había barrido y se la había llevado lejos. Pero, claro, sin cabeza. La cabeza estaba en la puerta de la caseta, por así decirlo…
No, espera un momento Julio, que me hago un lío. Lo que estaba en la puerta de la caseta era el cuerpo de mi abuela, sin cabeza y yo me puse a buscar la cabeza dentro de la caseta… Borra todo eso, Julio.
—No importa, tú sigue.
—Pues eso, que no aparecía la cabeza de mi abuela. No aparecía por ninguna parte. Me puse a buscarla por los restos de la caseta hasta que la encontré en un rincón. Se conoce que había rodado por el impacto del techo de lata que debía pesar sus ciento cincuenta kilos y se había escapado rodando.
Le juro, mi capitán, le dije aquella noche al capitán Casado, la cara estaba intacta, serena y más guapa todavía que cuando ella vivía, mi capitán, que era muy guapa aunque ya tenía sus años. Yo cogí la cabeza y la abracé y me fui con ella lejos, al descampado que rodeaba la feria y me escondí a llorar. La gente me buscaba a voces, pero yo no los oía, yo lo único que hacía era acunar la cabeza de mi abuela, mi capitán, porque no me podía creer que estuviera muerta. Me encontró la Guardia Civil en una hondonada y me dieron café y me trataron muy bien y se llevaron la cabeza. Bueno, mi capitán, la enterramos al otro día por la tarde. La metimos en la caja junto a su cabeza, y sus amigas, «Las hermanas de la luz», la lavaron y le pusieron un traje blanco de novia. Mi abuelo no fue al entierro, no se enteró de nada. Parece ser que se había emborrachado tanto que estuvo dos días inconsciente. La Guardia Civil lo buscó por todos los bares y tabernas de la región hasta que lo encontraron sin conocimiento, pero ya era tarde para que fuera al entierro. Mi capitán, le decía yo al capitán Casado, el cementerio se llenó de gente, enfermos a los que ella había sanado, «Las hermanas de la luz», muchos feriantes, mi padre, mi madre, mis hermanos… Y después, me apunté en la Legión…
—Hijo, hijo, que pareces dormido. ¿Has cenado? —¿Qué?
—Que si has cenado.
… La metimos en la caja junto a su cabeza, y sus amigas, «Las hermanas de la luz», la lavaron y le pusieron un traje blanco de novia. Mi padre y mi madre…
—No, mamá. Estoy escuchando las cintas.
—Yo tampoco he cenado, hijo. No me ha dado tiempo y ahora tengo un poquito de hambre. ¿Sabes? Claudio le ha dicho por fin que la quiere. Bueno, le ha dicho a Mercedes que está loco por ella.
… La metimos en la caja junto a su cabeza, y sus amigas, «Las hermanas de la luz», la lavaron y le pusieron un traje blanco de novia. Mi padre y mi madre me dieron a entender que había sido culpa mía, vamos, como si hubiera sido yo el culpable. Y el cabrón de mi hermano Antonio se puso a decir que yo era un psicópata. Claro, había hablado con mi suegra, la veneno de mi suegra y…
Julio pulsó el interruptor del magnetofón y se volvió. Su madre era una figura encogida, vestida con un abrigo azul de entretiempo, medias y zapatos bajos negros.
—¿Qué te sugiere «Hermanas de la luz», mamá?
—Gente santa.
Julio se dio cuenta de la elegancia de su madre.
—¿Vas a algún sitio?
—¿Es que no me has oído? Voy al cine con Fina, su hijo le ha regalado dos entradas y su marido no quiere ir. Dice ella que para qué va a desperdiciar una entrada. Te preguntaba si has comido algo. A mí se me ha pasado cenar. A lo mejor tomo algo con Fina. ¿Crees que debo pagarlo yo?
—¿Necesitas dinero?
—Mil pesetas.
Julio metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó varios billetes arrugados. Le entregó uno a su madre, que comenzó a alisarlo con los dedos.
—Está muy bien que salgas, mamá. Así te distraes.
—Menos mal que es la sesión de noche. No me perdería Repulsión por nada del mundo. Cada vez está más interesante, sabes. En cada capítulo ponen una incógnita nueva, algo que no se sabía antes y que te deja en ascuas, hijo, esperando la próxima entrega. Tú deberías hacer lo mismo en tu libro. Bueno, hijo, me marcho. Si cenas, déjalo todo en el fregadero, ya lo recogeré yo luego.
—No vuelvas muy tarde, por la noche refresca bastante.
Su madre alargó la mano y se la pasó, suave, por la cabeza, dio media vuelta y taconeó hasta la puerta.
Julio se mantuvo unos instantes inmóvil en el sillón de su escritorio, frente al magnetofón desconectado. Luego lo rebobinó y estuvo escuchando otra vez la parte en que Fernando le contaba lo del entierro, la terrible pelea con su familia, las amenazas.
Escuchó su propia voz en la cinta.
—Por cierto, se me olvidaba. Ese señor que dices que es tu padre, me dijo que Ana Beltrán era su prima. ¿Por qué no me lo has dicho? Se supone que estoy contando tu vida.
—Se me ha debido olvidar. La vieja era prima lejana de mi padre. Una especie de tía segunda.
—¿Sabe eso la policía?
—¿Se lo vas a decir tú?
—Claro que no, por supuesto.
Fernando se encogió de hombros.
—Le arreglé el lavabo y la cocina a esa vieja sin saber que era tía lejana mía. Una casualidad. Ahora dime otra cosa. ¿Le dijiste a mi padre que yo sabía que mi madre le curó los ojos?
—Sí, se lo dije. Y se enfadó mucho.
Fernando permaneció ajeno, la mirada fija en la ventana enrejada. Dijo, sin volverse:
—Mi madre estuvo más de una vez con él. Pero yo no lo supe. Me lo ocultó todo el mundo.
—Hay una cosa que me intriga bastante, Fernando. Es eso de «las Hermanas de la Luz». Las has mencionado varias veces.
—Creo que eran sanadoras, curanderas. Lo mismo que mi abuela. Echaban las cartas, adivinaban el futuro…
—¿Tu abuela era una «Hermana de la Luz»?
—Sí. Y mi madre también.
—¿Tu madre?
—Sí, mi madre. También era sanadora, «Hermana de la Luz»…
Julio se levantó del sillón. Corrió hacia el cuarto de baño con la mano en la boca. Pero no pudo llegar; vomitó sobre la absurda alfombra, que había traído su madre cuando… murió se padre y se mudó con él.
En el magnetofón seguía escuchándose la voz de Fernando.
—… eres… eres mi amigo, Julio… te… te aprecio… no, no hace falta que… digas eso a la policía…