Le abrió un hombre con una camisa negra, abotonada hasta arriba, y un chaleco de rayas amarillas. Julio dedujo que era una especie de mayordomo o ayuda de cámara. El hombre se echó a un lado y le hizo pasar a un recibidor amueblado con maderas oscuras y espejos.
—El señor Seoane le espera en su gabinete. Por aquí, por favor.
Julio lo siguió por un salón en penumbras cubierto por más muebles altos y pesados. Sentía un silencio espeso y recogido, como el silencio de los conventos de clausura. Un reloj de pared dio la media y Julio atravesó una larga alfombra hasta una puerta. El mayordomo o ayuda de cámara golpeó la puerta y una voz ronca dijo: adelante.
Julio entró a una habitación que se encontraba en penumbras. Tuvo que acostumbrar sus ojos para distinguir una sombra alta que le tendía la mano. Era un hombre huesudo, de nariz aguileña y vestía un batín rojo burdeos que parecía de seda.
Las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros, fotos enmarcadas, cuadros y objetos de arte que se confundían con la pared y los libros.
—Disculpe esta falta de luz, pero tengo los ojos delicados y la claridad me hace daño. ¿Desea tomar algo? Pida lo que quiera y Agustín se lo servirá.
—No deseo tomar nada, gracias.
—¿Quiere sentarse, señor…?
—Bravo, Julio Bravo.
—Eso es… pero siéntese, por favor; estaremos más cómodos.
Julio tomó asiento en una butaca situada en un rincón del gabinete, frente a una mesita revistero. El hombre del batín lo hizo en otra butaca y cruzó las piernas. Bajo el batín llevaba un pijama a rayas y calzaba pantuflas de cuero. El hombre pareció adivinar el pensamiento de Julio y dijo:
—Disculpe que le reciba así, señor Bravo, pero casi nunca salgo de casa. Estoy, digamos que algo delicado de salud.
—Por favor, no tiene importancia. Le agradezco mucho que me haya recibido. No le molestaré demasiado, señor Seoane.
—No es ninguna molestia. Vivo solo y cualquier ruptura de la monotonía es un alivio. ¿Qué quiere de mí, señor Bravo?
—Verá, soy escritor y…
El hombre le interrumpió.
—¿Sí? Vaya, qué interesante, ¿y sobre qué escribe, señor Bravo?
—Bueno, escribo novelas del Oeste, señor Seoane, pero…
—¡Novelas del Oeste! —exclamó—. ¡Me encantan! Seguro que he leído alguna escrita por usted. Leo muchas novelas del Oeste.
—Escribo con seudónimos… Julius Petri, Sandor Koplan, Blaise Cendor…
—Me parece que no he leído ninguna de sus novelas. Pero usted me dijo que quería verme para un asunto relacionado con mi prima, quiero decir, con el violador… El caso del violador de ancianas. Me apasiona el caso, ¿sabe? Recorto todo lo que sale en los periódicos.
Julio se adelantó en el sillón y apoyó las manos con fuerza en sus rodillas.
—¿Su prima?
—Ana Beltrán es prima mía… No nos veíamos mucho, claro está, pero al fin y al cabo era mi prima. Fue la primera anciana que el violador asesinó. Ahora parece que lo acusan de dieciséis crímenes más. Ese hombre tiene que ser un psicópata.
—No sabía de ese parentesco, señor Seoane.
—¿No? Disculpe, pero entonces no comprendo qué quiere usted de mí. Cuando dijo que deseaba hablar conmigo por un asunto relacionado con el violador supuse que era usted periodista.
—No exactamente. Estoy intentando escribir un libro sobre ese hombre, Fernando Ruiz Muñoz, el violador y asesino de ancianas. No sabía nada de su parentesco con una de las víctimas.
—Me extrañaba que usted lo hubiese averiguado. Pero ya sabe cómo son los periodistas, se enteran de cosas increíbles. La verdad, pensé que iba usted a hacerme una entrevista.
Julio se removió en la butaca.
—Lo que me trae a usted es un poco delicado y créame que no lo haría si no fuese porque he prometido cumplir el encargo. Me cuesta trabajo empezar. Le traigo un recado del violador, Fernando Ruiz Muñoz.
—¿Un recado para mí? Eso parece imposible. No lo conozco de nada —sonrió; sus dientes eran amarillos y grandes—. Debe de tratarse de un error.
—Me dio su nombre, Fernando Seoane Gálvez.
—Eso no quiere decir nada. Mi nombre está en la guía de teléfonos.
—Por supuesto, señor Seoane. El asunto es bastante… yo diría que ridículo. Pero le prometí que hablaría con usted.
—Muy bien. ¿Y qué quiere de mí ese psicópata?
—Dice que usted es su verdadero padre.
Julio aguardó la reacción. Había estado pensando en las muchas posibles reacciones que sus palabras podían ocasionar en su interlocutor. Risa, enfado, ira. Incluso pensó que podría hasta echarlo de la casa con cajas destempladas. Sin embargo, el hombre se mantuvo impávido. Si hubo alguna reacción, no la mostró.
—¿Eso es todo?
—En realidad desea que usted le busque un abogado de pago. Afirma que es usted rico.
—Comprendo. Quizá mi prima debió decirle algo de mí y él ha fantaseado. No soy rico, mi familia lo fue hace mucho tiempo. Yo vivo con cierta comodidad gracias a unas pequeñas rentas que me quedan. Y, créame, no tengo ningún hijo. Soy soltero.
—Le agradezco que se haya tomado esto con tanta filosofía, señor Seoane. Me temía lo peor. Figúrese, llega un desconocido y le trae semejante noticia.
—No tiene por qué disculparse. No es culpa suya. Y dígame, ¿cómo es ese señor que dice ser hijo mío? Usted debe tratarlo bastante, ¿no? Sólo conozco su foto gracias a los periódicos.
—Es delgado, fuerte, con la nariz grande, estatura media… Es un hombre melancólico, como asustado, triste. Tiene un pequeño defecto, sus brazos son un poco más largos de lo normal. Ah, y es muy listo… Mucho más de lo que aparenta.
—¿Y sabe usted por qué mató a esas ancianas, incluida mi prima Ana, señor Bravo?
—No sé siquiera si las ha matado. De todas maneras no me cabe a mí juzgarlo. Para eso hay jueces y tribunales.
—Mi prima Ana tenía ochenta y dos años, señor Bravo, y fue violada y estrangulada. Ese psicópata asesino se hacía pasar por fontanero para tener libre acceso a los domicilios de sus futuras víctimas. La policía cree que ha cometido muchos más crímenes de los que le imputan. Ese hombre es un loco peligroso. ¿No tiene usted miedo, señor Bravo?
—Me necesita, voy a escribir un libro sobre él. Puede que esté loco, pero no es ningún estúpido.
—Leve esperanza esa.
—Es un riesgo que tengo que correr.
—De modo que un día ese loco va y le dice a usted que soy su padre y que tengo que buscarle un abogado y usted, sin más averiguaciones, llama por teléfono, se cita conmigo y me lo suelta en plena cara. No sé quién de los dos está más loco, señor Bravo, usted o él. Estoy tentado de llamar a la policía ahora mismo.
—No se trata sólo de eso, señor Seoane. Me dijo que siendo su madre soltera, ella y la abuela trabajaron en la casa de su familia en Villena. Años después, ya casada, usted visitó a su madre que, al parecer, es también sanadora como la abuela. Él afirma que fue engendrado por usted en aquella ocasión. Y disculpe mi lenguaje.
—Fuera de esta casa.
—No era mi intención ofenderlo. Me he limitado a transmitir un mensaje. Él no le pide nada, sólo que le busque un abogado. Sea culpable o inocente, tiene derecho a un abogado que le defienda.
—Le doy tres minutos para que abandone mi casa. En caso contrario, llamaré a la policía.
Julio se puso en pie.
—Por favor, señor Seoane…
—Fuera.
—¿Fue usted a visitar a la madre de Fernando en Santander, en 1957 para que le curara los ojos?
—¡Agustín, Agustín!
El mayordomo abrió la puerta como si hubiera estado escuchando la conversación.
—Contésteme sólo a eso, señor Seoane, se lo ruego. Me gustaría saber si Fernando me miente.
—Acompañe al señor Bravo. Tiene que marcharse.
—Señor Seoane, por favor.
—No tengo más que decirle. Buenos días.