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Poco tiempo después nos trasladaron en tren a Málaga y de allí embarcamos a Melilla en un transporte militar. Íbamos todos apiñados en la bodega, sentados en el suelo, y el barco se movía como un garbanzo en la boca de un viejo sin dientes. Yo nunca había ido en barco, aunque soy de Santander, de modo que subí a cubierta y le pedí al teniente Casado que me dejara estar allí, mirando las, olas y las gaviotas que seguían al barco graznando.

El teniente Casado me concedió permiso para hacerlo y me tiré todo el viaje contemplando el mar gris y espeso, las olas que subían y bajaban soltando espuma, esa inmensidad que parecía no tener fin.

El barco cortaba el agua, hundiéndose y subiendo, avanzando hacia África, lejos de lo que había sido hasta entonces mi vida.

Según me iba alejando, el corazón me brincaba más y más de alegría. Empezaba una nueva vida con documentación verdadera. Atrás, muy atrás se quedaban la caseta de tiro al blanco, el recuerdo de mi abuela muerta, «El Mono», mi madre y, sobre todo, lo que ocurrió en Almansa, que te lo contaré en otra ocasión.

Yo ya era alguien. Alguien a quien se le tenía respeto y admiración. Todos los hombres de mi batallón me conocían, sabían quién era yo. Incluyo suboficiales, oficiales y jefes.

Y no digamos los hombres de mi compañía, con el teniente Casado al frente. Para ellos yo era su héroe indiscutible. Estaban orgullosos de tenerme a mí en la compañía y por nada del mundo hubieran permitido que me marchara a otra unidad.

Los oficiales hablaban de mí, decían que tres o cuatro hombres como yo en el Tercio y se acabaría la mala prensa que tenía la Legión entre los civiles y los otros cuerpos militares. Yo era un ejemplo que se comentaba para que en el futuro se fomentasen las disciplinas gimnásticas y las competiciones deportivas, como acicate para formar buenos Caballeros Legionarios.

Me puse por primera vez el honroso uniforme legionario en Málaga, antes de ir al puerto y formar en pelotones y compañías. Fue una experiencia maravillosa. Todos, firmes, mientras la banda del regimiento —que había acudido a recibirnos de Melilla— tocaba himnos marciales y otras marchas militares.

Los más altos formaban en cabeza, dando ejemplo de marcialidad y el teniente Casado, habilitado ya para capitán —sable en mano como comandante de nuestra compañía— ordenaba con voz clara y potente:

—¡Atenta compañía, fiiiiirmes… ar!

Y ciento cincuenta hombres al unísono, sin un fallo, chocábamos los talones de las botas.

—¡Atentaa… cooompañía… cabezaaa variación izquierda, maaaarchen… ar!

Y la banda arremetía con la música, mientras desfilábamos por el muelle en dirección a la pasarela del barco. El público se arremolinaba en la explanada del puerto y nos aplaudía.

Al entrar en el barco, nos íbamos separando por secciones y nos acomodábamos en las bodegas con nuestros petates, pero sin armas, porque aún no habíamos jurado bandera y todavía no éramos auténticos Caballeros Legionarios.

Gracias a mi victoria en el combate de boxeo, yo iba habilitado para cabo, me lo había comunicado el teniente Casado. Aunque no tenía los galones, todo el mundo me trataba con el respeto debido, cuadrándose cuando se dirigían a mí.

Como ya te he dicho, me tiré toda la travesía en cubierta, apartado de los demás, pensando en mis cosas, en todo lo que dejaba atrás y en que, por fin, había conseguido mi lugar en el mundo.

Sería legionario, Caballero Legionario el resto de mi vida. Militar. No habría mujeres en ese mundo, no habría esos seres ladinos y tortuosos. En la vida militar las cosas estaban muy claras, como suelen ser las cosas de los hombres. Los inferiores obedecen a los superiores y ya está. Unos a mandar y otros a obedecer sin discutir jamás.

En Melilla el regimiento se acuartelaba en un lugar llamado «Batería Jota», al lado de la frontera con territorio marroquí. El cuartel lindaba con las alambradas. Al otro lado veíamos las casuchas de los moros, las tiendas de campaña donde vendían de todo y los lavaderos donde, por unas pesetas, mujeres moras nos lavaban la ropa.

Mi regimiento era el «Luis de Recasens», un héroe de la guerra contra Marruecos que había dado la vida por España asaltando, él solo, un blocao atiborrado de enemigos.

El cuadro del Caballero Legionario —laureado con la Gran Cruz de San Fernando— se encontraba en la sala de oficiales y representaba al legionario entrando en el blocao con el cuerpo atado con bombas de mano y disparando su fusil, mientras los moros enemigos retrocedían horrorizados ante tanta valentía.

Eso era lo que nos contaban en las clases teóricas que yo aprendía a la perfección. Las recitaba sin perder una coma, con lo que pronto fui el primero de la compañía, lo mismo que en instrucción, gimnasia y comportamiento.

En tiro y manejo de armas no logré el número uno porque había un legionario miembro del Tiro Olímpico, pero conseguí un puesto muy honroso. El haberme criado en una caseta del tiro al blanco tenía sus ventajas.

El día de la Jura de Bandera fue el más hermoso de mi vida. Ya era un Caballero Legionario. Mejor dicho, un cabo segundo Caballero Legionario. Me hicieron efectivo el galón al otro día de la jura. Y me dieron el mando de una escuadra, cinco hombres.

Pronto, mi escuadra fue la primera en salir de los dormitorios al toque de diana y en formar en el patio. La mejor en hacer la instrucción y la más marcial. No toleraba un botón fuera de sitio, una mancha en el uniforme, la mínima insubordinación. Las guardias de mi escuadra fueron las mejores del regimiento.

En aquel cuartel éramos unos mil doscientos hombres entre tropa, suboficiales, oficiales y jefes. El regimiento lo mandaba el coronel García Robles y había dos batallones, el número Uno y el Cuatro. Cada batallón constaba de cuatrocientos hombres, poco más o menos. Mi compañía era la cuarta del primer batallón que constaba de ciento treinta hombres, divididos en cuatro secciones, mandadas por tenientes. Tres secciones de infantería, más una cuarta de apoyo, con artillería antiaérea y contra carros.

Los mil doscientos hombres de aquel cuartel me conocían. Los que habían estado conmigo en Madrid y los más veteranos de Melilla. Todos sabían de mi combate de boxeo y de mi victoria y me trataban con respeto. Y cuando digo todos, quiero decir todos, del coronel para abajo.

Pero el que me hubieran hecho cabo tan rápidamente produjo algunas envidias.

Había otro cabo en el cuartel, llamado Huertas, que empezó a decir que si él hubiese estado en Madrid, hubiera hecho papilla al campeón madrileño. El cabo Huertas era un veterano, llevaba seis años en la Legión —dos reenganches— y era alto y muy ancho. Pesaba ciento treinta kilos y no parecía gordo. Gastaba barba rojiza y ojos de loco y su diversión particular era reírse de los novatos.

Su especialidad era ponerlos firmes y decirles que tenía que hacer un experimento con ellos para saber si serían buenos paracaidistas. Entonces los levantaba en vilo y los lanzaba contra la pared, entre las risas y las cuchufletas de los veteranos.

Claro, a mí no me lo había hecho porque yo era cabo, un cabo como él y en teoría no se me podía considerar un novato, aunque lo fuese.

Bueno, pues un día me retó delante de mi escuadra. Me dijo que me preparase que tenía que probar conmigo mi aptitud para ser un buen paracaidista. Yo le contesté que lanzara a su puta madre.

Verás, decirle eso al cabo Huertas era como firmar tu sentencia de muerte. Y, claro, me retó a «El Beso».

«El Beso» es una forma de lucha típica de la Legión. Consiste en atarte las manos a la espalda y unirte al contrincante con una cuerda que se ata al cuello, de forma que ninguno de los dos pueda salir corriendo o huir. Se lucha a rodillazos, patadas, cabezazos y mordiscos, de ahí el nombre de «El Beso».

Se corrió por el cuartel que Huertas y yo nos íbamos a dar «un beso» y empezaron las apuestas. La mayoría creía que el cabo Huertas me mataría. Era más pesado, más alto que yo y más fuerte. También tenía más práctica en esta modalidad de lucha. Había resultado invicto contra todos sus contrincantes durante seis años en la Legión.

La única condición que yo puse fue que no vistiésemos el uniforme y él aceptó.

El día señalado fue un domingo, día de permiso en el cuartel, a las cinco de la tarde y en la zona mora, detrás de las chabolas, en las arenas de la playa.

A las cuatro cuarenta y cinco ya estábamos allí. El cabo Huertas se había llevado a cuatro compinches que alborotaban y se reían, explicando que en cuanto Huertas acabara conmigo se irían de putas a gastarse el dinero de las apuestas.

Yo no fui con nadie. No tenía amigos y, además, no los necesitaba.

El cabo Huertas fue con el uniforme completo. Yo me desnudé, quedándome en calzoncillos. Cuando me preguntaron por qué hacía eso, contesté que no quería estropearme la ropa con la sangre de Huertas. Todos rieron y el que más, el cabo Huertas que me mostraba las pesadas botas de reglamento, del número cuarenta y cinco, como diciéndome: «Con éstas te voy a patear».

Huertas y sus amigos empezaron a reírse porque yo parecía empalmado, del bulto tan grande que me sobresalía. Pero yo no estaba empalmado, ni nada de eso. Yo siempre he sido muy dotado de pene, incluso de niño, pero, claro, ellos no lo sabían.

—Te voy a reventar, recluta —me dijo—. Y luego nos la vas a mamar a todos.

Uno de los compinches del cabo Huertas me ató las manos a la espalda y otro se lo hizo a su jefe. Luego, con un cordel de dos metros, nos hicieron lazos corredizos en el cuello.

Enseguida me di cuenta de la táctica de Huertas. Consistía en tirar de la cuerda, empleando los poderosos músculos de su cuello, para tenerte en el radio de acción de sus botas y matarte a patadas. Pero a mí no me pudo alcanzar.

Yo estaba casi desnudo y descalzo y comencé a esquivar sus botas.

La presión de la cuerda en mi cuello me estaba produciendo llagas y un dolor insoportable. Casi no podía respirar, la carne me quemaba y el aire apenas entraba en mis pulmones. Pero a él le pasaba lo mismo.

El cabo Huertas era mucho más fuerte que yo, pero yo era más ágil, más escurridizo.

El tío se reía a mandíbula batiente y tiraba de la cuerda. Yo saltaba de un lado a otro, esquivando sus patadas.

—¡Eh, reclutita, ven para acá que te voy a dar un besito, anda, ven, no huyas! —me decía.

Y sus compinches se retorcían de risa:

—¡Cabo, muérdele la boquita, dale un mordisquito y arráncale la lengua!

—¡Ven para acá, cabrón, no huyas! —me gritaba una y otra vez.

Y te lo juro, Julio. Allí, en aquella sucia playa, me vinieron a la cabeza las palizas que me daba «El Mono» cuando era niño. Empecé a pensar que el cabo Huertas era «El Mono» que me quería pillar para deslomarme a golpes.

Mi abuelo llegaba todas las noches borracho a la caseta de tiro al blanco, donde dormíamos mi abuela y yo y la empeñaba a golpes conmigo, llamándome mamón. Me agarraba del cuello y empezaba la lluvia de golpes.

¿Te lo figuras? Yo calentito, durmiendo con mi abuela, bien abrazado a ella y de pronto, ¡blam!, la puerta que se abría y «El Mono» que la emprendía a golpes conmigo. Yo intentaba soltarme, patearle la cara, pero claro, era muy niño y «El Mono» tenía una fuerza animal.

—¡Éste es mi sitio, mamón! ¡Qué haces con mi mujer, fuera de aquí! —me solía decir.

Mi abuela ayudaba en lo que podía, diciéndole que me soltara, que la cama estaba caliente para él, que fuera con ella. Pero él me arrastraba hasta la puerta y me echaba fuera. Y me quedaba allí, encogido de frío y lleno de golpes.

Casi siempre «El Mono» regresaba al amanecer o bien entrada la mañana, de manera que yo solía irme del lado de mi abuela cuando rayaba el alba.

Fíjate Julio lo que son las cosas. Aún hoy me sigo despertando un poco antes de que amanezca, como si llevara un reloj dentro.

Aquellos días en los que mi abuelo me pescaba durmiendo no se me olvidarán jamás.

En la puerta de la caseta tenía que oír las risas y los jadeos animales de mis abuelos sobre el colchón de goma espuma.

No te puedes ni imaginar el asco que me entraba.

Aquella tarde en la playa de Melilla sentía el mismo asco y el mismo odio. Todos mis músculos, vísceras y nervios clamaban para destrozar al cabo Huertas. No para darle un escarmiento con una monumental paliza, como él quería hacer conmigo, sino para matarlo. El romo cerebro del cabo Huertas codificó esa señal. Yo estaba allí para destrozarlo.

Dejó de lanzar bravatas. Resoplaba y procuraba ahorrar fuerzas. Se estaba agotando. Yo tenía el cuerpo lleno de morados y erosiones que habían provocado sus patadas, pero estaba mucho más descansado que él.

Tiró de la cuerda una vez más y yo me lancé hacia la izquierda. La soga se enrolló en su cuello y comencé a girar y a girar. Tiré hacia atrás y su rostro se volvió más cárdeno aún. Sus ojos se abrieron de par en par, las vértebras de su cuello se rompieron y cayó de rodillas.

En el suelo, tiré aún más de la cuerda. La sangre estallaba en el interior de mi cerebro, pero el cabo Huertas agonizaba sin poder respirar.

Su rostro pareció hincharse y de pronto la barba se tiñó de la sangre que le manaba de la boca. Los ojos casi se le salieron de las órbitas.

Movió las piernas en los últimos estertores y murió con una especie de mueca grotesca en la boca. Yo pasé mis manos atadas por delante y me quité la soga del cuello que me había producido un círculo de sangre. Los compinches del cabo Huertas aún no habían reaccionado.

—Desnudadle y llevadle a la escollera. Ponedle una botella vacía a su lado y lanzadle al mar.

Me hicieron caso al instante. Tres días después apareció su cuerpo hinchado y violáceo, medio comido por los peces, a seis kilómetros del cuartel. Lo descubrieron unos pescadores.

Nadie me achacó esa muerte, pero todos supieron que el Unicornio estaba con ellos.