La tierra era gris, color ceniza. Pero de lo que más me acuerdo es del olor a pelo quemado. Había una llanura polvorienta y los matojos salpicaban de manchas la tierra. A lo lejos se elevaban al cielo delgadas columnas de humo. La mujer me llevaba en brazos y debía de ser noche de luna llena porque tengo grabados en la memoria gestos insignificantes, sombras agazapadas en el polvo y sonrisas desde el suelo, a pesar de la oscuridad terrible que se cernía sobre nosotros.
Yo me apretaba a ella, extrañado de que aquella noche no la viese desnuda junto a mi abuela. Sentía el golpeteo de su corazón bajo el vestido liviano y la tersura hinchada de su pecho mientras caminaba descalza, levantando aquella tierra que parecía el rescoldo de un vasto incendio.
Por todas partes aparecían y desaparecían bultos humanos que cuchicheaban entre sí, a veces se reían y luego se agachaban hasta confundirse con el terreno.
Y los pies descalzos de la mujer hundían el polvo como si siguiera un camino preestablecido, apartando matojos, dejando atrás siseos y miradas furtivas.
Nos acercamos a un círculo de bultos negros que salmodiaban algo que se repetía y se repetía. Era un sonido monótono y sin sentido pero que parecía mantener a aquellos bultos extrañamente unidos. El rumor era apenas audible aunque estábamos cerca. Más bien parecía el barboteo uniforme que produce un insecto al volar.
La mujer y yo llegamos a aquel corro de sombras y éstas se abrieron para que pudiéramos sentarnos. La mujer comenzó a murmurar lo mismo que los demás y yo me sentí sumergido en aquel sonido.
Si me preguntaras si tuve miedo —a pesar de lo pequeño que era— te respondería que no. No, no tenía miedo. Me sentía muy cómodo, adormilado y extrañamente feliz.
En medio de aquel círculo había algo que llamaba mi atención. Era la silueta de un animal de pelo negro y reluciente, de ojos brillantes como ascuas. No podía apartar mis ojos de él. No lo había visto nunca y sin embargo me era familiar.
Alrededor de aquel animal entrevisto danzaba un hombre con una túnica negra abierta. Llevaba en la cabeza un extraño sombrero que parecía la cornamenta de una cabra. El hombre alto agitaba los brazos sin ruido y estaba desnudo bajo la túnica.
Su sexo erecto sobresalía cada vez que se retorcía en su danza. Sus pies trazaban dibujos que no parecían surgidos al azar. Desparramados por el suelo vi cruces rotas, objetos que aún hoy no he podido identificar, vasos sagrados, y un remedo de altar.
La mujer se despojó de sus ropas hasta que quedó desnuda. Entonces me di cuenta de que todos los presentes también lo estaban, formando un grupo compacto de cuerpos apelotonados. Ella me alzó sobre su cabeza y también me despojó de mis ropas.
Gritó, lo recuerdo. Un grito desgarrador. La danza de aquel hombre y los siseos de los presentes cesaron al instante.
Dijo algo en voz alta con una voz que no parecía la suya. Un sonido ronco y chirrioso que no era su voz de siempre. Le respondieron los demás. Algunos comenzaron a retorcerse por el suelo, emitiendo chillidos apagados, sacando la lengua y girando los ojos.
El animal aquel, negro y enorme, bramó y se movió y lo vi en todo su esplendor. Era el Unicornio. El Gran Cabrón con un solo cuerno en medio de la frente.
La mujer, desnuda y resbaladiza por el sudor, me acercó a él despacio, muy despacio. Aún hoy —a pesar del tiempo trascurrido— me estremezco al sentir su olor y su presencia.
Al llegar a menos de un palmo, el animal volvió a bramar mucho más fuerte y se puso en pie sobre sus patas traseras.
Era mucho más alto que un hombre y se mantuvo derecho y de pie, observándome. Entonces, me di cuenta.
Su pene parecía una lanza brillante que apuntara a aquella mujer.
El círculo de personas comenzó a aullar, a retorcerse más y a bailar alrededor del grupo que formábamos ella, yo y el Unicornio.
No sé cuánto tiempo estuvimos así porque todo aquello ha quedado en mi memoria algo confuso, mezclado con los sueños. Sin embargo recuerdo con nitidez el cuchillo en las manos del hombre de la túnica, el tajo certero en el cuello del animal y el caño de sangre espesa y caliente que cayó sobre la mujer y sobre mí.
El Unicornio bramaba con todas sus fuerzas mientras agonizaba y la sangre caliente nos bañaba.
Y te lo juro, Julio, poco a poco, segundo a segundo, empecé a crecer.
Mi cuerpo se cubrió de pelo negro e hirsuto y mis manos se convirtieron en pezuñas. Era más alto que cualquier hombre. Un cuerno surgió en medio de mi frente.
Y yo también aullé y bramé, convertido en el nuevo Unicornio. Y todos, incluida la mujer, danzaron alrededor mío, rindiéndome pleitesía, aceptando ser mis esclavos, poniéndose bajo mis órdenes.