Está en jueces, señor Julio. En comunicación con el señor juez de Instrucción y su secretario. Han venido hasta aquí para interrogarle. Pero están tardando demasiado. ¡Ay, me tienen preocupada!
El despacho de la enfermería estaba desierto, con olor a alcohol y a yodo. Baldomero se sentaba frente a una mesa cubierta por los impresos de partes médicos. Todo estaba limpio.
Los ruidos de la prisión, que tanto intrigaban a Julio, seguían escuchándose constantes, como un tren avanzando en la lejanía.
Baldomero suspiró y Julio añadió:
—¿No sabes cuánto tardará?
—¡Ay, señor Julio!, ¿cómo voy a saberlo yo? Me tiene muy preocupada Fernando, ¿sabe? Eso de estar tanto tiempo en jueces no es bueno.
Julio se había sentado en la silla libre, al lado de Baldomero. Colocó la cartera y el magnetofón sobre la mesa y sacó el paquete de cigarrillos y la lata de atún que le servía de cenicero. Le ofreció uno a Baldomero y los dos fumaron en silencio.
—El señor juez que instruye su caso tiene un vozarrón muy alto y se le oye todo. No he tenido ni que acercarme a la puerta. Se le entendía todito. Ahora el pobre Fernando va a tener que comerse todas las viejecitas que hayan muerto en Madrid.
—Dime una cosa Baldomero. ¿Conoces bien a Fernando? Parece que sois muy amigos, ¿no? Él me ha hablado mucho de ti.
—¿Sí? ¿Le ha hablado de mí? ¿Y qué le ha dicho, señor Julio?
—Bueno, que erais amigos, que te enterabas de todo lo que ocurre aquí dentro.
—Eso sí que es verdad, señor Julio. Yo me entero de todo, pero no se lo voy contando a todo el mundo. Tengo que ser muy cuidadosa, aquí hay mucho cabrón, mucho asesino que pasa de todo. Bueno, y luego igual te acusan de ser una chota de los boquerones y te la lías. Son capaces de rajarte.
—Me ha encargado que busque a su verdadero padre. Un tal Fernando Seoane. ¿No te parece un poco raro todo esto?
—Bueno, algo de eso me ha comentado, sí. Pero no sé nada más. ¿Ha encontrado ya a su verdadero padre, señor Julio?
—No, todavía no. Escucha, Fernando me ha dado a entender que en patios lo han sentenciado a muerte. ¿Es verdad eso?
—Uy, sí, ya lo creo. En patios no se habla más que de Fernando. En quién va a tener más cojones que nadie y rajarlo. Hay uno, sobre todo, al que llaman «Rascayú», que anda diciendo que Fernando mató y violó a su madre y que tiene que vengarse. Ese «Rascayú» está como un cencerro. Ni siquiera conoce a su verdadera madre, nació en la inclusa, fíjese usted, pero se le ha metido en el terrazo que han matado a su madre y que ha sido Fernando. Y lo malo no es eso, no. El «Rascayú» se está haciendo un baldeo con una cuchara robada de comedores. Yo se lo he dicho a Fernando, señor Julio, se lo juro, pero como el que oye llover, sin importarle. Cualquier día me lo matan, ¡ay, Dios mío!
—¿Estabas aquí cuando trajeron a Fernando, Baldomero?
—¿Que si estaba yo aquí? Yo me he criado aquí, señor Julio. Hace mucho que he olvidado el tiempo que llevo aquí… Mire, recuerdo la noche en que lo trajeron como si fuera ayer mismo. Cien años que pasaran, pues igual me acordaría. Muchas veces, cuando me aburro, me voy a Entradas a ver las cundas. Y la noche en que lo trajeron, pues estaba yo allí. Hay veces que a los presos hay que darles sedantes o necesitan tratamiento médico, ¿no?, además, las cundas me distraen un poco. Bueno, lo que le decía, aquella noche estaba yo en Entradas y me lo veo llegar. Ese hombre con esos ojos tan tristes, con esa carita de pena que traía, el pobre, y tan altivo él, tan superior a todos… Y me entró una cosa por el cuerpo… Bueno, en realidad yo ya estaba curiosa por verlo, ya sabía de él. En patios se había corrido la voz de que lo iban a traer a este trullo. Como había salido en televisión su captura y todas esas cosas, pues una estaba curiosa, verdad. Además había como un morbazo, porque usted sabe que los violadores están mal vistos en los talegos… Bueno, le sigo contando… En realidad en todo el trullo, pero en todito el trullo había como una expectación para ver cómo era ese violador que se había cargado a tantas viejecitas. Lo que le decía, nada más verlo en la cunda me quedé prendadita de ese pobre chico. Me entró un sofoco que ya no lo pude ni mirar. Qué hombre, señor Julio, qué tristeza tan grande guarda.
—Parece que nada más llegar tuvo un percance en patios, ¿no?
—Usted no debe hacerle tanto caso. Los presos mentimos más que hablamos.
—Bueno, pero algo ocurrió, ¿no es cierto?
—Mire, aquí el reglamento dice que los recién llegados, mismamente como Fernando, tienen que ir a la Séptima Galería. Bueno, pues me lo destinan a la Tercera sólo para que se jodiera. Lo colocan junto a los maleantes más maleantes, los narcos… en fin, lo peorcito.
—¿Crees que hubo mala intención?
—¡Anda, a ver, si no! Y yo se lo dije al señor jefe de Servicio… Le dije que Fernando iba a durar menos que un bizcocho en la puerta de un orfanato, que iba a ser un descrédito para Instituciones Penitenciarias si se lo cargaban. Ya era bastante famoso, y seguro que saldría su muerte en los papeles. Todo eso fue antes de que usted viniera por aquí, señor Julio.
—Bueno, pero ¿qué pasó?
—Le juro que les dije a los boquis que la muerte de Fernando sería un baldón para nosotros. Que nuestra responsabilidad ante la Constitución y el Derecho, era cuidar la vida y la integridad de la población reclusa. Una no es una analfabeta, señor Julio.
—¿Tú estabas en patios o te lo han contado, Baldomero?
—Yo no puedo ir a la Tercera sin un pase. Yo me muevo por la Séptima y por Enfermería… ¿ha puesto el magnetofón, señor Julio?
—Si no te importa, me gustaría grabarlo.
—¡Uy, a mí qué me va a importar! ¿Y saldré en el libro?
—Claro que sí.
Baldomero se aclaró la garganta y cruzó las piernas. Apagó la colilla del cigarrillo en la lata de atún que había traído Julio.
—¿Qué quiere usted saber, señor Julio?
—Lo que ocurrió aquel día en el patio.
—Bueno, aquí el reglamento dice que el recién llegado se tira tres días en celdas sin salir a patios ni a comedores. Se queda en celdas, solito. Al cabo de los tres días el recluso tiene una entrevista con el director, al que llamamos el doble y, después… ¡Ay que me da no sé qué hablarle a este bicho!
—Pero, hombre, Baldomero, no lo mires, hablame a mí. Si te da vergüenza no mires al magnetofón.
—Yo soy muy vergonzosa, no se crea usted. Le juro que me están entrando unos calores que…
—Venga, cuéntalo de una vez.
—Bueno, yo le dije a un amigo que tengo en la Tercera, y que me debe bastantes favores, que me contara todo de Fernando, todito. Porque yo, señor Julio, como ya le he dicho, no puedo cambiarme de Galería. Este amigo, al que llamamos «La Pecadora», está destinado a Economato y puede moverse un poquito para arriba y para abajo… Bueno pues le dije que estuviese al loro y que me lo contara todo, de pe a pa. Y él me lo contó. Dijo que cuando salió el primer día a patios y a desayunos parecía el Arcángel San Miguel de lo guapo y bien maqueado que iba y todo el mundo se le quedó mirando. Él se sentó en su banco y empezó a migar el pan en el tazón ese que nos dan, que dicen que es café con leche condensada. Partía el pan a trocitos pequeños como tiene él por costumbre, mirando a todo el mundo, pero sin que se le note… Nadie le dijo nada, ni nadie se metió con él. Pero él debió oler el peligro porque cuando salió a patios, después del recuento, no se metió para un rincón como es costumbre de los nuevos sino que se plantó en medio del patio ojo avizor, ¿entiende, señor Julio? Bueno, en eso que se le acercaron tres como a pedirle candela, que es la costumbre que hay para matar a alguien. La cosa es así. Uno pide candela y cuando se la ofrecen, el otro le sujeta la mano. Entonces, el que va de matador le clava el pincho en el cuello, en la carótida o en el tercer botón de la camisa, donde el pincho entra fácil. Mientras tanto, otro hombre, el tercero, vigila. Por eso se llama hacerle a uno el tres o la tercera.
—¿Ésa es la forma que tienen de matar?
—Sí, señor Julio. Le llaman darle a uno la tercera o el tres.
—¿Y se lo hicieron a Fernando?
—Sí, señor Julio, el primer día que bajó a patios. Y entre tres, como se suele hacer. Uno sujeta las manos, el otro pincha y el tercero está al loro por si hay algún boquerón cerca. Pero fíjese cómo estaban las cosas que ese día no había ningún boqui cerca, qué casualidad. Bueno, según me contó «La Pecadora», a los asesinos les salió el tiro por la culata, malamente. Mejor se hubiesen quedado en sus chabolos esos cabrones. Bueno, nada más pedirle candela, Fernando empezó a gritar llamando a los boquerones. Y ahí se jodió todo el invento.
—¿Estás seguro de que lo querían matar, Baldomero?
—¿Cómo no voy a estarlo? Me lo contó «La Pecadora» de pe a pa. El mismo jefe de Servicio los sancionó con un parte de pelea y alboroto y entonces sí que sacaron a Fernando de la Tercera y lo trajeron aquí conmigo, a la enfermería. Desde que Fernando está aquí, esto es otra cosa. Todos esos cabrones que se cachondeaban de mí y me perdían el respeto con eso de que tengo la menstruación, pues se callaron. Ya no me llaman Baldomera cuando Fernando está cerca. En cuanto se corrió la voz de que es mi hombre, chitón todo el mundo.
—Explícame eso de que ya no se ríen de ti, Baldomero.
—Bueno, me da un poco de vergüenza decirlo, pero yo tengo la menstruación, sabe. Cada treinta días, poco más o menos. Yo soy bastante regular.
—Y Fernando y tú…
—Fernando es mi hombre. Bueno, yo lo soy todo para él. Aquí no tiene amigos… Bueno, usted, señor Julio. También está usted, pero usted es de fuera. ¿Entiende?
—Sí, lo entiendo. ¿Y tienes la menstruación, Baldomero?
—Sí, señor Julio, sí que la tengo.
Baldomero se puso en pie y comenzó a desabrocharse los pantalones. Julio lo agarró del brazo.
—Te creo, Baldomero, te creo.
—Le puedo enseñar el pañito.
—No hace falta.
Baldomero se sentó despacio.
—A mí me van mejor los támpax, sabe. Tamaño pequeño, pero ya me he cansado de escribir peticiones pidiéndolos. Para que se cachondeen de una, pues no. Me aguanto con pañitos y ya está.
—Y Fernando te protege, ¿no es así? Anda, cuéntamelo.
—Es un verdadero hombre, señor Julio y estoy cada vez más loquita por él. No he querido a nadie como lo quiero a él. Si me dice que me mate por él, lo hago, soy suya, enteramente suya. ¿Sabe usted lo que es estar enamorado de alguien, señor Julio?
—Bueno, supongo que alguna vez habré estado enamorado. Estuve casado… pero hace tiempo.
—¿Está divorciado, señor Julio?
—Ella vive en Barcelona.
—Yo soy contraria al divorcio, señor Julio. Que se rompa una familia no es bueno, es peor que un crimen. Y los niños sufren mucho, muchísimo.
—No tuvimos hijos.
—Por eso se divorciaron, seguro. Todas las mujeres, toditas, queremos tener hijos de los hombres que amamos. Si alguna le dice otra cosa, no haga caso.
—¿Y tú quieres tener un hijo de Fernando?… ¡Eh, pero no te pongas colorado, hombre! ¿He dicho algo malo?
—Perdone pero no puedo hablar de estas cosas tan íntimas, me entra un… disculpe usted.
—He sido muy brusco. No te preguntaré nada más.
—Señor Julio es que… mire, con las visitas del señor juez de Instrucción me estoy poniendo mala de los nervios. Igual me lo mandan a una de esas cárceles de alta seguridad y no lo vuelvo a ver. Y eso no lo voy a poder aguantar.
—Venga, cálmate, por favor.
—Es usted muy bueno, señor Julio. Da gusto hablar con usted.
—¿Cómo es la vida de Fernando aquí en la enfermería, Baldomero?
—¿Aquí? Pues ya lo ve usted… No está mal del todo… Tiene el chabolo aquí, en «Curas» que está bastante bien. Está solo, que es importante, tiene su camita, sus cuadernos y ese libro, la Enciclopedia, que siempre está estudiando. Se pasa el día escribiendo.
—¿Sí? Pues vaya, no sabía yo que a Fernando le gustase escribir… A mí me cuenta su vida, pero no me da nada escrito. ¿Sabes qué escribe?
—No, señor. Sus cosas, supongo… Bueno, copia ese libro. Usted me había dicho que le contara lo que hace, ¿no? Aparte de escribir y leer, se hace su gimnasia todas las mañanas, como media hora o así. Yo se lo tengo todo relimpio, como a él le gusta, reluciente como los chorros del oro, y sus sábanas planchaditas… Por las mañanas, cuando no viene usted, le veo hacer su gimnasia en calzoncillos, que da gusto verlo. Luego le paso la toalla con agua por todo el cuerpo, una cosa que a él le gusta mucho, porque a limpio, todo hay que decirlo, no le gana nadie. No es como esos tíos que hay por aquí, más guarros que la mar… Bueno, ya me he liado. ¿Qué me estaba preguntando?
—Te había preguntado cómo es su jornada diaria.
—¡Ah, sí, la jornada!… pues eso, hace su gimnasia, como media hora o así y luego yo le paso la toalla y… ¿sabe usted? Hay veces que me tiemblan tanto las manos que casi no puedo pasarle la toalla y él me dice «Baldomero, tío, ¿qué te pasa?» y yo no sé qué decirle de la emoción que…
—No te líes, Baldomero.
—¡Uy, sí, es verdad!… Bueno, luego le traigo el desayuno, su yogur, sus frutas y el cafelito. Pero cafelito del bueno, de la cantina de funcionarios, no esa mierda que dan aquí.
—¿De dónde sacas esas cosas? Una cárcel no es un supermercado.
—En el economato hay de casi todo, menos alcohol… Y yo… bueno, yo soy muy buscavidas… ¿Tiene carrete el aparato?
—Sí, continúa.
—Pues eso, después del desayuno y del recuento, viene don Calixto, el doctor, y revisa a los enfermos y a los que están de baja. Vamos cama por cama, Don Calixto y una servidora y Fernando que es un poco el celador, el ayudante de enfermería, ¿no? Desde que está Fernando se acabaron el cachondeo y las malas palabras y las guarrerías que me hacían. Porque, aunque esté a mal decirlo, yo gusto a los hombres, señor Julio… No se impaciente, que sigo… bueno, cuando se acaba la revisión, yo he apuntado todo lo que me ha ido diciendo don Calixto, las medicinas que hay que darles, las bajas, las altas… en fin, todo. Luego pasamos consulta y Fernando va apuntando los nombres en el estadillo, es como mi ayudante. Después toca recuento y comedor y cada mochuelo a su olivo. Eso si no hay una emergencia, porque aquí todo el mundo está zumbado y casi todos los días hay alguien que se china o se traga cosas, para que lo destinemos al hospital. Cuando no hay más remedio llamo a Fernando, pero si no, lo dejo en el chabolo escribiendo y venga a escribir. Y así van pasando las horas, los días, señor Julio.