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Mi novio siempre ha sido formal, de casa al trabajo y del trabajo a casa a ver la televisión o a charlar, siempre servicial y buena persona, pero de mucho carácter, se enfada por cualquier cosa. Le gusta todo ordenado y a su hora. Cuando quiere es simpático. Yo lo veo normal en todo… Lo conocí porque fue a arreglarle a mi madre unas losetas flojas del cuarto de baño hace siete meses… De trasnochar y borracheras como otros hombres, nada de nada. Me decía que nos íbamos a casar en cuanto ahorrara para el piso. A mí me parece imposible que haya hecho eso que dicen que ha hecho… De vez en cuando se descolgaba con regalos, ¿sabe?, televisores, casetes, juguetitos, radios… y cadenitas, relojes, pendientes… era muy atento, cariñoso cuando quería…»

—Gracias, señor secretario. Señor Ruiz, continúa usted sin elegir letrado para su defensa. Me veo en la obligación de comunicarle que faltan diecisiete días para que finalice el plazo que este Juzgado de Instrucción le ha concedido.

—Muchas gracias, señor juez. Le agradezco mucho lo que hace por mí. Muchas gracias.

—Bien, ha oído las declaraciones de su novia, la señorita Nieves Blasco, con la que convivía. Los múltiples regalos que le hacía a su novia han sido reconocidos por los parientes directos de sus presuntas víctimas. Es inútil que trate de decirnos que compró esos objetos.

—Bueno… verá, algunos me los regalaban esas señoras. Quedaban contentas con las chapuzas… Ya sabe usted, señor juez, que hay mucho fontanero manazas, que no tienen ni idea.

—¿No se los robaba a las víctimas, señor Ruiz?

—¡Yo no robo, yo no soy un ladrón!

—Han identificado el noventa por ciento de esos objetos. La popularidad que está usted alcanzando y que tanto parece satisfacerle, nos está ayudando, mal que le pese. Después de salir en la prensa con excesiva asiduidad, diría yo, hemos prestado declaración a una multitud de testigos de su barrio.

—Con la venia, señoría…

—¿De mi barrio? ¡Un momento! ¿Qué ha querido decir con eso? ¿Están en mi contra los del barrio?

—Espere, no interrumpa. Diga, señor secretario.

—He hecho un resumen de las declaraciones de testigos para hacérselas saber al acusado.

—Yo no he matado a ninguna vieja.

—Léalo, por favor.

—Con la venia…

—¡Ja, ja, ja!

—¿Qué le hace tanta gracia, señor Ruiz?

—Ustedes hacen caso a las habladurías de la gente de mi barrio. Son unos chismosos, señor juez y me tenían envidia.

—Le aconsejo que no se ría tanto y que busque lo antes posible un letrado para su defensa. Si lo que intenta es dilatar el juicio, le comunico que es totalmente inútil. Señor secretario, proceda.

—¿Y quién dice que yo he matado a esas viejas?

—Su foto en los periódicos ha hecho que algunos testigos lo recordaran, señor Ruiz. Nada más. ¿Permite que el señor secretario pueda leer?

—Con la venia, señoría… Según declaraciones bajo juramento de testigos, todos domiciliados en el mismo barrio que el acusado, y con diverso grado de conocimiento y amistad con el mencionado acusado, efectuadas en los Juzgados de Guardia en un caso y en comisarías de policía en otros, resulta que… el acusado llevaba una vida regular y sin escándalo, era amable y servicial con todo el mundo, trabajador y muy ordenado. Asimismo, pusieron de manifiesto que el acusado pagaba regularmente el alquiler de su domicilio. Preguntados sobre la acusación contra don José Fernando Ruiz, manifestaron su total extrañeza al respecto. Era conocida por los vecinos su amabilidad con las ancianas, a las que ayudaba con las bolsas de la compra, a cruzar la calle, etc. Asimismo, declararon que golpeaba y le gritaba a su novia, Nieves Blasco, aduciendo que se veía con otros hombres…

—Gracias, continuaré yo, señor secretario.

—Como guste, señoría.

—¿Conoce usted a doña Antonia Gómez Fernández, viuda de setenta y siete años, domiciliada en calle Jardines número 84, 3.ª derecha, de esta capital?

—No.

—Doña Antonia vivía sola desde que enviudó de don Casimiro López Tapia en 1978. Tiene una hija casada de treinta y seis años, domiciliada en Fuenlabrada y dedicada a sus labores. El 30 de junio pasado, la hija de doña Antonia acudió al domicilio de su madre, tal como tiene por costumbre dos o tres veces a la semana, y encontró a su madre tendida en la cama, vestida y muerta. La cama estaba perfectamente hecha y doña Antonia con los brazos cruzados sobre el pecho, pero con la dentadura postiza atascada en la garganta. La hija lo atribuyó a los últimos estertores de la muerte. Doña Antonia padecía de insuficiencia cardíaca, artrosis y… bueno, de otras dolencias propias de la vejez. Eso fue lo que le hizo pensar a la hija que su madre había fallecido de muerte natural, víctima de un ataque al corazón. El médico del cercano ambulatorio, que conocía a la víctima y sabía de sus dolencias, firmó el parte médico como muerte natural, sin efectuar mayores averiguaciones. Haga memoria. Hemos encontrado una factura de fontanería a su nombre entre los papeles de doña Antonia. Además, poseemos innumerables declaraciones de testigos que afirman que usted conocía a doña Antonia.

—Ahora me acuerdo. En el barrio la llamábamos doña Toñi. Era muy castiza.

—La hija de doña Antonia reconoció su foto en los periódicos y recordó haberle visto en el piso de su madre el mismo día de su muerte, arreglando unas cañerías. La testigo acudió al Juzgado de Guardia y comunicó sus temores y se le tomó declaración. Recordó, además, que al limpiar y lavar a su madre en compañía de unas vecinas para amortajarla, se dieron cuenta de que tenía sangre en la zona púbica, muslos y ano, atribuyendo el hecho a hemorragias internas, sin darle mayor importancia. Pero este Juzgado, señor Ruiz, autorizó la exhumación del cadáver y una exhaustiva autopsia cuyos resultados están ya incluidos en el sumario. Doña Antonia Gómez Fernández no murió de muerte natural, como se creyó al principio, sino que fue violada vaginal y analmente y asfixiada.

—Yo no he matado a ninguna Antonia o como se llamara esa vieja. Yo no he matado a nadie. ¿Cómo puede usted pensar que yo pueda hacer el amor con esas viejas? Yo he tenido siempre mujeres jóvenes y muy guapas. He tenido las mujeres que he querido.

—Esto no es un juicio. No tiene usted que defenderse. Conteste, ¿por qué esa manía de tenderlas en la cama y arreglarlo todo? ¿Era para fingir una muerte natural?

—Quiere que yo diga que las he matado, pero eso es mentira.

—Usted era muy amable, excesivamente amable con las ancianas. Casi el ochenta por ciento de sus trabajos de fontanería los realizaba en domicilios de ancianas. ¿Qué tiene que decir a eso? Esta conversación está siendo grabada, señor Ruiz, y todo lo que diga, o no diga, puede ser empleado contra usted durante el juicio.

—Diga lo que quiera. Yo no he matado a nadie.

—Detrás de esa fachada de sangre fría, señor Ruiz, creo que hay una mente calculadora y fría. Las evidencias contra usted son irrefutables. Es inútil que intente negarlo.

—Le juro, señor juez que hacer el amor con una vieja es que me da asco. ¿Para qué querría yo estar con una vieja? Yo tenía a mi novia… Además, Madrid está lleno de chicas guapas muy jovencitas… Perdone, es que…

—¿Está llorando usted, señor Ruiz?

—Perdone, perdone…

—Suspenderemos el interrogatorio durante media hora, si así lo desea.

—No, no… no importa. Usted se porta muy bien conmigo. Gracias, muchas gracias.

—¿Podemos continuar?

—Sí.

—Funcionarios de la policía judicial bajo mis órdenes han mostrado su fotografía a los parientes y vecinos de todas las ancianas fallecidas de muerte natural en su barrio durante los últimos dos años. Exactamente cuarenta y siete ancianas. Bien, hemos encontrado un número muy alto, más de veintidós ancianas fallecidas, cuyos parientes y vecinos lo han reconocido como el fontanero o el albañil que entraba en sus casas. Solamente tenemos pruebas para acusarle de dieciséis, pero hay fundadas sospechas de que el número de ancianas asesinadas por usted es mucho más alto.

—Yo no me como esos marrones. De eso nada.

—De momento lo han reconocido innumerables testigos, señor Ruiz. Parece ser que usted ha sido un simpático y eficiente fontanero. Al menos, usted estuvo en las casas de dieciséis de estas ancianas fallecidas de aparente muerte natural. Las correspondientes autopsias han demostrado que fueron asesinadas a sangre fría, intentando no dejar huellas.

—¿Cuántas serán mañana? A lo mejor me hace responsable de la muerte de todas las viejas de Madrid. Soy fontanero. Y me daba igual quién me llamara para las chapuzas.

—Usted no hacía solamente chapuzas, señor Ruiz.