5

La madre de Julio era desgarbada y flaca. Tenía los cabellos blancos despeinados y los ojos como ascuas que parecían refulgir en la oscuridad.

Le dijo a Julio:

—Ella no lo quiere, se casó con él para salir de su casa, ¿entiendes? En realidad está enamorada de Claudio y no sabe qué hacer. Se lo ha contado todo a Mercedes, su mejor amiga.

—No tengo tiempo de ver la televisión, mamá —contestó Julio.

—Nadie debería hacer algo así. Hay que casarse por amor.

—Claro.

—Pero ella sufre. Llora por las noches cuando el marido está fuera por motivos de negocios. No puede apartar a Claudio de su pensamiento. Tiene el corazón desgarrado. Deberías ver esas novelas, Julio. Te darían muchas ideas para tus libros.

Algo crujió, quizás una madera seca o la juntura de una ventana. Los muebles crujían siempre y de niño le asustaban. Eran oscuros, grandes, pesados y se alineaban en la pared derramando sombras. No eran muebles de Julio. Su madre los había traído con ella cuando vino a vivir con él al quedarse viuda.

Aquellos muebles mal colocados, situados como por azar, le recordaban a Julio los interminables años de su infancia.

—No debes ver tanta televisión, mamá. ¿Por qué no sales más a la calle? Podrías llamar a Fina… no sé… ir a merendar, al cine, quizás al parque.

—Me gusta ver la televisión. La calle es siempre la misma, en cambio, la televisión cuenta cosas diferentes todos los días.

—Enfermarás de los ojos.

—¿Has visto el periódico, hijo? Ha vuelto a salir tu amigo, el violador.

—No es mi amigo, mamá. Escribo un libro sobre él. Nada más.

—También ha salido en televisión.

—No quiero que los periódicos me influyan, mamá. Además, no sé lo que los periodistas pueden enseñarme sobre Fernando.

—¿Qué te ha parecido esa oposición a gestor de aduanas? Ciento cincuenta mil al mes. Y dentro de muy poquito vienen las de oficiales de Juzgado, hijo. No deberías perder esa oportunidad. Yo me iré, hijo, y te quedarás solo.

Todos los días su madre subrayaba con lápiz rojo los anuncios de petición de empleo del periódico y los avisos de las academias especializadas en oposiciones. Su obsesión era que estudiara duramente cuatro o cinco meses y que sacara cualquier oposición al Estado. La preferida por ella era Correos. Su hermano Alberto —tío Alberto— había empezado de simple cartero en 1947 y ahora era jefe de Cartería en Logroño y jamás había tenido un sobresalto. Como solía decir ella, antes se derrumbaría el mundo que el servicio de Correos.

En realidad, aquello lo llevaba escuchando Julio desde que era un niño. Al principio, los consejos de su madre se dirigían a su padre, vendedor de una importante casa de chocolates y productos alimenticios.

Recordaba a su padre siempre fuera, viajando por los pueblos de la región, intentando que los tenderos hicieran pedidos de aquellos chocolates y magdalenas que intentaba vender.

Tenía grabadas en la memoria las largas sobremesas en su casa, con el padre fatigado y lamentándose de su suerte, de las zancadillas que invariablemente le hacían sus compañeros de trabajo y, sobre todo, el jefe general de Ventas, un oscuro personaje que vivía en Barcelona y que mandaba despóticamente sobre los delegados de Ventas y los vendedores a comisión.

Su madre, ya entonces, ponía a su hermano Alberto como ejemplo de sagacidad e instaba a su padre a que opositara a algo seguro.

Una o dos veces, que recordara Julio, su padre intentó preparar unas oposiciones. No sabía bien a qué, pero ahora se acordaba de él, sudoroso, agarrando los libros y fotocopias con fuerza y estudiando con decisión los temas.

Lo recordaba sentado en la mesa de la cocina y a su madre caminando de puntillas para no distraerlo del ímprobo esfuerzo.

Entonces, él tenía que hacer los deberes del colegio en su habitación y no hacer el menor ruido. La casa se volvía un sepulcro silencioso y no se podía ni tirar de la cadena del retrete.

—Sí, ahora los voy a mirar, mamá.

—Deberías hacerlo, hijo. Tú eres mucho más listo que el tío Alberto. Y cuando ya tengas la oposición, podrás dedicarte a escribir todos esos libros que quieres escribir. ¿Vas a estar mucho tiempo despierto? Te he dejado leche en la nevera, por si tienes hambre.

—Gracias, mamá. Ahora vete a dormir, anda.

—Te veo preocupado, hijo. ¿En qué piensas?

—¿Qué pasaría si papá no hubiese sido mi verdadero padre, eh? —Su madre abrió los ojos, asombrada—. ¿Hubiera yo buscado a mi verdadero padre?

—Qué tonterías se te ocurren. Anda… no estés mucho tiempo despierto, hijo. Acuéstate pronto.

Sintió sus labios en la frente y aguardó a que le pasara la mano suavemente por el pelo, la única caricia que se permitía su madre. Luego, se deslizó hacia su cuarto entre las masas oscuras de los muebles.

Julio suspiró. Su madre parecía delgada y frágil y quizá lo fuera. Pero siempre la recordaba igual, vieja y delgada, huesuda, pasándole la mano con timidez por la cabeza.

Julio rebobinó la cinta magnetofónica y se dispuso a escuchar otra vez lo que le había contado Fernando esa mañana. Hablaba con voz clara y precisa, espaciando las frases, para que él pudiese transcribirlas al papel más fácilmente.

—¿Ya funciona?… Bueno, después de que muriera mi abuela, después de todo lo que pasó… ¿Así está bien?…

—Sí, sigue, Fernando, así está bien.

—… me alisté en la Legión. Había Banderines de Enganche en todas las Capitanías Generales. Yo viajé hasta Murcia en autostop y allí me presenté.

Recuerdo muy bien cómo era todo. Entré en una habitación donde había un oficial (el teniente Casado) apuntando a la gente. En una mesa cercana se encontraba un suboficial, un sargento, creo, que le ayudaba. Me gustó aquel ambiente. Me gustó la seriedad que respiraba todo, lo limpio que estaba, las órdenes secas y tajantes.

Yo no tenía papeles de ninguna clase. Ni certificado de nacimiento, ni carné de identidad… Sólo un papel que decía que estaba bautizado y quiénes eran mi madre y mi padre.

Le enseñé el papel al oficial con miedo de que me despidieran en ese instante y me echaran de allí, pero no lo hizo. Me apuntó en una lista y me hizo firmar por seis años.

—Olvídate de la vida civil, muchacho —me dijo el teniente Casado—. Pronto serás Caballero Legionario. Un orgullo, lleva siempre la cabeza bien alta a partir de ahora.

Yo me di cuenta que había entrado en mi mundo, lo que siempre había soñado.

La gente suele decir que la vida militar —y más, la Legión— es un infierno. Eso lo dicen porque han vivido antes en un lecho de rosas. Para mí, el tiempo que pasé en la Legión fue lo mejor de mi vida y aún maldigo la hora en que salí del cuerpo.

No te voy a cansar con lo que me pasó al principio. Fueron semanas de papeles, de espera hasta que me hicieron un carné de identidad —el primero que tuve en mi vida— y la cartilla militar.

Nos llevaron a Madrid. Estuvimos acuartelados en las dependencias de la División Acorazada Brunete, cerca de Cuatro Vientos, mientras iban llegando legionarios de toda España para el traslado definitivo a nuestros destinos. Eramos unos quinientos y estábamos repartidos en tres grupos. Unos ciento cincuenta iríamos a Melilla con el teniente Casado, otros ciento cincuenta a Fuerteventura y el resto a Ceuta.

En los acuartelamientos de la Brunete dormíamos con la tropa, comíamos el rancho y hacíamos la instrucción. A mí, que estaba acostumbrado a dormir en la caseta del tiro al blanco, las literas de los dormitorios con sábanas y mantas me parecieron gloria bendita. Y el rancho, pan de los dioses. No cabía en mí de alegría.

Desde el principio empecé a destacar en la instrucción y en los ejercicios gimnásticos y el teniente Casado se fijó en mí.

Se iban a realizar competiciones entre los futuros legionarios y los soldados de la Brunete y el teniente Casado me eligió entre los veinte aspirantes a Caballeros Legionarios más fuertes y atléticos.

No es que yo aparentara fuerza —soy normal, pero engaño bastante. Soy fuerte y tengo mucho nervio. Por eso me escogió el teniente Casado.

Nos estuvo instruyendo durante diez días en salto, carreras, lanzamiento de jabalina, potro, plinto y boxeo. A pesar de los pocos días de entrenamiento yo destaqué enseguida, era como si lo hubiese hecho siempre, lo aprendía todo a la primera y sin ninguna dificultad. Pronto fui uno de los favoritos.

El teniente Casado me había tomado afecto sincero y me trataba cada vez mejor, con mucho cariño, como si fuera mi hermano mayor. Él debía de tener entonces alrededor de treinta años y poseía un expediente militar intachable. Decían que era uno de los mejores oficiales de la Legión y estaba habilitado para capitán. Yo me sentía orgulloso y halagado de que me tuviese en tanta estima.

Llegaron los días de las pruebas y yo quedé entre los primeros. Los soldados, los suboficiales y hasta los oficiales y jefes asistieron a las competiciones y todos me aplaudieron a rabiar. El campo de deporte se venía abajo de tantos aplausos.

Era increíble, parecía volar, perderme en la estratosfera con tanto aplauso.

Era bueno, sobre todo en carrera, salto, lanzamiento de peso y jabalina.

Lo de boxeo fue el paroxismo, la locura. El teniente Casado apenas tuvo tiempo de enseñarme las mínimas bases, pero yo tenía que enfrentarme a Perico Santos, alias «Huracán Santos», que había sido aspirante al campeonato de España del peso ligero y que estaba haciendo la mili en la División Acorazada Brunete.

Este «Huracán Santos» era un tío pequeñito, pero muy nervudo y muy fuerte, casi con la misma envergadura que yo. Lo único que yo tenía más largo eran los brazos, que todavía no he conocido a nadie que tuviera los brazos más largos que los míos. Además, era boxeador profesional y un sujeto marrullero y correoso.

El teniente Casado me compró un chándal, botas de deporte, calzón, toallas… en fin, todo lo necesario para presentarme ante los militares y sus familias.

En medio del campo de maniobras habían levantado un ring de verdad y decían que iban a acudir jueces y árbitros de la Federación Castellana de Boxeo para que consignaran que los combates de aquella velada fueran realizados con todas las garantías.

Dos días antes del combate, el coronel jefe me mandó llamar.

Fui con el teniente Casado a su despacho. El coronel era un hombre fuerte y derecho, con el pelo canoso y bigote. Se notaba enseguida que era un jefe nato, un hombre distinto a los demás, nacido para mandar. Me dijo que el honor de la Legión estaba en juego y que con el honor no se podía jugar. Si no me sentía seguro de ganar era mejor que me retirase. Había ganado varias competiciones de atletismo y con eso había llenado de honor los corazones de todos los Caballeros Legionarios, pero que ese combate de boxeo era especial, estaba en juego la hombría del Tercio. Era preferible una retirada honrosa, sin vergüenza, que una derrota. Los Caballeros Legionarios no podían ser derrotados. Cuando salían a luchar, salían a ganar, a por todas. De modo que me lo pensase bien.

—Tengo mucha confianza en él, mi coronel —dijo el teniente Casado.

—Coño, Casado —respondió el coronel—. Ese Santos es profesional. Esos cabrones han puesto enfrente a un campeón.

—Le vamos a ganar, mi coronel —contestó.

—No quiero que se cachondee de mí ese gilipollas de coronel Hernández, ese chulo —respondió el coronel—. Los de la Acorazada se creen los mejores. Nosotros tenemos que demostrarles que tenemos más cojones que nadie.

—Es que los tenemos, mi coronel. El aspirante a Caballero Legionario Fernando Ruiz se lo va a comer. ¿Mi coronel, ha visto la musculatura de Ruiz?

Me acuerdo que le contesté:

—Con su permiso, mi coronel, pero me voy a comer a ese Huracán.

—Mátalo, sé un hombre, sé un Caballero Legionario con dos pelotas —me ordenó el coronel.

El día del combate estuve muy nervioso, muy azorado. Me dieron rancho aparte, comida especial y me dejaron solo, descansando. Yo escuchaba las exclamaciones, los vítores y los silbidos del público en los otros combates.

Y allí, tumbado en la cama, supe que tenía que ganarle a ese mariconazo de «Huracán Santos». La gente tendría que aplaudirme a mí, tendría que besar la planta de mis pies. Yo era más fuerte y más listo que todos ellos y lo iba a demostrar esa noche.

Aunque marcase el paso, vista a la derecha, vista a la izquierda, firmes, en su lugar presenten armas, yo no tenía nada que ver con esa chusma vulgar y escandalosa. Yo era diferente, siempre lo había sabido, sin necesidad de que me lo dijeran los demás, y ahora, allí mismo, lo iba a ver todo el mundo.

Mi combate era el último. Había habido de los pesos pluma y un superwelter. El último de la velada era el más importante, el mío.

Subí al ring y mis seguidores —yo era el ídolo de los legionarios— se desgañitaron aplaudiéndome y dándome vítores. Hasta los oficiales me animaron. Luego subió «Huracán Santos» y pasó lo mismo con sus seguidores, todos los de la División Acorazada.

Según le vitoreaban, me iba entrando más y más rabia. Era una cosa extraña, era como si ese cabrón me estuviese robando a mí los aplausos, el cariño de la multitud.

Y si ya antes odiaba a «Huracán Santos», ahora lo odié aún más. Tenía tanto odio encima, tanta rabia que pensaba que no iba a soportar que el árbitro nos presentase.

Sonó la campana y aquel cabrón comenzó a jugar conmigo. A mí nunca me había pegado nadie, excepto «El Mono» y cuando era pequeño. Yo he sido siempre el más listo en todas partes donde he estado y nunca, ningún hombre, me ha podido pegar. Incluso los que eran más fuertes que yo.

Sin embargo aquel cabrón jugaba conmigo. Yo sabía todo lo que había que saber sobre peleas callejeras y sabía todo lo que se tenía que hacer para destrozar a alguien en una lucha sin jueces ni árbitros. Pero aquella pelea tenía reglas, era boxeo. Y yo sólo tenía una ligera idea de boxear.

El tío cabrón se escurría cada vez que yo le lanzaba las manos. Pasaba por entre mis puños como si fuera invisible y me pegaba en la cara y en el cuerpo, pero yo no sentía los golpes. Cuando terminaban los asaltos, los seguidores de «Huracán Santos» lo vitoreaban y el teniente Casado se ponía cada vez más triste y preocupado.

Fueron pasando los asaltos y yo continuaba de pie a pesar de la paliza. No podía esquivar sus golpes, pero esperaba mi momento. Lo odiaba con todas mis fuerzas y a lo mejor eso me sostenía.

Mi momento llegó. Debió cansarse o se confió demasiado por la paliza que me estaba propinando. El caso es que le pude conectar un golpe en la cara. Y después otro. Y otro.

Sus ojos se volvieron vidriosos. Empecé a darle en todas partes. Se cubría con los dos brazos, tapándose la cara y el pecho, esperando que sonara la campana. Pero no le dejé, los brazos se le cayeron y la carne del cuerpo comenzó a convertirse en pulpa roja. Nadie vitoreaba ahora a «Huracán Santos». Cayó en la lona y el árbitro paró el combate.

Entonces todo el mundo rugió y gritó mi nombre, desgañitándose, puesto en pie. El teniente Casado lloraba de alegría.

Fue el día más feliz de mi vida, Julio, te lo juro.