Mi abuela y aquella mujer parecían iguales. No las diferenciaba. Las recuerdo de espaldas, cuando se mostraban desnudas en la caseta del tiro al blanco. Entonces no había manera de distinguirlas. Las dos tenían el culo grande y redondo, muy estrecho por arriba y ancho por abajo, como dos grandes peras.
Yo debía tener cuatro años y era muy pequeño. Me arrastraba por el suelo de la caseta y escuchaba la música del tocadiscos viejo que anunciaba el número de la mujer y mi abuela. Mientras se mostraban desnudas me entretenía con cualquier cosa, esperando que terminasen y corrieran las cortinas.
«El Mono» permanecía fuera recogiendo el dinero que le iban dando los espectadores y haciéndoles pasar dentro de la estrecha caseta que siempre estuvo iluminada por una fila de bombillas de colores que llamaban mucho mi atención.
Dentro de la caseta no cabían más de diez hombres de pie apretados y silenciosos, que aguardaban a que se descorrieran las cortinillas y salieran las dos mujeres que parecían de la misma edad.
El espectáculo duraba alrededor de tres minutos, exactamente lo mismo que el disco que ponían en el viejo tocadiscos. Yo sabía que iba a empezar la función porque «El Mono» golpeaba las paredes de lata y gritaba: «¡Ya!»
En ese momento mi abuela ponía el disco, descorría las cortinas y se exhibía junto a la otra mujer ante los hombres que las miraban fijamente sin decir nada.
Ninguna de las dos se movía ni bailaba. Solamente se plantaban allí, desnudas, a que las miraran. Luego, cuando acababa la música, cerraban las cortinas y se sentaban en el suelo conmigo, a descansar y a charlar de sus cosas y a darme de mamar.
A pesar de mis cuatro años yo siempre tenía mucha hambre y entre disco y disco me arrastraba hasta las dos mujeres y me ponía a chuparles los pechos.
Se sentaban en el suelo de tierra, sobre una esterilla o una manta, y apoyaban la espalda en la chapa de la caseta. Casi siempre, cuando terminaba con mi abuela me iba para la otra mujer y le mamaba también. Las dos tenían leche y yo no notaba la diferencia.
Me acuerdo que se estaba muy bien, muy calentito y muy bien hinchándome de la leche tibia de cuatro pechos gordos y llenos.
La palmada de «El Mono» sobre la chapa de la caseta anunciaba que todo estaba a punto, pero también que tenía que dejar de mamar.
Aquello me molestaba mucho y recuerdo que lloraba y pataleaba, pero pronto me callaba. Sabía que después de observar sus culos blancos y grandes durante un ratito, otra vez volvería a tener sus pechos para mí solo.
Durante el día y la mayor parte de la tarde la caseta servía para tirar al blanco. Teníamos seis escopetas de perdigones y un saco entero de balines y un montón de regalos para los ganadores: soldaditos, muñequitas, sacapuntas, puros, cajetillas de cigarrillos, botellas de anís…
Mi abuela y «El Mono» atendían a los tiradores, cobraban y entregaban los regalos. Yo solía permanecer a sus pies con un pedazo de corteza de pan impregnado de anís en la mano, para que chupara y no distrajera a los tiradores.
íbamos de feria en feria y muy pocas veces repetíamos en el mismo pueblo. Viajábamos en la camioneta donde cargábamos la caseta de tiro al blanco, las bombillas de colores, los regalos, las escopetas y todo lo que teníamos.
«El Mono» conducía y yo iba sentado en las faldas de mi abuela, entretenido con la corteza de pan empapada en anís o mamándole. A veces, viajaba también en las faldas de la otra mujer, cuando venía con nosotros. Pero casi siempre era con mi abuela.
Era muy curioso. Yo siempre quería tragar leche, mamarle los pechos a una o a la otra. Yo era más bien pequeño de estatura para mi edad, pero muy fuerte. Nunca tuve una enfermedad. Ésa debe de ser la razón por la que fui un niño sano y después un muchacho y un hombre de salud de hierro. Dicen que la leche de las mujeres es uno de los alimentos mejores y más saludables que existen. A lo mejor es por eso.
Llegábamos de noche a los pueblos y siempre los pueblos eran bonitos y alegres porque estaban en fiestas. En muchos de ellos había cohetes y bandas de música y tiovivos y muchas otras casetas.
Lo primero que hacíamos al llegar era buscar un sitio y descargar la caseta desarmada. Ésa era tarea para «El Mono» que tenía una fuerza descomunal, fuera de lo normal y que cargaba y descargaba paneles enteros de pesada chapa como si fuera de corcho.
Después de descargar la caseta mi abuela y yo nos dábamos una vuelta por la feria a ver cómo era, si había mucho dinero, mucha competencia o carricoches nuevos.
Mi abuela me llevaba de la mano y los otros feriantes nos saludaban y había risas y bromas.
—¡Eh! —solía decir mi abuela—. ¡Fijaos qué niño me ha hecho «El Mono»!
Y me mostraba a los demás.
Los feriantes se reían con mi abuela, pero yo me entristecía mucho. Echaba de menos a mi verdadera madre y pensaba que me había vendido a mi abuela o algo así.
En realidad, siempre estaba muy triste. Odiaba no estar con mi hermana Dolores ni en la especie de colegio o guardería donde me pusieron, antes de que me llevaran con mis abuelos. No podía comprender por qué no me quería nadie: ni mi padre, ni mi madre, ni mis hermanos.
Los propios feriantes informaban a mis abuelos de las características de aquella feria y de cómo iban las cosas. Luego, «El Mono» se marchaba con ellos a emborracharse y mi abuela y yo nos íbamos a la caseta a cenar lo que hubiese, y a dormir.
Dormíamos todos en un colchón de goma espuma que teníamos en el suelo, muy apretados porque casi siempre hacía frío. Cuando se quedaba a dormir aquella mujer, había menos espacio todavía.
Por las mañanas «El Mono» me despertaba roncando a nuestro lado. Solía apestar a anís y a vinazo y me quitaba sitio.
El día siguiente a la llegada a un pueblo en ferias era un momento muy importante. Mi abuela afeitaba a «El Mono» intentando quitarle el color azul oscuro que tenía siempre su cara, luego le preparaba el traje, la camisa blanca y la corbata y lo enviaba a conseguir los papeles para quedarnos allí dos o tres días o lo que durasen las fiestas.
Mientras llegaba «El Mono» no hacíamos nada. Nos tumbábamos a holgazanear. A veces, mi abuela lavaba la ropa sucia o cosía, y yo no me separaba de ella.
Existía una norma no escrita que consistía en no arreglar la caseta hasta que llegase «El Mono» con los papeles en regla. Había veces que no los conseguía, bien porque eran muy caros o porque habían llegado a los oídos de las autoridades lo que pasaba por la noche en la caseta.
Cuando llegaba «El Mono» con los papeles, todo era actividad. Se terminaba de montar la caseta en un santiamén, se barría el suelo alrededor y se regaba para que no hubiese polvo.
Entre las seis y las seis y media la caseta ya estaba lista para los niños, que eran siempre los primeros en acudir a la feria.
Desde que se abría la caseta hasta la noche, en que se transformaba, yo permanecía a los pies de ellos o me arrastraba por el suelo, sorbiendo la corteza de pan impregnada de anís.
Escuchaba los disparos, ¡pum, pum, pum! que atronaban mis oídos como el ruido de una tormenta y me prendía de las piernas de mi abuela y gemía, asustado.
Desde el suelo veía los regalos colgados de las cintas, muy lejos de mi alcance. Todos eran maravillosos.
Había ositos de peluche, cochecitos y objetos de colores. Yo los quería y tendía las manos intentando cogerlos. Pero era inútil. De haberlos podido agarrar, me los hubieran quitado.
Muy pronto tuve que aprender que todas aquellas cosas de colores jamás serían para mí.
De pronto, una noche faltó la otra mujer. Dejé de chuparle los pechos y de verle las piernas y la espalda durante las largas sesiones de exhibición. Ya sólo veía un solo culo grande y blanco.
Pero me acostumbré a chuparle los pechos sólo a mi abuela, sin echar de menos los cuatro pechos de leche tibia de antes.
En realidad estábamos mejor. Desde que se fue aquella mujer teníamos más sitio en la cama y en la cabina de la camioneta, de manera que las cosas, al menos en teoría, fueron mucho mejor.
Mi abuela nunca me habló de mi madre. Durante todo aquel tiempo que pasé con ella la llamaba madre, fingiendo que no me acordaba de mi verdadera madre. Sin embargo, a mi abuelo «el Mono» nunca lo llamé padre, ni abuelo. Era el marido de mi abuela, el padre de mi madre, pero para mí un extraño. En realidad lo odiaba.
Mucho después, cuando era un niño un poco más crecido, pensaba en los dos culos blancos e iguales que se exhibían ante los silenciosos espectadores de la caseta de tiro al blanco. No me cabía en la cabeza que pudiera haber existido alguna relación entre aquella mujer y «El Mono». Tampoco me cabía en la cabeza que ese ser repugnante y asqueroso, en realidad semihumano, pudiera haber engendrado a mi madre. Rechazaba la idea como imposible.
Años más tarde, cuando descubrí a mi verdadero padre, supe que el odio a «El Mono» había sido algo instintivo. Mi sangre rechazaba la contaminación de la suya. Nunca le hablé a mi abuela de que yo recordaba a mi madre. No se lo dije nunca. Yo la llamaba madre y era mi madre ante las pocas personas, casi todos feriantes como nosotros, con las que nos tropezábamos por azar.
Sin embargo, muchos años después, cuando yo ya había cumplido doce años, y vivíamos en Almansa, le dije que me acordaba de la otra mujer y de lo que pasó la noche del Unicornio.
Fue durante una noche de tormenta en la que nos agazapamos en la cama, escuchando los truenos y las gotas de agua caer sobre el techo.
«El Mono» había salido a montar su número en cualquier taberna y mi abuela se había llevado una botella a la cama. Solía beber una mezcla de anís seco y dulce que se preparaba ella misma y que nunca la emborrachaba por completo. Los ojos le brillaban y la lengua se le volvía estropajosa, pero no se tambaleaba ni vomitaba como hacía «El Mono» que agarraba borracheras durante las cuales perdía el conocimiento y parecía muerto. Bueno, como te digo, estábamos mi abuela y yo bajo las mantas, escuchando el ruido sordo de las gotas de lluvia y se lo dije.
Le dije que me acordaba de la noche del Unicornio. Ella dejó la botella de anís mezclado sobre el regazo —solía acunarla como si fuera un niño pequeño— y durante un buen rato me miró con sus ojos enrojecidos sin decirme nada. Luego me contestó que era imposible, la mujer aquélla se había marchado cuando yo aún no había cumplido los cinco años. Era imposible que yo me acordara de ella.
Para demostrarle que tenía buena memoria le conté lo que te he contado al principio, que las veía juntas de espaldas y que mamaba de sus cuatro pechos.
Ella negaba moviendo la cabeza:
—Es imposible, niño, es imposible. Tú eras demasiado pequeño. ¿Quién te ha contado eso, niño? —me preguntó, asustada.
—Nadie, nadie me lo ha contado, abuela —le respondí.
—No se lo tienes que contar a nadie, niño. Escúchame bien. A nadie.
Yo le aseguré que no se lo contaría a nadie.
Mi abuela dejó la botella, salió de la cama y cogió el mazo de cartas. Arriba, sobre el techo, seguían cayendo las gotas de lluvia como si fuera un tambor.
—Nunca te he echado las cartas, niño, y ahora te las voy a echar.
Colocó sobre la cama el paño negro que solía utilizar y se puso a canturrear por lo bajo y a mecerse adelante y atrás, sentada con las piernas encogidas. Luego trazó signos extraños en el aire y en el paño negro y empezó a echarme las cartas, comenzando por los signos cardinales, después la tierra, el aire, el agua, el cielo y el infierno. Según fueron saliendo las cartas, mi abuela se mostraba cada vez más intranquila y nerviosa, mirándome de reojo.
—Lo sabía —murmuraba—. Lo sabía. Ha sido un castigo del cielo. Cuando tu madre era casi una niña, ella y yo fuimos a trabajar a una casa muy grande…
—Sigue —le instaba yo—. Cuéntamelo.
—Y antes de tú nacer, el señorito fue a verla a Santander… pero no, niño. Ya lo sabrás a su debido tiempo.
Cuando salieron todas las cartas, a mi abuela le temblaban las manos, ella que era tan fuerte y tan animosa. Deshizo el juego y recogió el paño negro y lo puso otra vez frente a mí. Empezó de nuevo igual que antes. Realizó los extraños signos en el aire, recitó algo entre dientes y se balanceó atrás y adelante siguiendo la cadencia de lo que iba diciendo.
Cuando la última carta cayó en el paño negro a mi lado, gritó.
Fue un grito desgarrador que no he vuelto a oír hasta seis años después, en el mismo momento en que ella murió. Pero ésta es otra historia que ya te contaré.
Yo me asusté al oír el grito de mi abuela y me lancé hacia ella para abrazarla. Ella me agarró fuerte y exclamó:
—¡No me mates, niño, no me mates!
Entonces no le hice caso porque pensaba que estaba medio borracha y yo era muy pequeño.