40. EL FIN DEL MUNDO

A media mañana del día siguiente atracamos en Floreana junto al barril de madera que, clavado en lo alto de un poste, constituye la más antigua de las tradiciones del archipiélago.

En esa barrica —la misma desde hace cientos de años— los navegantes que pasan cerca de la isla depositan su correspondencia para cualquier rincón del mundo, o retiran la que les ha llegado desde los cinco continentes.

Es «Ley del Mar» —ley de caballeros marinos, por muy sinvergüenzas que puedan ser— que todo el que encuentra en la barrica una carta que pueda aproximar a su destino, tiene la obligación de llevarla, y —una vez en la «civilización»— franquearla de su propio bolsillo hasta el fin del trayecto.

Esta costumbre —que según muchos iniciaron los piratas— cobró especial auge entre los balleneros de los siglos XVIII y XIX, que pasaban años en el mar, y esta estafeta de Post-Office Bay constituía su único medio de comunicación con el mundo.

Tradicionalmente, las inmediaciones del archipiélago fueron siempre muy abundantes en ballenas, razón por la que sus cazadores frecuentaban sus aguas.

Las Galápagos están enclavadas en una auténtica encrucijada: una corriente cálida corre hacia el Sudeste; otra «contracorriente» de aguas muy claras y también cálidas viene del Oeste a todo lo largo de la línea equinoccial, y por último, una muy fría, la Gran Corriente de Humboldt, sube desde la Antártida, sigue las costas de Chile y Perú, gira al Noroeste, baña el sur de las Galápagos y desaparece en el Pacífico.

Se supone que por medio de esa corriente se inició la vida en el archipiélago, de origen volcánico. Flotando en pedazos de madera llegaron las iguanas y las grandes tortugas de tierra, mientras las semillas vinieron en los buches de las aves. Lobos de mar, focas y la familia de pingüinos de Fernandina arribaron nadando también en esa corriente de fantástica potencia que refresca el clima y da a las aguas su increíble riqueza en plancton y pesca.

Post-Office Bay constituye un rincón agradable y tranquilo que obliga a olvidar la triste leyenda de la isla, y allí almorzamos, con buen apetito, un mero y langostas pescadas esa misma mañana, para seguir viaje más tarde sin decidirnos a emprender las largas horas de camino que llevan a la casa de los Wittmer.

Ya desde lejos, con su alta cumbre y sus verdes praderas, la isla de Santa Cruz prometía algo muy distinto a lo que fuera San Cristóbal, y sobre todo, su pequeño puerto de «Academy-Bay», de aguas azules y transparentes que lamen un alto farallón de rocas, me maravilló desde el primer momento, haciéndome comprender que alcanzaba el paraíso olvidado que venía buscando.

Focas nadaban en sus aguas, iguanas marinas entraban y salían de ella o tomaban el sol sobre las rocas o los tejados de las casas, e infinidad de aves marinas revoloteaban de un lado a otro o se lanzaban con la agilidad de los piqueros o el desgarbo de los alcatraces.

Me despedí de Guzmán, que regresó a su isla, y encontré alojamiento en casa de un cubano, Jimmy Pérez, viejo aventurero que debió de correr mucho antes de recalar definitivamente en este confín del mundo.

A la mañana siguiente, muy temprano, me encaminé a la «Fundación Darwin», que se alza a poco más de un kilómetro del pueblo, bordeando el mar, y que está dedicada preferentemente al estudio de las grandes tortugas de tierra o galápagos que dieron nombre a las islas.

En un principio fueron muy abundantes, pero hoy en día, y si no fuera por los esfuerzos de la «Fundación» y del Estado ecuatoriano, estarían en trance de extinción, al igual que han desaparecido del resto del mundo.

Fósiles de tortugas terrestres similares se han encontrado en los más diversos rincones del Planeta, desde la India a Estados Unidos o Europa, pero, en la actualidad, tan sólo subsisten en las islas Mascareñas, del Indico, y en Galápagos.

Los mayores ejemplares alcanzan un peso de trescientos kilos, y su carne es exquisita, mejor que la de pollo o faisán. Producen un aceite de primerísima calidad, y esa fue una de las causas de su extinción, pues durante el siglo pasado los norteamericanos enviaron miles de buques a cazarlas. Terminada la matanza, los perros, ratas y cerdos que el hombre había traído consigo tomaron la costumbre de devorar los huevos, de modo que se calcula que, en la actualidad, tan sólo uno de cada diez mil de esos huevos llega a convertirse en un individuo adulto.

Ahora bien, cuando la tortuga logra alcanzar los treinta centímetros de longitud, aparece ya protegida contra todo, y puede, en la mayor parte de los casos, llegar hasta los trescientos y más años de edad, de forma que se asegura que algunas de ellas fueron contemporáneas de Hernán Cortés o Felipe II.

Aparte de tan fantástica longevidad, presentan características realmente curiosas, como es el hecho, de que se las puede ir cortando pedazo a pedazo, día a día, sin que mueran, y sin que parezcan sufrir dolor alguno. Separada la cabeza del tronco, el corazón aún les palpita durante quince días, y me aseguraron en las islas que cuando se les arranca el cerebro —apenas mayor que una habichuela— la tortuga aún camina durante medio año.

Tras varios días en Santa Cruz, y después de recorrerla de punta a punta, llegué a la conclusión de que me encontraba otra vez aislado y necesitado de un trasporte que me llevara al resto del archipiélago.

Me habían asegurado que al cabo de quince días un avión militar llegaría a la antigua base norteamericana de la pequeña isla de Seymur o Baltra. Si no conseguía que ese aparato me devolviera al continente, tendría que esperar por lo menos un mes a que un diminuto barco de cabotaje quisiera aparecer por las islas, lo que nunca estaba garantizado.

Pronto llegué a la conclusión de que en toda la isla tan sólo conseguiría, con suerte, el pequeño yate de Karl Angermeyer, el «Robinson» o «Duque de las Galápagos», del que ya había oído hablar incluso en el continente, aunque aún no me lo había tropezado en la isla.

Siguiendo una costumbre local, me encaminé al embarcadero y allí tomé «prestada» la primera lancha que encontré, en la que remé, cruzando la bahía, hasta la hermosa casa de Angermeyer, que se alzaba sobre las rocas, en el mejor emplazamiento de la ensenada.

El mismo Karl salió a recibirme. Vestía un corto pantalón, andaba descalzo, tendría unos cuarenta años y lucía una corta barba que recordaba al Robert Taylor de «Ivanhoe».

Había llegado al archipiélago, en compañía de sus hermanos, treinta y tres años antes, traído directamente desde Hamburgo por su padre, un comerciante que un día sintió la necesidad de abandonar las comodidades de un mundo demasiado mecanizado y buscar para sus hijos un lugar en el que pudieran convivir más de acuerdo con la Naturaleza.

Karl es un hombre extremadamente cordial, feliz con su esposa y su soledad sobre las rocas, y no me costó trabajo llegar a un acuerdo para que me alquilara por unos días su diminuto yate —que se había construido con sus propias manos—, así como a su marinero, Roberto, sirviendo él mismo de patrón y guía por el archipiélago.

Amanecía cuando levamos anclas.

La esposa de Angermayer nos despidió desde la puerta de su casa. Roberto izó las velas, y yo le ayudé. Karl se ocupaba del timón.

El barco medía unos diez metros, pero resultaba cómodo, espacioso y tenía una cabina capaz para cuatro literas y una pequeña cocina. Incluso tenía ducha, que es la mayor comodidad que se puede pedir en estos casos.

Pusimos proa al Este y, luego, al Norte, bordeando la isla. A mediodía fondeamos en el canal que separa entre sí las Plazas, dos islotes que se alzan a un tiro de piedra de la punta nordeste de Santa Cruz.

El canal era como una inmensa piscina de aguas limpias y tranquilas que permitían ver cómodamente el fondo, a unos diez metros bajo la quilla. Era un lugar hermoso y pintoresco, y hubiera resultado apacible, de no ser por el escándalo que armaban más de mil focas que habitaban en la costa baja de la mayor de las islas.

Nunca había visto una colonia semejante. Había focas de todos los tamaños, desde los grandes machos de más de quinientos kilos, a las diminutas crías recién nacidas, que se arrastraban entre las rocas sin atreverse aún a echarse al mar. La mayoría eran de color oscuro —verde oliva o negro—, pero también abundaban las que se encontraban en el tiempo de muda de la piel, y presentaban entonces un color marrón claro.

Echamos al mar el pequeño bote auxiliar, para saltar a tierra. Inmediatamente, nos rodearon cinco o seis focas que se aproximaban casi hasta tocarnos y sacaban la cabeza del agua, queriendo asomarse para ver lo que llevábamos en la embarcación. Ladraban y hacían gracias, como si a cada una de aquel millar de bestias estuviera amaestrada y formara parte de la troupe de un circo.

Saltar del bote a las rocas fue un problema. Existía una especie de diminuto espigón, pero se encontraba ocupado por dos hembras que dormían al sol y que se molestaron mucho cuando tuvieron que apartarse para dejarnos paso.

El jefe de la familia se enfadó; era un macho de más de dos metros de largo y enormes colmillos, que se encontraba en esos momentos en el agua, y que sacó la cabeza gritándonos algo que quería decir, sin duda, que dejáramos en paz a sus esposas.

Pronto pude advertir que toda la costa se encontraba claramente dividida en «territorios», de no más de quince metros de longitud, y en cada uno de ellos reinaba un macho con su corte de hembras y crías. Cada uno de aquellos monarcas defendía celosamente sus posesiones y no permitía que ningún otro cruzara sus fronteras no sólo en tierra, sino incluso en las aguas cercanas, allí donde retozaban las hembras o las crías.

Esta colonia de focas de las islas Plaza formaban parte —como todas las que había visto hasta el presente— de la especie más común en el archipiélago, tan numerosa, que los nativos se quejan de que les destrozan las redes. Su abundancia se debe a que su piel no es apreciada en peletería, por ser basta y de largos pelos. No han sido nunca molestadas, a diferencia de una segunda especie, limitada ya a las islas de Fernandina e Isabela. De piel suave y preciosa, han sido muy perseguidas a causa de ella, de modo, que en la actualidad, no quedan en el archipiélago más que unos cuatro mil ejemplares, muy localizados en los rincones más solitarios. Tal vez la rigurosa prohibición que existe de matarlas permita su rápida recuperación.

Los machos ya viejos, que no se encuentran con ánimos de iniciar nuevas luchas por la posesión de un harén, se retiran a los acantilados posteriores de la mayor de las islas Plaza, donde viven, solitarios y amargados, hasta que les llega la muerte.

Se vuelven entonces malhumorados y furiosos, no permiten que nadie se les acerque, y cuando intenté fotografiar a uno de ellos, se me echó encima proferiendo grandes gritos y haciendo gestos amenazadores.

Cerca de él aparecía el enorme cadáver de otro macho viejo, y cada roca que sobresalía estaba ocupado por uno de ellos. Aunque la altura en caída libre hasta el mar superaba los treinta metros, me aseguraba Karl que, en ocasiones, los había visto lanzarse desde allí al agua. Una vez conseguida la comida, volvían a subir arrastrándose trabajosamente desde el otro lado de la isla, a lo largo de más de dos kilómetros de empinada cuesta.

Producía tristeza ver aquellos animales de media tonelada de peso reptando jadeantes hasta la cima de su retiro, aquel alto acantilado desde el que contemplaban durante horas y días el ancho mar que había significado toda su vida. Era como penetrar en un santuario, en un asilo de ancianos abandonados, en un cementerio de seres vivos.

Ese mismo acantilado se encontraba habitado, al mismo tiempo, por la más increíble variedad de aves marinas que pueda imaginarse. Por su número, destacaban las llamadas «gaviotas de cola de golondrina», especie propia de las Galápagos, fácilmente reconocible por los círculos rojos de sus ojos.

Anidaban en las cornisas del acantilado, depositando los huevos sobre la roca sin formar nido de ninguna especie. Cuando me aproximaba demasiado a ellas, se limitaban a chillar desaforadamente, abriendo mucho el pico con gesto amenazador, y echaban a volar trazando círculos sobre mi cabeza. Algunas incluso llegaban a querer posárseme encima, y tenía que espantarlas, aunque no parecía que tuvieran intención de hacerme daño. También abundaban los alcatraces, rabihorcados y palomas de las Galápagos, pero no pude ver allí ni un solo albatros. Lo abrupto del terreno no les proporcionaba las amplias pistas de aterrizaje que precisaban para sus despegues y tomas de tierra.

El suelo de las Plaza, volcánico como el de todas las islas, aparece salpicado de cactos de pequeño tamaño que sirven de alimento a la gran cantidad de iguanas de tierra que pululan por doquier y que acuden a comer a la mano del extraño, pese a que no están —como las de Angermeyer— acostumbradas a la presencia humana.

Lo más llamativo, quizá, de las Plaza, es la increíble alfombra de mil colores que forman unos matojos bajos y resecos, que surgiendo de fisuras que se producen entre la lava, se extienden luego en una superficie de cuatro o cinco metros cuadrados, combinando los colores rojizos de uno con el violeta, el amarillo o el verde del siguiente. Como al fondo destaca el azul intenso del mar, en conjunto y contempladas desde su cumbre, las Plaza semejan un inmenso tapiz diseñado por un caprichoso artista.

Desde las Plaza pusimos proa al canal que separa el norte de la isla de Santa Cruz de la de Baltra o Seymur. A unas cuatro millas, pasado el canal, se abre —en la misma Santa Cruz— una inmensa bahía de aguas poco profundas. Más que bahía, es, en realidad, un gran manglar por el que miles de canales de no más de un metro de hondo se adentran en tierra. Este es refugio predilecto de tiburones y gigantescas tortugas de mar que acuden a centenares, especialmente en época de celo.

Era tan escasa el agua, que a la mayor parte de los tiburones les sobresalía la aleta dorsal. Debíamos andar con sumo cuidado, pues el único medio de penetrar en el manglar era utilizando el frágil bote auxiliar del yate, y cualquiera de aquellos grandes animales podía hacerlo zozobrar de un coletazo. Caerse al agua en semejante lugar era como lanzar un filete de vaca en una perrera municipal.

Resultaba curioso ver a las grandes tortugas marinas acoplándose. Había docenas de parejas que parecían pasar dificultades para conseguir su objetivo, ya que debían mantener la cabeza fuera de la superficie para respirar. No daba la impresión de que a las hembras les agradara demasiado todo aquello, y los machos tenían que morderlas fuertemente para que aceptaran su presencia.

En torno a cada hembra rondaban siempre dos o tres machos, amén del que se encontraba con ella en esos momentos. Me hubiera interesado estudiar más detenidamente las costumbres de estos extraños animales, pero la noche se nos echaba encima rápidamente y no podíamos permitirnos el lujo de extraviarnos en la oscuridad en aquel laberinto de manglares.

Aquella noche fondeamos en el canal —quieto como una balsa—, y muy temprano pusimos rumbo a San Salvador, la isla de los tesoros.

Poco hay que ver en ella, ya que es un desierto deshabitado y desconocido, excepción hecha de la maravillosa bahía Sullivan, que forma, con su vecina, la diminuta isla de San Bartolomé. En la cumbre de San Bartolomé pudimos subir a la cueva que servía de refugio y puesto de vigilancia a los piratas que escondían sus naves en la bahía.

Se aseguraba que esa cueva servía, también, para dejarse mensajes unos a otros. Hoy en día, es costumbre que los escasos viajeros que pasan por aquí escriban, a su vez, un mensaje.

A los pingüinos pudimos verlos al día siguiente, en las costas de Isabela.

Animales de los hielos, llegaron al archipiélago empujados por la corriente de Humboldt, al igual que los leones marinos, y aquí se quedaron. Con el tiempo, han evolucionado ligeramente, y son más pequeños y débiles que sus congéneres de los Polos, pero no parecen desgraciados por ello. Viven en paz en Fernandina e Isabela; tienen abundancia de alimento, y nadie los molesta.

Se calcula que existen unos mil quinientos ejemplares, y con las actuales leyes de protección, irán aumentando de número poco a poco. Resulta cómico y curioso verlos caminar tan serios, con sus fracs de gala, sobre las rocas de lava negra o las amarillas playas caldeadas por el sol. La clásica imagen del pingüino y el hielo pierde aquí todo su valor, y causan tanta sorpresa como ver un camello paseándose por el Polo.

Los día transcurrieron sin grandes novedades.

El tiempo, claro; el mar, en calma; la temperatura, primaveral.

Un auténtico crucero de recreo por un país de fantasía. Días de pesca, de baños, de sol. De bajar a tierra, a ver más animales; algunos, extraños, como los cormoranes de Isabela, que no vuelan. Pertenecen a la misma especie que se encuentra en otra de las islas y en las costas del Perú, pero es tanta la riqueza piscícola de las aguas vecinas, que, poco a poco, perdieron la costumbre de adentrarse en el mar a buscar su alimento. Les basta con echarse al agua, bajar al fondo y coger un pez. Con el tiempo y la falta de uso, las alas dejaron de serles de utilidad, se les atrofiaron y hoy parecen las de un pingüino.

Isabela no tiene mucho que ver. Es la mayor, pero, quizá, la más fea de las islas. La coronan cinco volcanes y la habita una próspera colonia de campesinos que viven del café, el maíz, la caña de azúcar, la pesca y el ganado salvaje que pulula por todas partes. A mi modo de ver, y si no fuera por los pingüinos, las focas o las tortugas, Isabela podría pertenecer a cualquier otro archipiélago volcánico del mundo. Le falta la personalidad de Hood, Floreana, Santa Cruz o las Plaza. Salvo Tagus-Cove, Punta Espinosa o el estrecho Bolívar que la separa de Fernandina, no tiene mucho que ver, y si he de ser sincero, hasta cierto punto me desilusionó.

Al cabo de unos días, emprendimos el regreso a Santa Cruz, para ir a fondear, a media tarde, en el canal que la separa de Baltra, y donde dormimos ya una noche. Me sentía apenado. Al día siguiente, un avión me devolvería al continente, a la civilización, a los automóviles y a la contaminación atmosférica.

En el transcurso de aquellos días había perdido la noción de que todo eso existiese; de que hubiese en el mundo ciudades donde millones de personas se amontonaban luchando por la subsistencia.

Tenía que regresar, y me dolía. Pensé en Marie-Claire, que me esperaba desde hacía tanto tiempo, y me sentí reconfortado. Por muy lejos que fuera, por mucho que buscara, en ningún lugar encontraría nada que pudiera comparársele. Quizá la solución estaba en ir a buscarla y llevarla allí, que era el paisaje que le correspondía: hermoso, sereno, solitario.

Sentí deseos de sumergirme por última vez, hacer una última visita a los mil habitantes de los arrecifes, y me lancé al agua. Nadé hacia la costa, distante unos cien metros, y me dediqué a estudiar la vida de aquel complejo mundo.

De pronto oí un grito. Aún no sé por qué, alcé el rostro y miré hacia el barco.

En cubierta, Karl hacía desesperados gestos de que saliera del agua y gritaba algo que no entendí. No tuve tiempo ni de pensar siquiera; a menos de diez metros se alzaba el acantilado; me precipité hacia él y trepé como pude a una roca mientras continuaba oyendo los gritos de Karl y Roberto. Cuando me creí a salvo, me volví: algo que parecía un tren se me echaba encima. Era negro, reluciente, mediría unos doce metros de longitud, y una alta aleta en forma de cimitarra le sobresalía del lomo. A menos de cuatro metros, sacó la inmensa cabezota del agua, lanzó al aire un chorro de espuma y me observó con unos ojillos brillantes y malignos. Distinguí una mancha blanca que destacaba en su lomo, y el miedo estuvo a punto de hacerme caer de la roca.

¡Era una orca!

La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y tragarse de un bocado a sus ocupantes.

Una orca que me miraba fijamente, como estudiando sus posibilidades de mover la roca sobre la que me encontraba para hacerme caer al agua como suele hacer con los témpanos de hielo y los esquimales del Polo.

—¡No te muevas! ¡No te muevas! —gritaba Karl.

Al fin, el animal se alejó, y diez minutos después, con infinitas precauciones, Roberto vino a buscarme en el bote.

—Puedes jurar que hoy has vuelto a nacer, muchacho —fue lo primero que dijo—. Has vuelto a nacer… Nunca, nunca en mi vida vi una orca tan cerca de tierra, ni soñé que pudieran llegar hasta aquí. Seguramente andaba a la caza de focas, y si no la vemos a tiempo, te hubiera engullido como una aceituna…

¡Diablos!

¡Diablos, sí! A veces, aún se me aparece en pesadillas. En estos años he corrido mucho mundo y he pasado mucho miedo. Pero nunca nada puede compararse a aquello.

Morir es una cosa. Acabar devorado vivo por una orca, otra muy distinta.

A la mañana siguiente, muy temprano, levamos anclas y fuimos a fondear al pequeño puerto que el Ejército americano había construido casi treinta años atrás en Baltra. La pequeña isla era ya una ciudad fantasma, con calles por las que no corrían los autos y casas en las que no vivía nadie.

Durante la guerra habitaron aquí diez mil personas, y fue esta la más importante base aérea de la zona. Luego, al final de la contienda, todos se marcharon, los hospitales, los cuarteles y las viviendas pasaron a ser propiedad de iguanas y aves marinas.

Mientras llegaba el avión, busqué refugio del sol en uno de los pocos edificios que aún no amenazaba ruina: el Club de Oficiales del Ejército del Aire de los Estados Unidos.

Sobre el montante de la puerta aparecía un borroso letrero pintado muchísimo tiempo atrás por alguien que, sin duda, conocía bien las islas.

«World End», «Fin Del Mundo», rezaba.

Y tenía razón.