39. GALÁPAGOS

Gracias a Gastón Fernández, conseguí que un barco de la Armada ecuatoriana, el «Esmeraldas», me recogiese en el puerto del mismo nombre, al norte de Quito, y me depositara, dos días más tarde, en Puerto Baquerizo, «capital» de las Galápagos, sede del gobernador y una de las pocas islas del archipiélago que no tiene interés ni atractivo alguno.

Cuando le pregunté al gobernador qué medios tenía de llegar a Santa Cruz, de la que había oído decir que era realmente extraordinaria, me respondió:

—Tendrá que esperar a que el correo pase por aquí.

El «Esmeraldas» se había reunido con el resto de la flota ecuatoriana y tenía intención de iniciar unas maniobras para regresar luego al continente, por lo que había decidido abandonarlo. Sin embargo, no quería quedarme en una isla tan poco interesante como San Cristóbal, e insistí cerca del gobernador para que me consiguiera algún medio de transporte.

Al fin, con poco convencimiento, y como quien no quiere meterse en líos, sugirió:

—Vaya a ver a Guzmán «el Presidiario».

Eché a andar tras el chiquillo, que, aunque iba descalzo, saltaba por entre rocas y espinos con un paso tan apresurado, que me costaba trabajo seguirle.

Cuando ya sudaba y empezaba a estar harto de aquel niño saltarín, llegamos a una cabaña situada a la orilla del mar. El muchacho la señaló y dijo:

—Aquí es.

Dio media vuelta, dispuesto a regresar. Cuando le di unos sucres de propina, me miró muy extrañado, pero los aceptó con indudable alegría.

Probablemente, era el primer dinero que poseía en su vida.

Me salió al encuentro una mujer que no debió de ser fea en su tiempo, pero que tenía media cara destrozada por una profunda cicatriz y renqueaba al andar. Cuando le pregunté por Guzmán, señaló una vela que se aproximaba:

—Allí viene —dijo—. Si quiere esperarle, puede usted pasar.

Preferí esperar fuera, y la mujer me trajo un vaso de agua con limón. Señalé a mi alrededor (la cabaña, el mar, la pequeña ensenada) y pregunté:

—¿Hace mucho que viven aquí?

—Nueve años —replicó—. Desde que libertaron a mi marido. Antes, habíamos pasado quince en Isabela. Ya sabe, en el penal.

—Creí que el penal había sido suprimido.

—Lo fue. Pero muchos de los que vinieron castigados a Isabela se quedaron luego en el archipiélago.

Al rato llegó su marido, un hombre alto, cetrino. Nos pusimos de acuerdo en el precio y en salir a la madrugada siguiente.

A la hora convenida aguardaba junto a la barca. Su mujer había preparado víveres y agua para tres días. Calculaba un día para llegar, otro para que regresara su marido y uno más de reserva. Cuando se sale al mar en una chalupa de aquellas características, todas las precauciones son pocas. Más tarde, el mismo Guzmán me contó, que en cierta ocasión anduvo una semana perdido en el mar.

—¿Cómo pudo sobrevivir?

—De la pesca. Machacaba bien los peces y obtenía un jugo amargo que se podía beber. En estas aguas, usted puede echar un anzuelo sin cebo al agua y quizás un pez pique por curiosidad. Con un sedal y un anzuelo se puede vivir eternamente de estas aguas. En Isabela, conocí a un tipo que también se perdió en alta mar. Como no tenía carnada, se cortó un dedo y cebó con él un tosco anzuelo que había hecho con un clavo de la barca. Sacó un pez, y con la carne de ese pez fue sacando otros. Salvar la vida le costó un dedo.

—No es muy caro.

—Depende. El dedo se le gangrenó y tuvieron que cortarle el brazo.

Apenas nos habíamos hecho a la mar, Guzmán puso proa al Sur, a una pequeña isla que se dibujaba en la distancia. Consulté mi mapa.

—¿Barrington?

Negó con un gesto.

—Hood. Barrington es la de babor.

—Pero Barrington está a mitad de camino de Santa Cruz. ¿Por qué no vamos directamente a ella?

—El viento… Derecho, tardaríamos el doble. Prefiero salir mar afuera, aproximarme a Hood y virar luego. Desde allí, el suroeste nos mete, como una flecha, en Academy-Bay, de Santa Cruz.

Guardé silencio; Guzmán era de esos hombres que dan la impresión de saber lo que están haciendo. Me eché a dormir. Y ya el sol pegaba fuerte cuando abrí los ojos. La isla Hood se recortaba claramente ante nosotros.

No era muy grande, y desde donde la veíamos aparecía negra y agreste; poco acogedora y cubierta de una vegetación espinosa de color quemado.

—¿Quién vive ahí?

—Nadie. No hay agua, ni comida, ni nada. Es un peñasco maldito, y aún no me explico cómo aquel demonio de Oberlus pudo subsistir durante años ahí.

—¿Quién es Oberlus?

—¡Uff! Murió hace casi doscientos años, pero el desembarcadero de la isla aún lleva su nombre. Era un loco, un diablo. Dicen que jamás ha existido un ser tan espantosamente feo, y por eso se vino aquí, a una roca en la que tan sólo los pájaros, las tortugas, y las focas podían asustarse de su rostro. Cuentan, también, que su alma aún era más retorcida que su cuerpo. Como conocía al dedillo cada recoveco y cada cueva de la isla, cuando un barco que ignoraba su presencia recalaba aquí a cazar tortugas o a buscar madera, se las ingeniaba para raptar a un tripulante, esconderlo y convertirlo en su esclavo. Dicen que llegó a tener hasta media docena. Siempre los tenía atados, y los hacía trabajar para él como bestias, hasta que morían de hambre o debido a los malos tratos. También se rumorea que abusaba de ellos sexualmente… Ya sabe a lo que me refiero…

—¿Y de qué vivían?

—De galápagos. De la pesca. De algunas patatas y calabazas que sembraban entre las piedras cuando llovía…

—Yo creía que en Hood no había galápagos.

—Y no los hay. Entre piratas, balleneros y Oberlus se los comieron todos…

Pero antiguamente abundaban, y de una especie distinta a las demás.

—¿Qué fue de Oberlus?

—Un día robó una barca a un ballenero, metió dentro a los cuatro esclavos que le quedaban y puso proa a tierra firme. Llegó solo a Guayaquil. Durante la travesía, para calmar la sed, se había bebido la sangre de los esclavos. Un verdadero monstruo. Acabó pudriéndose en la cárcel de Payta, acusado, entre otras muchas cosas, de brujería.

Guardó silencio, y yo hice lo mismo, impresionado por la historia de Oberlus.

Por aquel entonces sólo me pareció una fantasía de Guzmán. Más tarde comprobé que, al menos en parte, era cierta.

Al poco rato, una gran sombra que cruzaba sobre nosotros me obligó a alzar la cabeza. Un ave inmensa de largas alas y color marrón, con el cuello blanco, planeaba con los ojillos fijos en la proa de la barca.

—Un albatros —dijo.

—¿Diomedes?

Me miró sorprendido. Comprendí que no sabía lo que significaba esta palabra.

Me apresuré a revolver en mi equipaje, y aunque en la embarcación no había demasiado espacio como para estar abriendo una maleta y haciendo filigranas, al fin di con el libro que me interesaba:

—Más de dos mil parejas de albatros «Diomedea irrorata», especie exclusiva del archipiélago, habitan en las partes llanas de la isla Hood, no encontrándose en ninguna otra. Suelen permanecer unos ocho meses en Hood, hasta que, a finales de noviembre o principios de diciembre, vuelan hacia el Sureste, a la costa de Chile. Regresan al llegar la primavera, atraídos por la gran cantidad de diminutas sepias que pueblan en esa época las aguas próximas.

Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que Hood es el nombre por el que se conoce también una isla, La Española, que tenía previsto visitar. El hecho de que cada isla tenga dos y hasta tres nombres, me había confundido.

Ese exceso de nombres se debe a que, en principio, los españoles las bautizaron de un modo; luego, los piratas y balleneros ingleses de otro; y los ecuatorianos, al hacerse cargo del archipiélago, de un tercero. Así, la que fuera en primer lugar Santa María, se convirtió en Charles y, al fin, en Floreana. La Española es Hood. San Cristóbal, Chatham. Isabela, Abermarle. Fernandina, Narborough, etc.

Apenas comprendí que lo que tenía ante mis ojos era La Española, pedí a Guzmán que se dirigiera hacia ella. Me miró, sorprendido:

—¿Para qué? —inquirió—. Ahí no hay nada.

—Albatros —señalé—. Cuatro mil albatros. ¿Le parece poco?

Se encogió de hombros y obedeció. Al cabo de una hora, la barca giraba lentamente, Guzmán arriaba la vela y la proa iba a posarse con suavidad sobre una minúscula playa de arena. Se abría al fondo de una pequeña caleta natural en la que abundaban las focas.

Esta es la caleta de Oberlus —explicó mi compañero—. Dicen que allá, en aquellos barrancos, tenía su choza y sus escondites.

Eché a andar hacia el interior de la isla. Desde donde nos encontrábamos, en su extremo norte, el terreno iba ascendiendo lentamente. El primer kilómetro estaba constituido por un amontonamiento de rocas volcánicas de todos los tamaños, entre las que surgía, de tanto en tanto, un bajo matorral de hojas color verde sucio.

El contraste lo proporcionaba el blanco rabioso de algunas rocas, no porque fueran blancas en sí, sino porque los excrementos de miles de aves marinas las habían pintado de ese modo.

Los pintores no se habían ido muy lejos; en realidad, pululaban por todas partes, incapaces de moverse un metro para dejarme pasar. Los alcatraces de patas azules eran propietarios absolutos de aquella parte de la isla hacía siglos y no parecían dispuestos a que nadie se la disputara.

En el archipiélago, los alcatraces son de tres especies: enmascarados, de patas rojas y de patas azules.

Las dos primeras, son aficionadas a los peces de aguas profundas, mar adentro, mientras que los últimos prefieren las costas, las bahías poco profundas y las largas estancias en tierra.

Aunque suelen ser bastante comunes en casi todas las islas, allí en La Española resultaban particularmente abundantes. Desde el borde del agua hasta muy al interior, se los podía ver entregados a sus ceremonias nupciales o a empollar huevos.

La ceremonia nupcial resulta muy curiosa, y tiene lugar a lo largo de todo el año, ya que como las islas están en plena línea equinoccial no existen cambios de estación. Para la danza, el macho se coloca en una roca, frente a la hembra, y comienza a alzar alternativamente las patas, que han tomado un color azul mucho más vivo. Mientras se balancea así, de un lado a otro, mueve la cabeza de arriba abajo y alza las plumas de su cola. La hembra lo observa largamente, con la cola baja, y si no le interesan sus arrumacos, sigue así hasta que le entra hambre y se va. Si, por el contrario, se deja conquistar, alza a su vez la cola. Luego, la feliz pareja busca un simple hueco en las rocas o en una cavidad de la arena para depositar su único huevo, y allí lo cuidan alternativamente hasta que nace el pichón. No se preocupan por ninguna clase de nido, y por ello se hace necesario caminar con mucho tiento para no pisar un huevo o molestar a una madre. Estas se limitan a lanzar un quejumbroso graznido cuando un extraño está a punto de aplastar a su hijo, pero no suelen enfurecerse ni atacar.

Cerca de los alcatraces anidan los rabihorcados, ya que prácticamente viven de ellos. Como no tienen facultades para bucear como sus vecinos, los rabihorcados tienen que contentarse con las capturas que consigan en la superficie, pero estas no bastan para calmar su apetito. Por ello, practican el asalto y la piratería, para lo cual permanecen siempre a la expectativa, acechando a los alcatraces. Cuando uno de estos se sumerge y alza de nuevo el vuelo con un pez en el pico, el rabihorcado se lanza sobre él y lo ataca, asustándole, hasta obligarle a soltar su presa. Cuando el pez cae al vacío, el ave ladrona se precipita a toda velocidad y lo recupera con increíble habilidad.

Si el alcatraz se muestra reacio a soltar una presa laboriosamente obtenida, el rabihorcado puede llegar a herirle gravemente, utilizando para ello su largo, curvo y afilado pico. Sentarse en un acantilado de las Galápagos a observar el interesante trajín de los alcatraces que se sumergen y los rabihorcados que los asaltan en vuelo, constituye, a mi entender, un espectáculo fascinante y maravilloso, en el que pueden pasarse horas.

Los rabihorcados —algunos ejemplares pasan de dos metros de envergadura— sí poseen una época determinada de cría, durante la cual a los machos se les desarrolla una gran bolsa de color rojo fuego en el buche, que contrasta vivamente con el resto de su plumaje, de un negro intenso. Cuando llega el momento de aparearse, comienzan a construir un tosco nido en los arbustos o en el suelo, y se sientan junto a él.

Hinchan esa especie de llamativo balón, y empiezan a emitir un curioso grito amoroso; una especie de «quiu-quiu» que concluye con un sonoro estornudo.

Las hembras sobrevuelan constantemente el grupo de machos en celo, hasta que se deciden por uno. Bajan y le ayudan a terminar de construir el nido.

Luego ponen un huevo, y ambos lo cuidan celosamente hasta que nace la cría.

En este tiempo, al macho le desaparece la gran bolsa, que le queda colgando del cuello como un saco vacío.

Lo más curioso en la vida de estas inmensas colonias de aves del archipiélago reside, quizás, en el hecho de que se las pueda estudiar tan de cerca, que incluso se llega a tocarlas sin que se asusten. La razón es que, tradicionalmente, los habitantes de todo tipo (aves, galápagos, iguanas, focas o pingüinos) no han tenido, a través de los siglos, ningún enemigo natural. Eso les permitía convivir en perfecta armonía, sin que llegaran a conocer el miedo.

La relación alcatraz-rabihorcado no es excepcional a esta regla, ya que el segundo no tiene intención de hacer daño al otro, sino tan sólo de robarle.

El miedo no existía en la isla antes de la llegada del hombre. Este lo impuso, según su costumbre, y muchas especies, sobre todo focas y galápagos, sufrieron en carne propia su excesiva confianza. Hoy, y gracias a las severas leyes de protección dictadas por el Gobierno ecuatoriano la paz ha vuelto al archipiélago, y el hombre ha aprendido a respetar a las especies autóctonas, que pueden recobrar su confianza. Sin embargo, los perros, los cerdos, las cabras y las ratas, que el hombre trajo a la isla, son ahora el principal enemigo de los primeros habitantes. Pero aquí, en Hood, y salvo la esporádica presencia del monstruoso Oberlus, los hombres apenas han hecho acto de presencia, y, por lo tanto, la vida original no ha sufrido grandes transformaciones.

Tierra adentro, comenzaron a aparecer los albatros.

Estas aves marinas, enormes, lentas y majestuosas, se encuentran entre las mayores del mundo de las que vuelan y se caracterizan por el hecho de que necesitan muchísimo espacio para despegar y tomar tierra.

Por lo general, prefieren los acantilados, desde los que se dejan caer para iniciar el vuelo; pero, si han de hacerlo desde tierra llana, precisan de una larga, pesada y casi cómica carrera, que, en muchas ocasiones, se ve interrumpida por un arbusto, una roca o un hueco.

De igual modo, a la hora de aterrizar, han de buscar una larga pista sin accidentes, como cualquier reactor de pasajeros.

Cuando, por cualquier razón, calculan mal sus posibilidades, acaban estrellándose o clavándose de cabeza en un matorral. A lo largo de todo mi recorrido por la isla, pude ver tres o cuatro albatros con una pata o un ala rotas, señal inequívoca de que su sistema de tomar tierra no había funcionado.

Casi tan bello como puede ser un albatros en el aire, es feo ese mismo albatros en tierra. Anda contoneándose como un pingüino borracho, arrastra mucho el trasero, y con su largo pico amarillo, su plumaje marrón y su cara de estúpido, resulta realmente antiestético. Tan sólo hay algo más feo que un albatros: un pichón de albatros. Mide casi medio metro de altura y no es, en realidad, más que una sucia bola de plumones de la que sobresale un largo cuello desplumado en cuya cúspide hace equilibrios la cabeza más ridícula que imaginarse pueda. Constituye, sin duda, la criatura más espantosa que haya visto en mi vida, pese a lo cual, sus padres le dedicaban una amorosa solicitud.

Me entretuve más de la cuenta observando alcatraces, rabihorcados y albatros.

Cuando regresé a la diminuta playa, Guzmán parecía preocupado.

—Es muy tarde para hacernos a la mar —indicó—. Nos caería la noche encima, y en estas aguas no se puede navegar a oscuras. No hay faros, ni luces, ni señalización de ninguna clase.

—¿Qué le parece que hagamos?

—Dormir aquí y salir mañana, de amanecida. Si quiere, podemos acercarnos hasta Floreana y, a media tarde, racalamos en Santa Cruz.

—De acuerdo.

—Le cobraré más caro.

—No importa.

Guzmán comenzó a prepararlo todo para pasar la noche en la isla. Con velas y remos, improvisó una especie de tienda de campaña que ya debía de haber utilizado otras veces, y extendió una manta sobre la arena a modo de lecho.

Recogió leña y preparó una hoguera.

Luego, lanzó la barca al agua, y sin apartarse más de cuatro metros de la costa, echó el anzuelo y comenzó a sacar, uno tras otro, meros, abadejos y toda clase de peces. Cuando vio que buscaba mi bañador y mi máscara de buceo y me disponía a sumergirme, me preguntó:

—¿Le gustan las langostas?

—Naturalmente que me gustan. ¿A usted no?

—También. Nade hasta aquellas rocas y busque debajo. Encontrará unas cuantas.

Hice lo que me indicaba. Apenas metí la cabeza en el agua, me encontré rodeado por cientos, por miles de peces de todas las especies que me observaban con increíble curiosidad. Los había de todas clases, desde meros de ocho y diez kilos a peces loro, arcoiris o peces luna. Era como una explosión de vida; como si todas las chispas de un cohete se hubieran desparramado de pronto por el mar, y cada una de ellas se hubiera convertido en un ser dotado de vida, multiplicado mil veces, agitándose de acá para allá, llevado por las olas o por su capricho. Nada les asustaba, y casi podía tocarlos sin que hicieran ademán de alejarse. Más que huir, acudían a verme, y su curiosidad llegaba a ser tan impertinente que tenía que apartarlos para poder nadar. Tan sólo de cuando en cuando se producía una especie de desbandada o movimiento de inquietud, y esto ocurría cada vez que una foca aparecía nadando a endiablada velocidad, cruzaba entre todos y se alejaba llevándose un pez en la boca.

El agua, aunque un poco fresca al principio, resultaba sumamente agradable, y así, acompañado por una corte de seguidores submarinos que querían saber de mí, nadé hasta las rocas que Guzmán me había señalado y busqué bajo ellas.

Había metro y medio de profundidad, de modo que podía ponerme en pie sobre ellas, y mirar hacia abajo, para comenzar a distinguir de inmediato las largas antenas rojo oscuro de las colonias de langostas que anidaban en los huecos. Me pareció fantástico y saqué la cabeza del agua para gritarle a Guzmán que aquello estaba plagado. Se había aproximado con la barca e hizo un gesto de asentimiento. Luego me lanzó un grueso guante de lona.

—Ya lo sé —dijo—. Las hay a docenas. ¡Tome! Agárrelas con esto.

Me puse el guante, metí la mano bajo mis pies y saqué de un agujero una enorme langosta, con la misma facilidad con que podría haberla sacado del cajón de la cómoda de mi cuarto. Se la alcancé a Guzmán, quien la echó al fondo de la barca. Metí otra vez la mano y cogí otra, otra y otra, hasta que me cansé del juego.

Dieciocho en menos de quince minutos, y en ningún caso tuve que sumergirme más de dos metros.

Cayó la noche con la increíble rapidez con que suele hacerlo en la línea del ecuador y salí del agua. Fue como si todas las luces del mundo se hubieran apagado de improviso a las seis en punto. La oscuridad hubiera sido total de no contar con la hoguera que Guzmán tenía dispuesta.

Mientras me secaba y vestía, había preparado un gran hueco en la arena, que cubrió con maleza seca. Le prendió fuego, aguardó a que ardiera de forma impresionante y, sin más ceremonia, arrojó dentro, vivas, cuatro de las mayores langostas. Se oyó un crepitar, y los animales saltaron como desesperados, pero volvieron a caer en el fuego. Permanecieron así unos instantes, y Guzmán lo cubrió todo con arena. Al cabo de un par de minutos, buscó las cuatro langostas, las lavó en el mar, y con su grueso cuchillo, las abrió de arriba abajo. Aún humeaban, y debo confesar que nunca en mi vida —ni en el mejor restaurante del mundo— he comido una langosta que se le pueda comparar. De postre, hubo naranjas de la isla y fuerte café ecuatoriano.

Le ofrecí un cigarrillo español, y nos pusimos a contemplar el mar y las estrellas.

Hacía ya mucho que los cigarrillos se habían consumido, cuando Guzmán pareció volver a la realidad.

—¿No le asusta desembarcar mañana en Floreana? —preguntó.

—No creo en cuentos de brujas… ¿A usted le asusta?

—Todo lo misterioso me desagrada. ¿Sabe que son más de diez los que han desaparecido en la isla en estos últimos años? Ya no quedan más que los Wittmer.

—¿Los conoce?

—Sí. A la vieja, hace tiempo que no la veo. A su hijo, Rolf, me lo tropiezo, a veces, en Santa Cruz o en Baltra. El último en desaparecer ha sido el marido de su hermana. Era un buen muchacho, sargento radiotelegrafista en San Cristóbal. Todos le dijeron: «No te cases con una Wittmer». «No te vayas a vivir a Floreana, que esa isla está maldita». Pero no hizo caso. Se casó, se fue y se esfumó para siempre. La bahía de los tiburones se lo tragó.

—¿La bahía de los tiburones?

—Eso cuentan… Dicen que todo el que desaparece en la isla, va a parar al vientre de los tiburones. No dejan huellas, y son mudos.

—¿Quién más ha desaparecido últimamente?

—Una millonaria extranjera. Creo que americana. Llegó en su yate, bajó a tierra cargada de joyas y dinero, y nunca más se volvió a ver. ¡Paff! Se esfumó. Como el otro. Y como la baronesa y su amante. Y como Henry, el hijo mayor de los Wittmer. Y como tantos.

—¿Cuándo empezó la cosa?

—¡Uff! Hace mucho. Antes de llegar yo a las islas…

—Pero ¿conoce la historia?

—¡Naturalmente! En el archipiélago, todo el mundo la conoce. Es lo más extraño que ha ocurrido por aquí en lo que va de siglo. Creo que incluso en su tiempo —cuando la desaparición de la baronesa—, los periódicos de Europa hablaron de ello. Y también de la misteriosa muerte del doctor Ritter.

—¿También fue misteriosa la muerte de Ritter?

—También. Dicen que lo envenenaron.

Guardé silencio unos instantes. Le ofrecí un nuevo cigarrillo y los encendimos con las brasas de la hoguera. Al fin le rogué:

—¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio?

Meditó. Resultaba difícil saber si deseaba hacerlo, o si —por ser hombre de pocas palabras— aquello le exigía un esfuerzo excesivo. Ya la historia de Oberlus parecía haber agotado su saliva esa mañana. Sin embargo, la historia de Floreana le parecía demasiado fascinante como para dejar de contársela a un forastero que lo estaba pidiendo.

—Está bien —dijo—. Se la contaré tal como yo la sé.

Hizo una pausa para tomar aliento y dio una larga chupada al cigarrillo:

Como le dije, todo comenzó hace ya tiempo —repitió—. Creo que allá por los años treinta, Ritter, que fue el primero en llegar, era un dentista alemán, algo loco, que se hizo arrancar todos los dientes. Aseguraba que se podía vivir sin ellos en una isla desierta, sin comer carne ni nada parecido. Era eso que llamaban vegetariano, o algo así. Con él vino su mujer, Dora «no-sé-qué», que también se había hecho arrancar los dientes. Se establecieron en una especie de cabaña sin paredes y allí vivían medio desnudos, totalmente alejados del mundo. Dicen que él escribía un libro sobre sus teorías.

Más tarde, llegaron los Wittmer, que también eran alemanes. La madre, Margaret, su marido Heinz, y el chico mayor, Henry, del que algunos aseguran que no era muy normal, y casi ciego. Los Ritter y los Wittmer no parecieron llevarse muy bien desde el principio, pero como la isla era grande, podían vivir sin molestarse y sin verse durante meses. Los Wittmer tuvieron dos hijos en la isla: Rolf y Floreanita.

Todo iba más o menos bien, hasta que apareció la baronesa. Se llamaba Eloísa Wagner, y la verdad es que no sé de dónde era. Tal vez alemana, tal vez austríaca, tal vez rusa… No sé… Venía con dos amantes: Robert Philipson, que era el favorito, y que había sido sirviente del otro —Rudolf Lorentz—, ahora desplazado de la cama de ella y convertido en una especie de esclavo de los dos. Le insultaban e incluso le pegaban. Dicen que la tal baronesa era una tía loca que quería convertir Floreana en un paraíso para los turistas o algo así.

Pronto empezaron los jaleos. La baronesa tenía una pistola y un látigo, y siempre andaba liada a tiros o a latigazos con todo el mundo. Lorentz, sobre todo, lo pasaba muy mal. Pese a ser el que había pagado la expedición a la isla, era tratado como el más mísero de los esclavos, y se entretenían zurrándole. La baronesa tomó la costumbre de bañarse desnuda en la única fuente de agua potable de la isla, y cuando los Ritter y los Wittmer la sorprendieron, se armó un lío del demonio. Desde aquel momento se iban persiguiendo por la isla a tiros de escopeta de sal. Una especie de gigantesco manicomio. ¿Cómo quieren que el mundo esté en paz, si ocho personas no pueden tenerla en una isla enorme?

Bueno, abreviando: Un día, Lorentz llegó a la casa de los Ritter y dijo que la baronesa y Philipson habían desaparecido; nunca más se los volvió a ver, ni vivos, ni muertos. Al poco, llegó una barca, y Lorentz le pidió al dueño —un noruego llamado Nuggerud—, que le llevara a San Cristóbal, vía Santa Cruz.

Los acompañaba un negro llamado Pazmiño. La barca y el negro desaparecieron para siempre, y, al cabo de un mes, un barco descubrió por casualidad los cadáveres momificados de Lorentz y Nuggerud, en Marchena, un islote solitario, al norte del archipiélago. Habían muerto de sed.

—¡Vaya una historia! —comenté impresionado.

—¡Oh! Eso no es todo —añadió Guzmán, que, al parecer, se había metido a fondo en su papel de narrador—. Aún hay más. Ritter escribió a un amigo, propietario de un yate, pidiéndole que viniera, porque habían ocurrido en la isla cosas terribles que no podía explicar por carta y necesitaba ayuda. El día antes de la llegada del barco, Ritter murió envenenado por la carne de un pollo que le habían regalado los Wittmer. Dicen que el pollo estaba descompuesto, pero todo el mundo opina que es muy raro que un tipo vegetariano se coma un pollo tan podrido como para causarle la muerte. El caso es que Dora, su compañera, se fue en ese mismo barco, y los Wittmer se quedaron solos en la isla. Más tarde desapareció su hijo mayor. Luego, la vieja millonaria. Y ahora, por último, su yerno… Curioso, ¿verdad?

—¡Fantástico! Pero, dígame… ¿Las autoridades no han intentado averiguar nada?

—¿Y qué podían averiguar…? Van allí, le preguntan a los Wittmer y estos dicen que no saben nada. Y a lo mejor no lo saben… El caso es que han conseguido que se los deje en paz en su isla, que es la más bonita y fértil del archipiélago.

Permanecí largo rato en silencio, meditando acerca de cuanto me acababa de contar. Al fin, quise saber:

—¿Preferiría no acercarse mañana a Floreana?

—Me da igual —replicó con seguridad—. Lo único que no quiero es subir a casa de los Wittmer.

—¿Por qué?

—Cuestión de simpatías… Además, no hay tiempo, si queremos llegar a Santa Cruz mañana mismo. Tendríamos que pasar la noche en Floreana, y eso sí que no me divierte nada.

Se diría que con eso daba por terminada la conversación, porque se metió en la tienda y se arrebujó en la manta. Esperé unos minutos, fumé un último cigarrillo, estuve pensando en cuanto me había contado y también me fui a dormir. Cuando me acosté, Guzmán roncaba.