38. PIRÁMIDES

Una fría mañana de febrero, muy temprano, llamaron a la puerta de mi casa en Madrid, y me costó trabajo reconocer, en el individuo enfundado en un grueso abrigo, al capitán Joaquín Galindo. Casi sin decir palabra, me tendió una fotografía aérea en la que se distinguían claramente hasta cuarenta y ocho pirámides, algunas unidas entre sí por lo que parecían caminos.

—¿Dónde está esto? —pregunté.

—Es lo que pretendo averiguar —contestó—. Recuerdo dónde hice la foto, y tengo una idea de cómo podríamos intentar llegar hasta allí.

—¿Y has venido de Ecuador para decírmelo? ¿Por qué no lo buscaste?

—Nadie quiso acompañarme. Ya sabes cómo son: no les gusta revolver en las cosas de los «antiguos», de los muertos. Y lo que ahí se ve puede ser una ciudad perdida o un valle funerario. Hace meses que intento organizar una expedición, pero no he conseguido encontrar un solo compañero de viaje.

Luego me acordé de «Anaconda», y vine a buscarte. ¿Quieres venir?

—Seguro. Necesitamos dinero y más gente.

—¿Cuántos?

—Uno, quizá dos. No más. Guardo mal recuerdo de los grupos numerosos.

Nos pusimos de acuerdo. Necesitábamos dos compañeros y dinero para organizar la expedición.

Aquella misma mañana comenzamos a movernos. Lógicamente, y como realizador de Televisión Española, le propuse a esta la idea. Les gustó desde un principio y se mostraron dispuestos a llevarla a cabo, pero —como suele ocurrir demasiado a menudo— las arcas estaban vacías. Con todo, me pidieron que fuera preparando los detalles por si se presentaba la ocasión.

Era cuestión, por tanto, de buscar a los compañeros. Nos hacía falta, en primer lugar, un cámara que rodara la película que yo dirigiría sobre el descubrimiento, si es que lo había. Para mí, la elección no resultaba difícil:

Michel Bibin. Me constaba, por haber trabajado con él, que era el mejor profesional del momento y un excelente compañero y amigo en cualquier hora y situación.

Faltaba, pues, el último del grupo, y no parecía sencillo encontrarlo; no ya porque no hubiera gente dispuesta a lanzarse a la aventura —que podía encontrarse—, sino por el hecho de que necesitábamos conocerlos a fondo.

Planear una expedición sobre papel y mapas, cómodamente sentados en un sofá de Madrid, es una cosa muy bonita. Llevarla a cabo, otra muy distinta. En cualquier expedición, sea a la selva, sea a los Andes, sea al fondo del mar, lo peor no reside en las dificultades, la fatiga o los peligros que se puedan sufrir.

Lo malo suele estar en las incomprensiones, los disgustos y el fastidio que proporcionan los miembros del grupo.

Eso era algo que yo sabía muy bien. Por ello casi siempre prefería viajar solo.

Empezamos a barajar nombres y a descartarlos. Al fin, un día, apareció de improviso el personaje idial: Gonzalo Manglano.

Gonzalo, su hermano Vicente y yo habíamos formado el trío de profesores del «Cruz del Sur», hacía ya la friolera de catorce años.

Luego volvimos a encontrarnos rescatando los cadáveres de la catástrofe del lago de Sanabria, y años más tarde me tropecé con ellos en México, cuando formaban parte de la tripulación del olatrane San Miguel, la nave en que el capitán Etayo pensaba dar la vuelta al mundo utilizando únicamente los medios de que se disponía en el siglo XVI.

Ahora, esos mismos hermanos Manglano acababan de aparecer por Madrid como caídos del cielo y, a mi entender, eran los tipos idóneos para acompañarnos. Vicente se lamentó de no poder hacerlo: se marchaba a Groenlandia. Gonzalo se entusiasmó de inmediato con la idea, pero estaba preparando su boda y le resultaba imposible venir. La que ya es su esposa, Silvia, al ver su desconsuelo, le animó a que nos acompañara, asegurándole que en su ausencia ella se ocuparía de todo. Aceptó, al fin, señalando que, además, él mismo se pagaría sus gastos, lo que significaba un gran alivio para nuestra precaria economía.

Estábamos, pues, completos, pero faltaba lo más importante: el dinero.

Durante algún tiempo, pareció que nunca lo conseguiríamos. Al fin, Galindo recordó que, en la Academia del Aire, había sido compañero de promoción del Príncipe Don Juan Carlos, y pensó que tal vez este se interesaría por la empresa.

Fuimos a verle, y como ocurría con cuantos veían la foto, se enamoró del proyecto. Nos ofreció su apoyo, y se puso en contacto con el director general de Televisión, Adolfo Suárez. Desde el momento en que hablamos con él, todo fue más sencillo, y Televisión Española consiguió el dinero necesario para financiar la aventura.

Volamos, por tanto, a Quito, y un buen día emprendimos la marcha tras agenciarnos un vehículo «todo terreno» y el material que necesitábamos.

Vestidos de «aventureros» —como jocosamente decía Gonzalo—, estábamos dispuestos a descubrir una nueva Machu-Picchu si se presentaba la oportunidad.

Decidimos establecer nuestra base a orillas del lago Otavalo, junto al pueblo del mismo nombre, en un diminuto hotel que se adentra en las aguas. A tres mil metros de altitud, el lago se encuentra casi en las faldas del inmenso Cayambre, un monte nevado de seis mil metros de altura por cuya cumbre pasa la línea equinoccial. Según Joaquín, en sus cercanías debía encontrarse el valle que buscábamos.

El lago es, en sí mismo, un lugar precioso y acogedor. Tranquilo, rodeado de montañas, eternamente silencioso, invita al descanso, a la meditación, a los largos paseos y a olvidar la agitación de las grandes ciudades. Algún día, cuando la carretera panamericana sea una realidad, Quito se encontrará relativamente cerca, y este será uno de los lugares de esparcimiento de los quiteños.

Sin embargo, en aquella época de lluvias y frío éramos los únicos clientes del hotel. En realidad, no parábamos mucho en él. A las seis en punto de la mañana ya estábamos en marcha por los caminos de los alrededores trepando montañas y descendiendo barrancos en busca de nuestro anhelado valle.

La orografía era difícil. La cordillera andina se alzaba ante nosotros, majestuosa y, a menudo, inaccesible, ascendiendo desde la cercana costa hasta los seis mil metros del Cayambre, para caer de nuevo al otro lado, con igual rapidez, hacia las tierras calientes de la cuenca amazónica.

Como está situada en plena línea del ecuador, el calor es allí insoportable en un momento dado —cuando luce el sol—, para pasar a un frío intenso un minuto más tarde, en cuanto una nube cubre el cielo.

A cuatro mil metros de altitud, y con el sol de plano sobre la cabeza, bastan apenas unos minutos para que la piel comience a caerse a tiras y los labios revienten.

El gran enemigo aquí es la fatiga. A los tres mil metros de altura en Quito, todo cansa, incluso subir una escalera o caminar aprisa; pero, luego, a los cuatro mil a que solíamos encontrarnos apenas dejábamos atrás a Otavalo, las cosas se ponían difíciles de verdad. Cargar una mochila, subir una pendiente, avivar algo el paso, se convertían en esfuerzos que nos dejaban agotados.

En contraste con nuestra fatiga, la vitalidad de los niños indígenas que corrían y saltaban como si habitar a cuatro mil metros de altitud fuera lo más normal del mundo, nos hacía quedar en ridículo.

Resultaba humillante caminar detrás de una vieja india que nos mostraba el camino, y ver cómo, poco a poco, se iba alejando irremisiblemente, sin que nosotros, jóvenes y en la plenitud de nuestras facultades, pudiéramos acoplar nuestro paso al suyo.

Toda esta región de los Andes ecuatorianos se encuentra poblado preferentemente por la tribu de los otavaleños, que tienen fama de ser los indios más limpios e inteligentes del continente americano. Magníficos artesanos, sus telas son de una belleza difícilmente imitable, y he llegado a encontrarme a individuos de esa tribu en Río de Janeiro y Caracas, vendiendo sus ponchos, blusas y mantas. Desde el hilado que realizan en rudimentarias ruecas, al tejido, teñido, o confección de la prenda, todo lo hacen según antiquísimos sistemas tradicionales que no permiten que cambien con el transcurso del tiempo. Para ellos constituye una especie de orgullo certificar que cuanto venden lo han hecho con sus propias manos.

Podíamos dar testimonio de la limpieza de los otavaleños ya que, desde mucho antes de amanecer, con un frío insoportable, comenzaban a llegar al lago para bañarse en una agua helada con la ayuda de abundante jabón y un estropajo.

Personalmente, consideraba aquel agua insoportable, incluso para lavarme las manos; y, sin embargo, los indios —hombres, mujeres y niños— eran capaces de pasarse media hora con ella hasta la cintura mientras se enjabonaban.

Luego, las mujeres lavaban la ropa, que tendían a secar al sol sobre las piedras o en la hierba de la orilla.

El resultado es que los otavaleños aparecen siempre relucientes, impecablemente vestidos de blanco y con el pelo recogido en una pequeña trenza, de modo que resulta difícil distinguir al hombre de la mujer. La actual moda unisex fue inventada por los otavaleños hace cientos de años.

Esta tribu —que hace muchísimo tiempo habita en la zona y cuyos orígenes se desconocen—, fue, antaño, poderosa y guerrera, y opuso una fuerte resistencia a la invasión incaica. Cuenta la tradición que murieron tantos otavaleños, en la batalla en la que fueron definitivamente derrotados, que el inca ordenó que se lanzaran sus cadáveres a un lago cercano que se tiñó de rojo. Desde aquel día, se lo llamó «Llaguarcocha» (lago de la sangre).

Nuestras correrías por los valles y las montañas andinos nos llevaron, al fin, a la «Hacienda Zuleta», propiedad de Galo Plaza y dirigida en esos días por su hijo, ya que él se encontraba en Washington por razones del cargo.

Galito nos recibió con su habitual hospitalidad, aunque, a decir verdad, no se encontraba en condiciones de comportarse como un perfecto anfitrión. Hacía unos meses había sufrido un accidente de automóvil que estuvo a punto de costarle la vida, y tras una larga estancia en un hospital norteamericano acababa de regresar a la «Hacienda Zuleta».

Pese a ello, nos atendió como mejor pudo, y puso a nuestra disposición caballos, guías y peones. Cuando le explicamos lo que andábamos buscando, admitió que en las tierras altas existía un valle en el que abundaban las tolas o pirámides precolombinas. Él jamás les había prestado especial atención, ya que ignoraban su número e importancia y nadie había intentado nunca un estudio detallado de sus posibilidades arqueológicas. En realidad, la alta sierra de las proximidades era por completo tierra de tolas, como lo es, en conjunto, todo Ecuador.

Así como el Perú —asentamiento básico del Imperio Incaico— ha sido minuciosamente estudiado por arqueólogos, aficionados y aventureros, en busca de las huellas que, muy abundantemente, dejaron las culturas precolombinas, Ecuador está por explotar. Los hallazgos fueron siempre fortuitos, y nadie se ha preocupado de llevar a cabo un detallado análisis de su pasado. En Quito estuvo la segunda capital del Imperio Incaico, y en ella nació Atahualpa, fruto de la unión de Huayna Cápac con una princesa indígena, y durante los años que su padre mantuvo la sede del Imperio en Quito, todo el reino del Norte cobró un notable esplendor. Incluso antes de que tuvieran lugar estos hechos, habitaban el Ecuador pueblos de una destacada cultura autóctona que, a mi entender, nunca han sido suficientemente analizados.

Cuando un arqueólogo pretende impregnarse de conocimientos incaicos, vuela directamente al Perú, sube al Cuzco y se dedica a realizar excavaciones en las proximidades de Machu-Picchu, Sacsahuamán o Tiahuanaco. Nadie piensa en el reino del Norte, en el hecho de que en San Agustín existe una hacienda construida aprovechando los muros de una fortaleza incaica, o en que en el río Santiago basta cavar un metro para extraer toda clase de objetos de incalculable valor histórico.

Recuerdo a un cubano, que decía llamarse Ray Pérez pero cuyo nombre era falso, que, al cabo de dos horas de buscar en una tola del río Santiago, extrajo una máscara de oro preincaica, por la que obtuvo, al contado, quince mil dólares. Pesaba cerca de dos kilos y era una obra maestra de orfebrería que hoy puede admirarse en el museo del Banco Central de Quito. Me contaba Ray Pérez que, en el transcurso de sus excavaciones, encontró tantos objetos de cerámica, que tuvieron que abandonarlos ante la imposibilidad material de cargar con ellos. Los indígenas del río Santiago desentierran en sus campos tantos de esos objetos, que acaban dándoselos como juguetes a los niños, o utilizan las ollas y los recipientes que aún se encuentran en buenas condiciones. En cuanto a las piezas de oro y plata, suelen fundirlas y venderlas al peso, para librarse así de investigaciones y molestias.

El tesoro artístico que se está destruyendo de ese modo es incalculable, y no resulta aventurado asegurar que, en el terreno arqueológico, Ecuador es un país virgen.

Por ello, no resultaba extraño que los Plaza nunca hubieran sentido especial curiosidad por lo que pudiera ocultarse en aquel valle sembrado de tolas, pese a que, de tanto en tanto, apareciese algún peón con una vasija de barro o una figurita humana finamente tallada. Para los indios de la hacienda, que preferían no revolver demasiado en las propiedades de los muertos, aquellos objetos eran «cosa de los antiguos». Un día, un tractor partió en dos una momia de cuyas orejas colgaban largos pendientes de oro. Los pendientes fueron a parar a un museo; en cuanto a la momia, volvieron a enterrarla en el mismo lugar. El hecho de que cerca de aquella diminuta sepultura existiese otra de idénticas características, pero de proporciones diez veces mayores, no despertó el interés arqueológico ni la codicia de nadie. Allí continúa, intacta.

Meses atrás, el gran pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin había adquirido, por casualidad, dos piezas de cerámica que resultaron de un valor incalculable.

Habían sido encontradas en tolas de las provincias costeras de Manabí y Esmeraldas. De las dos figuras, la principal —de unos cincuenta centímetros de altura— representa el busto de un curaca o cacique de rasgos increíblemente perfectos, con el cráneo alargado en su parte trasera, de forma semejante a la que se puede observar en algunas estatuas y bajorrelieves egipcios. Según los expertos, el caolín en que está modelada debió de exigir una altísima temperatura de cocción, lo que hace suponer que los que la hicieron poseían conocimientos muy superiores a los que hasta el presente se han atribuido a las culturas precolombinas.

Cuando acudí a estudiar la pieza del curaca a casa de Guayasamin, este acababa de recibir una propuesta para que la trasladase a una Universidad norteamericana. Al parecer, se intentaba una reestructuración de las teorías relativas a la evolución de la cultura precolombina.

En opinión de ciertos científicos, la pieza demostraba, sin lugar a dudas, que había existido una relación entre las culturas mesoamericana, azteca y maya, y las de la costa norte del Ecuador, hecho que, hasta el presente, se juzgaba poco probable. Como, al mismo tiempo, se especulaba con la teoría de que, muy remotamente, pudo existir también cierta relación entre esa cultura mesoamericana y el Egipto de los faraones, se podía sacar la conclusión de que la influencia egipcia había alcanzado la costa del Pacífico, en Sudamérica. La figura del curaca, con sus rasgos clásicamente egipcios y su cráneo alargado, constituiría una prueba muy importante en la elaboración de tal teoría.

Oswaldo parecía entusiasmado con la idea de que algo tan fantástico pudiera llegar a aclararse, y había puesto la estatuilla a disposición de los investigadores, pero sin permitir, desde luego, que saliera de Ecuador. Le habían asegurado que su antigüedad superaba los ocho mil años, y no quería, por ningún concepto, que algo de tanto valor arqueológico pudiera perderse. A mi modesto entender —y quizá también en su opinión—, tal antigüedad resultaba exagerada. Fuera como fuera, la pieza podía considerarse un verdadero tesoro.

Cuando le hablé del Valle de las Pirámides que andábamos buscando, se interesó vivamente en ello.

—Puede ser un hallazgo sensacional —dijo—, y si encontraras algún vínculo de unión entre las tolas de la costa donde apareció esta figura y las de ese valle, la teoría de la influencia egipcia podría extenderse hasta la cordillera andina.

¡Algo realmente fabuloso!

Le repliqué que, a mi modo de ver, todo aquello parecía demasiado fantástico, pero él no lo creyó así.

—Es tanto lo que ignoramos sobre el pasado de la Humanidad —dijo—, que cualquier sorpresa me parece posible. Incluso que sea cierto lo que dicen ahora: que la Humanidad nació aquí, en Ecuador.

Se refería a las declaraciones de un científico húngaro que estaban causando furor en el país. Dicho científico aseguraba haber encontrado los documentos más antiguos de la Humanidad, en los que se demostraba que todas las civilizaciones provenían de una cueva existente en la misma línea del Ecuador, en el interior de una enorme montaña. Desde la entrada de la cueva se distinguían la estrella Polar y la Cruz del Sur. Tales documentos certificaban también que se podía caminar durante días y días por el interior de la cueva, hasta llegar, al fin, a una gran sala, donde se conservaba el libro que hablaba del origen del hombre.

Hacía años que dicho profesor húngaro rondaba por Quito contándole a todo el mundo su historia, sin que nadie le hiciera mucho caso, hasta el día en que aseguró haber encontrado la cueva. Estaba convencido de que se hallaba en pleno territorio de los jíbaros cortadores de cabezas, que habitan en la vertiente amazónica de la cordillera andina, al este de Loja y Zamora.

Gastón Fernández, secretario de la «Corporación Ecuatoriana de Turismo», me había hablado ya de esa cueva, y me había mostrado las espectaculares diapositivas en color que habían obtenido en su interior.

—Al principio, no le hicimos ningún caso al húngaro —confesó—. Pero, al fin, ante tanta insistencia, decidimos organizar una expedición y acompañarle.

Íbamos cinco. Después de tres días de una marcha pesadísima, llegamos al río Santiago. No el de la costa, sino el otro, el afluente del Amazonas. Allí encontramos una tribu jíbara que el húngaro reconoció inmediatamente por unos dibujos que llevaban tatuados en la frente y en la barbilla. Aseguró que dichos dibujos señalaban a los tradicionales guardianes de la cueva. Los interrogamos, y terminaron confesando que, en efecto, desde los tiempos más remotos, tales dibujos se transmitían de padres a hijos, así como el defender la entrada de una cueva sagrada, aunque ignoraban lo que se ocultaba en su interior. Penetramos en ella. Como el profesor había predicho, la entrada era un pozo de unos cincuenta metros de profundidad. Luego se abriría una serie de cavernas hasta llegar a otra, inmensa, que estaría iluminada. Te aseguro que yo continuaba mostrándome incrédulo, pero todo cuanto había dicho el profesor se iba cumpliendo paso a paso. Por fin nos hallamos a unos quinientos metros bajo tierra y, sin embargo, apareció allí, ante nosotros, un inmenso pórtico labrado en piedra. Era como la entrada a una gran pirámide. Había pasadizos que se dirigían hacia todas partes, tallados en la roca y perfectamente pulidos. De tanto en tanto, aparecían huellas de pies humanos de tamaño gigantesco, como pertenecientes a hombres de diez metros de altura. No sabíamos qué pensar ni qué hacer. Estábamos entre temerosos y asombrados. Al fin, cuando menos lo esperábamos, desembocamos en una caverna del tamaño de un campo de fútbol y de más de ochenta metros de altura. Y allá, en lo alto, había un agujero, de poco más de un metro de diámetro, por el que penetraba un rayo de luz, recto como una flecha. El espectáculo más fantástico que pueda imaginar mente alguna.

Instintivamente, todos fuimos a colocarnos bajo ese rayo, a la luz, y fue entonces cuando advertimos que la cueva estaba poblada por millones de aves. Entraban y salían chillando por el agujero del techo, y volaban de una parte a otra, en tinieblas, con endiablada rapidez y sin tropezar nunca: ni entre sí, ni contra las paredes. El profesor quería que continuáramos, pero aquel dédalo de galerías seguía hasta el infinito por el interior de las montañas.

Según el húngaro, toda la cordillera andina está hueca en esa parte, y se tiene que andar quince días hasta llegar al salón principal. No estábamos preparados para ello, y decidimos salir, hicimos algunas fotos, y ahora, apoyándome en ellas, estoy buscando la colaboración del Ejército para llevar a cabo una exploración completa de la cueva. Es tan enorme, que requiere un auténtico planteamiento militar.

Me mostró las diapositivas. Confirmaban punto por punto cuanto había referido, aunque hubiera bastado su palabra. La máxima autoridad del Departamento de Turismo de un país no se podría permitir mentir sobre semejante asunto. Además, conocía lo suficiente a Gastón como para creerle.

No pude conseguir —pese a todos mis ruegos— que me cediera alguna de las fotografías, pero, a cambio de ello, me prometió que podría acompañarles en la expedición el día que se llevara a cabo.

La que de momento nos ocupaba, la del Valle de las Pirámides, no podía hallarse, por su parte, mejor encaminada, pues, con la ayuda de los peones de Galo Plaza, encontramos el valle sin excesivas dificultades. Aunque en un principio pensamos que nos habíamos equivocado y no era el de la fotografía nos bastó trepar a las cumbres vecinas y observarlo desde lo alto para llegar a la conclusión de que, efectivamente, era aquel.

Está situado a unos tres mil quinientos metros de altitud, y detrás, los Andes se elevan de modo casi inaccesible. En realidad, no es un valle, sino más bien un rincón triangular, protegido en dos de sus lados y abierto por su base. Esta última está formada por un pequeño río de aguas frías.

En la cúspide del triángulo, y a cosa de medio kilómetro del punto en que las dos montañas se unen, se encuentra la mayor de las tolas, que tiene unos sesenta metros de base en cada lado, y unos quince de altura. Por lo que se puede advertir, es una gran pirámide truncada, con los costados escalonados y cubiertos de hierba. Cavando en ella, pronto se tropieza con una pared de piedra amarilla y blanda, cuyo espesor resulta imposible determinar.

Del centro de su base parte una especie de abultamiento largo y estrecho, también cubierto de hierba, que tiene el aspecto de un túnel o conducto que lleva hasta otra tola, de menor tamaño, situada a unos doscientos metros.

Todo el resto del valle está sembrado por más de cuarenta de estas pirámides truncadas, aunque ninguna, desde luego, del tamaño de la principal. Hay una algo menor, y la base de las demás oscila de los diez a los quince metros, aunque también se encuentran algunas que no son, en realidad, más que pequeños montículos.

Abundan las llamas, y también se distinguían vicuñas, vacas y caballos. A las llamas parecía gustarles especialmente la jugosa hierba que crecía sobre las tolas, y dejamos que nuestras cabalgaduras pastasen junto a ellas.

Galo Plaza nos había proporcionado tres peones al mando de un pintoresco capataz, Matías, conocedor de la zona, ya que vivía en las inmediaciones. Él fue quien nos señaló que años atrás, durante la apertura de un camino que corría por el borde del riachuelo, era frecuente encontrar allí infinidad de objetos de cerámica de uso doméstico.

Nos condujo al lugar, e inmediatamente iniciamos las primeras excavaciones.

Diez minutos después comenzaron a hacer su aparición tantos fragmentos de cerámica, que no sabíamos qué hacer con ellos. Por desgracia, se encontraban en muy malas condiciones y resultaba del todo imposible recomponer un solo objeto.

Matías, que sentía especial predilección por Gonzalo, al que llamaba respetuosamente «Don Gonzalito», se lo llevó a un rincón un poco apartado y le indicó que trabajase allí. Al cabo de unos instantes apareció una vasija bastante bien conservada y dotada de tres patas que debían servirle para mantenerse a cierta altura sobre el suelo.

Nos sentíamos entusiasmados ante nuestros hallazgos, pero pronto caímos en la cuenta de que, en el fondo, la intención que perseguíamos no era desenterrar un pueblo precolombino, sino tratar de averiguar el significado y contenido de las pirámides del valle. Volvimos, por tanto, a ellas, y cometimos el primer gran error de la expedición. Como niños golosos ante lo que nos parecía un inmenso pastel, nos decidimos de mutuo acuerdo por la tola mayor, y comenzamos las excavaciones. Tres peones, un anciano capataz y cuatro «aventureros» poco acostumbrados a manejar pico y pala no son gran cosa para enfrentarse con una pirámide de quince metros de altura. En un principio, todo fue bien; pero en cuanto comenzamos a encontrar bloques de piedra amarillenta, el trabajo se hizo lento y fatigoso.

La hierba y la maleza acumulada durante siglos impedían advertir si existía una entrada o punto por el que la penetración resultase más factible. Teníamos que limitarnos a escoger un lugar y echar mano del pico.

Una lluvia pertinaz no tardó en calarnos hasta los huesos, y un frío insoportable nos hizo tiritar. Por culpa de la altura, a la media hora de cavar estábamos con la lengua fuera, el corazón nos saltaba dentro del pecho, y desde luego, si uno de nosotros hubiera sido cardíaco, jamás habría salido de allí con vida.

El tiempo gris, lluvioso y constantemente encapotado, no sólo entorpecía el trabajo, sino que, sobre todo, hacía laboriosa y difícil la filmación del documental encargado por Televisión. Nos habían proporcionado una película en color, poco sensible, y nos veíamos obligados a aprovechar el menor rayo de sol para montar las cámaras y rodar a toda prisa. Por fortuna, la experiencia de Michel superó los contratiempos, y cuando vi el filme en Madrid, me felicité por mi elección: técnicamente, el documental era perfecto.

En lo que se refiere al trabajo arqueológico, un buen día descubrimos que, a pesar de que habíamos logrado un hueco de unos tres metros de hondo por tres de ancho, continuábamos tropezando con la misma piedra. Al paso que llevábamos tardaríamos meses en alcanzar el centro de la pirámide al ras del suelo, si es que la suerte no nos conducía antes a algún pasadizo.

Dicho trabajo podría llevarse un tiempo y un dinero del que no disponíamos. La boda de Gonzalo se aproximaba inexorablemente, las provisiones se acababan, y aun suponiendo que en el corazón de aquella pirámide se encontrase un tesoro como el de Tutankamón o Palenque, teníamos que renunciar a él.

Cargamos, por tanto, con nuestras cámaras, morrales y las innumerables vasijas de barro que encontramos el último día en una de las tolas pequeñas, y nos fuimos.

Cierto que no habíamos sacado a la luz nada realmente fabuloso en oro o joyas, pero el principal objetivo de la expedición se había cumplido: habíamos demostrado que el Valle de las Pirámides existía, que no era fantasía nuestra, y para probarlo llevábamos una película de una hora y centenares de fotografías.

No nos correspondía a nosotros —y lo sabíamos— llevar a cabo una investigación seria y llegar a conclusiones definitivas sobre lo que era en realidad todo aquello y lo que significaba. No teníamos ni medios, ni tiempo, ni autoridad para ello. Éramos tan sólo una avanzadilla.

Qué ha sido de las pirámides, no lo sé. Imagino que nunca nadie volvió a ellas, porque Gonzalo se casó y sigue en España, Michel continuó los viajes para Televisión, y Joaquín Galindo nunca regresó a América, aunque tenía intenciones de preparar una nueva expedición.

Yo, por mi parte, al regresar a Quito me despedí del grupo, que volvía a España, y me dispuse a emprender un viaje que constituía para mí un viejo sueño: mi primera visita al archipiélago de las Galápagos.