37. CAIMANES

El puñado de plumas y ramas no había sido, en realidad, más que una especie de tarjeta de visita, un saludo con el que quisieron indicarnos que nos vigilaban y podían caer sobre nosotros en cuanto quisieran.

Confieso que no me sentí muy tranquilo hasta que me encontré de nuevo en el poblado alama, y más aún cuando salí ya por completo del territorio auca, y, siguiendo Napo abajo, pasé la Navidad en compañía de los misioneros de Nuevo Rocafuerte, y descendí luego en compañía de los misioneros hasta el Perú. Comprendí entonces que mi piragua se había vuelto demasiado pequeña frente a los grandes ríos, y conseguí una embarcación de unos ocho metros y motor asmático, la «Bella Rosanna», cuyo propietario, un zambo llamado Martinico, se comprometió a llevarme hasta Manaos por una suma bastante módica.

El viaje fue monótono y sin problemas hasta que alcanzamos el cauce del Marañón, que nos entró por la derecha y que justamente aquí, en esta unión, que Orellana llamó «De Santa Olalla», cambia su nombre por el del Gran Río de las Amazonas, cuyo caudal es superior al de todos los restantes ríos del Planeta, juntos.

Naciendo a cuatro mil metros de altitud, tiene en un principio un curso rápido, demasiado rápido, pero pronto, al llegar a la llanura, antes incluso de esta unión con el Napo, se tranquiliza hasta el punto de convertirse en un río lento y perezoso, extrañamente sereno frente al paisaje que lo rodea.

A cuatro mil kilómetros de su desembocadura, se encuentra a quinientos sobre el nivel del mar, y ya más adelante, en su unión con el Negro, a sólo treinta, cuando le faltan aún casi dos mil kilómetros para llegar a su fin. Recorrida la mitad de ese camino, su desnivel no es más que de tres milímetros por kilómetro, lo que hace que su velocidad sea casi nula, pero no evita que vierta en el océano en época de crecida un caudal de casi doscientos mil metros cúbicos por segundo, de tal modo que, a cien kilómetros de la costa, el mar no ha sido capaz de anular por completo el agua dulce y fangosa que le arroja el río.

Pero esa falta de rapidez se ve compensada no obstante por su profundidad, ya que en su parte más honda alcanza los ciento treinta metros, lo que le convierte en navegable en la mayor parte de su curso, de tal modo que buques de considerable calado pueden remontarlo hasta Iquitos, en el Perú.

Pese a todo ello lo que resulta más impresionante —a mi entender— en el «Río-Mar» no es su caudal ni su profundidad, ni aun su anchura —sesenta kilómetros en algunos tramos—, sino el mundo propio que crea a su alrededor; el portento de los siete millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia; la complejidad de sus infinitos afluentes, islas, lagunas, pantanos, y, sobre todo, selvas.

Aunque podría decirse que la Amazonia, en realidad, no es selva. Es más que eso: es jungla, espesura, maraña, agua, ciénagas, podredumbre, penumbra, ruidos, rumores, olor, susurros, gritos, misterio, miedo, lluvia, serpientes, mosquitos, fieras… Todo, y al mismo tiempo nada…

Conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que no existe, sin embargo, comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales —incluso en fieras—, resulta, no obstante, más hospitalaria, más habitable, menos hostil que Amazonia. África puede recorrerse a pie sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle, pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica.

Por todo ello la vida aquí, hoy, no se da y no es posible más que sobre o junto a las aguas. A la orilla de los cauces principales o de sus afluentes se alzan los poblados, y en el interior la auténtica espesura no ha sido más que tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros, ni fuerza alguna capaz de hendir por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación.

Tan sólo el agua vence. Sus caminos, de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que con frecuencia los invada, imponiendo sus particulares formas de vida, como son esos enormes nenúfares; la «Victoria Regia», que cubre pantanos y tranquilos afluentes hasta casi hacerlos desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja.

Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto que se adornan a menudo con hermosas flores blancas se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro; la gigantesca anaconda, y sobre todo, la diminuta y feroz «piraña».

¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos odiando al mundo, y el número infinito. Tantos y tantos miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, haciendo hervir el agua alrededor de la bestia, y comiéndole las entrañas antes incluso de haberla matado.

En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma para que —mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla— el resto pueda pasar aguas arriba.

Aquí, en la Amazonia, allá por el Tapajoz y el Madeira, dicen —por fortuna no lo he visto— que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda y los dejan caer al agua. A los cinco minutos sacan el esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo, luego lo guardan, y conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de dejar mondo un esqueleto en pocos minutos.

Pero el lector no debe asombrarse por la barbarie de estos salvajes. Antes de hacerlo le conviene saber que nosotros mismos —blancos civilizados— hemos llevado a la práctica actos semejantes, no por imperativos de una costumbre más o menos brutal, sino por mera diversión.

Durante la feroz guerra entre el Brasil y Paraguay, el mayor entretenimiento de los soldados de uno y otro bando era «dar de comer a los peces», lo que consistía en arrojar al río a un prisionero tras haberle hecho una incisión en el estómago, para quedarse allí, a ver cómo las pirañas lo devoraban vivo.

Las pirañas, que suelen abundar en las aguas de Sudamérica, no son —contra lo que se cree— devoradoras de hombres en su totalidad. Sólo una especie —la roja en forma de doradaataca siempre; las restantes únicamente acostumbran hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión atravesé a nado el Caroni, en Venezuela, sin que me molestaran en lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos.

Particularmente, de las agua amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o cocodrilos, y es que —a mi entender— esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico rey de la jungla.

Una anaconda de casi veinte metros devoró en el Madre de Dios, un afluente del Madeira —afluente a su vez del Amazonas—, a dos campesinos que nadaban en el río. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se los tragó uno tras otro, sin que se escucharan gritos, pudiendo percibirse tan sólo las grandes manchas de sangre que se extendieron sobre la superficie del río.

Algunos indios y sobre todo caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros, pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente.

Otro temido habitante de las aguas amazónicas el candiru, pues, pese a no medir, por lo general, más de cinco centímetros de longitud por cinco milímetros de grosor, tiene la particular costumbre de introducirse en los orificios naturales del ser humano, especialmente el pene. Una vez dentro no existe forma de extraerlo, si no es por medio de una dolorosísima y difícil operación quirúrgica, pues se aferra a la carne con sus largas púas. Los dolores que produce son por lo visto insoportables, y han conducido a muchas de sus víctimas a la muerte.

La mejor forma de evitar el peligro del candiru es no bañarse nunca desnudo en estas aguas y usar siempre un bañador de material grueso como es el látex o la lona.

A la vista de esto algún lector se preguntará cómo es posible que, existiendo en las aguas amazónicas caimanes, anacondas, pirañas, rayas de agua dulce y candirus, se atreva alguien a bañarse en ellas. La respuesta sería otra pregunta: «¿Cómo es posible que habiendo tantos heridos y muertos en las carreteras, exista sin embargo tanta gente que los domingos se marcha al campo?».

Siempre me ha gustado viajar solo, y así venía haciéndolo casi ininterrumpidamente desde hacía años, pero si quiero ser sincero, tengo que reconocer que, por primera vez, eché de menos la presencia de un compañero.

Con Martinico no había mucho de que hablar. El río y la selva, más el primero que la segunda, constituían todo su mundo, y fuera de él apenas imaginaba que existiera algo más.

En el río había hecho —eso sí— de todo: desde pesca a contrabando, y casi, casi, por lo que me explicaba, piratería, si es que puede existir alguna forma de piratería en nuestros tiempos. Como contrabandista tenía, desde luego, una larga experiencia, sobre todo en lo que se refería a introducir mercancía de matute desde las Guayanas a Manaos.

Las historias que me contó de sus correrías en Río Blanco, allá por Boa Vista, no dejaban de tener realmente cierta gracia, e incluso me llegaba a interesar cuando hablaba de una ciudad perdida que únicamente él había visitado.

Su relato hubiera constituido tema para un libro si no fuera por el hecho de que relatos semejantes pueden encontrarse en boca de cuantos se han internado, poco o mucho, en el corazón de la Amazonia.

Según Martinico, en cierta ocasión en que intentaba introducir ilegalmente en el Brasil un alijo de mercancías provenientes del Surinam, se separó involuntariamente de sus compañeros en plena sierra de Tumucumaque, y tras muchos días de andar perdido, llegó a un pequeño valle, al fondo del cual pudo distinguir los restos de una enorme ciudad medio comida por la selva. No se atrevió a entrar en ella y huyó de allí tan aprisa como pudo, para ir a parar, una semana más tarde, a las márgenes del río Trombetas. Martinico juraba que sería capaz —si le pagaban— de encontrar nuevamente esa ciudad.

Inútil me parece señalar que Martinico mentía, aunque, probablemente, incluso él creía su propia mentira. Debía de llevar tanto tiempo repitiéndola, que podía confundir lo cierto con lo falso. Alguien, alguna vez, debió de contarle aquella historia, y acabó convencido de que era cierta.

La leyenda de la Ciudad Perdida, esa de las cercanías del Trombetas, o cualquier otra de las muchas que existen en la Amazonia, debía de ser ya antigua —rodando de boca en boca— y no uno, sino muchos Martinicos, llegaron a la conclusión —consciente o inconscientemente— de que conocían su emplazamiento.

Del más miserable caboclo al último explorador de estas selvas, todos creen estar en el secreto de una de esas maravillosas ciudades perdidas, repletas de tesoros, que están allí, esperando a que ellos vayan para entregarle sus incontables riquezas.

Resultaría difícil hacer un cálculo siquiera aproximado de cuantos se han dejado la vida en la persecución de ese sueño, en la búsqueda de esa quimera.

Desde que —hace quinientos años— los primeros españoles llegaron a estas tierras, hasta el día de hoy, son innumerables los que han abrigado la esperanza de que ellos tendrían más suerte y vencerían la jungla, y aun a estas alturas no se sabe con exactitud qué fue del famoso coronel Fawcett.

Durante veinte años, este arriesgado explorador inglés recorrió de parte a parte la Amazonia y el Mato Grosso, llegando a convertirse en uno de los mejores conocedores de estas tierras que haya existido nunca, y pese a ello —quizá por ello— murió buscando la ciudad perdida que un aventurero brasileño, a quien él llama Francisco Raposo, decía haber descubierto en 1740.

Y no era esa la única ciudad perdida, en que el coronel Fawcett creía. Estaba convencido de que en el corazón de la Amazonia, allá por las fuentes del Xingú y del Tapajoz, también, quizá, por las fuentes del Trombetas, existían toda una serie de ruinas, restos de un antiguo imperio desaparecido, tal vez las famosas setenta ciudades de las amazonas que dieron nombre al río y de las que nunca se ha encontrado huella alguna.

En 1925, Fawcett y su hijo fueron tragados para siempre por el misterio de las selvas del Xingú, y cuentan las leyendas —en esta tierra tan rica en leyendas— que durante mucho tiempo fueron caciques de una tribu de salvajes «indios blancos».

Y si un hombre culto y preparado como Fawcett era capaz de creer —hace cuarenta años— en el misterio de las ciudades desaparecidas ¿por qué no pueden seguir creyéndolo tantos caboclos o tantos aventureros?

Personalmente, soy de la opinión de que, en efecto, tales ciudades existen, pero la experiencia de mis viajes a estas regiones me obligan a creer que, ni son tantas como dicen, ni mucho menos se conoce su emplazamiento.

Los españoles fundaron a orillas del Orinoco una hermosa ciudad, importante en su tiempo. Esmeralda, y se puede pasar por el río a diez metros de distancia sin advertir el menor rastro de que allí se alzara nunca una ciudad. La jungla y las termitas dieron cuenta de ella.

Y si esto le ocurrió a Esmeralda en un siglo, ¿qué puede haberles sucedido a ciudades que se perdieron hace trescientos o cuatrocientos años?

Para que perduraran, tendrían que haber sido construidas en piedra —o en mármol, como dicen que era la ciudad de Raposo— o tendrían que seguir estando habitadas. Serían entonces capitales de tribus civilizadas, muy distintas a todos esos indios salvajes y semidesnudos que pueblan las regiones aún inexploradas de la Amazonia.

Fawcett y otros sostienen la teoría de que estas tribus salvajes rodean y protegen a un gran pueblo de extraordinaria cultura, que se esconde así de la curiosidad del hombre blanco; pero todo eso pasa a ser ya —a mi modo de ver— más fruto de la fantasía que de la realidad.

Estoy convencido de que, poco a poco, a medida que el hombre vaya penetrando en esas selvas, irán apareciendo, en efecto, ruinas de antiguas ciudades, pero serán grupos de pedruscos desmoronados, restos de lo que fueron caminos, casas o fortalezas, pero nunca una espléndida «ciudad de mármol blanco» como la descrita por Raposo, o como la que Martinico —con su desfachatez— juraba haber descubierto.

Asegurar lo contrario son ganas de fantasear, o la demostración de un desconocimiento total de lo que es la jungla, de la fuerza que es capaz de desarrollar la Naturaleza y de la rapidez y violencia con que la vegetación puede invadirlo todo, resquebrajar muros, apartar piedras, desmoronar columnas.

—Esta noche podríamos alumbrar unos caimanes —insinuó un día Martinico—. Conozco cerca una laguna donde abundan, y en Manaos me pagarían bien sus cueros.

En principio, la idea no me desagradó, aunque no estaba muy seguro de hasta qué punto podía confiar en Martinico a la hora de cazar cocodrilos con la única ayuda de una linterna y una lanza.

Acepté más que nada por salir de la rutina, y el resto del día Martinico se lo pasó acechando la aparición de una piragua que pudiéramos utilizar para llegar hasta la laguna de los caimanes. Nuestra «Bella Rosanna» era, al parecer, demasiado grande.

A media tarde alcanzamos a una familia de caboclos que seguían nuestra misma dirección en un gran cayuco sobrecargado de frutas, y Martinico convenció al hombre para que se viniera con nosotros poniendo la embarcación. Le prometió a cambio —aparte de una participación en los beneficios, según las pieles que se consiguieran— remolcar su piragua hasta su punto de destino, que estaba, por lo visto, a dos jornadas río abajo.

El caboclo aceptó, y les remolcamos por tanto hasta la entrada del riachuelo que conducía a la laguna. Allí descargamos la piragua, dejando la fruta en tierra, abandonamos a la «Bella Rosanna» al cuidado de la mestiza y sus hijos e iniciamos la marcha aguas arriba, por una espesura tal que, a menudo, las copas de los árboles formaban un techo sobre nuestras cabezas, y el riachuelo parecía abrirse camino por un túnel de vegetación.

Anochecía ya cuando llegamos a la gran laguna. Las inmensas «Victoria regia», en forma de grandes bandejas de casi metro y medio de diámetro, cubrían a trechos la quieta superficie del agua hasta el punto de hacer imposible la navegación por ella. Otras veces eran unas extrañas enredaderas de hojas verdes las que avanzaban sobre las aguas, hasta alcanzar cinco y seis metros de distancia de la orilla, de tal modo que se llegaba a pensar que esta se encontraba mucho más cerca de lo que estaba en realidad. En el riachuelo habíamos tenido que abrirnos paso a través de estas enredaderas, que lo cubrían de parte a parte como si debajo no hubiera agua sino tan sólo tierra firme.

En el rápido crepúsculo del trópico el lugar llegaba a ser realmente sobrecogedor, con inmensos árboles que surgían de las aguas, aquellas extrañas y amenazantes enredaderas que parecían tener vida propia, con las enormes hojas de «Victoria regia» bajo las que se escondían caimanes y pirañas y la quietud y el silencio de las aguas, roto únicamente por el batir de alas de alguna garza que cruzaba.

Y en el centro nosotros tres sobre una frágil piragua toscamente labrada a fuego sobre un tronco de árbol, y debo confesar que no me sentía tranquilo, y que comenzaba a arrepentirme de haber aceptado la proposición de Martinico.

No cabía más que esperar a que fuera noche cerrada, y aprovechamos para comer algo y fumar un cigarrillo. No hablamos, pues las voces humanas inquietan a los grandes caimanes negros, y estos eran los que Martinico quería hacer salir de su escondite, bajo los nenúfares o las enredaderas.

Recuerdo que los mosquitos —lejos aquí la brisa del centro del río que se los lleva— comenzaban a martirizarme, y aunque por lo general tengo suerte con ellos y no me atacan, esa noche se cebaron en mis compañeros y en mí.

Al cabo de una hora de silencio en la oscuridad, Martinico decidió que había llegado el momento de actuar. Apenas se distinguía nada a tres metros de distancia, pero se las ingenió para preparar su largo arpón de punta de hierro, sujeto a una gruesa cuerda. Cuando estuvo listo emitió un chillido, parecido al que podría haber lanzado un mono que se sintiera caer de un árbol, y, casi al instante, golpeó con un remo la superficie del agua.

Presentí, más que ver, que el quieto mundo del lago se ponía en movimiento y cobraba vida. Hasta ese instante, cuanto se había escuchado era el lejano silbido de un pájaro y el grito de los araguatos —tan parecido al rugido del jaguar—. Aunque ningún nuevo ruido llegó ahora hasta mí, se diría que el ambiente se poblaba de susurros, las aguas se agitaban, y de los cuatro puntos cardinales venían hacia nosotros extraños seres sin forma.

Debían ser caimanes, pirañas y, tal vez, alguna anaconda, atraídos por el reclamo de un posible mono caído, y puedo asegurar que allí, en las tinieblas, su supuesta presencia me parecía más terrible aún que si los estuviera viendo con mis propios ojos. Me imaginé rodeado por una legión de enormes caimanes negros de casi cinco metros de longitud que abrían sus monstruosas bocas, dispuestos a tragarnos con piragua y todo, y sentí un escalofrío.

Sin embargo, cuando con un susurro Martinico me pidió que encendiera la linterna y alumbré con ella la quieta superficie del lago, lo único que pude distinguir fue la roja fosforescencia de los ojos de un caimán que, a unos cuatro metros de distancia, nos observaba inmóvil.

Cuando se les alumbra en la noche, los ojos de un cocodrilo aparecen como los pequeños faros posteriores de un automóvil —rojos y brillantes—, y cuesta trabajo imaginar que bajo ellos se oculte una masa de carne, dientes, músculos y garras capaz de destrozar cuanto se ponga a su alcance. Los ojos —como periscopios— y la punta de la nariz, por donde respira, es todo lo que sobresale del agua en un saurio —sea cual sea su tamaño—, pues cuando está así, al acecho, cuanto necesita es ver y respirar, y puede pasarse horas y horas en esa posición.

Martinico enfiló la proa a la bestia, manteniéndola como hipnotizada con el foco de la linterna. El caboclo remó en silencio y avanzamos lentamente hasta colocarnos a poco más de metro y medio del saurio.

En ese momento, y con innegable pericia, Martinico lanzó su arpón y se lo clavó entre los ojos al animal, que dio un salto en el aire, lanzó un coletazo y cayó con un ruido sordo sobre la superficie, desapareciendo como tragado por las aguas. El arpón se fue con él y detrás, varios metros de cuerda. Martinico, con un afilado machete en la mano, se preocupaba de permitir que la cuerda saliera sin enredarse y al menor síntoma de que no ocurría así la habría cortado. Un brusco tirón podía hacer zozobrar la piragua, y quien naufragase en aquellas aguas no viviría más de cinco minutos.

Me contaba más tarde Martinico que, en cierta ocasión, unos cazadores de caimanes que resultaron volcados tuvieron la suerte, o la desgracia, de alcanzar uno de esos árboles que surgen de las mismas aguas y se refugiaron en sus ramas lejos del alcance de los caimanes. De poco les valió, sin embargo, pues perdida la piragua, rodeados de saurios y pirañas, y sin nadie que viniera a rescatarles, murieron de hambre allá arriba. Como se habían amarrado a las ramas para no caer durante la noche, semanas después otros cazadores encontraron sus restos colgando como trágicos frutos de un árbol macabro.

Mucho valor y, sobre todo, mucha habilidad, se precisa por tanto para ser arponero de caimanes, pues lo importante no es clavar el arma con fuerza y precisión —entre los ojos— sino, en especial, saberlo hacer con suavidad, sin una sola sacudida, manteniendo el equilibrio increíble sobre la inestable plataforma de la piragua.

No cabe duda de que Martinico sabía hacerlo, aunque a mí me diera la impresión de que el agua llegaba hasta la borda. También se mostraba hábil en la manera de dar cuerda al caimán herido, reteniéndola con la mano lo justo para que no se alejara demasiado o para que no nos crease problemas a bordo.

Ignoro cuántos metros de cabo soltó, y a qué distancia, por tanto, fue a detenerse la bestia; pero no debió ser mucha, y pronto recuperó el terreno perdido halando con suavidad de la cuerda, de forma que no atraía hacia sí el caimán, sino que, por el contrario, era la piragua la que avanzaba hacia el punto en que este se encontraba. Llegó, pues, un momento en que la cuerda aparecía perpendicular bajo nosotros, y Martinico, con suaves tirones, trató de comprobar si la bestia se movía o estaba muerta ya. Hacerla subir viva era arriesgarse a que lanzara por los aires nuestra embarcación; esperar demasiado una vez muerta, era arriesgarse a que otros caimanes, y en especial las pirañas, acudieran y dieran rápida cuenta de nuestra presa. Saber el momento exacto en que había que subir a bordo al cocodrilo tenía, por tanto, una gran importancia.

Esperamos, y se diría que Martinico percibía en la mano los últimos estertores del saurio. De pronto lanzó una exclamación, como si se sintiese satisfecho, y comenzó a tirar, lenta y firmemente. Cuando el arpón, y luego el saurio, aparecieron en la superficie, este se encontraba definitivamente muerto. Para mayor seguridad, de tres o cuatro rápidos golpes de su afiladísimo machete, Martinico casi le desprendió la cabeza del tronco, y luego, con infinito cuidado, subimos la pesada carga a bordo.

En menos de media hora Martinico y el caboclo, alumbrados por mi linterna, despellejaron al caimán, inundando de sangre el fondo de la piragua.

Terminada la operación tiraron al agua el cuerpo, enrollaron la piel y se dispusieron a buscar una nueva presa.

Al día siguiente continuamos nuestro viaje, aburrido y sin historia, hasta la unión con el Negro, y Manaos, donde pasé unos días con Arquímedes, un viejo muy viejo, cuyos relatos me proporcionarían el material para una de mis novelas preferidas, «Manaos», en la que se cuentan las increíbles andanzas de este hombre extraordinario, que en su época fue considerado una especie de «Espartaco del Amazonas», ya que, tras años de esclavitud en una plantación de caucho, fue protagonista de una de las más espectaculares fugas de que se tiene noticia.

Según parece, de «Manaos» y la historia de Arquímedes van a hacer los norteamericanos una costosa película, ya que me han pagado un buen montón de dólares por los derechos cinematográficos, dólares que deberían De Manaos continué viaje a Belén de Pará, ya en el Atlántico, y cumplí, así, de punta a punta, el itinerario de Francisco de Orellana. Regresé a Madrid, donde Televisión aceptó comenzar a preparar todo un proyecto de filmación en color de la «Ruta de los Descubridores», pero en esos varios días ocurrió el gran terremoto del Perú.

El terremoto tuvo lugar un domingo al mediodía, hora peruana, y en la madrugada del lunes siguiente, el camarógrafo Michel Bibin y yo aterrizábamos en el aeropuerto de Lima en vuelo directo desde Madrid cuando aún ni los mismos peruanos se habían percatado de la magnitud de la tragedia que se les venía encima.

Probablemente fue aquella una de las misiones más desagradables de mi vida, pues los muertos llegaron a contarse por miles, y tuvimos la suerte profesional y la desgracia personal de estar entre los primeros que llegaron al lugar de la catástrofe, cuando aún no habían acudido los equipos de rescate y ya los cadáveres comenzaban a pudrirse entre los escombros.

Pueblos enteros fueron barridos del mapa; algunos, cubiertos por una capa tal de lodo y piedras, que resultaba imposible admitir que hubiera existido alguna vez allí presencia humana. Por las altas montañas y en los lugares aislados, seres hambrientos, desamparados y aterrorizados, vagaban sin rumbo y asaltaban al caminante en busca de algo de comer.

El terremoto del Perú significó, tal vez, el principio de mi madurez definitiva, después de años de vagar por el mundo y verlo todo intentando conservar siempre aquellos ojos asombrados e infantiles de mis primeros pasos por las arenas del Sáhara.

Resultaba ya, en verdad, una tarea difícil pretender conservar una cierta inocencia después de haber asistido a la destrucción de los indios amazónicos, el hambre de los indígenas andinos, los crímenes e injusticias de la Revolución dominicana, la matanza de los más hermosos animales libres, el tráfico de esclavos en África o los negocios de sangre humana, que se llevaban a cabo en los países del Caribe y en casi todos los míseros pueblos del mundo, que estaban contribuyendo con lo único que les quedaba, la sangre, al enriquecimiento de las Grandes Potencias, que ya los habían privado de todo lo demás.

Por tres veces intenté penetrar en Haití para estudiar de cerca este espantoso tráfico de sangre humana que ha alcanzado en la miserable República negra la más espeluznante e inhumana de sus cotas, pero por tres veces los célebres y temibles «Tomtom-Macoute» de «Papá Doc» Duvalier, y después de su hijo, se encargaron de impedir mi trabajo y ponerme de nuevo en un avión que me condujese a Jamaica, Miami o cualquier otro lugar desde el que no pudiese comprobar, de primera mano, cómo el mismo Gobierno es el principal interesado en el negocio de comprar la sangre de los hambrientos haitianos a cuatro dólares el litro, para vendérsela luego a los laboratorios de los Estados Unidos a veinte dólares.

Dos millones de litros de sangre anuales exporta de ese modo Latinoamérica hacia su poderoso hermano del Norte, y de esa cantidad, la cifra más importante procede de Haití, aunque contribuyen también notablemente la República Dominicana, Colombia, Paraguay y otras muchas Repúblicas en las que ya la avaricia de unos pocos no se detiene ni aun ante el hecho de que la mayor parte de las veces los obligados donantes de esa sangre son gentes subalimentadas y enfermas que acaban muriendo de esa continua sangría o transmitiendo sus enfermedades a lejanos receptores de países pudientes.

La indignación comenzaba a sustituir a la inocencia, y a menudo llegaba a preguntarme si «aquel mundo que estaba allí» para que yo fuera a verlo, no resultaba en realidad —contra lo que yo había imaginado— mucho más desagradable que atrayente.

¿Compensaban los malos ratos los hermosos momentos que había vivido durante mis viajes?

Si quería ser sincero, tan sólo por un hecho compensaba: por la simple razón de que mi egoísmo se negaba —aun inconscientemente— a recordar todas las hambres, todas las muertes y todas las injusticias, y se empecinaba en traerme a la memoria tan sólo los hermosos paisajes, las gentes simpáticas o las bellas mujeres que había conocido.

Viajar es en realidad tan simple como vivir. Si en cualquier momento de nuestra existencia nos detenemos a mirar hacia atrás y hacer balance —un balance en verdad honesto—, la mayor parte de las veces no deberíamos sentirnos satisfechos de lo que esa vida nos ha deparado; pero si nos limitamos a aceptar lo que nuestra memoria quiere ofrecernos, entonces sí merece la pena seguir adelante.

Por ello, también, a la hora de escribir mis recuerdos de esos viajes pretendo que prevalezca lo hermoso, y que prevalezca, sobre todo, la idea de que siempre vale la pena lanzarse al mundo, a recorrer de un modo u otro sus caminos, porque lo que realmente importa no es lo que nos suceda, sino lo que en nosotros se sedimente de esos sucesos, y siempre será nuestra memoria, por selección natural, la que se ocupe de que tan sólo quede lo mejor.

A menudo me preguntan:

—¿Por qué te llaman «Anaconda»?

Y en verdad que casi tengo olvidado el momento de angustia que me hizo vivir uno de tales reptiles en un minúsculo afluente del Amazonas, pero recuerdo perfectamente la gran juerga que nos corrimos esa noche a cuenta de haber escapado con bien del incidente. Si mi memoria fuese capaz de conservar con toda su espantosa precisión lo que fueron aquellos instantes, estoy completamente convencido de que jamás habría vuelto a poner los pies en la selva amazónica.

Ni jamás hubiese querido volver a ver un tiburón bajo el mar, ni asistido a una guerra, un terremoto, una cacería nocturna de cocodrilos, un viaje en piragua por el lago Chad, una caminata por los Llanganates o una noche en el Altiplano…

¡Tantas cosas y tantos lugares a los que quisiera, sin embargo, regresar mañana…!