35. ¡AUCAS!

En Quito, los titulares de los periódicos traían la noticia casi cada día: «…Los aucas atacan un campamento militar…», «…Los aucas raptan a dos mujeres alamas…», «…Los aucas asesinan a un buscador de oro…». Y me preguntaba:

¿Cómo es posible que esto ocurra en pleno siglo XX? ¿Quiénes son los aucas?

¿Dónde están?

Ahora, aquí, en Francisco de Orellana, tenía al alcance de la mano la respuesta. El territorio de los aucas se extiende a lo largo de quinientos kilómetros a la orilla derecha del Napo, en lo que constituye una inmensa región totalmente desconocida.

Al preguntar sobre ellos a monseñor Alejandro Labaca, me respondió:

—Los aucas son, quizá, como muchos etnólogos sostienen, la tribu más sanguinaria y feroz que existe en la actualidad. Todos nuestros intentos de aproximación han resultado inútiles. Si entramos desarmados en su territorio, nos asesinan; si llevamos armas, se esconden. Matan por el placer de hacerlo y nada respetan, porque odian ferozmente al hombre blanco y han extendido ese odio a las tribus pacíficas que nos frecuentan. Sin embargo —añadió—, no se les debe culpar por ello, ya que originariamente fueron buenas gentes, y las razones de su actual comportamiento deben buscarse en el trato que han recibido.

Luego, monseñor Labaca me prestó una vez más la avioneta y al capitán Galindo, y tras cuarenta minutos de vuelo aterrizamos en una pequeña pista de hierba, junto al río Curary, frente al puesto militar del mismo nombre, en pleno corazón del territorio auca.

Tuvimos que permanecer dentro del aparato hasta que vinieron a buscarnos, ya que no sería la primera vez que los aucas atacaran en la misma cabecera de la pista. Un grupo de soldados tuvieron que atravesar el río en piragua, recogernos y dejar un par de centinelas junto al aparato.

Un cuarto de hora más tarde desembarcábamos, pues, en Curaray, un lugar tan hermoso que apetecería pasar en él unas vacaciones si no fuera por esa presencia de los aucas, que no permiten alejarse siquiera unos metros de los límites vigilados por centinelas siempre con el arma a punto.

El comandante Buitron, jefe del puesto, nos acogió con la alegría de quien no acostumbra recibir visitas. Curaray es la última avanzada del ejército ecuatoriano en la selva, y no debe resultar realmente un destino agradable.

Peligros, calor, mosquitos, serpientes, pocas mujeres y un menú repetido hasta la saciedad: arroz blanco, patatas y —de tanto en tanto— un trozo de carne. Y esa es, por desgracia, la dieta que pudiéramos considerar básica en toda Amazonia. Quien tenga buen apetito o no soporte la monotonía en el comer, que no intente un viaje por estas regiones.

No había mucho que ver en Curaray aparte de los barracones militares y la colina de los aucas, que a unos cien metros de distancia domina el campamento y por la que aparecen de tanto en tanto los salvajes. Los centinelas que montan guardia en esta colina saben que su vida está siempre en peligro. Apenas hacía un par de meses que habían asesinado a uno de ellos, y su viuda aún continuaba en el campamento. El comandante me mostró las largas lanzas de madera negra y dura con que habían acribillado al pobre hombre, y aún no se explicaba cómo un veterano como él se había dejado sorprender tan fácilmente.

—Aquí —comentó—, el menor descuido puede llevar a un hombre a la tumba y hacernos seguir idéntico rumbo a los demás. Afortunadamente pudo disparar antes de morir y eso nos alertó. Sin embargo, vivimos con la constante tensión de que el día menos pensado arrasen el campamento como ya ha ocurrido con otros en que no dejaron piedra sobre piedra. Aquí, río abajo, teníamos un destacamento, Sandoval, pero hubo que abandonarlo; se había vuelto insostenible. Constituimos, pues, la última barrera entre los salvajes y las tribus pacíficas de río arriba.

—Pero —dije—, ¿qué efectividad puede tener una barrera como Curaray, perdida en la inmensidad de una selva como esta? Ustedes están clavados en el corazón de la región auca, y por lo tanto, teóricamente al menos, ellos les dominan.

Rió, divertido:

—Teórica y prácticamente —replicó—. Resultaría absurdo hacernos a la ilusión de que logramos algo. Estamos en sus manos, y si no acaban con nosotros es por el temor a las bajas que les causaríamos. Por eso se limitan a molestarnos con emboscadas, sin tomarnos en cuenta. No somos más que una gota de agua en el mar. Trescientos metros cuadrados de civilización en una región perdida.

—¿A qué viene entonces mantener algo que no tiene objeto?, ¿por qué no abandonan el campamento?

—Ya se lo dije: río arriba habitan tribus pacíficas —señaló—. No podemos serles de gran ayuda, pero al menos les proporcionamos armas, les enseñamos a manejarlas y les infundimos una confianza de la que están muy necesitados.

Si nos vamos de aquí, si esas tribus se van también, los aucas se envalentonarán, ganarán terreno y acabarán cruzando el Napo.

—¿Se atreverían?

—Los aucas se atreven a todo. Son como los perros o las serpientes: cuanto más miedo se les demuestra más valor derrochan.

Le pedí al comandante que me permitiera visitar un pueblo de los alamas; esa tribu que se encuentra en constante lucha con los aucas. Pareció dudar.

—Yo no puedo darle mi permiso —señaló—. Pero comprendo su interés, y no tengo autoridad para impedirle a que se adentre en la selva. Mis órdenes son evitar todo choque con los aucas; procurar que no se les moleste, ni nos molesten a nosotros. Lógicamente es de suponer que usted, aunque penetre en su territorio, no va en su busca. Haga lo que quiera bajo su responsabilidad.

Pero, por favor, no me pida un permiso oficial, porque no sabría qué responderle.

—Necesito una piragua y un guía —indiqué.

—Piragua tienen los indios —replicó—. En cuanto al guía, si alguno de los míos que no esté de servicio se aviene a acompañarle, por mí, puede hacerlo.

Así fue como al amanecer del día siguiente, acompañado de un indígena llamado Javier, emprendí el camino río arriba, en busca de un poblado alama.

Javier, silencioso cuando no tenía que servir de intérprete, me advirtió que en caso de sufrir un ataque auca buscara siempre la protección del río, me tirara al agua y me alejara nadando o buceando si es que sabía. Era la forma en que él se había salvado una vez de morir alanceado, y era la fórmula que se utilizaba siempre en la región. Por lo visto, a los aucas no les gusta perseguir a sus víctimas por el agua.

—¿Y las anacondas y cocodrilos? —pregunté.

—Aquí, cocodrilos hay pocos —replicó—, y las anacondas siempre son preferibles a los aucas.

Francamente, entre morir atravesado por una lanza o morir triturado y digerido luego por una anaconda, no he decidido aún qué es lo que prefiero, pero creo que la anaconda debe resultar más repulsiva que el más feroz de los aucas.

Durante horas navegamos en silencio. De la cercana orilla llegaban los mil ruidos de la selva: el gritar de los monos, el canto de los pájaros, el rugido lejano del araguato y el rumor de las hojas movidas por el viento. Remando bajo el sol, hundido en mis pensamientos, dejé pasar el tiempo y me preguntaba qué hacía yo allí en aquel momento; por qué razón había llegado hasta aquel rincón de la espesura en el más peligroso y perdido de los ríos del planeta.

Hacía calor, los brazos me dolían de remar, la embarcación hacía agua, y probablemente allí, entre los árboles de la orilla, habría algún auca acechando, deseando convertirme en blanco de sus lanzas. Sin embargo, me sentía feliz.

Javier hablaba poco. Era, en realidad, un indio de sierra llegado por casualidad a aquellas selvas, de las que me confesó que, en un principio, sintió miedo. Los aucas, para el indio ecuatoriano, son algo así como el demonio, y para un soldado ser enviado al Curaray constituye el peor castigo. No obstante, Javier había acabado acostumbrándose y se sentía a gusto en aquellas regiones.

Quizás el hecho de haber escapado a un asalto auca, el verlos de cerca y comprender que no eran tan infalibles como se contaba de ellos, significó para él una cura de miedo.

Le pregunté dónde había sido el ataque.

—Camino de Sandoval —respondió—; aquella es la zona más peligrosa y el comandante ha hecho bien en desmantelar el puesto. Cada día en él era un día de muerte. En Curaray nos atacan, pero al menos somos fuertes, tenemos más protección, y dudo que un día se junten los suficientes aucas como para acabar con nosotros. En Sandoval, lo hubieran hecho.

Continuamos nuestro camino durante no recuerdo cuánto tiempo. Las horas, remando bajo un sol de fuego —por más que buscáramos, junto a las orillas, la sombra de los altos árboles—, se hacían infinitas.

Al fin avistamos la entrada de un riachuelo, y por él nos adentramos.

Media hora después me encontraba sentado entre un grupo de indios alamas, a quiénes pregunté qué pensaban de sus eternos enemigos los aucas.

—No son humanos, son auténticas bestias de la selva. Como demonios surgen de improviso de entre la maleza y matan en silencio. Nada les satisface tanto como matar.

—¿Qué aspecto tienen? —quise saber.

—Son blancos —replicaron, ante mi asombro—. Altos, blancos, y fuertes. No parecen, en verdad, gente amazónica.

Días más tarde, en la misión de Rocafuerte, ya casi en la frontera del Perú, pude comprobar esto. Una noche vi en la capilla un nativo cuyo aspecto físico me llamó la atención. Era alto, casi blanco, con andares simiescos y la fuerza aparente de un oso. Pregunté quién era y me respondieron que el nieto del único auca salido de la selva: un niñito perdido que apareció un día —¡nadie sabe cuántos años hacía ya!— a orillas del Napo.

Este nieto, con una cuarta parte de su sangre tan sólo, conservaba aún, pues, rasgos genuinos de su raza.

El jefe de la tribu alama me mostró un viejo máuser que su hermano llevaba colgado al hombro.

—Eso es lo único que detiene al auca —dijo—. El arma de fuego. Por fortuna el Gobierno comienza a proporcionarnos estos buenos fusiles con que defendernos, porque nuestras antiguas escopetas de pistón, que se cargaban por la boca, poco podían contra ellos.

Esa noche, cansado del viaje, me dormí temprano, y a la mañana siguiente me despertó el aleteo y los inútiles esfuerzos de un gallo por cantar. Me sorprendió advertir cómo una y otra vez intentaba cumplir con su obligación de cantar, sin conseguirlo, y es que los alamas tienen la costumbre de cortar las cuerdas vocales a los gallos para que no descubran el emplazamiento exacto del poblado.

En la selva —y esto llega a resultar chocante— existen sonidos como el canto de los gallos o el ladrido de los perros que se transmiten a gran distancia con extraordinaria claridad, mientras otros —como las voces humanas— suelen perderse a corta distancia.

Los indios toman por tanto tan drástica medida con los gallos, pero no necesitan precaución alguna en lo que se refiere a los perros. A estos los acostumbran desde pequeños a no ladrar en el campamento, y cuando uno de ellos no puede ser acostumbrado, lo matan, se lo comen, y en paz.

El adiestramiento de los canes llega a ser generalmente tan perfecto que, cuando se va de caza con un indio y sus perros levantan una presa, su dueño sabe, por el tono del ladrido, si se trata de un mono, un ave, un animal que corre, una fiera, o incluso el rastro de un auca, que se encuentra peligrosamente cerca.

«Miau» —el perro de un cazador alama— tenía tal cantidad de tonalidades en su ladrido que casi se diría que hablaba, y hasta a mí, profano en el lenguaje canino, me resultaba factible entenderle. Desgraciadamente, el último día de mi estancia en el poblado lo mató un jaguar, lo que constituyó una manifestación de duelo hasta el momento en que el pobre bicho —asado a la brasa— comenzó a emitir un tufillo que a los indios les pareció de lo más apetitoso.

De la cocina alama y sus excelencias poco bueno hay que decir, puesto que en realidad es muy similar a la de la mayoría de los indios de selva americanos, desde los valles bolivianos hasta la Guayana venezolana.

Lo único que me llamaba la atención era la magnífica calidad de su alfarería, con platos y cuencos de barro hermosamente moldeados y brillantemente pintados, algunos tan finos, que suenan casi como cristal cuando se les golpea.

En su decoración abundan las figuras humanas e incluso las escenas de caza, y me divirtió advertir la influencia de nuestra cultura, al descubrir que una hermosa tinaja lucía como decoración una operación aritmética que, por cierto, estaba equivocada.

Para los alamas, el mundo de los números y el mundo de las letras son algo misterioso, casi inexplicable, y directamente relacionado con los seres superiores que pueblan los cielos o los infiernos.

Al tercer día de mi estancia en el poblado apareció un indio que venía muy satisfecho con una magnífica cerbatana que dijo haber comprado a los aucas.

Me sorprendió que, demostrándoles tanto miedo y tanto odio, comerciaran con ellos, pero me explicaron que todos los intercambios con los aucas se efectuaban a través de Elvira, una especie de vieja bruja que habitaba selva adentro y que era, a la vez, temida y respetada por ambas tribus.

Al parecer, Elvira, aunque alama de nacimiento, había sido raptada de niña por los aucas y tras vivir veinte o treinta años con ellos, y darles diez o doce hijos —¡ni ella misma sabía cuántos!—, había sido devuelta a su tribu, donde ya inútil y olvidada no la recibieron demasiado bien. Repudiada por unos y otros, a Elvira no le había quedado por lo visto otro remedio que establecerse por su cuenta, como una especie de mediadora entre las dos tribus y llegando a convertirse, con el tiempo, en una temida hechicera.

La fama de Elvira alcanzaba, sin embargo, su punto más alto como curandera especializada en gusanos, y sututus, y como Javier se encontraba infestado de estos últimos, insistió en que le acompañaran a ver a la vieja.

El sututus es un insecto diminuto que suele introducirse bajo la piel, anidando allí hasta formar grandes y molestas ampollas, que provocan un desagradable escozor. Resulta difícil luchar contra los sututus, ya que incluso localizados por medio de esas ampollas se aferran con tal fuerza a la carne que no hay forma humana de extraerlos, al menos con los escasos medios que el hombre tiene a su alcance en la Amazonia.

Javier, cuya espalda parecía un mapa a causa de los malditos bichejos, vio por tanto, su gran ocasión en una visita a Elvira, y como por mi parte sentía curiosidad por conocer a la vieja bruja, decidí sobornar al jefe alama para que me proporcionara dos de sus indios que nos condujeran a la choza de la curandera.

En principio el jefe se negó. Aquel era territorio auca, y no quería problemas con ellos. Tradicionalmente la senda que conducía a casa de Elvira era zona neutral, pero no estaba muy convencido de que los aucas respetaran dicha neutralidad tratándose de un guía del ejército y un hombre blanco. El problema se redujo, sin embargo, a cuestión económica: fui subiendo el precio y el jefe fue reduciendo las dificultades.

A la madrugada siguiente y armado de un estrambótico Máuser que el jefe se emperró en prestarme y que me infundía más respeto que cualquier salvaje, emprendí el camino precedido por dos alamas y seguido por mi buen Javier, al que la idea de poder dejar de rascarse una temporada tenía muy contento.

Ignoro cuánto tiempo anduvimos. Mi reloj submarino —que había descendido victoriosamente a más de cincuenta metros en casi todos los mares tropicales del mundo— había perdido sin embargo días antes la batalla contra la humedad de la Amazonia y ya no era más que un cadáver silencioso en mi muñeca. El sendero —cuando lo había— era tortuoso, casi indefinido, y desde luego impracticable para quien no lo conociera. De tanto en tanto desaparecía, terminaba en un muro de vegetación y entonces los indios volvían atrás, iniciaban una serie de extraños cálculos y se adentraban, por fin, en la maleza para ir a salir al poco rato a un nuevo sendero. Todo ello estaba destinado a desorientar a los aucas en lo que constituía una especie de laberinto indescifrable.

Otras veces, sin embargo, y cuando a mi entender el camino aparecía más claro y menos problemático, nuestros guías se salían de él y daban un rodeo para volver a tomarlo unos metros más allá. Aquello me parecía absurdo, pero Javier me hizo ver que aquel trecho evitado se habría hundido irremediablemente bajo nuestros pies, con lo cual hubiéramos ido a parar, un par de metros más abajo, a una trampa cuyo fondo se encontraba erizado de afiladísimas estacas. Tales trampas no sólo constituyen una magnífica defensa contra los aucas sino que, al propio tiempo, abastecen de carne fresca de animales al pueblo alama.

Comenzaba a sentir hambre cuando un aullido infrahumano cruzó el aire.

Tanto me habían hablado de los aucas que, antes de pensarlo, ya tenía amartillado mi cochambroso Máuser y me había arrimado contra un árbol, a la espera de ver aparecer de un momento a otro a un salvaje desnudo dispuesto a lancearme. Javier, tan oscuro de piel, aparecía, sin embargo, blanco como el papel. Su miedo consoló mi miedo.

No obstante, los alamas nos tranquilizaron. Quien había gritado era Elvira. No sabían por qué, pero estábamos muy cerca de su choza y reconocían su voz. Al parecer estaba furiosa. El más decidido de nuestros guías nos indicó que esperásemos allí y continuó solo. Cuando volvió parecía preocupado; al parecer, gracias a sus dotes adivinatorias o sus secretos poderes, Elvira había averiguado que un blanco se aproximaba a su choza, y su aullido había sido un aviso para que no llegara a ella. Estaba convencida de que si mantenía cualquier clase de relación con los blancos los aucas lo descubrirían y eso le traería de inmediato su enemistad y la muerte.

No consentía por tanto en que yo me aproximara a su choza y no me fue difícil comprender que los indios —que temían a la bruja— estaban dispuestos a obedecerla. Consulté con Javier. Para él resultaba contraproducente tratar de presionar a los guías. Había que convencer a la vieja, y quizá quien mejor podía intentarlo era él mismo. Le entregué los regalos que llevaba para Elvira:

un hermoso corte de tela de horribles colorines y un no menos hermoso peine para despiojarse. A todo ello añadí unos pantalones míos que no sé para qué diablos le iban a servir, y dejé bien sentado que no habría regalos de ninguna especie si no me permitía verla.

Javier se fue con un guía y me quedé esperando con el otro. Al rato regresaron. La vieja, un ser realmente monstruoso, flaco y horrible, venía con ellos. Se mostraba conforme en que la viera y asistiera a sus extrañas curaciones, pero tenía que ser allí, en pleno bosque. Estaba convencida de que si pisaba su choza dejaría en ella mi inconfundible olor a hombre blanco y los aucas lo descubrirían en su próxima visita.

Me pareció que había mucho que discutir con aquella india respecto a los olores, pero decidí que era preferible no darme por ofendido y conformarme con lo que andaba buscando: asistir a la cura de los sututus de Javier, según el extraño procedimiento de la bruja.

Esta fue derecho al grano. Le indicó al enfermo que se quitara la camisa y se sentara en un caído tronco. Luego, y tras inspeccionar la espalda, comenzó a emitir unos extraños y agudos silbidos, a los que sucedían de tanto en tanto una serie de ruidos o chasquidos que hacía con la lengua, como si se estuviera besando a sí misma. Mientras tanto, sus agudos ojillos lagrimosos no dejaban de recorrer la espalda de Javier, deteniéndose en cada una de las ampollas.

De repente se abalanzó sobre una de ellas y sus negras uñas la estrujaron con increíble habilidad, lo que hizo salir al insecto, que aplastó luego. Aunque parezca increíble, los silbidos y los ruidos de la vieja hacían asomar la cabeza a los sututus, abandonando un instante su defensa, y siendo expulsados por lo tanto con una simple presión.

Casi no daba crédito a lo que estaba viendo, pero poco a poco la espalda de Javier quedó libre, aunque algunas de las ampollas chorreaban un líquido blancuzco. La curandera desapareció luego en la selva y volvió al poco con un puñado de hojas con las que restregó la zona afectada.

Terminada su tarea lanzó un gruñido y se volvió a su casa. En todo ese tiempo no levantó la vista hacia mí ni una sola vez, y cuando me sentía cerca, se retiraba como si pudiera contagiarle mi olor.

Emprendimos el regreso. Este fue, desde luego, mucho más laborioso que la ida. Los guías parecían tomar infinitas precauciones para ocultar sus huellas y daban vueltas y más vueltas en su intento de desorientar a quien pudiera seguirles.

De tanto en tanto se detenían a escuchar, y en un par de ocasiones el más joven de ellos se subió a un árbol para otear cuanto nos rodeaba.

De pronto, al tomar un recodo, aparecieron en el centro del camino un puñado de plumas y ramitas artísticamente colocados en círculo y que no estaban allí cuando pasamos. Los guías comenzaron a cuchichear entre ellos, y advertí que estaban muy nerviosos. Javier, que no parecía tampoco demasiado tranquilo, se limitó a comentar:

—¡Aucas!