Recuerdo que de niño me aprendí de memoria el discurso que ante el Congreso de Norteamérica pronunciara el Gran Jefe Arapooish, cacique máximo de la tribu Crow.
Dijo así:
—La tierra de los Crow está justo en el lugar apropiado. Tiene montañas nevadas y valles soleados, toda clase de clima y buenas cosechas. Cuando el verano quema las praderas, hay refugio en el aire limpio al pie de las montañas, con ríos cristalinos y nueva hierba. Y en el otro, cuando están gordos los caballos, podemos bajar al valle a cazar bisontes y castores. Para el invierno, tenemos la protección de los bosques profundos, o el valle del río del Viento, donde la hierba abunda… El país de los Crow…
Era lo más hermoso que hombre alguno dijera jamás sobre su patria. Pero del país de los Crow ya no queda nada… Sus bosques se talaron para enriquecer a unos pocos; sus bisontes se aniquilaron; sus pastizales se convirtieron en polvo y desierto… Ya no hay país de los Crow…
Tampoco hay Crow.
Probablemente, dentro de muy pocos años alguien dirá:
Ya no hay país amazónico. Tampoco hay indios amazónicos.
Cuando, hace una veintena de años, la carretera brasileña Cuiabá-Porto Velho, amenazó aniquilar a la tribu de los Pacaas Novos, la Prensa mundial se ocupó del asunto, y la opinión pública se volcó contra el Brasil. El Gobierno se vio casi a punto de tener que suspender las obras, pero al fin no lo hizo, y de los treinta mil Pacaas Novos que se censaron en 1950, no quedaban más que trescientos en 1968. En 1916, una epidemia de sarampión redujo, de mil doscientos, a menos de cien a la tribu de los Kaingang y también el «sarampión» mató al noventa por ciento de los urubú en 1950.
Pueblos enteros, antaño poderosos, como los Xavantes, los Kreenapores o los Cintas Largas, no son ya más que una sombra de su pasado, y se calcula que más de medio centenar de tribus amazónicas han desaparecido en los últimos años. Cuando Francisco de Orellana, el descubridor del Gran Río, pasó por él a principios de 1500, calculó en varios millones los habitantes de la cuenca amazónica. Hoy se asegura que no pasa de doscientos mil el total de los indígenas desparramados por aquellas selvas, número que se verá reducido más y más a causa de las enfermedades, el hambre y las persecuciones de quiénes tratan de apoderarse de sus tierras.
La construcción de la «Transamazónica» abrirá los últimos reductos indios a la invasión de exploradores y aventureros, los cuales traerán consigo enfermedades que aniquilarán tribus enteras de la noche a la mañana.
El sarampión, la tuberculosis, la sífilis o una simple gripe, constituyen una auténtica catástrofe para unos seres que no están inmunizados contra los males del hombre «civilizado». Basta el estornudo de un minero, un maderero o un buscador de diamantes, para que lo que fuera hasta ese instante próspera y tranquila comunidad pase a convertirse en cementerio. ¿Qué ocurrirá cuando centenares de buscadores de hierro, petróleo, bauxita, oro, caoba o madera de balsa, se introduzcan en lo que fuera hasta ahora selva impenetrable, a través de la ancha y cómoda «Transamazónica»…?
El resultado no admite duda: si no se les protege contra esa invasión; si no se les proporcionan vacunas y medicinas que los fortalezcan contra las enfermedades extrañas, los indios están condenados a desaparecer de la faz de la Tierra antes incluso de que desaparezca su hábitat, esa selva hoy amenazada.
La primera pregunta, ante semejante situación, es siempre la misma: ¿No hay nadie que se preocupe de defender a esa pobre gente?
Sí, desde luego… En Brasil existió durante años el «Servicio de Protección del Indio», pero se demostró que sus miembros eran los principales asesinos de las tribus brasileñas… Me costó admitirlo, y durante cierto tiempo defendí la posición del SPI, convencido de que intentaban en verdad realizar una auténtica labor de ayuda. Sin embargo, el escándalo alcanzó las más altas esferas, y el Gobierno se vio en la necesidad de disolver el SPI y encarcelar a varios de sus miembros.
La nueva «Fundación del Indio» no parece mejor; se trata de la misma gente, que actúa ahora mucho más solapadamente.
Según Edwin Brooks, catedrático de la Universidad de Liverpool, que estuvo realizando recientemente un amplio estudio de la región, los madereros y las grandes compañías mineras son los principales instigadores de la política de violencia contra el indio, y fueron ellos quiénes el pasado año crucificaron hasta su casi total extinción a la tribu de los Xavantes.
Para Brooks, todos aquellos indígenas que no busquen pronto la protección de los hermanos Vilas Boas en su Parque Nacional del río Xingú, están condenados a la extinción antes de diez años.
Desgraciadamente, sin embargo, el Parque Nacional de Xingú no reúne espacio suficiente como para albergar a todas las tribus amenazadas, ni los hermanos Vilas Boas, por grande que sea su amor a los indios y sus deseos de ayudarles, están en condiciones de hacer frente a la terrible demanda de alimentos y medicinas que requerirá acoger a miles de seres a quiénes se habrá privado de sus tradicionales formas de sustento. Lejos de sus regiones de caza, y desposeídos de sus pequeños campos de cultivo, los indios acogidos en el Xingú no tendrán más futuro que el que tuvieron los pieles rojas de las «reservas» norteamericanas: consumirse lentamente hasta su desaparición total.
Para muchos políticos y hombres de negocios del continente, ese es el único fin lógico que cabe esperar para los nativos. Alegan, egoístamente, que en unos tiempos en los que el hombre viaja a la Luna, no se puede pretender que continúen existiendo individuos en plena Edad de la Piedra.
Sin embargo, no se han detenido a meditar que, en el fondo, la forma de vida y de cultura que los indios amazónicos mantienen es mucho más lógica y está mucho más en consonancia con el mundo en que viven que nuestra propia «supercultura». Durante milenios, los indígenas han sido capaces de adaptarse al hábitat que se les ofrecía, subsistir en la Amazonia. Necesita destruirla, derribar sus árboles, matar a sus animales, agotar sus tierras y, en el simple transcurso de una vida, acabar con un patrimonio que debía durar mil años y alimentar a las generaciones venideras.
¿Cuál de las dos formas de existencia resulta, a la larga, más lógica?
¿Quién es, en el fondo, el «civilizado» y quién el «bárbaro»?
Conocí a un viejo indio que había vivido largo tiempo en Manaos. Cuando le pregunté qué le había quedado de su tiempo de «civilizado», respondió:
—Me quedó el convencimiento de que vosotros tenéis vuestro mundo y nosotros el nuestro… Es inútil intentar unirlos. La soberbia de los blancos desprecia todo lo extraño, y no admite que podamos ser iguales. Pretenden protegernos o destruirnos, y yo no estaba de acuerdo… Aquí nadie manda sobre nadie ni castiga a nadie… Y, sin embargo, todos vivimos en paz y obedecemos unas reglas que no están escritas ni son obligatorias, pero que comprendemos que resultan imprescindibles para lograr convivir respetando nuestra libertad…
¡Imagina esta situación entre los blancos…! ¡Imagina un país o una ciudad, o una simple aldea, donde no hubiera autoridad, leyes ni castigos…! Nadie haría nada, más que robar, asesinar o violar a la mujer del vecino… Aun así, los blancos consideran que su civilización es mejor que la nuestra, tan sólo porque han descubierto más cosas. Pero lo más importante, saber convivir en paz, aún no lo han descubierto… Tampoco han descubierto que nada de lo que tienen vale tanto como ser libre…
Este último concepto de la libertad a toda costa, es, probablemente, el mayor obstáculo con que se encuentra el «civilizado» para lograr adaptar el indio amazónico al mundo moderno. Para el indio, la libertad lo significa todo, y por tanto, el trabajo envilece desde el instante mismo en que significa una coacción a su libertad. Podrá pasarse horas construyendo una choza o talando un árbol, pero lo hará siempre y cuando sea por su gusto. En el mismo instante en que le apetezca pescar o tumbarse bajo una palmera, dejará a medias su tarea, sin detenerse a pensar que había adquirido una responsabilidad.
«Responsabilidad» es un concepto inexistente para la mayoría de las tribus amazónicas. Responsabilidad significa sujeción, y sujeción significa fin de la libertad. El indio no admite ser responsable por nada, y ni como padre, ni como esposo, ni aun como miembro de una comunidad, contrae obligaciones ni se las exige a nadie.
Los niños vienen al mundo, y se les cuida por amor, no por obligación.
Tampoco el matrimonio presupone cuidado o protección; únicamente, apareamiento. En la comunidad nadie tiene obligaciones para con nadie, y la mayor parte de las veces no existen jefes. Los curacas o sumos sacerdotes están considerados, todo lo más consejeros. Cuando se ha de tomar una importante decisión común, los curacas dan su opinión, pero no es obligatorio aceptarla. Pese a ello, y por su misma libertad, todos respetan las reglas lógicas, pero «únicamente porque son libres de respetarlas»…
A menudo los misioneros se encuentran con el hecho de llegar a un poblado indígena, ofrecer regalos y pedir que escuchen el sermón que vienen a pronunciar. Los indígenas aceptan los regalos pero se marchan sin escuchar el sermón si en ese momento no les apetece oírlo. Para su mentalidad, el misionero es libre de hacer regalos, pero ello no les obliga a escucharlo.
Uno de los misioneros del Coca con más de veinte años de experiencia entre tribus indígenas me confesaba el problema de conciencia que significa su labor de captación de los indios.
—A menudo —comenzó—, incluso nosotros no podemos evitar el hacernos preguntas sobre el fin próximo de nuestra labor. En una amplia mayoría los indios de nuestras misiones llegan a responder a la voz de Cristo y su semilla prende en ellos, porque en sí mismos llevan la necesidad de una Fe y un Ser Bondadoso que les proteja de los peligros. Sin embargo, cuando se trata de adaptar a esos mismos indios a nuestro mundo, al siglo en que vivimos, todo se vuelve mucho más complejo, más difícil; tanto, que llega a desconcertarnos… ¿Qué eco puede tener en la mente de un indígena amazónico la mayoría de los conceptos —muchos de ellos absurdos— de nuestra vida de «civilizados»? En estos años de selva he podido darme cuenta de la gran cantidad de «necesidades innecesarias» que el hombre se ha ido creando, y que no conducen más que a un aumento de su infelicidad. Me enfrento entonces, como misionero a quien Dios hizo responsable del bien de unos determinados seres, a un problema: ¿Hasta qué límite debo llegar en la adaptación de mis indios, y hasta qué punto tengo derecho a decidir cuál es ese límite? Sé que no puedo pedirle a la Humanidad que cambie a causa de ellos, pero tampoco sé si, en verdad, deben ser ellos los que cambien a causa de la Humanidad… —concluyó.
—¿No cree que el indio pueda adaptarse, a la larga, al mundo de los blancos? —quise saber.
—Definitivamente no, en las condiciones actuales —contestó—, puesto que son dos razas que chocan entre sí. El negro imita y se adapta; el amarillo absorbe y aprovecha, pero el indio no. El indio americano rebota contra la civilización blanca, y aunque aparentemente se someta a ella, en el fondo continúa permaneciendo ferozmente independiente. Independiente no sólo como individuo, sino incluso como comunidad, porque sus costumbres están demasiado arraigadas y no las cambia por nada ni por nadie. Después de cuatro siglos, debemos reconocer que, aunque los hayamos cristianizado no hemos logrado «civilizarlos». Existen entre veinte y treinta millones de indígenas en Hispanoamérica —incluidos los indios andinos—, y ni siquiera uno de cada cien puede serlo, y aunque a menudo se nos aproximen, siempre continúan conservando las características propias de su raza.
—¿Cuál es entonces la solución? ¿Cómo adaptarlos para que formen un todo con la sociedad…?
—¿Y cree que yo lo sé? —replicó, sorprendido—. Hay quien opina que lo mejor es llevarse a los niños a las ciudades y criarlos lejos de su ambiente, pero cuando se ha hecho así, la mayoría muere de tristeza, o sobreviven eternamente melancólicos, como animalitos enjaulados. No estoy en absoluto de acuerdo con tales métodos, porque además, no tenemos la seguridad de apartarlos de sus padres para llevarlos a un mundo feliz y perfecto. Está comprobado que lo que podemos ofrecerles no es la solución material a su problema, la felicidad ni la perfección… Y la salvación eterna es mucho más fácil hallarla entre los árboles de estas selvas…
—Puede que ahora, con el petróleo que acaba de descubrirse en sus territorios, las cosas mejoren para ellos —aventuré.
—Empeorarán —afirmó, convencido—. No están preparados para pasar de la cerbatana a la ametralladora; de ir descalzos a viajar en helicóptero. Las empresas petroleras han comenzado a utilizarlos como mano de obra, y no cabe duda de que les pagan más de lo que hubieran soñado ganar en su vida, pero ese dinero tan sólo les sirve para gastarlo en cosas superfluas: tabaco, bebidas, chocolate, chicles y camisas de nilón… Se están acostumbrando a todas esas «necesidades innecesarias» de que le hablé antes, sin obtener a cambio nada que valga la pena. No les enseñan a leer, ni a escribir, ni a asimilar cuanto de utilidad les podría proporcionar nuestra cultura. Las compañías los necesitan ahora como guías, desmontadores de terreno o porteadores, pero cuando los pozos estén perforados y en plena producción, funcionarán prácticamente solos y los indios se quedarán sin trabajo. Ni siquiera los preparan como técnicos en mantenimientos, y se encontrarán con que se han acostumbrado a cosas que ya no pueden pagarse, y han perdido, además, la costumbre de ganarse la vida por sus medios tradicionales. Por si ello fuera poco, las tierras ya no serán suyas, sino de las compañías, y no podrán cazar ni plantar, mientras los ríos estarán contaminados por los desechos del petróleo… Vivirán unos años de falso esplendor, y luego se hundirán en una miseria mucho más espantosa.
—¿Y qué hacen ustedes frente a eso?
—Poca cosa… Cuando advertimos a los indígenas y les aconsejamos no abandonar sus tierras, las compañías nos acusan de querer mantenerlos bajo nuestra influencia a toda costa. A cambio de nuestros razonamientos (difíciles de entender para un analítico), los petroleros les ofrecen dinero y cosas…
Como comprenderá, no dudan a la hora de la elección.