34. EL TESORO DE RUMIÑAHUÍ

Hacía media hora que la avioneta había despegado de Quito, y no cesaba de bailotear como una pluma, traída y llevada por los encontrados vientos de las cumbres y las quebradas de los Andes ecuatorianos.

El piloto —un alemán residuo de la guerra— se afanaba en enfilar el valle que le permitiera cruzar sin mayores dificultades la cordillera y depositarme en Puyo, puerta natural de la Amazonia ecuatoriana.

Mientras el alemán luchaba con los mandos, por mi parte no quitaba los ojos del suelo, a unos mil metros bajo las alas y tres mil de altitud sobre el nivel del mar. Intentaba distinguir la cumbre de los Tres Llanganates para que sirvieran de referencia en un intento de vislumbrar —aunque sólo fuera fugazmente— el lago del Tesoro.

Sin embargo, todo era un blanco mar de nubes con algún ligero sclaro por el que aparecía la selva verde y monótona. Como siempre, la cumbre del Cotopaci era lo único que sobresalía de aquella inmensa capa de algodón que oculta la región donde se esconden cincuenta mil millones de pesetas en oro.

Son esas nubes bajas, densas, pesadas, los principales guardianes del tesoro.

El hombre que más intensamente lo ha buscado, el colombiano Carlos Ripalda, me había asegurado en cierta ocasión:

—Sino fuera por las nubes, por esa lluvia maldita que jamás cesa, yo sería inmensamente rico. Pero ¡llueve, y llueve, y llueve…! Todos los días, durante los quince años que llevo buscando ese oro.

Conocí a Ripalda durante mi primer viaje a Ecuador. Era un hombre con una idea fija: encontrar el famoso tesoro de Rumiñahuí, y había dedicado a ello los mejores años de su vida. Desde el primer momento me atrajo su entusiasmo, y logró convencerme para que le acompañara en una de sus infinitas intentonas. No era en realidad aquel viaje más que un ligero internamiento, preparativo de la gran expedición que iniciaría un año más tarde, cuando su socio —un rico industrial de Kansas— llegara con el dinero y el grueso del equipo. Pese a ello, no me arrepentí de acompañarle. Ripalda era un hombre interesante y un gran conocedor de la selva y la montaña.

Quien le trata superficialmente pensaría que estaba loco o que era un idiota al desperdiciar su vida en persecución de la quimera de un hipotético tesoro, pero Ripalda tenía la certeza, como la tengo yo, como la tienen muchos, de que ese tesoro existe realmente.

El día que Francisco Pizarro hizo prisionero al inca Atahualpa en Cajamarca, este ofreció llenar de oro la habitación en que se encontraba a cambio de su rescate. A los españoles, aquello les pareció una fantasía, pero el inca cumplió su palabra. Dio una orden, y el oro empezó a llegar desde todos los rincones del Imperio.

Sin embargo, Pizarro, temiendo una traición, mandó ajusticiar a Atahualpa cuando la cifra recaudada apenas había sobrepasado el millón de pesos en oro.

Fue entonces cuando se enteró de que había perdido con esa acción la más fabulosa fortuna que jamás soñara hombre alguno.

En efecto, el Imperio incaico estaba dividido en tiempos de Atahualpa en dos reinos: el Sur, con capital en Cuzco, y el Norte, con capital en Quito. De las riquezas de Cuzco se tienen noticias ya no sólo por ese oro que consiguió Pizarro, sino por el que encontrarían los conquistadores más tarde al tomar la ciudad. El jardín del Templo del Sol estaba compuesto íntegramente de árboles, flores y animales de oro puro. Su valor resultó incalculable.

Sin embargo, el oro de la otra capital, Quito, nunca apareció. La culpa la tuvo Rumiñahuí, ojo de piedra, el más inteligente de los generales de Atahualpa.

Rumiñahuí había sido el encargado —como gobernador de Quito— de recoger el oro del norte del país y llevarlo a Cajamarca para contribuir al rescate de Atahualpa; pero cuando se encontraba a mitad de camino con setenta mil hombres cargados, tuvo noticias de la muerte de Atahualpa y volvió atrás.

Sabedor de la llegada de los españoles, prendió fuego a Quito y se refugió en la región de los Llanganates, de donde era natural. Allí escondió el oro y volvió a dar la batalla.

Derrotado, fue torturado para que confesase el emplazamiento del tesoro, pero murió sin decir palabra, y aquella fabulosa cantidad de oro y piedras preciosas desapareció para siempre. Por los cálculos de los especialistas que han estudiado de cerca el tema, basándose en la documentación de antaño y la cantidad de carga que puede llevar un indio, se ha hecho una valoración aproximada. El tesoro valdría hoy, al cambio normal, cincuenta mil millones de pesetas.

Naturalmente, esa cifra despertó el interés y la codicia de infinidad de aventureros a través de la Historia, mas, al parecer, muy pocos han sido los que lograron tocar siquiera el oro de Rumiñahuí.

El primero fue el español Valverde, un simple soldado que vivió en Latacunga a finales del siglo XIX. Valverde estaba casado con una india, y de la noche a la mañana pasó de la más absoluta pobreza a inmensamente rico. Al parecer, su suegro, compañero de Rumiñahuí, le había conducido al lugar del tesoro, dejándole tomar lo que pudiera llevarse. En Latacunga me mostraron en cierta ocasión «la casa de Valverde», aunque pude luego comprobar que la que me enseñaban había sido construida sobre el solar de la auténtica.

Lo cierto es que Valverde regresó a España muy rico, y antes de morir le dejó en herencia al rey un documento conocido como el «Derrotero de Valverde». En él se explica el camino que se debía seguir desde Latacunga hasta el punto en que se encuentra el tesoro.

Dicho documento —del que existen varias copias hoy en día— es absolutamente exacto en la mayor parte de sus puntos y demuestra un perfecto conocimiento de la región.

Nunca podría haber sido trazado por alguien que no hubiera estado allí varias veces.

Al principio, «el derrotero» es claro y fácil de seguir: «Saliendo de Pillaro hay que preguntar por la «Hacienda Moya» —ya desaparecida— y buscar luego al llamado Cerro Guapa. Desde la cumbre de ese cerro, y teniendo a la espalda la ciudad de Ambato, se mira hacia el Este, y en los días muy claros se deben distinguir los Tres Cerros Llanganates. Forman un triángulo, y en sus faldas existe un pequeño lago artificial al que, parece ser, se arrojó el tesoro. Otra versión asegura que el lago es tan sólo una pista, y que muy cerca hay una gran cueva en la que se esconde el oro.

La teoría de la cueva se basa en el hecho de que, en el siglo pasado, dos marineros ingleses aseguraron haber encontrado el tesoro en una de ellas, y llegaron a Londres con unas piezas muy bellas. Uno murió en Londres, y el otro lo hizo en el transcurso de la siguiente expedición. Juraron que mil hombres fuertes no podrían cargar todo el oro que había en la cueva.

Hay quien asegura que esa cueva no es otra que la gran caverna que se forma bajo la catarata del Alto Coca, pero, a mi entender, ese lugar se encuentra demasiado lejos del mencionado por Valverde. La cueva es, desde luego, inmensa e inaccesible por su situación, era poco probable como escondite.

El camino más seguro sigue siendo, por tanto, el «Derrotero de Valverde», aunque los años transcurridos y los movimientos sísmicos, tan frecuentes en esta región, han cambiado totalmente su topografía.

Desde un principio, fueron muchos los que se lanzaron a la búsqueda de las huellas de Rumiñahuí —entre ellos el propio Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco—, pero la primera expedición científica importante la realizó el padre español Anastasio Guzmán, a finales de 1700. Trazó un mapa bastante completo de la región, mas, por desgracia, cayó por un precipicio antes de llegar al punto que andaba buscando.

Aseguran que Guzmán era sonámbulo y que sufrió el accidente mientras dormía. ¡Mala cosa para un aventurero el sonambulismo en estas tierras de profundos precipicios! Ripalda me aseguraba que, en cierta ocasión, se encontró frente a un barranco que —de lado a lado— no tendría más de quince metros, y casi se podía salvar de un salto. Sin embargo, descender hasta el fondo y subir por el otro lado le llevó exactamente diecisiete días. Sirve ello para ilustrar las dificultades de los expedicionarios y por qué mueren a docenas o regresan completamente destrozados. Si se precisan diecisiete días para salvar quince metros, no sorprende que, hasta el presente, nadie haya logrado llegar al tesoro.

Pero la certeza de que allí, en el corazón de ese infierno se esconden cincuenta mil millones de pesetas hace que, a través de la Historia, siempre exista quien se atreva a enfrentarse a todos los peligros y dificultades. El inglés Dyott, el italiano Boschetti, el americano D. Orsay, el sueco Blomberg, el colombiano Ripaldo y el escocés Loch, son algunos, los más destacados, de los cientos de soñadores que han perseguido en estos últimos tiempos el escurridizo oro de Rumiñahuí. La mayoría acabaron dándose por vencidos; otros se arruinaron en la empresa, y uno de ellos, el desgraciado Loch, perdió fortuna y esposa. Tras infinitas calamidades, regresó a Quito para pegarse un tiro. Una maldición parece proteger el oro; una maldición, y los infranqueables Llanganates, que no son, en realidad, más que la prolongación, hacia el Oeste, de la región del Alto Coca, contra la que yo me había estrellado.

Lejos, al frente, apareció luego la blanca corona del Shangai, el «Volcán de la Selva», adorado como dios rugiente por los feroces jíbaros, reductores de cabezas, en cuyo territorio me depositó minutos después la frágil avioneta.

Ya de los antiguos jíbaros poco queda, y tan sólo muy adentro, en el río Pastaza, perduran familias realmente salvajes, aunque incluso ellas han perdido la costumbre de reducir cabezas, debido, sobre todo, a los terribles castigos que las autoridades han impuesto a quiénes comercien con los macabros trofeos.

Desde Puyo, el río Napo me llevó mansamente y sin problema a la misión de Coca o Francisco de Orellana, situada en la confluencia de ambos ríos. Esta misión está regida actualmente por españoles, capuchinos vasconavarros, que tienen una serie de ellas, seis —si no recuerdo mal—, a todo lo largo del Napo en la alta Amazonia ecuatoriana. Para ellos, muchos de los cuales llevan años lejos de su patria, significó una alegría ver llegar a un compatriota que podía traerles noticias, más o menos frescas, del hogar. El superior de la misión, monseñor Alejandro Labaca Ugarte, bilbaíno, obispo del Cantón Aguarico y máxima autoridad religiosa de esta gran selva, me acogió cariñosamente, ofreciéndome no sólo la maravillosa hospitalidad de la misión, sino la valiosísima ayuda de su avioneta con la que deseaba visitar, al menos desde el aire, la región del Alto Coca contra la que me había estrellado, y contra la que muchos otros antes que yo se estrellaron también. Deseaba comprender mejor el porqué de esos fracasos.

Monseñor Labaca puso de inmediato la avioneta a mi disposición, no sin advertirme previamente las dificultades que planteaba el vuelo. La región del Coca, a no más de cincuenta kilómetros al norte, aparecía, sin embargo, siempre cubierta de nubes; siempre peligrosa para el vuelo bajo una lluvia torrencial. Y en medio de esas nubes, barrancos, montañas, selva; una geografía desconocida, de la que tan sólo se sabe que en ella se encuentra la cumbre del volcán Reventador y tras él la inmensa Cordillera de los Andes.

Menos de doscientos kilómetros en línea recta separan Francisco de Orellana de Quito, y sin embargo los aviones no pueden hacer ese recorrido y prefieren dar la vuelta por Puyo, el valle del Tunguragua y Ambato, con tal de evitar esa especie de muro infranqueable que ha colocado la naturaleza entre el oriente y el occidente ecuatoriano.

Perdí la cuenta de cuántas veces intenté llegar al Alto Coca. El viento, la lluvia, las nubes, la caída de la noche, todo parecía estar en contra mía, y llegué incluso a perder la esperanza de entrever siquiera lo que buscaba.

Si lo conseguí fue sin duda gracias a la pericia de Joaquín Galindo, un capitán español que un buen día sintió la llamada de la selva y prefirió marcharse a servir de piloto a los misioneros del Amazonas. Y sucedió el día que menos confiábamos en ver algo. Totalmente sumergidos en una inmensa bola de algodón, el aparato bailaba como un cascarón de nuez en una alcantarilla, y temíamos que, de un momento a otro, apareciera ante nuestro morro la mole inmensa del Reventador.

Pensábamos ya en volver atrás, cuando de pronto, milagrosamente, se abrió un claro, justamente sobre el río, y el Alto Coca surgió allí, ante nuestros ojos, tan violento y majestuoso como lo recordaba de mucho más arriba, tan espectacular como lo había imaginado.

Todo era verde bajo nosotros, excepto la espuma furiosa de las aguas; precipicios, barrancos y selva era cuanto había, junto a las piedras del cauce, y la inmensidad de los Andes, que se adivinaba —más que verse— en la distancia.

Seguimos el camino que nos marcaba el río, aguas arriba, volando justamente en el cañón que se forma; pasando a menudo tan cerca de los árboles o las altas paredes de roca, que tuve el convencimiento de que era aquella mi última aventura. ¿Miedo?; tal vez. Era lícito tener miedo en un momento semejante; pero, al propio tiempo, resultaba todo tan hermoso, tan fascinante, que la emoción me hacía olvidar ese miedo, y tan sólo podía preocuparme de mirar hacia abajo a través de la puerta abierta. Fotografiar algo desde el interior de un avión cerrado resulta muy difícil, y por ello en nuestros vuelos habíamos decidido quitar la puerta de la avioneta, con lo cual yo disfrutaba de una visibilidad perfecta.

Quince o veinte minutos duró nuestro recorrido por el cauce del Coca, inmersos en aquel mundo verde, blanco de nubes justamente encima, hasta que apareció ante nosotros la maravilla de la Gran Catarata del Coca, ese espectáculo único en el mundo, que hasta el momento nadie había logrado fotografiar.

No era la más alta de las caídas del Coca, pues nos venían acompañando a derecha e izquierda colas de caballo que se desplomaban desde las cumbres al fondo del cañón, a veces en saltos de trescientos y más metros, pero la Gran Catarata, con sus setenta y ochenta metros de altura, presenta la peculiaridad de que por ella se precipita todo el río y forma, además, bajo ella una gigantesca cueva cuya boca, de unos cien metros de ancho por sesenta de alto, se ve constantemente cerrada por una cortina de espuma.

Hay quien sostiene que es en esa cueva donde Rumiñahui escondió su tesoro, pero lo cierto es que hasta el momento nadie ha sido capaz de ir allí a averiguarlo.

Galindo hizo evolucionar una y otra vez su avioneta, y picó tan cerca de la catarata, que creí que íbamos a penetrar en la caverna. Tuvimos que ascender violentamente para salir al fin de aquel cañón de altísimas paredes.

Regresamos. La mole del Reventador apareció unos instantes entre las nubes y luego se ocultó de nuevo, como si únicamente hubiera pretendido vernos unos momentos, saber quiénes eran los locos que se atrevían a llegar a sus dominios.

Media hora después aterrizábamos de nuevo en la Misión del Coca, donde nos rodeó una nube de curiosos indígenas que, por más que lo vieran diariamente, nunca llegarían a acostumbrarse al gran pájaro mecánico en que viajaban los blancos y en el cual traían ropas, objetos y comida, así como, demasiado a menudo, la enfermedad, la contaminación y la muerte.