33. MARIE-CLAIRE

Invierno de 1967. Una noche fui a buscar a alguien al «Café Gijón», de Madrid, en el que se reunía gente de cine, teatro y libros, y quedé como petrificado al cruzarme con una visión increíble que se iba en aquellos mementos. Era una mujer de casi metro ochenta, cabello corto, negro y ensortijado, ojos azules y una figura portentosa enfundada en un abrigo blanco que hacía juego con sus botas.

Nunca, ni en el cine, ni en Sudáfrica, ni en ningún lugar del mundo que hubiera visitado, había visto nada semejante, y todo cuanto pude hacer fue quedarme con la boca abierta, embobado, contemplando cómo aquella aparición se alejaba.

Nadie sabía quién era, de dónde venía ni qué hacía en el «Café Gijón». Un mes después la vi de nuevo, vestida de negro e igualmente maravillosa, en un restaurante, con un grupo de gente. Entre ellos se encontraba un conocido, Willy, un negro haitiano compañero de algunas juergas, y me pudo dar los datos: Se llamaba Marie-Claire, era francesa y estaba en Madrid rodando una película.

—No vale la pena presentártela —añadió—. Aparte de su altura física, es realmente inaccesible.

Días más tarde, al visitar a una amiga, comprobé, sorprendido, que compartían el apartamento, pues odiaba los hoteles. Me fue presentada, pero me miró desde su metro ochenta y sus altos tacones, y apenas me dedicó algo más que un ¡Hola! indiferente.

Decidí no tomarme la molestia de intentar una maniobra de aproximación.

Perdía mi tiempo y me arriesgaba a tener problemas con una modelo inglesa que estaba viviendo conmigo en aquel tiempo. Aparte de eso, me pareció demasiado pagada de sí misma, su estatura y su belleza. Las uvas estaban verdes.

Una noche, sin embargo, regresó cansada del «rodaje», tenía hambre, y como yo estaba en casa de su amiga, aceptó cenar en el restaurante de la esquina.

Descubrí que no era estúpida, sino tan sólo tímida, e iniciamos una sincera amistad, ya que yo había perdido toda esperanza de llegar a algo más.

Con el tiempo la amistad se consolidó, y cuando tuvo un disgusto con su compañera de apartamento, pidió venirse a vivir con nosotros mientras encontraba otro.

A la inglesa, en principio, no le pareció mal, pero luego las cosas cambiaron, y un buen día desapareció.

Marie-Claire y yo quedamos entonces en una situación realmente peculiar, viviendo en el mismo apartamento, pero saliendo ella con sus amigos y pretendientes, y yo, con un cierto número de amigas y conocidas. A menudo se daba el caso de coincidir en un club o un restaurante, y nos preguntábamos entonces a qué hora regresaríamos a casa, o si quedaba café para el día siguiente, ante el asombro —e incluso indignación— de nuestras respectivas parejas, que no podían comprender tan absurda relación.

Llegó el verano. Como me había quedado sin trabajo de periodista, me dedicaba a escribir un guión de cine con el director Luis Lucía, en Salou, y Marie-Claire decidió acompañarme, quedarse unos días y continuar luego a Francia. Las despedidas no son fáciles; acabamos casándonos, y una cosita minúscula y preciosa, de pelo rubio y enormes ojos azules, trepa en estos momentos a mis rodillas y me impide escribir, intentando ser ella la que le dé a las teclas.

Sin periódicos que me patrocinaran, y existiendo Marie-Claire en mi vida, se podía pensar que había concluido mis andanzas y llegaba el momento de cambiar la aventura por la vida sedentaria.

Un día, sin embargo, me presenté en Televisión Española y le pedí a su director de Programación, Pepe de las Casas, que me diera un empleo. Yo no lo conocía, ni él a mí, pero demostró confianza en mis posibilidades, me proporcionó un camarógrafo y me dijo que me lanzara a la calle a dirigir reportajes filmados.

Yo no tenía mucha idea de cine, pero sí bastantes conocimientos de fotografía y una ya larga experiencia periodística. Comprendí que en TVE no había en aquel momento nadie que se metiera a filmar bajo el mar, y recordando mis tiempos del «Cruz del Sur» me fui por ese lado. A los pocos meses, y con bastante suerte, encabezaba uno de los equipos de «A toda plana», que por aquel entonces era el «rey» de la programación, puesto al que lo había llevado Miguel de la Cuadra Salcedo, uno de los más nobles, valientes y encantadores seres humanos que he conocido en mi vida.

Comenzó de nuevo el ir de un lado a otro; los viajes apresurados y el trajín de aeropuertos, excesos de equipaje y graves problemas de todo un equipo de filmación, que suelen ser muchos.

Televisión decidió aprovechar mis conocimientos de América y África, y a esos continentes viajé con más frecuencia, mientras Miguel de la Cuadra prefería hacerlo al Medio y Extremo Oriente, que conocía mejor.

Pero había algo que me venía rondando la mente desde mucho tiempo atrás, y ese algo era convencer a los «Altos Mandos» de Televisión para que me permitieran realizar una serie de grandes documentales sobre la ruta de los descubridores españoles. Para conseguirlo, me propuse seguir en principio la ruta más accidentada: la de Francisco de Orellana, el descubridor del río Amazonas, pues si lo lograba, demostraba que la empresa era factible y merecía la pena el gasto.

Fue así como una mañana me encontré aterrizando en Guayaquil, principal puerto ecuatoriano en la costa del Pacífico, de donde partió Francisco de Orellana cuando era gobernador de aquella plaza, en seguimiento del ejército de Gonzalo Pizarro, que había salido de Quito en busca del «país de la canela», que suponía se encontraba más allá de la gran cordillera Andina.

De Guayaquil a Quito, el viaje no tiene historia, aparte quizá de la belleza del paisaje, uno de los más bellos del mundo, en el que se van dejando, a un lado y otro, picos que rondan los seis mil metros: Chimborazo, Cotopaxi, Illinizas, Tunguragua, Rumiñahuí… para llegar al fin a las faldas del Pichincha, por las que se extiende, en un alto valle, la ciudad de Quito, joya arquitectónica de América, la más agradable, quizá, de las ciudades del continente.

La conocía bien de otros viajes, y acepté una vez más la invitación del secretario general de la OEA y antiguo Presidente del Ecuador, Galo Plaza, para pasar unos días en su fabulosa finca «Zuleta».

Cierto día, durante una fiesta en su casa —no recuerdo exactamente si durante aquel viaje u otro anterior—, comencé a charlar con un señor, comentando sobre las lindas muchachas del baile. Se aproximó entonces Manuel Polanco, hermano de mi amiga Marion, de la República Dominicana, que pasó afectuosamente el brazo sobre el hombro de mi acompañante y señaló:

—Me alegra ver que ya conoces a nuestro nuevo Presidente. Simpático, ¿verdad…?

Sin saberlo, llevaba media hora contándole chistes al presidente Otto Arosamena, que había subido al poder hacía una semana y que no tenía nada que ver con Carlos Julio Arosamena, también Presidente del Ecuador y a quien yo había entrevistado seis años atrás, antes del golpe de Estado que dieron los militares.

A espaldas del hermoso «Hotel Quito», uno de mis preferidos en todo el mundo, se alza una columna con una estatua del «Tuerto de Trujillo», con una sencilla leyenda: «De aquí partió Francisco de Orellana a la conquista del Amazonas».

Y desde allí emprendí yo la marcha hacia los altos páramos de los Andes, superando los cuatro mil metros de altitud en un paisaje frío, desolado y hostil, para alcanzar por fin «El Paso» a 4111 metros de altura, exactamente, junto a las primeras nieves del inmenso Antisana, que con sus 5600 metros de altitud, parece una vigía que estuviese oteando eternamente la selva amazónica que nace a sus pies.

Cuando el Antisana y sus nieves quedaron a mis espaldas, la tierra comenzó a descender, y aunque desde tiempo atrás viniera soñando con ese descenso, no resultó fácil, por más que el cambio de paisaje, de vegetación y de temperatura me animaran.

Era largo el camino, de los cuatro mil a los ochocientos metros de altitud, sintiendo que a cada paso el mundo se transformaba, que la selva ascendía hacia mí; que cada metro era un metro que perdía la montaña, que ganaba la jungla.

Seguí los caminos del agua. El agua era ya mi fiel compañera, la que me guiaba, la que me abría senderos, la que me conduciría más tarde sobre sí misma.

De las cumbres andinas, de las eternas nieves del Antisana y cien picachos más, nacía ese agua que se desgranaba primero en cataratas diminutas, cada vez mayores luego, con prisas por alcanzar el valle, la cuenca amazónca que acababa conduciéndola perezosamente al mar.

Iba con ella, a saltos, precipitadamente, para detenerme pronto en una hermosa laguna: Papallacta, donde el agua parecía tomarse un breve descanso antes de rebosar y seguir ya inalterable.

La laguna de Papallacta se habría convertido en cualquier país del mundo en un maravilloso lugar de descanso; con un paisaje de una belleza inigualable, con aguas ricas en pesca y buenas tierras, abundantes en caza; un rincón paradisíaco en el que pasar una larga temporada. Pero… ¡hay tantos lugares como este en Ecuador y queda tan lejos Papallacta! No lejos de distancia, que realmente apenas ochenta kilómetros la separan de Quito; lejos, por la falta de comunicaciones, por lo difícil y abrupto del terreno, porque esos ochenta kilómetros atraviesan, de lado, la inmensa cordillera andina.

Tras el descanso de Papallacta, término medio entre las frías cumbres y la tórrida jungla amazónica, el agua continúa su camino, y con el agua continué también yo, para llegar, al poco, al valle y pueblo de Papallacta; el último lugar civilizado que encontraba en este seguir la Ruta de Orellana antes de llegar a las misiones del Amazonas.

Aunque en la mayor parte de los mapas aparezca señalada, Papallacta no es en realidad más que un conjunto de chozas de barro con techo de paja, que se extienden a lo largo de un pequeño y hermoso valle, sin nada que señalar, aparte una iglesia sin oficios y un pretencioso «hotel» que no es otra cosa que una cabaña de dos habitaciones.

Llegué ilusionado, con la esperanza de una buena comida que me permitiera conservar mis provisiones, y grande fue mi desilusión al comprobar que en todo el pueblo no había ni un solo lugar en el que me sirvieran algo decente.

Conseguí por fin, milagrosamente, una lata de sardinas en tomate, un queso de cabra y un puñado de huevos cocidos. Esto, con un trozo de pan y una cerveza caliente, me pareció un auténtico banquete. Pero tuve que comer al aire libre, ya que no me apeteció en absoluto sentarme a la sucia mesa de la oscura y maloliente choza en que me proporcionaron tan triste almuerzo.

Luego, tal vez por el cambio de temperatura en mi rápido descenso, tal vez por culpa de un sol tibio y agradable, me quedé dormido allí mismo, con la espalda apoyada en la pared de barro.

Al despertar, un indio de aspecto andrajoso y aire nada tranquilizador, se sentaba a mi lado y estaba dando buena cuenta de los escasos restos de mi almuerzo.

Me sorprendió su presencia. El indio andino no acostumbra comportarse de esa forma; es respetuoso, y se diría que rehúye el trato del hombre blanco, como si siempre estuviera esperando algo malo de él. Sin embargo, mi indio de Papallacta parecía un caso insólito en su raza, y apenas advirtió que yo había abierto los ojos, se presentó a sí mismo con el mayor desparpajo:

—Soy Rafael —dijo—. Nací aquí, en Papallacta, y conozco como nadie toda la región: de Baeza a Tena, del Antisana al Napo.

—¿Conoces el camino al Coca?

Me miró con sorpresa. Su cara, que semejaba extrañamente la de un mono aullador, se marcó aún más de arrugas y arqueó las cejas. Me sorprendió nuevamente ver tal exceso de gestos, tal despilfarro de expresiones en un miembro de la raza andina. Realmente, Rafael no era un indio corriente.

—¿Al Coca? —preguntó—. Nadie conoce el camino al Coca. Bueno —se contradijo—. Se sabe por dónde hay que ir; pero nadie sabe cómo. No hay camino al Coca —aseguró—. No hay camino alguno.

—Pero muchos lo han intentado —señalé—. Y todos han tenido que pasar por aquí, por Papallacta. ¿Qué rumbo siguieron?

—Sí —admitió—. Muchos lo intentaron. Pero ninguno lo consiguió. Mi primo se fue hace dos años, con el inglés. ¿Has oído hablar del inglés? Estaba loco. Se lo dije a mi primo, y no me hizo caso. ¡Pobrecito!

Aquel «pobrecito» no me aclaraba si su primo había muerto con la expedición del inglés Snow o simplemente se había limitado a pasar las infinitas calamidades que tanto el mismo Snow como el ecuatoriano Pazmiño sufrieron en su fallida aventura.

Yo ya había oído hablar de la expedición de Snow, e incluso había conocido a Pazmiño en Quito. Vino a verme al hotel y me pidió una elevada suma —creo recordar que 5000 sucres— por proporcionarme un informe completo, con fotografías, de su desgraciada expedición. Naturalmente, ni yo podía pagar tal suma ni los datos que me proporcionaba valían dinero. Por otra parte, las fotografías, diapositivas todas ellas, eran de pésima calidad, ya que la mayoría se le habían mojado en el transcurso del naufragio que sufriera.

Snow y Pazmiño, acompañados por un grupo de indios, habían intentado seguir la Ruta Orellana a través de la región maldita del alto Coca, aunque tal vez lo que buscaran era en realidad el tesoro de Rumiñahui.

Fuera como fuese, lo cierto es que vagaron durante dos o tres meses por la inhóspita región para acabar construyendo una balsa con la que seguir río abajo y a los cien metros naufragar, perdiendo todo cuanto llevaban.

Salvaron la vida, aunque no tenían provisiones ni medios con que salir del Coca. Continuaron su marcha a pie pasando infinitas calamidades, hasta que no pudiendo más, se dejaron vencer y se tendieron a orillas del río a esperar la muerte. Dos de sus indios, sin embargo —¡tal vez uno de ellos ese primo del que me habla Rafael!—, fueron capaces de continuar, y a duras penas alcanzaron, destrozados, una misión de la orilla del Coca, donde les prestaron ayuda.

Más tarde, mucho tiempo más tarde, conocí a uno de tales misioneros, quien me contó que tuvieron que acudir a un campamento petrolífero, en el que pidieron que se les proporcionara un helicóptero con el que ir en ayuda de los moribundos. El helicóptero les fue negado por los norteamericanos, a tal punto, que al cabo de tres días los misioneros amenazaron con promover una huelga y casi una revolución entre el personal indígena del campamento si no se acudía a rescatar a los desgraciados expedicionarios. Así fue como terminó la aventura; aunque, en realidad, mejor se podría decir que terminó en dos meses de hospital.

Si tenemos en cuenta, al propio tiempo, que el ejército pizarrista anduvo perdido casi un año por esta misma región, donde murieron cuatro mil de sus cinco mil componentes, y que tan sólo cincuenta —los cincuenta de Orellana— lograron llegar al otro lado, se comprenderán las razones del indio Rafael para asustarse cuando le mencioné la Ruta del Coca.

Me miraba como si estuviera loco, y en verdad que yo sabía perfectamente que tenía toda la razón del mundo. Sin embargo, insistí:

—¿Eres capaz de servirme de guía por la ruta del Coca?

Agitó la cabeza negativamente.

—Hace falta mucha gente, mucho dinero y mucho equipo, y aun así no se conseguirá nada. Olvídese de eso —añadió—, nunca llegará al Napo por el Coca…

—Podemos intentarlo —señalé.

—¡Oh! Intentar, se puede intentar todo en este mundo —replicó—. Lo único que puede ocurrir es que no regrese, que lo pierda todo, como el inglés, o como lo perdió Pizarro. Dicen que por aquí pasó, desnudo, de vuelta a Quito.

En efecto; tras más de un año de calamidades en el Alto Coca, Pizarro pudo volver a Quito. Y cuentan las leyendas que, cuando sus escasos supervivientes se acercaron a la ciudad, tan precaria era su situación que la mayoría llegaban desnudos. Los quiteños trajeron ropas con que cubrir a los capitanes, pero no habiendo vestidos para todos, Gonzalo Pizarro rechazó el ofrecimiento. No quería diferenciarse de sus hombres.

Los buenos vecinos de Quito, conmovidos por el lamentable aspecto de aquel puñado de valientes, conmovidos también por el gesto de su jefe, se quitaron a su vez la ropa para no avergonzar a los que llegaban, y así entraron todos, llorando, en la ciudad.

Me sorprendía —¡Rafael se pasaba la vida sorprendiéndome!— que aquel indio analfabeto hubiera oído hablar de Orellana y Pizarro. Pero esa tarde supe la razón: en el mismo centro de Papallacta un monolito con una larga inscripción recuerda que por allí pasaron los descubridores del Amazonas, y por allí se internaron, definitivamente, en la selva. En realidad, Papallacta no tiene más historia ni más monumento que ese, y, por lo tanto, no resulta extraño que hasta el último de sus indios tenga una idea de quiénes fueron Orellana o Gonzalo Pizarro.

Ciertamente, yo no estaba hecho de distinta madera a cuantos se estrellaron contra la región del Alto Coca, y allí, en Papallacta, contemplando la caída de la tarde, el agua que descendía a saltos de las cumbres andinas y la inmensidad amazónica que se perdía de vista en la distancia, comprendí que nunca vencería al «Río Maldito». Marchaba hacia el fracaso si me internaba en aquella región en que tantos fracasaron, pero aun así debía intentarlo. No pensaba dejarme la vida en la aventura; tenía conciencia de hasta dónde llegaban mis fuerzas, y no abrigaba la ilusión de ser el primero tras Orellana; pero deseaba averiguar por mí mismo, muy de cerca, el porqué de ese eterno fracaso.

El ejército de Pizarro perdió aquí el ochenta por ciento de sus hombres y que únicamente los cincuenta de Orellana fueron capaces de llegar más allá; pasar a las aguas tranquilas, y, sin embargo —resulta curioso—, en línea recta, no son más de cien los kilómetros que hay que recorrer.

¿Pero qué tienen para constituir semejante barrera, para ofrecer tales dificultades?

Todo. Los Andes caen aquí desde casi seis mil metros a quinientos, y a causa de ello las nubes de la llanura amazónica vienen a depositarse en esta unión, con lo cual raro es el día que puede verse el sol. Como Rafael decía: «La mitad del año, lluvia; la otra mitad, diluvia».

Luego, el calor insoportable de la raya ecuatorial; y así una tierra fértil, una humedad constante y un calor de horno hacen crecer una vegetación que se convierte en un auténtico muro impenetrable. El mismo río se oculta a veces bajo ese manto verde hasta resultar difícil descubrir su curso.

Por último el terreno llega a ser tan accidentado como jamás viera otro semejante, pues los Andes no caen de un modo suave y uniforme, sino que lo hacen atropelladamente, en quebradas, precipicios, cataratas, ríos de lava, profundos valles… Un mundo dantesco, en fin. Dantesco, verde, húmedo y caliente.

El resultado es que ningún ser humano, ni el más salvaje de los indios, ha vivido jamás en el Alto Coca; tan deshabitado como las cumbres del Himalaya, tan hostil al hombre como los abismos marinos.

Es refugio de jaguares y vampiros, y muchos aseguran que ni aun los monos se atreven a habitarlo. En verdad que, en mis días de recorrerlo, pocos monos vi.

Nunca resulta agradable referirse a los propios fracasos. Se procura esconderlos o disculparlos y, sin embargo, resultaría absurdo hablar aquí de heroicidades. Podría contar cosas magníficas, sin temor a que nadie —salvo el indio Rafael, con su cara de mono aullador— viniera a desmentírmelas, pero no es mi intención.

Honradamente el Alto Coca es demasiado para mí, y no me parece vergonzoso admitirlo. Si en cuatrocientos años nadie ha logrado vencerlo, ¿por qué iba a conseguirlo yo?

Me adentré en él, es cierto. Acompañado de Rafael, dejé atrás Papallacta y descendí por las estribaciones de los Andes, por la tierra donde diluvia, con un calor pegajoso y un ambiente irrespirable. Era como sumergirse en un invernadero, y del suelo surgían nubes de vapor que daban al paisaje un aspecto de baño turco.

Fueron días duros y desagradables, casi de pesadilla, y en ellos tropecé, al fin, con los famosos árboles de la canela, aquellos que viniera buscando la expedición pizarrista. Pero no era realmente este el «País de la Canela». Estos «canelos» son arbolillos que no superan nunca los cuatro o cinco metros cuando, en realidad, un canelo normal pasa de los quince. Al igual que sus hermanos mayores, ostentan las mismas flores de color violeta, la corteza blanquecina y la apariencia verdosa, resultando hasta cierto punto aprovechables, pero no constituyen, en verdad, el paraíso de las especies que Pizarro buscaba. Los árboles se encuentran tan esparcidos que, aparte de raquíticos, son escasos, por lo que pronto los españoles se convencieron de que el principal objetivo de su viaje no existía. Como relatan los cronistas de la expedición: «El calor de esta canela se enfrió, y perdieron la esperanza de hallarla en cantidad». ¿Qué otra cosa pudieron encontrar? Nada; nada más que lluvia, calor, fatiga y hambre.

Al cuarto día empecé a experimentar cierta debilidad. En un principio lo achaqué al clima y el cansancio, pero fue Rafael quien, mostrándome dos pequeñas heridas en el lóbulo de la oreja, me hizo comprender que los vampiros se estaban cebando en mí.

Dejarse atacar varias noches seguidas por esta particular especie de murciélagos de la Alta Amazonia puede resultar peligroso, y se dice que hay quien ha muerto por su causa.

Pese a su diminuto tamaño, aproximadamente el de un ratón, el vampiro, al no poseer estómago, cuanto traga lo envía directamente al intestino y casi inmediatamente lo expulsa. Indefectiblemente, cada noche en que había sido atacado, por la mañana aparecía, a unos diez centímetros de distancia del punto en que me había herido, el charco que servía para darme una idea de la sangre que había perdido. Esos diez centímetros son la longitud de un murciélago vampiro.

Desgraciadamente, la región en que nos hallábamos era abundante en ellos, quizá la más abundante del mundo, ya que este animal tan sólo acostumbra habitar en las regiones del Napo y el Coca, siendo muy escaso en el resto del Continente y, desde luego, inexistente fuera de la América del Sur y Central.

Se encuentra armado de dos afilados colmillos que producen heridas perfectamente cilíndricas y se calcula que uno de estos murciélagos absorbe más de treinta gramos de sangre en una sola noche, lo que quiere decir que consume casi cuarenta litros de sangre al año. Como suelen vivir en grandes bandadas de quinientos o más ejemplares —al menos en esta región del Alto Coca—, se comprenderá que constituyen un verdadero peligro y que podría ser cierto, como Rafael afirmaba, que llegaran a matarnos.

En un tiempo se tuvo el convencimiento de que este murciélago vampiro era el principal transmisor de la rabia y otras enfermedades, pero recientes estudios han llevado a la conclusión de que es otro murciélago, «el frugívoro», el culpable de tales infecciones.

Sentí tal repugnancia al verme atacado por los murciélagos que decidí vengarme, pero todo cuanto intenté resultó inútil. Nunca, ni en aquella zona, ni luego más abajo, en el Napo, logré echarle la vista encima a uno de ellos.

Tan sólo una vez presentí más que vi que me rondaban en la oscuridad, pero, pese a que fingía dormir y permanecía con los sentidos alerta esperando el ataque, este nunca llegó. Sin embargo, a la mañana siguiente volvió a aparecer el consabido charco de sangre.

¿Cómo es posible? No podía explicármelo, pero Rafael, y más tarde todos cuantos habitantes de la Alta Amazonia me hablaron del tema, convinieron en afirmar que nadie, jamás, puede sorprender a un vampiro en el momento de atacar. Al parecer —yo no puedo asegurarlo— inyectan, al clavar los dientes, un líquido anestésico, que impide que se sienta la mordedura. Luego un sexto sentido parece prevenirles del momento en que su víctima está a punto de despertar.

La única defensa contra ellos se basa, por tanto, en refugiarse en tiendas de campaña, o irse a dormir a la orilla de los ríos, lejos de los altos árboles que habitan.

El primer sistema no llega a ser perfecto, pues un vampiro es capaz de atravesar con sus fuertes y afilados colmillos la lona de una tienda y morder a quien se encuentre en su interior en contacto con la lona. El segundo tiene la ventaja de que estos animales no gustan alejarse de la protección de la selva, pero presenta el notable inconveniente de que en la Amazonia dormir cerca del agua resulta a menudo peligroso, tanto por la vecindad de anacondas y cocodrilos como por la siempre posible e inesperada subida de las aguas, que llegan en tromba, arrastrándolo todo.

Los vampiros contribuyeron en gran parte, por tanto, junto a los mosquitos, el calor, la lluvia y el convencimiento de que mi aventura resultaba absurda, a que decidiera volverme atrás, dando por concluida mi inspección de la que había sido considerada, con razón, la región del Río Maldito. No podía exponerme a que mi debilidad aumentara hasta el punto en que me fuera imposible salir de allí por mis propios medios, y no confiaba en absoluto en que Rafael, en un momento difícil, constituyera una auténtica ayuda.

En cuanto a las mordeduras que había sufrido hasta el presente, no me produjeron más molestias que una debilidad momentánea. La herida que el murciélago produce, si se desinfecta, cicatriza rápidamente y no deja huella. El mayor peligro, estriba, quizás, en que recién producida un cierto tipo de mosca acostumbra dejar allí sus larvas, y eso puede traer enfermedades e incluso la muerte.

Decidí por tanto volver sobre mis pasos. Con pena, pero sin lamentos; convencido de que nada más podía hacer allí.

Lo que faltaba, hasta el Bajo Coca, no era más que selva, quebraduras, valles profundos, nuevas montañas y cataratas que se sucedían ininterrumpidamente. Todo lo que había visto hasta el momento, pero prolongado, a través de esos cien kilómetros que continúan constituyendo una barrera infranqueable para el hombre.

Tal vez algún día, al frente de una poderosa expedición, acompañado de gente decidida a todo, pueda pensar en atravesar la región del Alto Coca, pero hoy por hoy, con mis solas fuerzas, sin más ayuda que la buena voluntad de Rafael, resultaba inútil.

De vuelta a Papallacta pagué a Rafael los trescientos sucres convenidos y me despedí de él exactamente en el mismo punto en que lo encontré: en aquella choza en que no seguían teniendo de comer más que sardinas en tomate, queso y huevos duros.