Cuando bajé del avión en el hermoso aeropuerto James Smut, de Johannesburgo, lo primero que me molestó y llamó la atención fue advertir que sobre las puertas de entrada campeaban dos letreros: «Sólo Blancos»; «Sólo Negros».
Casi inmediatamente un rubicundo empleado malencarado estudió con sumo cuidado mi documentación, comenzó a llenar papeles y preguntó, sin hacer mucho caso de mis ojos azules y mi pelo castaño:
—¿Raza…?
Dudé, pero, al fin, no pude contenerme:
—Humana…
Su mirada brilló de furia y con el lápiz apuntó al final de la larga cola de pasajeros.
—Si tiene ganas de hacer chistes, póngase allí y luego le atenderé… ¿Raza?
Comprendí que tenía las de perder.
—Blanca, creo yo…
Rellenó mis papeles y me dejó pasar. A la salida, tomé un taxi, pero el taxista, un mulato, negó convencido:
—Lo siento señor —dijo—. No puedo llevarle. Este es un taxi para negros.
Usted tiene que tomar un taxi para blancos, con chófer blanco.
—¡Ay!, vamos. A mí eso me da igual —protesté.
—Pero a mí no, señor. Si le llevo, paso un año en la cárcel.
Pensé que exageraba, pero luego supe que para encarcelar a alguien en Sudáfrica por tiempo indefinido y sin tener en cuenta su raza, credo o nacionalidad, la Policía no necesita más que asegurar que está bajo «sospecha de sabotaje».
Un taxi «sólo para blancos» me llevó rápidamente al espléndido y lujosísimo «Hotel Presidente». Eran las diez de la noche y ya no se veía un alma en las calles. Los negros habían regresado a sus ghettos, y los blancos no gustan salir de noche. El miedo, un miedo casi histérico a esos catorce millones de negros constituye una especie de constante pesadilla para los cuatro millones de afrikaaners blancos. Sin embargo, la «bo3te» del «Hotel Presidente» atrae a infinidad de parejas jóvenes, y en los minutos que tardé en rellenar mi ficha de entrada cruzaron el hall, camino de los ascensores, cuatro o cinco muchachas que lucían las más exageradas minifaldas y las más hermosas figuras que haya contemplado en toda mi vida.
En honor a la verdad, el atractivo de la mujer sudafricana no admite discusión posible, y en ningún otro país del mundo he podido encontrar tantas mujeres hermosas, auténticas diosas de carne y hueso que me hacían perder la cabeza tan sólo de verlas pasar.
Rubias, morenas, trigueñas, altas, esbeltas, elegantes, espléndidas y casi cinematográficas, contribuyen en gran parte a convertir Sudáfrica en el auténtico paraíso del hombre blanco.
Pero, eso sí, hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir a una mujer con la que tener relaciones, para no rozar, ni de lejos, la temidísima «Ley sobre moralidad», que castiga con seis años de cárcel la relación sexual con una negra, una china, una hindú o una mulata.
Cuando me lo advirtieron, calculé que, según esas cuentas, me tocaba no volver a poner los pies en la calle en toda mi vida.
—Pero ¿cómo puede uno saber cuándo una mujer es lo suficientemente blanca como para acostarse con ella? —quise saber por si las moscas.
—Eso está muy claro —me respondieron—. La blanca es blanca, y la negra, negra.
—Fíjate en aquella —indiqué—. La que se besa con el rubio al final del salón. Si estuviera un poquito más tostada por el sol, parecería mulata…
—Sobre esa no hay duda —replicó mi anfitrión, sin inmutarse en absoluto—. Es mi esposa… Pero la pregunta tiene su interés, aunque la Policía ha estipulado ya en la documentación de cada cual quién es blanco, y quién, negro o mestizo.
—Sin embargo —opoinó un tercero—, Kikí, mi cocinera, es mestiza, pero a su hermana la consideraron blanca… Si me acuesto con Kikí, que es soltera y se deja, me meten en la cárcel, pero si lo hago con su hermana, que es casada y no quiere, no me ocurre nada… ¿Usted que opina?
Me encogí de hombros:
—Si ustedes mismos no comprenden sus leyes, ¿qué puedo decir yo?
En realidad, qué se podía decir de un país donde la discriminación no es tan sólo ley y costumbre, sino incluso religión.
Según la Iglesia Reformada Holandesa, oficial en Sudáfrica:
Dios predica la discriminación racial y la sumisión del negro al blanco, porque —como dijo nuestro amado mariscal Smuts— el negro no sólo tiene diferente la piel, sino también el alma.
El cristiano blanco está investido de autoridad divina frente al negro, y este ha de soportar nuestras órdenes y nuestros castigos, infligidos en nombre de Dios.
Porque cuando Dios comprendió el error que había cometido creando al negro, lo compensó concediendo al blanco una total autoridad sobre él, sus actos y sus pensamientos. Nuestra Iglesia Reformada es la única que ha sabido aceptar esa Revelación divina, y por ello ha decidido no sólo impedir la entrada de los negros en nuestros templos, sino, también, excomulgar a todos aquellos que profanan la Casa de Dios permitiendo la presencia de un miembro de la Raza Maldita.
Quizá cueste creerlo, pero esa no es más que plática normal de un obispo en una iglesia sudafricana un domingo corriente, y lo más sorprendente es que, quienes escuchan, no se asombran, sino que, por el contrario, asienten convencidos de que ellos, blancos, son dueños absolutos de la voluntad, la vida y las ideas de los millones de negros que los rodean.
Y es que nacer blanco, en Sudáfrica, es ya nacer rico, nacer jefe, y sean cuales sean sus aptitudes, lo convertirán automáticamente en un dirigente, porque el último blanco tiene siempre bajo su mando un puñado de negros sobre los que descargar su trabajo o su mal humor.
En todos mis días de estancia en Sudáfrica, tan sólo vi una tarea «algo dura» realizada por blancos: plantar flores en un parque público de Pretoria, aunque, desde luego, unos metros más allá, una legión de negros los precedía desbrozando la maleza, preparando la tierra y llevando los sacos. Al parecer, la jardinería es un trabajo demasiado bonito o demasiado delicado para que un negro pueda realizarlo. Los afrikaaners odian la idea de que los bantúes realicen cualquier labor que requiera la menor preparación. Para ellos, el negro debe saber lo justo para ser útil al blanco, pero nada más.
Como dijera el asesinado Primer Ministro H. F. Verwoerd: «No hay lugar para el indígena en la sociedad europea más allá de cierto nivel. ¿De qué sirve enseñar Matemáticas a un niño bantú, si en la práctica no podrá utilizarlas?».
El sistema se basa, pues, en mantener al negro en la ignorancia, para que jamás sueñe siquiera con ocupar un puesto de importancia, un puesto del que algún día pueda desplazar a un blanco.
¿Qué hacen contra eso los negros? Nada en absoluto. Su supeditación al poder blanco es total, sin posibilidad alguna de protesta. Las leyes —infinidad de leyes de una arbitrariedad inaudita— se han encaminado, desde hace veinte años, a la conversión del hombre de color en un mero objeto de uso: un semiesclavo sin derecho alguno.
Con la amenaza de enviarlos de nuevo a sus tierras de origen, las «reservas», que no son en realidad más que campos de concentración donde se morirán de hambre, tienen siempre pendiente sobre ellos la auténtica espada de Damocles de la deportación.
Para comprender mejor hasta qué punto llega el apartheid, he aquí algunas leyes tomadas al azar:
Como se puede advertir a través de este pequeño muestrario de «leyes», los negros africanos no pueden ni moverse, y para que eso resulte efectivo, cada uno de ellos ha sido dotado de un pase, el célebre pass, en el que figuran todas sus circunstancias y sin el que no pueden ser sorprendidos jamás, bajo pena de los más duros castigos.
A la vista de esto cabe hacerse dos preguntas: ¿Cuánto tardarán los negros en estallar?, y ¿Qué medidas toma el mundo contra la Unión Sudafricana?
La respuesta a la primera pregunta resulta difícil. Los africanos se alzarán un día contra sus opresores y los pasarán a cuchillo, eso es seguro, pero nadie sabe aún la fecha. Probablemente tardarán años.
Frente al potencial de los blancos —sus ametralladoras, tanques y aviones—, no tienen más armas que sus manos desnudas y la seguridad de no recibir ayuda exterior alguna. Aun así, pese a saber que no tienen arma alguna y que ninguna ayuda recibirán, los afrikaaners viven con el temor de una revuelta, y por ello vigilan constantemente las ciudades negras.
Entre Pretoria, Johannesburgo, Cape Town o cualquier otro núcleo urbano y los correspondientes barrios indígenas, los afrikaaners han procurado dejar siempre un amplio espacio abierto, una «tierra de nadie» de varios kilómetros de ancho, lisa como la palma de la mano, colocando entre ambos los jeeps y tanques del Ejército.
Por si fuera poco, los helicópteros sobrevuelan todo el día las ciudades sospechosas, y de noche la Policía dispara en ellas contra cualquier sombra.
Como se comprenderá, resulta sumamente difícil por no decir imposible, luchar en semejantes condiciones. Cuando lo han intentado, las matanzas han sido espantosas.
Con respecto a la segunda pregunta: ¿Qué medidas toma el mundo contra semejante estado de cosas? La respuesta también negativa.
Tanto la ONU como los restantes organismos internacionales no han dudado en condenar la política de apartheid, pero nunca han ido mucho más allá. Tras la matanza de Sharpeville, en 1960, en que la Policía disparó contra una masa de negros pacíficos y desarmados, los intentos de tomar medidas de bloqueo económico se han sucedido, pero, por desgracia, aunque sobre el papel existe tal bloqueo, la realidad es que no se trata más que de una gran mentira.
África del Sur es demasiado importante económicamente para que las grandes potencias sacrifiquen sus intereses en aras de cualquier clase de sentimiento humanitario.
No debe olvidarse que la Unión Sudafricana posee el 50% de la producción mundial de oro, el 17% de la de uranio, y controla el 95% del mercado de diamantes.
Ese oro, esos diamantes, ese uranio y las otras mil riquezas sudafricanas resultan imprescindibles para el llamado «mundo libre», que continúa, por tanto, sus contactos con el país del apartheid como si el problema de catorce millones de negros, chinos, japoneses, malayos e hindúes no existiese.
A tal punto llega el racismo en Sudáfrica, que racistas son incluso los mismos blancos entre sí, y los afrikaaners de origen holandés odian y desprecian a los «intrusos» de origen inglés, sus vencedores de la cruel «Guerra de los Bóers».
La mayor parte de los letreros de las ciudades están escritos en los dos idiomas, y en los dos idiomas se publican diarios, revistas, libros y documentos oficiales.
En conjunto, resulta válido pensar que Sudáfrica no es, en ningún aspecto, una nación, ni lo será nunca, pues nunca tendrán sus habitantes el menor sentimiento común, ni el deseo de permanecer unidos, perseguir idénticos objetivos, ideales o deseos de luchar por su tierra. Sudáfrica no es más que el resultado de un sinfín de ambiciones individuales, que se han aliado en el deseo de continuar explotando una situación cada día más insostenible.
Hasta dónde los llevarán sus egoísmos y sus odios, resulta difícil de predecir.
Recuerdo que cierto día, almorzando en un restaurante de lujo en compañía de algunos miembros del Gobierno, me permití el «increíble delito» de gastarle una pequeña broma al viejo camarero negro que me servía con sumisión de esclavo. Inmediatamente, mi compañero de mesa se volvió hacia mí enfurecido:
—Que sea la última vez que hace usted algo así —indicó en el más grosero de los tonos en que me han hablado jamás—. Los negros están para servir, y por ningún concepto se debe confraternizar con ellos… ¿Acaso es usted simpatizante de las causas negras…?
—Bueno —repliqué, sorprendido—. Siempre me enseñaron que negros y blancos son iguales, y en el mundo del que vengo no es nada malo gastarle una broma a quien nos sirve.
—Este no es el mundo del que usted viene —señaló en el mismo tono—. Está en Sudáfrica, y debe respetar nuestras leyes… Si no está de acuerdo, lo mejor es que se marche, o se arriesga a dar con sus huesos en la cárcel…
Me levanté de la mesa y me fui. Como no quería problemas antes de tiempo, ese mismo día abandoné Johannesburgo con sus minas de oro y su infatigable actividad, y me encaminé a la cercana Pretoria, la capital.
Me pareció una bella ciudad, de infinitos parques y jardines, de hermosas quintas, donde los más humildes blancos vivían con lujo de millonarios europeos y donde rara era la familia que no contara con piscina y campo de tenis en su chalet de las afueras.
Visité la Universidad, rebosante de bellas muchachas de aire desenvuelto y avanzadas costumbres, y de muchachos sonrientes y bien comidos, de aspecto deportivo. Intenté entablar conversación con ellos, pero de inmediato rechazaban cualquier trato con un extranjero cuyas preguntas se les antojaban molestas y sospechosas.
Las Universidades sudafricanas son las únicas que conozco donde los estudiantes no estén contra el Sistema; no protesten; no quieran cambios; no luchen por un mundo mejor.
¿Es que puede haber un mundo mejor que el de los blancos en Sudáfrica?
Los universitarios sudafricanos pasan su tiempo estudiando un poco, haciendo el amor «un mucho» y disfrutando a sus anchas del ejército de esclavos de color que les proporcionan sus padres y sus abuelos.
Resultaría estúpido renunciar a ese pequeño paraíso; soñar siquiera que hay algo más que lo que está a su alcance; preocuparse por los problemas de unos negros a los que se han acostumbrado a contemplar como un escalón intermedio entre el hombre y la bestia.
Para el sudafricano importa más, infinitamente más el bienestar de sus animales domésticos, e incluso del último león de sus parques nacionales, que el de su población de color, y alguien me aseguraba, en cierta ocasión, que si las autoridades del Parque Kruger se quedaran un día sin carne con que alimentar a sus fieras, no se lo pensarían para darles como merienda a unos cuantos bantúes de las reservas.
Si en Sharpeville ametrallaron cientos de negros indefensos, asesinándolos a mansalva sin razón alguna, ¿por qué iban a dudar a la hora de arrojárselos a los leones…? Los odian tanto y les tienen tanto miedo, que los asarían a fuego lento si pudieran…
Las famosas «reservas» en las que vive casi el 55% de los negros de Sudáfrica, no son, en realidad, más que míseros poblados de la Edad de la Piedra, arrinconados en los lugares más pobres, alejados e inhóspitos.
Se diría que por ellos no ha pasado el siglo XX, ni el XIX, ni aun el primero de nuestra Era. El atraso es tan grande, el aislamiento obligatorio, tan espantoso, y la tierra tan miserable, que se puede asegurar, sin miedo, que desde la existencia del apartheid, esos pueblos marchan con paso seguro hacia la prehistoria en lugar de andar el ritmo de nuestro tiempo.
En el Parque Kruger, sin embargo, una de las mejores reservas de animales que existen en el mundo, toda una red de magníficas carreteras, perfectamente pavimentadas, permiten a los blancos pasar un hermoso y cómodo fin de semana observando cómo miles de animales disfrutan de mucha más libertad, espacio, comida y atenciones, que millones de negros.
Fue en uno de los refugios de ese parque, sentado una noche en el restaurante al aire libre, junto a un hermoso río, al otro lado del cual, más allá de las empalizadas, rugían los leones, donde conocí a un viejo «hombre de África», un francés veterano de las colonias que había llegado hasta allí a contemplar por última vez las grandes manadas que en otro tiempo vio correr libremente por el continente.
—Vea esas cebras que cruzan la carretera —dijo—, esos leones que vienen a comer a los autos; esos búfalos y esos elefantes que están matando porque agotan el agua del parque… Cuando yo llegué a África, hace cuarenta años, África era de ellos y nadie se atrevía a disputársela… Las manadas tardaban horas en pasar, las cebras eran millones, y los impalas manchaban de marrón la pradera más verde… En África, el mundo estaba en paz consigo mismo, y el Creador bajaba aquí cada mañana a contemplar su obra y perdonarse el error de haber creado también al ser humano… Pero mírela ahora; en el transcurso de una generación, África ha pasado de espléndida virgen a vieja prostituta; desvergonzada ramera que vende a sus animales. No hay crimen más grande… Ni las guerras, ni las muertes, ni las bombas atómicas, ni el exterminio de los judíos puede equiparársele… No; la Humanidad no ha cometido jamás canallada comparable a la violación de África… Después de esto, no nos queda ya esperanza alguna. Nadie podrá pararnos hasta que nos hundamos para siempre en nuestra propia mierda.
A veces, cuando me detengo a contemplar el problema que acosa a la Humanidad: la posibilidad de autodestruirse por culpa de sus propios residuos y su inagotable capacidad de destrozarlo todo, pienso en aquel francés cuyo nombre he olvidado, recuerdo sus palabras y me invade el más profundo pesimismo:
Si hemos sido capaces de destruir África, si ya se muere, si ya no existen en ella verdes colinas… ¿qué esperanza nos queda?