30. EL FIN DE LOS ANIMALES

Regresé a Madrid tras un nuevo largo viaje que me llevó prácticamente a todos los rincones de una Hispanoamérica que empezaba a tener pateada de punta a punta, pero de la cual nunca llegaría a cansarme, así como, a menudo, cansa África tras una larga estancia.

Volé a Capri, donde rememoré los maravillosos días que pasé con mi hermano durante unas largas vacaciones, en las cuales hicimos el itinerario París-Capri-París en dos meses sensacionales, y de nuevo en Madrid, un día, en un restaurante, descubrí en la mesa vecina a una de las muchachas más atractivas que hubiera visto en mi vida.

Amor a primera vista, tórrido romance pese a sus dieciséis años apenas cumplidos, y cuando llegó la hora de regresar a Guatemala me fui rápidamente tras ella, dispuesto a conocer a su familia, pedir su mano y casarnos.

Mi sorpresa fue grande al descubrir que vivía en la Zona Diez, que su padre era un potentado del café, e incluso les unía una firme amistad con Roberto Alejos.

Vi de pronto que mi futuro como esposo era ponerme al frente de una de las «haciendas» de café, cualquiera de ellas, paseando a caballo, látigo en mano, por entre la peonada de indiecitos sumisos y comprando y vendiendo fincas con familias de esos indios incluidos.

Todo mi yo se rebelaba contra semejante perspectiva, pero en verdad me sentía profundamente enamorado de Malena, y su familia me hacía notar que con mi sueldo de periodista no podría nunca mantener el tren de vida a que estaba acostumbrada, ni era cosa de llevarla de aquí para allí en mi constante nomadeo.

Decidimos, por tanto, aplazar la boda, ya que, por otra parte, era muy joven aún, y aproveché mi estancia en Guatemala y las muchas relaciones de todo tipo de su familia, para escribir una serie de reportajes sobre el país, que se encontraba sumergido en lo más violento de su agitación guerrillera, bordeando la guerra civil.

Entrevisté tanto a la ultraderecha de la Mano Negra, como a los guerrilleros de Yon Sosa, prochino, y Turcios Lima, procastrista. Fui de un lado para otro de uno de los más hermosos y pintorescos países del mundo; el de cielo más azul y más limpio; el de los más cristalinos lagos y los más tristes indios; el de la violencia más insana y los odios más absurdos, y creí haber conseguido un nuevo éxito profesional casi tan importante como el de la República Dominicana.

Mi indignación no tuvo límete, sin embargo, al descubrir, a mi regreso, que ni una sola de mis crónicas enviadas desde Guatemala se había publicado.

¿Por qué? Nadie lo sabía. Simplemente, habían desaparecido tragadas por ese monstruo que se llama la Redacción de un gran Diario. Había arriesgado la vida jugando con la izquierda y la derecha en un país en un momento en el que nadie se lo pensaba para asesinar a un periodista; me había esforzado por conseguir una visión clara y objetiva del problema, y «alguien» cómodamente sentado en una sala de teletipos, a miles de kilómetros de distancia, había escamoteado mis envíos, dándolos por no llegados.

Meses después se publicaron unos magníficos reportajes sobre Hispanoamérica, y concretamente sobre Guatemala y sus guerrillas, escritos por un periodista que jamás había puesto los pies fuera de España. La Administración juzgó entonces que resultaba mucho más económico un redactor de segunda que se sacaba de la manga entrevistas in situ con los guerrilleros, que un corresponsal volante bien pagado, y cuando señalé que eso dañaba mis intereses y los términos de nuestro contrato, se me recordó que, pese a llevar dos años trabajando, todavía no habían tenido tiempo de firmarme el contrato.

Me quedé en la calle.

De golpe y porrazo, mi ascendente carrera de periodista se vino abajo estrepitosamente y no me quedó el consuelo de regresar a «Destino», ya que por aquel entonces los intereses de ambas empresas estaban muy unidos, y Vergés nunca tomó a bien que yo le dejara para irme al periódico.

Para Vergés, y en eso tenía razón, yo había sido un poco creación suya; me había descubierto y lanzado; me mimó durante un tiempo, y mi pase a «La Vanguardia» lo juzgó un error y casi una traición.

Quedaba claro que había sido un error, aunque no, a mi juicio, traición. Fuera como fuera, siempre tuve abiertas las puertas de «Destino» cuando quise colaborar, pero ya nunca volvió a ser lo que era antes, ni me pagaron como me habían pagado, ni me enviaron a ningún nuevo viaje.

Acababa de cumplir treinta años cuando me encontré con que era un periodista sin periódico del que se murmuraba que tenía excesivas simpatías izquierdistas, y ningún contacto con personeros del régimen, o tan siquiera con miembros del Sistema que maneja la Prensa en España.

Cierto es, y eso debo admitirlo que en mis años de vacas gordas no había hecho esfuerzo alguno por relacionarme con los de mi misma profesión, limitándome a actuar más bien como francotirador que viaja, hace su trabajo, regresa y se dedica a divertirse en lugar de perder el tiempo en politiquerías.

Me quedaba, pese a todo, algún dinero, y el periódico me había liquidado un par de meses de indemnización, por lo que no tenía una prisa excesiva en buscar trabajo —que por otra parte nadie iba a darme— y preferí dedicar mi tiempo a lo que en verdad me gustaba, me venía preocupando desde años atrás y no había tenido ocasión de estudiar porque los viajes y la diversión ocupaban todo mi tiempo.

Se trataba de algo que yo denominaba «Operación Arca de Noé» y se refería a lo único que en este mundo me interesaba casi tanto como los viajes y las mujeres: los animales.

Gran parte de mi vida había transcurrido en África, y recordaba que, siendo un muchacho, los rebaños de antílopes, gacelas y avestruces correteaban libremente por las inmensas llanuras saharianas, pero durante mi último viaje a esas mismas llanuras, no encontré, durante días de marcha, ni una gacela, ni un antílope, ni rastro alguno de avestruces.

Y no es que aquella parte del Sáhara hubiera cambiado, empeorando el hábitat de las bestias; era, simplemente, que los hombres se dedicaron a exterminarlas.

En lo que va de siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro, y donde aún subsisten, su número ha quedado reducido a la cuarta parte.

Hasta el advenimiento del hombre blanco, el africano no cazaba más que por necesidad de alimentarse y vestirse, y las grandes manadas cubrían desiertos, sabanas y praderas, sin que el ser humano soñara acabar con ellas. Pero el blanco trajo al continente el vicio de la muerte por la muerte, de la caza por diversión, y el africano aprendió —con asombro— que los animales tenían un nuevo valor como adorno o trofeo. En su mentalidad no cabía la idea de que matar un animal indefenso fuera algo digno de admiración, ni que colgar su piel en la pared pudiera halagar la vanidad de su asesino. Tan sólo las verdaderas fieras, muertas cara a cara, con riesgo de la vida, merecían ese honor.

Pero llegaron los «héroes» blancos; los príncipes, reyes y millonarios que se extasiaban ante los grandes trofeos, y los africanos se dijeron:

«Si quieren trofeos, les daremos trofeos…».

Y ya hoy día no sólo los príncipes y reyes tienen trofeos. Hoy el último turista que hizo escala accidental en un aeropuerto africano puede comprar una piel de leopardo o una cabeza de antílope, y pagarla a plazos con su tarjeta de crédito. Luego la colgará en el salón de su casa y contará a sus amigos que la cazó con grave riesgo y maravillosas incidencias.

Por ese motivo, unos treinta mil elefantes son derribados cada año en países como el Chad, Camerún, Congo o Gabón, lo que nos da una idea de la masacre que se está llevando a cabo con ellos, en todo el continente, en el que ya sobreviven menos de doscientos mil ejemplares.

Pronto, al ritmo que se lleva, el elefante entrará en su etapa de «mínimo crítico de población», punto desde el cual los científicos calculan que le resultará realmente imposible recuperarse, y pasará a formar parte de las cuarenta especies de animales salvajes que han desaparecido de la faz de África desde que el hombre blanco puso el pie en ella.

Primero fue en el Norte, donde el número de los pequeños y resistentes elefantes de la antigüedad que llevaron a Aníbal a través de los Alpes, comenzó a disminuir hasta que el último murió a principios de este siglo en una aldea de Túnez.

Más tarde, en 1930, caía también el último león de Berbería, incomparablemente más hermoso que su hermano del Sur, dotado de una increíble arrogancia y una enorme melena negra que le bajaba hasta la mitad del pecho. Se diezmaron luego las gacelas egipcias, de las que apenas quedan ya un centenar; el «ñu de cola blanca», conservado tan sólo en cautiverio; la «cebra de Burchell» y el «antílope azul», extinguidos por completo; el «antílope lira» —el bontebok— desaparecido con su pariente el blesbok, de los que tan sólo quedan ejemplares disecados, pese a que hace cien años cubrían las praderas de África del Sur…

Pero todas esas matanzas no están motivadas ya por el ansia de cazar o la búsqueda de trofeos, sino, también, por esa ineludible ambición del hombre de extenderse más y más; de ganarle terreno a la selva o a las praderas; de ir empujando hacia tierras inhóspitas los grandes rebaños que reinaron durante siglos en el continente.

Fuera de las Grandes Reservas o Parques Nacionales como el Serengueti de Kenya, o el Kruger de la República Sudafricana, pocos rincones quedan ya en los que cebras, jirafas, ñus, impalas y elefantes puedan merodear a su antojo, y difícilmente sobrevivirán al año 2000.

Para desgracia mía asistí en gran parte a esa tragedia, y vi cómo se asesinaban miles de elefantes para convertir sus patas en papeleras o sus colmillos en bolas de billar. Un elefante produce por término medio unos diez kilos de marfil… ¿Vale la pena acabar con una bestia libre y noble, de cinco mil kilos de peso por obtener tan magro beneficio?

Está claro que el ser humano no aprendió nada aniquilando cien millones de bisontes americanos. Apenas había concluido la matanza, caliente aún la sangre de los bisontes, los norteamericanos se lanzaron sobre los cinco mil millones de palomas migratorias que alegraban sus cielos, y en menos de cincuenta años las exterminaron, hasta el punto de que la última murió a finales de siglo en el Parque Zoológico de Cincinnati… ¿Se puede esperar algo de una especie que acaba con «¡Cinco Mil Millones De Palomas…!»?

De 1850 a nuestros días, 57 especies de mamíferos, pájaros o peces de los Estados Unidos se han extinguido para siempre, y en todo el mundo los mamíferos están desapareciendo al ritmo de una especie por año.

Actualmente se admite de forma oficial que más de cuatrocientas especies de animales se encuentran en «situación muy peligrosa», es decir, al borde del «nivel mínimo crítico», de las cuales 109 pertenecen a Norteamérica.

«Seriamente amenazadas» pueden considerarse casi un millar, y los ecólogos sostienen que una de cada diez especies de plantas, muchas de ellas de suma importancia para la vida animal, corren también grave riesgo.

Más de ochocientas naciones se reunieron el año 1973 en Washington, en un intento de buscar una fórmula que regulara el tráfico de animales vivos o pieles, pero aunque cuarenta de ellas firmaron un tratado al respecto, no se ha impedido que el comercio con las bestias, sus pieles o sus cuernos continúe aumentando.

En el año 1972, ciento veinte millones de animales salvajes o peces fueron arrancados de su medio ambiente y transportados a Parques Zoológicos y colecciones particulares, lo que constituyó para algunos un magnífico negocio de miles de millones de dólares.

En un solo año, la ciudad de Iquitos, en la Amazonia peruana, exportó cuarenta mil animales vivos y más de doscientas mil pieles de ocelote, jaguar, cocodrilo y nutria, y se sabe que puntos como Leticia, en Colombia; Puerto Ayacucho, en Venezuela; Tena, en Ecuador, y Manaos o Belén de Pará, en Brasil, igualan cuando no superan dicha cifra.

Todo ello forma parte de un bien estudiado tráfico clandestino que está introduciendo en los Estados Unidos ingentes cantidades de pieles, cuernos, conchas de tortuga o bestias vivas, aprovechando el boom de atracción hacia todo lo exótico que se ha desatado en dicho país.

Pasearse con un ocelote vivo por el que se ha pagado tres mil dólares; exhibir una colección completa de loras y guacamayas; gastarse mil dólares en una montura de lentes de auténtico carey o casi doscientos en un par de zapatos de piel de cocodrilo, es algo corriente en un país acostumbrado a que el dinero está hecho para pagar los caprichos, sean estos cuales sean.

El FBI, la Inteligencia Militar y la Asociación Internacional de Jefes de Policía, han declarado que existe una poderosa banda implicada en dicho tráfico, que se preocupa de financiar a los cazadores furtivos de África y Sudamérica encargados de proporcionarles la materia prima que necesitan.

Cuando el problema adquiere semejantes características y —como parece— existen en verdad fuertes intereses económicios empeñados en la destrucción sistemática de la fauna silvestre, las esperanzas de salvarla se reducen notablemente.

Se puede perseguir y castigar a un cazador furtivo; se puede dar normas e incluso establecer una prolongada veda que permita recuperarse a las bestias con la seguridad de que la inmensa mayoría de los aficionados a la caza deportiva la respetarán por mucho que les duela, pero, contra lo que no se puede hacer nada es contra la avaricia de los que incitan a esos cazadores furtivos, o utilizan los aparentemente inocentes comercios de animales como puente para sus mercancías.

¿Qué control tienen realmente los Estados sobre esos negocios abiertos al público en los que se venden desde guacamayos a peces exóticos como si fueran tomates o zanahorias…? ¿Quién regula «auténticamente» cuántos permisos de importación o exportación obtienen, y cuántos animales salen de un país al amparo de dichos permisos?

¿Es cierto que por cada animal que llega definitivamente a su destino, mueren cuatro en el camino? ¿Cuántos loros, pericos, monos o peces de colores mueren también, durante la primera semana de adaptación a sus nuevos dueños?

Groso modo puede calcularse que tan sólo el 10% de los animales salvajes capturados y trasladados a Parques Zoológicios, a domicilios particulares, logran sobrevivir, y de ellos, aproximadamente el 5% consigue reproducirse alguna vez. Esto quiere decir que cada vez que atrapamos a un animal, cualquiera que sea su destino, no sólo lo estamos condenando a él, sino también, en parte, al futuro de la especie.

No debemos culpar únicamente, sin embargo, a los depredadores, conscientes o inconscientes, por todo el mal que se causa a las bestias. En realidad, ellos no son más que uno de los muchos factores que colaboran a la desaparición de las especies.

Cada vez que un monte es talado y arrasado y se priva a cientos de animales de su refugio natural, estos mueren o huyen, con lo cual perjudican a otras especies que se alimentaban de ellos, y estos, a su vez a otras, porque en la Naturaleza todo está encadenado y una reacción sucesiva puede llegar a exterminar por completo la fauna de toda la región.

Roturación de campos; deforestación de bosques; construcción de carreteras, ciudades o presas; desecación de pantanos y manglares… todo ello afecta a la vida de los animales y llegará un momento en que dejen de alegrar nuestros campos y nuestros montes.

Durante mucho tiempo mantuve el convencimiento de que era esta una ley de vida irreversible, y no quedaba lugar sobre la Tierra para los animales salvajes.

Sin embargo, durante uno de mis viajes a la Gran Sabana venezolana advertí, sorprendido, que se podía marchar por ella durante horas y horas sin encontrar un solo animal viviente.

Me detuve a pensar entonces que en todos mis viajes a través de Sudamérica (Guayana, Amazonas, Andes o Llanos) había encontrado siempre idéntica penuria de fauna, pese a que, aparentemente, sus condiciones de habitabilidad eran óptimas, puesto que allí existían praderas, selvas, montañas y ríos totalmente desiertos.

Comencé a estudiar con cierto detenimiento ese hábitat, y a lo largo de los años y las comparaciones llegué al casi absoluto convencimiento de que, por clima, tierra, forrajes, aguas e incluso paisaje, no existía diferencia básica alguna entre la Gran Sabana venezolana o las praderas de África, del mismo modo que no la existía tampoco entre la selva amazónica o la selva guineana, o entre los llanos y ciertas zonas del Sáhara.

Había, por tanto, en Sudamérica millones de hectáreas de tierra vacías; tierra por la que el hombre no sentía ningún interés ni lo sentiría en treinta o cuarenta años más, y que podría convertirse, perfectamente, en el hábitat ideal de todas aquellas especies de animales que ya no tenían en el continente africano esperanza alguna de salvación.

Dediqué parte del tiempo que me quedaba libre a estudiar las posibilidades de un trasplante de animales, y comprobé que todas las especies que, por una u otra razón, se habían llevado al continente, consiguieron aclimatarse a la perfección. No se trataba ya de la vaca, la gallina o cualquier animal doméstico. Otros, como el búfalo o la capra hispánica, se habían desarrollado y reproducido en libertad sin ningún problema.

Pese a todos los ejemplos, y pese a mi convicción absoluta de que la «Operación Arca de Noé» podía y debía llevarse a cabo, necesitaba conocer la opinión de auténticos expertos, y consideré que nadie mejor que los encargados del Parque Kruger, de Sudáfrica, para sacarme de dudas.

Acababa de leer que en dicho Parque estaban matando tres mil elefantes, porque no tenían agua y alimentos suficientes, y calculaba que si pudiera llevármelos a la Amazonia tardarían un millón de años en comérsela.

Así, pues, armado con muestras de tierra y forrajes que había obtenido de uno de mis viajes a la Gran Sabana, un buen día me subí a un avión y me dirigí a Sudáfrica.