29. UNA CÁRCEL DE MÉXICO

No quedaba nada que hacer en Santo Domingo, y conseguí visado de turista para la vecina Haití. Un corto vuelo me depositó en el aeropuerto de Puerto-Príncipe, pero las «Tomtom-Macoute» de «Papá Doc» Duvalier me impidieron el paso más allá del edificio de Aduanas. Protesté, alegando que mi visado y toda mi documentación estaban en regla, y colocaron un enorme revólver sobre la mesa asegurándome fríamente que se «defecaban» en mi visado y mi documentación. No querían periodistas en la isla, y, o me apresuraba a seguir vuelo en el avión en que había llegado, o me pegaban un tiro.

Inútil resulta decir que continué viaje a Miami, aunque nada se me había perdido allí. Pasé una semana en la capital de los cubanos en el exilio, auténtico «Cementerio de Elefantes» al que van a morir todos los viejos millonarios americanos, me bañé en la playa, disfruté de un merecido descanso y regresé a Río de Janeiro, tras una corta estancia en Caracas.

En Río recibí carta de «La Vanguardia» concediéndome unas largas vacaciones y una jugosa prima extra por el éxito obtenido en Santo Domingo, y fue así como regresé a España para comprarme el más caprichoso auto deportivo del momento y alquilar un coqueto y discreto apartamento de soltero en el edificio de peor fama de Madrid, donde era tradición que vivían todas las «mantenidas» de banqueros, comerciantes y gente importante de la capital.

Durante siete años mantuve ese apartamento, y en verdad que valió la pena pagar lo que entonces se consideraba un precio exagerado, pues las «relaciones» que conseguí con lindas vecinitas aburridas compensaba el gasto.

¡Dulce época de crápula junto a mi buen amigo Frank García-Sucre, juerguista y mujeriego empedernido, hoy retirado a la soledad del yoga y la vida contemplativa en las selvas del interior de Venezuela! Dinero, auto de lujo en una España invadida ya por el turismo desprejuiciado, liberalizada en sus costumbres y sin complejos sexuales.

¡Qué distinto aquel Madrid al de mis años de estudiante, sin dinero ni para el autobús y ni una mujer a la que tomarle la mano…!

Las cosas funcionaban bastante bien hasta el momento en que, al llegar a casa, recibí una llamada desde Barcelona ordenándome salir para Santo Domingo, donde los ánimos se habían alterado de nuevo, cubrir una conferencia en Río, entrevistar a un tipo en Bogotá, o simplemente, realizar una serie de reportajes sobre México.

Y hacia México salí una de esas veces, dispuesto a pasarme un mes recorriendo el país de los aztecas y escribiendo una serie de grandes reportajes. Llevaba mi documentación en regla y varias cartas para gente conocida; me instalé en el «Hotel del Prado», y a los pocos días un amigo insistió en presentarme a la directora local de la revista SP, que se publicaba conjuntamente en México y Madrid. No recuerdo su nombre; tan sólo, que me propuso entrevistar a los exiliados guatemaltecos y conseguir que estos me pusieran en contacto con los guerrilleros de Guatemala, que se encontraba en aquellos días en plena efervescencia.

Le respondí que no pensaba visitar Guatemala hasta un año después, y para publicar algo sobre los exiliados debía consultarlo con «La Vanguardia», pero que, de todas formas, algún día podría charlar con ellos. De momento, mi máximo interés estaba en volar a Acapulco, donde el famoso capitán Etayo acababa de encallar con su no menos famoso barco «Olatrane». Entre la tripulación de Etayo se contaban mis dos antiguos compañeros de profesorado en el «Cruz del Sur», los hermanos Manglano, y ya habíamos quedado en que les ayudaría en el salvamento del barco.

A la mañana siguiente, muy temprano, la señora volvió a llamar señalando que había concertado una entrevista con los exiliados guatemaltecos, pero le hice saber que ese día iba a almorzar con los Manglano, y luego saldríamos para Acapulco, por lo que tendríamos que retrasar la cita hasta mi regreso.

Efectivamente, Gonzalo y Vicente, con sus enormes barbas de cinco meses, vinieron al hotel, comimos juntos, subí a preparar mis cosas, y apenas había entrado en la habitación, se presentaron tres policías de paisano «pidiéndome» que les acompañara.

Sin más preguntas, me ficharon y me metieron en la cárcel. Esa noche me «interrogaron hábilmente» sobre mis contactos con los comunistas, los guerrilleros guatemaltecos, y los agitadores castristas con los cuales sabían que mantenía relación, gracias a que tenían intervenido mi teléfono.

Uno no es ningún héroe de película, y «canté» lo poco y mal que sabía sobre mi inocente charla con la dirctora de SP. Se fueron, y al día siguiente el comisario, rodeado de todos sus agentes, me informó de que yo había tenido la mala pata de ir a caer en medio de un grupo de agitadores comunistas culpables de las guerrillas de Guatemala, las Revueltas estudiantiles que habían tenido lugar recientemente en la Universidad de México, y, casi, casi, la muerte del pobre Manolete.

Por lo visto era toda una gente «malísima», aunque a mí la directora de SP me había parecido muy buena persona, preocupada tan sólo por hacernos un mutuo favor.

Al fin, el comisario concluyó, muy serio:

—Esta noche vamos a empezar a detener a esa gente. Usted tiene dos caminos: quedarse, servir de testigo y esperar el juicio, que puede durar meses, en los que tendré que mantenerle encerrado, o salir del país antes de que detengamos al primero de ellos.

—Por favor… —repliqué—. ¿Hacia dónde queda el aeropuerto?

Sonrió:

—Firme aquí, comprometiéndose a no regresar a México en cinco años…

No le respondí que no pensaba regresar a México en la vida y podía metérselo donde le cupiera, porque sería un lugar muy negro y sucio para enviar allí a millones de mexicanos que no tienen la culpa de que su Policía sea una de las más hipócritas, corruptas y rastreras del mundo.

Entre cuatro agentes me llevaron al hotel donde me vieron pasar como al hijo de Al Capone o poco menos. El recepcionista me tendió un papel, en el que un excompañero de la Escuela de Periodismo, Peláez, residente desde años atrás en México, me pedía que le llamara. Arrugué el papel e intenté guardármelo para no coprometer al pobre muchacho en qué sé yo qué nueva historia, pero uno de aquellos gorilas me retorció la muñeca, lo agarró y se lo metió en el bolsillo.

—Ya nos ocuparemos de este —prometió.

Luego, en la habitación, y mientras cerraba mis maletas, comenzaron a meterse en el bolsillo cuanto les vino en gana: encendedor, reloj, dinero, plumas… Uno de ellos ofreció «comprarme» una de las máquinas fotográficas, pero le aseguré muy serio que pertenecía al periódico y no podía venderla.

De allí salimos derechos al aeropuerto. Al llegar, preguntamos cuál era el primer avión que despegaba, y al saber que era en dirección a Houston, Texas, el que parecía mandarlos sonrió:

—Tuviste suerte —dijo—. Si llega a salir para Tokio, mañana te veo hablando japonés.

Me sacaron un billete, que pagaron ellos, y eso tengo que agradecerles, y me acompañaron hasta la escalerilla, permaneciendo allí hasta que se cerraron las puertas. Los pasajeros me miraban como a un gánster o un secuestrador aéreo, y no me sentí seguro y tranquilo hasta que alzamos el vuelo.

A las dos de la mañana aterrizamos en el insoportable calor de Houston. Pasé dos días en la ciudad, me cansé de ella, me fui a Nueva Orleáns, y escribí a «La Vanguardia» contando mi odisea y pidiendo instrucciones al «Hotel Shelborne» de Miami. Recorrí la ciudad del jazz y me fui a Miami.

Al llegar al «Shelborne» me encontré con un enorme letrero que rezaba «Aquí se está celebrando el concurso de Miss Universo».

Bendije mi suerte y la maldije cuando el recepcionista me juró que no había una sola habitación libre. Las chicas más lindas del mundo iban y venían ante mis ojos y yo no podía quedarme. Recordé que en el viaje anterior había hecho amistad con el jefe de relaciones públicas del hotel, Roberto La Cruz, un simpático exiliado cubano, y acudí a su oficina a llorarle que me permitiera quedarme en el hotel aunque tuviera que dormir en la mesa de billar o compartir mi habitación con cualquiera de las misses.

Los amigos están para las ocasiones, y esta era una ocasión única en la vida.

Logré quedarme, y al día siguiente me sentía como el lobo feroz en medio de un rebaño de ovejitas, aunque pronto descubrí que, para feroces, las chaperonas o «carabinas» que cuidaban de las misses y las mantenían lejos del alcance de tipos como yo.

Por cada dos misses que compartían una habitación, había una de estas guardianas que no les quitaba ojo ni un minuto, pero pronto me las ingenié, con ayuda del maletero del hotel, un estudiante cubano, y así, nuestras maniobras conjuntas iban siempre destinadas a una determinada pareja, con lo que conseguíamos separarla, y entonces la guardiana no tenía forma de partirse en dos. O él o yo salíamos beneficiados, y hasta el día que me casé aún mantuve correspondencia y buenas relaciones con muchas de aquellas misses del año 65, encerradas en un hotel donde los únicos jóvenes lanzados al ataque con furia exclusivamente latina éramos un maletero y yo.

En parte, ese mismo maletero fue el culpable de un grave problema que tuve más tarde. El día de la semifinal del concurso salimos a tomarnos unas copas.

Jamás bebo, y me basta un whisky para marearme. Ese día fueron varios, de tal modo que cuando llegué al teatro cargado con mis máquinas fotográficas no podía enfocar muy bien a las muchachas.

Como periodista acreditado me dieron un magnífico puesto, junto a la pasarela; dejé la chaqueta sobre la butaca y comencé a fotografiar a las chicas. De pronto, vino hacia mí la representante española, Paquita Torres, que luego fuera electa Miss Europa, y traía tanto garbo y tanta gracia al andar, que en medio de mis vapores alcohólicos agarré la chaqueta, la lancé al centro de la pasarela y le grité en plan chulapo: «Pisa, Paquita».

¡Para qué fue aquello!

Todos los fotógrafos se abalanzaron a tomar la escena, y todos los periodistas corrieron a saber quién era yo y si aquella era una costumbre very tipycal de España.

Me serené en el acto y deseé que la tierra me tragara. Esa noche acudió al hotel el encargado de la transmisión en color por Televisión de la CBS para decirme que, desgraciadamente, sus cámaras no habían podido captar la escena porque les tomó de improviso, pero que me agradecería muchísimo que la repitiera al día siguiente, en la final, porque les parecía un detalle que entusiasmaría al público.

Naturalmente, le respondí que eso no lo volvía a hacer yo, ni borracho, ni loco.

Me ofreció entonces dos mil dólares y me aseguró que si lo hacía me convertiría en un tipo popular en los Estados Unidos de la noche a la mañana.

Repetí mi negativa y se fue muy compungido. A la mañana siguiente, la mayoría de los periódicos del país, e incluso de Inglaterra y Japón, traían mi foto lanzándole la chaqueta a Paquita Torres, y asegurando que el corresponsal de «La Vanguardia» había resultado un nuevo Sir Walter Releigh.

Algún gracioso le mandó el recorte al propietario de «La Vanguardia», y el conde de Godó puso el grito en el cielo asegurando que él no pagaba a sus periodistas para que anduvieran por el mundo tirando chaquetas a las misses.

Gracias a Sáez Guerrero la cosa no pasó de una reprimenda, teniendo en cuenta el mal rato que había pasado en México.

Visto que me encontraba en América y se había venido abajo el proyecto de escribir sobre México, propuse al periódico realizar un estudio a fondo sobre el que yo consideraba el principal problema de Hispanoamérica: la subalimentación de unos pueblos que no podrían nunca superar su estancamiento y atraso si no se les fortalecía previamente. Con la mayor tasa de crecimiento demográfico del mundo, 2,8% —mientras Europa Occidental, apenas alcanza el 0,8%—, se puede predecir que en el año 2000 serán unos seiscientos los millones de habitantes de la América de habla hispana, de los cuales tan sólo una tercera parte podrá alimentarse con normalidad. El resto, es decir, cuatrocientos millones de almas, están condenadas de antemano a perecer. ¿Es que no puede una tierra —que sus descubridores creyeron privilegiada— alimentar a los que en ella viven?

Podría, pero se da el caso de que, pese a poseer el 16% de la superficie habitable del Planeta, y tan sólo un 6% de sus habitantes, no se encuentra cultivada, más que un 5% de su extensión total, y en algunos casos, como el de Brasil en un ridículo 2%.

En el mismo Brasil, un destacado miembro de la FAO me redondeó la información:

—De ese 2% cultivado —señaló—, más de la mitad se dedica a productos de exportación: café, azúcar y algodón, que enriquecen a sus propietarios, pero representan el hambre y la miseria para la mayoría. Debería usted darse una vuelta por el Nordeste. Le impresionará lo que verá.

Y lo hice. En la zona del «Gran Sertao» —donde las sequías llegaban a convertir las tierras en un infierno— los motines que el hambre provoca entre los campesinos degeneran a menudo en auténticas batallas campales que originan docenas de muertos. De tanto en tanto, masas famélicas de esos campesinos se lanzan al asalto de las ciudades en busca de algo que comer, y, en más de una ocasión, se ha disparado a matar contra ellos.

A tal extremo llega la miseria, que muchos campesinos se venden a sí mismos o a miembros de su familia como esclavos de las plantaciones, con la esperanza de subsistir. Hace unos diez años, un diario de Bello Horizonte certificó que existían unos cincuenta mil de esos esclavos, y para demostrarlo, el reportero compró uno de ellos. Pregunté si podría hacer lo mismo. No; no podía, como extranjero y periodista, pero me resultaría muy fácil como terrateniente de la región.

Me proporcionaron, sin embargo, la lista de prohibiciones que uno de esos terratenientes imponía a sus semiesclavos trabajadores. Estos, por orden de su amo no podían:

  1. Jugar a las cartas.
  2. Llevar armas.
  3. Beber.
  4. Pelearse.
  5. Bailar.
  6. Visitar a los enfermos.
  7. Reunirse en grupos o celebrar fiestas.
  8. Criar cualquier clase de ganado sin consentimiento previo.
  9. Abandonar la hacienda sin permiso.

A un trabajador que fue sorprendido con una cabra que se había conseguido para proporcionar leche a sus hijos, se le castigó matándole la cabra e imponiéndole una fuerte multa.

Pregunté la estadística de los niños muertos por hambre, pero no pudieron darme más que datos aproximados. Lo que sí me proporcionaron fue la cifra exacta de las toneladas de azúcar que se exportaban cada año y lo que producía en divisas.

El vicio o la fiebre del azúcar constituye, sin duda, la más triste de cuantas herencias dejara la colonización en Hispanoamérica. En su afán de enriquecerse, los grandes terratenientes dedicaron —y dedican— la mayor parte de sus mejores tierras a la caña, y esta —absorbente— acaba por destrozar y empobrecer los más fértiles suelos, lo que a la larga acarrea el hambre. Probablemente, al azúcar y al café se deben las más grandes fortunas, pero probablemente también, a ellos se deba el mayor número de los hambrientos.

Si esos productos dejaran de alcanzar sus altas cotizaciones en el mercado y dejaran de constituir auténticas minas de oro para los hacendados, estos emplearían sus tierras en producir alimentos, lo que contribuiría a aplacar el hambre de sus compatriotas.

—Pero eso no ocurre únicamente aquí —me señaló uno de esos hacendados brasileños—. En Guatemala es aún peor.

Y fui a Guatemala. El 98% de las tierras cultivables está en manos de unos ciento cincuenta propietarios —contando a la United Fruit norteamericana—, y el país, pese a su pequeño tamaño, exporta anualmente un millón de sacos de café. Sin embargo, la inmensa mayoría de su población —india o mestiza en su 80%— anda descalza y pasa hambre, mientras en la residencial Zona Diez, barrio de los potentados del café en la capital, el Cadillac es tan común como el utilitario en Europa. ¿Cuántos Cadillac…? No más de ciento cincuenta naturalmente.

En uno de ellos, un terrateniente, Roberto Alejos —excandidato ultraderechista a la Presidencia del país, mezclado, al parecer, en el secuestro del arzobispo de Guatemala—, me llevó a conocer su finca, con aeropuerto privado, finca donde se habían entrenado los cubanos anticastristas que participaron en el desembarco de la bahía de Cochinos.

—¿Es cierto —pregunté— que ustedes compran las fincas con indios y familias incluidas?

—Lo es —admitió—. Y muchos nos acusan por mantener ese tipo de «servidumbre», pero, créame, hoy por hoy no se le puede dar aquí nada mejor al indio. Los que pretenden independizarse y se marchan a la ciudad encuentran allí algo peor. No hay industria, no hay puestos de trabajo, no hay nada. Tan sólo el espejismo de unas diversiones y una forma de vida para la que no están preparados. Entre la pobreza de la hacienda y la miseria del suburbio, creo que es preferible la primera.

La mayoría de los indios piensan lo mismo. Nacieron resignados a su suerte, y tan sólo en los últimos tiempos las nuevas generaciones comienzan a alzarse contra ese estado de cosas. No es tan sólo que prefieran no sentirse «siervos», aunque pasen más hambre; es que se rebelan ya contra el hecho de que el país y todos ellos continúen siendo propiedad privada de ciento cincuenta personas.

Si lo lograrán o no, es una cuestión difícil de saber. Son muchos los intereses extranjeros en Guatemala, y por tanto son muchas las fuerzas empeñadas en conseguir que nada cambie por ahora.

Otro tipo de servidumbre o esclavitud puede hallarse con frecuencia en Hispanoamérica, especialmente en el norte de Brasil, Colombia, Perú y Ecuador. Es el conocido como la «deuda», y sobre la cual y referido a Ecuador, la UNESCO dio a luz recientemente un informe escandaloso. Según dicho informe, gran cantidad de propietarios obligan a sus peones a contraer con ellos extrañas deudas —deudas que los pobres analfabetos ni siquiera advierten— y que ya nunca, por más que trabajen, lograrán pagar.

Pasan de ese modo a depender para siempre del «amo», que puede disponer de ellos a su antojo, y que el día que lo desee, está en su derecho de traspasarlos o cederlos a otro, deuda incluida.

De este modo, los peones son llevados y traídos sin que su voluntad cuente, en una forma de esclavitud velada, tanto más odiosa cuanto más hipócrita.

Pregunté a un indio ecuatoriano qué había comido el día antes.

—Un vaso de hierbaluisa, un plato de arroz de cebada y otro de puré de maíz, señor —respondió.

—¿Y anteayer?

—Lo mismo, señor. Nosotros siempre comemos lo mismo, señor.

Se puede calcular en unas 1300 las calorías que consumía diariamente aquel hombre, es decir, bastante menos de la mitad de lo que se precisa para una alimentación mínima, dada la zona, el clima y la altitud.

Teniendo en cuenta que el número de calorías que diariamente necesita el ser humano en ese continente varía entre las 2800 y las 3000, podremos hacernos una idea de hasta qué punto llega la desnutrición si nos fijamos en las cifras de consumo que admiten los propios Gobiernos o proporciona la UNESCO. En el Norte brasileño es de 1700; en Amazonia, 1800, en Ecuador, 1600, y en Bolivia, 1200.

Perú y Bolivia constituyen, por derecho propio, los países del frío, el hambre y la coca. En el primero de ellos se calcula que cinco millones y medio de «cholos» —mestizos— se encuentran totalmente fuera de cualquier sistema económico, produciendo ellos mismos sus escasísimos alimentos y sus burdos vestidos.

Para soportar la dura existencia que llevan, deben recurrir a mascar hojas de coca mezcladas con cal, lo que les calma el hambre y la fatiga y les ayuda a combatir el frío.

De creer al norteamericano Gerassi, los campesinos de los Andes peruanos y bolivianos apenas consumen un término medio de unas seiscientas calorías diarias, sustituyendo el resto por coca, aunque en mi opinión, resulta totalmente imposible subsistir con tal régimen en la altitud —superior a los tres mil metros— de esta región.

Pero, en realidad ¿cuántos subsisten? Eso nadie podría decirlo, porque nadie lleva aquí estadísticas de los que mueren de inanición ni de los que se extinguen lentamente, pese a ser esa una de las razas más duras y sufridas del Planeta.

La sierra peruana, y, sobre todo, el Altiplano de Bolivia constituyen, a mi entender —y con gran diferencia sobre el resto—, uno de los lugares más inhóspitos e inhumanos de la Tierra, y en ninguna otra parte se puede experimentar tal sensación de abandono, de desolación, de fatalismo ante el destino y la Naturaleza adversos, como en esta región que parece maldita de los dioses.

Por fortuna, en Perú, ni la costa ni la vertiente amazónica padecen idéntica penuria que la sierra, y ello se debe, más que nada, al consumo de pescado.

Tanto los mares peruanos como las aguas amazónicas son muy ricas en pesca, y este alimento básico viene a paliar, en parte, la deficiencia de calorías de un gran número de peruanos.

Sin embargo, el consumo de pescado no se encuentra extendido en la América Latina tanto como debiera y sería aconsejable. Pese a disponer casi todos los países —salvo Bolivia y Paraguay— de amplias y ricas costas, la industria pesquera apenas si se ha desarrollado, dándose el caso curioso de que el iberoamericano apenas si consume unos cinco kilos de pescado al año, por término medio, mientras en Europa se pasa de los diez, y en Japón, de los quince.

Ahí, en el desarrollo masivo de la industria pesquera estaría una de las grandes soluciones del continente. Según la FAO sería necesario que la producción agrícola aumentase a un ritmo de un 4% anual durante los próximos veinte años para que se pudiese alimentar a la población que habrá entonces, y eso —lo sabemos— es imposible. Se precisaría, para poner en marcha las tierras inexplotadas, una inversión de más de cincuenta mil millones de dólares, lo que nunca se conseguirá. Si las cosas siguen como ahora, apenas se llegará a la centésima parte de esa cifra.

No obstante, así como la selva, el sertao, el desierto o el altiplano resultan difíciles de poner en marcha, el mar, el inmenso mar está ahí, al alcance de la mano, y para dominarlo, para extraerle su fruto, no se precisan más que buenos barcos y gente preparada.

Sorprende el abandono en que vive la industria pesquera de esta parte del mundo, sobre todo si se tiene en cuenta que existen aguas tan increíblemente ricas como la corriente de Humboldt, que sube desde el Antártico a lo largo de las costas chilenas. Pese a ella, pese al inmenso Pacífico, al Atlántico Sur o al Caribe, Hispanoamérica no contribuye hoy más que con un absurdo 2% a la producción pesquera mundial.

La rápida conquista de sus mares y la nutrición urgente de los hambrientos de ahora, constituyen, a mi entender, la única salvación posible de esta parte del hemisferio.

Debemos convencernos de que no hay que esperar ayuda exterior. Nunca se reunirán esos cincuenta mil millones de dólares, y por tanto a Sudamérica la deben poner en marcha los propios sudamericanos.

Ahora bien; de lo que no debe caber duda es de que, pase lo que pase, una población desnutrida y macilenta jamás llevará a término tal labor. Para comprender mejor esto, conviene leer a Josué de Castro, máxima autoridad mundial sobre el tema del hambre:

Una de las consecuencias más graves del hambre crónica de la población de América Central es su notoria apatía, su tradicional indiferencia y falta de ambición. Este estado psicológico ha sido considerado por muchos como una especie de melancolía racial, pero una de sus causas es seguramente el hambre crónica a que esos grupos humanos han estado sometidos desde la era precolombina.

Este estado de hambre crónica, con sus déficits de ciertas vitaminas, comienza a embotar el apetito, y cuando el nativo no sufre ya hambre física a causa de la falta de alimentos, ha perdido el más fuerte estímulo en la lucha por la vida: «la necesidad de comer».

«Geografía del Hambre», eso opina Josué de Catro, pero, según he podido comprobar, cuando estos hombres desnutridos reciben una alimentación racional se encuentran a los pocos meses en condiciones de rendir tanto como el mejor trabajador europeo.

He visto, en la industriosa S1o Paulo, «nordestinos» que llegaron a la ciudad casi como despojos humanos, prácticamente incapacitados para todo esfuerzo o para comprender los rudimentos de un oficio, y que, sin embargo, al año competían eficazmente hasta con los inmigrantes japoneses, que tenían justa fama de buenos trabajadores.

De igual modo, cualquier iberoamericano, desde México al sur de Chile, podría ser «recuperado», mas para ello sería necesario, ante todo y sobre todo, alimentarle convenientemente y proporcionarle esas vitaminas de que siempre ha carecido.

El futuro del continente no depende, pues, tanto de los millones de dólares como de los millones de calorías.