No cabe duda de que, desde el punto de vista periodístico, la guerra civil dominicana fue, ante todo, una guerra cómoda.
Hospedados en un buen hotel con aire acondicionado, casino de juego, sala de baile y piscina desde que la colonia china levantó el campo, disfrutábamos de ello durante la mayor parte del día, hasta que en la ciudad comenzaban a sonar los tiros.
Solía ocurrir a la caída de la noche; con frecuencia, incluso en noche cerrada, cuando la mayoría nos encontrábamos cenando o en el Casino, perdiendo a la ruleta cuanto ganábamos exponiendo el pellejo.
Si lo que sonaban eran tiros sueltos, nadie se movía; pero si seguían las metralletas, la cosa se animaba, cada cual agarraba su cámara o su grabador, y en el momento en que comenzaban a sonar las ráfagas de pesadas ametralladoras calibre cincuenta, seguidas de inmediato por las explosiones de los morteros, nos lanzábamos calle abajo, hacia la Avenida Duarte, que era donde, casi siempre, se armaba el jaleo.
Recuerdo que una noche en que me encontraba cenando con los embajadores del Ecuador en el jardín de su residencia, que daba a una calle que servía de frontera, se lió tal tiroteo, que tuvimos que meternos bajo la cama del cuarto del chófer, pues era el único lugar al que no llegaban las balas.
Allí estábamos, Marion, los embajadores, el servicio, el chófer y yo, apretujados en dos metros cuadrados, muertos de risa, calor y nervios, oyendo cómo las balas entraban y salían de la casa, y rogando para que no se les ocurriera pegarnos con los morteros.
Ese día la cosa no pasó a mayores, pero un mes después, cuando tres militares intentaron vengarse de un constitucionalista al que llamaban «el Comehombres», la aventura no resultó tan inocente. Los militares llegaron en un jeep, tocaron a la puerta, y cuando la esposa del guerrillero les abrió, le dispararon, sin más, un tiro en el vientre. «El Comehombres», que cenaba con la metralleta sobre la mesa, comenzó a disparar, mató a un teniente, dejó tuerto a otro y los obligó a refugiarse tras el jeep. Inmediatamente se organizó una tremenda refriega, apagaron las luces de la ciudad, como ocurría cada vez que se liaba el tiroteo, y acudimos unos diez periodistas, acompañados del Nuncio de Su Santidad, que trataba de poner paz.
Cuando intentábamos que los ánimos se tranquilizaran para atender a los heridos, apareció en la esquina un jeep brasileño, montó su ametralladora y, sin preguntar nada a nadie, comenzó a barrer la calle en largas ráfagas.
Allá fue el Nuncio, con su metro noventa de estatura, totalmente vestido de blanco, a tirarse bajo un auto, seguido por periodistas y curiosos, sin excepción de nacionalidad, raza o creencia política.
Surgió entonces en el otro extremo de la calle otra patrulla, esta vez norteamericana, y comenzó a disparar a su vez a los brasileños, sin averiguar si se trataba de amigos o enemigos, y sin detenerse a meditar en que estábamos en medio.
El jeep de los militares saltó en pedazos y comenzó a arder, iluminándonos ahora a los que nos escondíamos, que corríamos como conejos mientras el Nuncio exhortaba:
—¡No disparéis, hijos míos…! No disparéis, por el amor de Dios…
Alguien, no sé quién, aullaba:
—¡Ahí van los hijos de puta…! ¡Mátalos…! —y le metieron más de cien balas al coche del corresponsal de la «Agencia Reuter», un simpático inglés gafudo que milagrosamente salió ileso, aunque el vehículo quedó convertido en un auténtico colador.
El balance de la noche fueron cuatro muertos, siete heridos, tres autos destrozados y un nuncio Apostólico cubierto de grasa de los pies a la cabeza.
Creo que, en definitiva, hubo dos periodistas muertos y tres heridos en el total de la guerra civil dominicana, lo que quiere decir que, aunque indudablemente cómoda, no dejaba de tener sus riesgos.
Por lo que a mí se refiere, significó una inolvidable experiencia y, sin duda alguna, el mayor éxito profesional que hubiera obtenido nunca ni obtuviera en el futuro.
Mi relación con Juan Bosch me había servido para entrar con magnífico pie en el campo constitucionalista y mantener una cierta amistad con Caamaño, Aristy y su gente. Pronto se demostró, a través de mis crónicas que eran los que defendían la Constitución y la voluntad popular, y optaron por concederme la mayoría de las primicias informativas de su sector.
Al cabo de un mes, pasada la primera oleada de reporteros, quedamos en la isla únicamente los corresponsales fijos, de los cuales ningún otro era de origen latino, y eso favoreció más aún mi posición.
El Gobierno de Reconstrucción Nacional, celoso tal vez de mi actitud, optó por intentar atraerme proporcionándome también información de primera mano, y así, sin casi darme cuenta, me encontré de improviso con el hecho absurdo de que, en un determinado momento, era la persona más enterada de cuanto ocurría en la República Dominicana. Grandes periódicos mundiales se dedicaban a reproducir las informaciones en exclusiva que daba «La Vanguardia» de Barcelona a través de su corresponsal.
Debo admitir que gran parte del mérito debía atribuirse a mi amistad con el embajador de España, Ricardo Giménez-Arnau, con el exministro del Petróleo de Venezuela, José Antonio Mayobre, enviado especial del Secretario de las Naciones Unidas, U-Thant, y a mi amiga Marion, que conocía a todo el mundo en la isla.
Un buen día comenzó a correrse el rumor de que la Comisión Pacificadora de la Organización de Estados Americanos había encontrado ya al hombre que pudiera unir al país en un Gobierno provisional previa renuncia de los dos «Presidentes» existentes en el momento: Caamaño e Imbert Barrera.
El hombre elegido era un brillante abogado que hasta ese momento se había mostrado neutral en política: Héctor García-Godoy, y absolutamente nadie sabía cuál era el punto de vista político de García-Godoy y cómo sería su gobierno si subía al poder. Imbert Barrera aceptó en un principio, debido, más que nada, a la presión de los norteamericanos que amenazaron incluso con quitarle su apoyo, pero Caamaño sospechaba que todo era un enredo y no acababa de decidirse a dimitir.
Lógicamente, todos los periodistas andaban tras García-Godoy, que se negaba a mostrarse en público y no daba una sola declaración, pero una mañana, Marion me telefoneó para decirme que García-Godoy aceptaría recibirme solo, a todo lo más acompañado de un fotógrafo.
Dos días antes me había ocurrido una curiosa anécdota: al entrar en el cuartel general de Caamaño, descubrí en la puerta, con cara compungida, a un camarógrafo de Televisión cuyo rostro me resultaba familiar. Le pregunté de qué nos conocíamos y me respondió que se llamaba Antonio Ciafarello, de la RAI italiana. Recordé entonces que había sido un famoso galán del cine, que llegó a hacer películas con la Loren, la Lollobrigida y Sarita Montiel.
—¿Cómo es que ahora te dedicas a esto? —me extrañé—. Eras un buen actor.
—Me cansé de aguantar estrellas gordas, viejas y estúpidas —replicó—. La última película que hice en España acabó con mi paciencia, y ahora hago esto, que es lo que de verdad me gusta. ¿Podrías conseguirme una entrevista con Caamaño?
Le hice entrar y lo entrevistó al instante. Luego, por varios días nos hicimos inseparables, y años más tarde me llevé un gran disgusto al leer que lo habían matado en las revueltas de Zanzíbar.
Llamé, por tanto, a Antonio, y le pedí que me sirviera de fotógrafo esa tarde.
Aceptó amablemente, y a las tres en punto nos recibió en su jardín Héctor García-Godoy, acompañado por el embajador dominicano en Londres, Reid-Barreras, que se suponía iba a ser su ministro de Asuntos Exteriores, aunque luego renunció al puesto.
Héctor García-Godoy era un hombre extraordinariamente amable e inteligente, pero muy poco acostumbrado a las entrevistas. De hecho, probablemente era la primera que concedía en su vida, y yo, al notarlo, decidí prescindir del lápiz, el papel o el grabador y confiarlo todo a mi memoria, dedicándome, simplemente, a mantener una charla que parecía intrascendente, pero en la que se demostró que las simpatías del futuro Presidente se inclinaban abiertamente hacia el lado de Caamaño y los constitucionalistas.
Me encontraba en verdad asombrado de su libertad al hablar, cuando su posición de equilibrio era tan crítica aún, ya que su nominación no estaba ni siquiera asegurada, y más me sorprendió cuando afirmó seriamente:
—Yo sé que Caamaño tiene sus dudas en aceptarme, y los norteamericanos no me permiten entrar a verle, pero si mantuviera una charla a solas con él, lo convencería…
—Fuera está mi auto —dije—. Como periodista, nadie me registra al cruzar la frontera entre ambas zonas. Si quiere, le llevo.
—¿Se atrevería usted?
—Desde lueago… ¿Se atreve usted?
Consultó con la mirada al embajador, y cinco minutos después estábamos cruzando ante las narices de los Marines americanos, que se limitaron a saludarme con la mano, sin reparar en mis pasajeros.
La puerta del Cuartel General Constitucionalista, en la calle de El Conde, hervía de guerrilleros y periodistas cuando detuve mi Volkswagen, abrí la puerta e hice salir al nuevo Presidente, mientras Antonio Ciafarello tomaba una foto tras otra. La Prensa y la Televisión de todo el mundo se volcó sobre nosotros, que subimos, protegidos, hasta el despacho de Caamaño:
—El coronel Caamaño —dije—. El doctor Héctor García-Godoy…
Se estrecharon las manos y quedaron a solas. Esa misma tarde, Caamaño anunció que aceptaba los términos del armisticio y la designación de García-Godoy para el cargo de Presidente Provisional de la República Dominicana.
A las ocho de la noche, sin embargo, vino a visitarme al hotel un individuo del que yo sospechaba que era agente de la CIA, pues había allí más de cien, entre ellos el famoso Don Mitrione, al que ajusticiarían años después los tupamaros de Uruguay.
Me dijo que el «general» Imbert Barrera quería que fuera a verle y le diera mi opinión sobre la forma de pensar de García-Godoy, al que tampoco conocía.
Respondí que lo que yo pensaba podría leerlo al día siguiente en «La Vanguardia» de Barcelona, que era la que me pagaba y tenía derecho a todas mis primicias informativas.
Al día siguiente, en efecto, la mayoría de los grandes periódicos del mundo reproducían las declaraciones que García-Godoy había hecho al corresponsal de «La Vanguardia», y se extrañaban de que un hombre que aspiraba a ser mediador y llegar a Presidente neutral de un país envuelto en una guerra civil se inclinara tan abiertamente por uno de los bandos.
El revuelo que se armó no tiene descripción. El «general» Imbert Barrera se volvió atrás y declaró que él no cedía su puesto a un enemigo político de tal magnitud, mientras los miembros de la Comisión Pacificadora veían desmoronarse meses de trabajo y discusiones, y algunos periodistas comenzaban a insinuar que yo había falseado las declaraciones de García-Godoy debido a mis simpatías constitucionalistas.
De pronto me vi, sin quererlo, en una situación peligrosa. No había ni cintas grabadas ni un solo papel escrito que atestiguase que aquello era lo que García-Godoy había dicho, y si él quería desmentirlo, se trataba simplemente de su palabra contra la mía.
El mundo se me vino encima cuando esa tarde apareció en mi habitación el mismo García-Godoy, que me pidió copia del cable que yo había enviado a mi periódico. Se lo entregué, lo leyó, y salió al pasillo, donde los periodistas aguardaban. Mi corazón pendía de un hilo.
—Señores —dijo—. Reconozco que he sido imprudente en mis declaraciones, pero admito, que en esencia, el señor Vázquez-Figueroa no ha hecho más que transcribir el espíritu de nuestra conversación.
Nunca un hombre me pareció tan noble. Le hubiera bastado una palabra para hundirme y salvar una posición que le llevaría a la Presidencia de un país, pero no la dijo y fue honrado hasta un límite realmente inconcebible. El día que murió —unos dicen que de un ataque al corazón; otros, que envenenado, pues era el único capaz de derrotar en las nuevas elecciones a Joaquín Balaguer— tuve la certeza de que había muerto uno de los hombres más decentes que había conocido nunca.
La nueva declaración de García-Godoy a los periodistas reafirmó la posición del «general» Imbert Barrera y su negativa a cederle su parte del sillón presidencial. Se llegó a pensar que entrábamos de nuevo en un compás de espera, cuando una noche, los norteamericanos le dieron media vuelta a sus cañones que apuntaban contra Caamaño y los pusieron a apuntar contra los soldados del «Gobierno de Reconstrucción Nacional».
Al día siguiente, Imbert Barrera renunció, y Hétor García-Godoy fue nombrado Presidente de la República Dominicana.