27. UN MALDITO EMBROLLO

De regreso a Barcelona me encontré con una nota del entonces subdirector y luego director del diario «La Vanguardia», Horacio Sáez Guerrero, pidiéndome que fuera a verle.

Lo hice en cuanto me sentí un poco aliviado de mis enfermedades, y grande fue mi sorpresa al recibir, de parte del diario más importante y prestigioso de España, la propuesta de ser nombrado corresponsal fijo en Sudamérica, con un sueldo que entonces se me antojaba fabuloso, y gastos pagados en todos mis desplazamientos.

Acababa de cumplir veintiocho años; dos nuevos libros míos habían sido publicados, y me consideraba, en verdad, dueño del mundo. Ahora tenía una auténtica categoría, y por primera vez no andaría con angustias de dinero.

Pedí un tiempo para reponerme de todas mis calamidades, y a finales de año, aún doliéndome el estómago, pero bastante mejorado de los ataques de malaria, emprendí viaje a Venezuela para pasar la Navidad con mi familia y continuar a Río de Janeiro, donde pensaba establecer mi base de operaciones para viajar desde allí a los países vecinos.

En Caracas mis «dolores de trompa de elefante» se agudizaron, y al llegar a Río, a mediados de enero de 1965, me sentía morir. Me establecí en un cómodo hotel de Copacabana, y comencé a buscar apartamento por los alrededores; pero una noche, a las cinco de la mañana, los dolores se volvieron tan insoportables, que comencé a dar gritos.

Apareció un médico, le repetí mi cuento de la trompa de elefante, me examinó a fondo y diagnosticó:

—¡Qué trompa de elefante ni qué infección de aguas estancadas…!, lo que usted tiene es una apendicitis supurada que se lo está llevando…

Carreras, sirenas, ambulancias, y una hora después me operaron de una peritonitis supurada y gangrenada de aquí te espero. Cuando desperté, el cirujano se inclinó sobre mí y comentó:

—Amigo mío… Media hora más y «fecha el paletó, y parte embora», que traducido quiere decir, más o menos: «se cierra la chaqueta y se va para siempre».

Me quedó una cicatriz de treinta centímetros y un mes de convalecencia que coincidió con la llegada del Carnaval cuatricentenario de la fundación de Río de Janeiro, el más grande, apoteósico e increíble Carnaval que se haya celebrado jamás en la historia de la Humanidad.

¿Qué se puede hacer en Río con veintiocho años, mil dólares mensuales, gastos pagados y veinte horas diarias de tiempo libre…?

Las mañanas en la playa, las tardes, para dormir la siesta y escribir una crónica, y las noches, para disfrutarlas en buena compañía hasta el amanecer.

De tanto en tanto, un viajecito a Mato Grosso, Amazonas, el Nordeste o los países vecinos cuando ocurría algo que merecía un traslado y una crónica.

De México para abajo todo el territorio era mío, con excepción de Argentina y Chile, y aunque fuera un espacio muy grande, no existía lugar al que un reactor no me llevara en menos de doce horas.

Fue entonces cuando a los dominicanos se les ocurrió la absurda idea de iniciar una guerra civil, y a los norteamericanos la más estúpida aún de intervenir en ella y desembarcar sus Marines en las costas de la República Dominicana.

La «Revolución» había sido iniciada por el pueblo, que deseaba la vuelta al poder del escritor Juan Bosch, el único presidente elegido constitucionalmente en el país desde los tiempos del dictador Leónidas Trujillo.

Bosch había sido derribado por un golpe de tipo fascista, respaldado por los norteamericanos y comandado por un triunvirato que presidía un rico hombre de negocios: Donald Reid Cabral.

Ahora Juan Bosch se encontraba en Puerto Rico, aparentemente exiliado, pero, según rumores, prácticamente «secuestrado» por los norteamericanos, que le impedían el regreso a Santo Domingo en aquellos momentos de inquietud.

Volé, pues, de Río a San Juan, y aunque Bosch se negaba sistemáticamente a hacer declaraciones a la Prensa, existía una vieja amistad entre él y mi abuelo José Rial desde la época en que este último se enfrentó a Trujillo, y eso me permitió el acceso a su villa custodiada por Marines en las afueras de San Juan.

Cuando le pregunté si era cierto que se encontraba secuestrado, lo negó:

—Me vigilan hasta en el pensamiento —replicó—. Pero no creo que eso sea un secuestro, aunque los norteamericanos no me permiten trasladarme a Santo Domingo, como es mi deseo.

—¿Cree que su presencia complicaría las cosas…?

Sonrió con tristeza:

—Allí todo es muerte, violencia, asesinato y caos. No creo que ya nada lo complique más. Ni aun mi presencia.

—Pero ¿cree usted que es necesaria? —inquirí—. ¿Cree que Caamaño, Aristy y cuantos defienden la vuelta a la constitución no pueden valerse por sí solos?

—Sí, creo que sí —admitió—. Ellos se bastan, y yo he transferido el poder nominal que tengo al coronel Caamaño. Él es el Presidente ahora, y yo soy tan sólo un civil más. Mi deseo sería no regresar nunca; no tener jamás nada que ver con la política y con tantas amarguras como trae consigo.

—¿Y no le importa verse así, relegado, apartado a un rincón, cuando es usted el hombre más querido del país?

—Lo importante —me respondió— es hacer frente a la vida con auténtica virilidad. Ser hombre es de las cosas más difíciles de este mundo. Un hombre en todos los sentidos.

Me agradó esa respuesta. Me agradó, aunque hubiese, sin embargo, en Bosch, algo que hiciese recelar, como si tuviera que estar siempre prevenido, como si su actitud fuese fingida, y su posición, estudiada. No era político; bastaba hablar un rato con él para comprenderlo; no era hombre de acción, capaz de dirigir un país, con lo que eso requiere de firmeza, de violencia, a veces, casi de brutalidad. Su puesto no estaba en la presidencia; su puesto tenía que estar allí, en un despacho, tras una mesa, escribiendo; escribiendo sobre cosas utópicas y democracias perfectas que nunca llegan a convertirse en realidad.

Era un intelectual, un intelectual puro, lleno de hermosos ideales, de maravillosos deseos para su pueblo y su país. Pero, a la hora de llevarlos a la práctica, tendría que encontrase con la muralla de un mundo hecho de realidades, de ambiciones sin más armas que su inteligencia y su voluntad.

Quizá lo que le había faltado siempre era un brazo, un brazo fuerte, una mano que supiera medir y llevar a la práctica lo que él había imaginado. Al no tenerlo, había fracasado en su empeño.

Gobernar un país no es cosa de intelectuales, o, al menos, de intelectuales puros. Juan Bosch se olvidó de que la razón está siempre del lado de los que ganan. Teniendo la razón y la justicia de su parte, las perdió desde el momento en que, para defender la democracia y la paz, permitió que los militares le depositaran en San Juan de Puerto Rico.

De mi entrevista con Juan Bosch no saqué demasiadas cosas en claro, pero sirvió para convencer a «La Vanguardia» de que me permitieran ir a la República Dominicana. La aceptación llegó en mala hora, pues, el día anterior el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional, del «general» Imbert Barrera en cuyo poder se encontraba el aeropuerto, había ordenado que no se permitiera la entrada en el país a quien no tuviera un permiso especial. Esa orden iba destinada, preferentemente, a los periodistas extranjeros.

Ello se debía a que habían sido precisamente periodistas quienes descubrieron que dicho Gobierno se dedicaba a la tarea de librarse de sus enemigos políticos por el procedimiento del tiro en la nuca y arrojarlos a un río. A la vista del escándalo internacional que ello provocó, los militares no querían que nuevos corresponsales vinieran a meter las narices en sus asuntos.

Pese a ello, un día de mayo puse el pie en la República Dominicana volando en un avión que transportaba víveres y medicinas.

El aeropuerto se encontraba custodiado por soldados de metralleta en mano y gesto hosco, pero nadie pareció reparar en mí cuando salté del avión en compañía de los pilotos, me encaminé al edificio hablando con ellos amigablemente y me colé luego en un taxi que me condujo directamente al «Hotel Embajador».

Si algo ha habido alguna vez realmente parecido a lo que debió ser la torre de Babel, ese algo fue, sin duda, el «Hotel Embajador» en aquellas fechas.

Situado en la falda de una colina, dominando la capital, Santo Domingo, había sido escogido por las tropas norteamericanas de invasión como cuartel general de su Alto Mando, y allí se encontraban hospedadas, también, la mayoría de las Delegaciones diplomáticas que habían tenido que desalojar sus Embajadas en plena línea de fuego, los miembros de las Comisiones Pacificadoras de la ONU y la OEA; los enviados especiales de todos los periódicos y televisiones del mundo; e infinidad de dominicanos que vieron sus casas ocupadas por los constitucionalistas o los militaristas.

La situación en la capital era realmente confusa.

Las tropas populares, acaudilladas —no desde el primer momento— por el oscuro y grueso coronel Caamaño, habían derrotado en toda la línea y cercado en la Base Aérea de San Isidro a las tropas de la Dictadura, comandadas por el general Wessing y Wessing, de quien se aseguraba que —casi analfabeto— había obtenido sus estrellas gracias a su inquebrantable fidelidad al dictador Trujillo.

Al verse acorralado, Wessing recurrió al gastado truco de acusar a Caamaño de ser un nuevo Castro, y convenció al embajador norteamericano para que hiciera intervenir inmediatamente a los Marines si no querían ver en la República Dominicana una nueva edición de la Cuba de Fidel.

Llegaron los Marines, y con ese refuerzo, los militares contraatacaron, encerrando a los constitucionalistas en el centro de la capital, donde estos amenazaron con volar todos los edificios públicos, Bancos y comercios si continuaba la ofensiva.

Fue entonces cuando los políticos norteamericanos comprendieron el lío en que se habían metido, y que la opinión pública mundial se estaba volviendo contra ellos por «intervencionistas» e «invasores» en un regreso a la dorada época del «Gran Garrote» de Teddy Roosevelt. En un intento de cubrir apariencias, los yanquis llamaron en su ayuda a la Organización de Estados Americanos, pidiéndoles que enviaran tropas a «pacificar» y poner orden en Santo Domingo.

La mayoría de los países se negaron, pero Brasil, Paraguay, Honduras y Nicaragua, cuyas dictaduras militares dependían de las maniobras de la CIA, se apresuraron a enviar sus soldados para echar así un leve capote a la metedura de pata yanqui.

La situación, pues, el día de mi llegada, era bien curiosa. En la «Ciudad Nueva», el pueblo armado al mando de Caamaño; a su alrededor, un pequeño anillo de tropas de la OEA que los separaban de los militares de la «Ciudad Alta» ahora bajo la denominación de «Gobierno de Reconstrucción» de Imbert Barrero, un hombre que había llegado a «general» no por haber sido amigo de Trujillo, como Wessing, sino por haber asesinado a Trujillo.

Desde la colina, contemplándolo todo, periodistas de los cuatro puntos cardinales, políticos y diplomáticos que no sabían cómo componer aquel lío, y una colonia china que, huyendo de los tiros, se había establecido en el jardín del hotel y cocinaban, fregaban y se bañaban con el agua de la piscina.

El hotel era un mundo realmente pintoresco. Durante seis meses ocupé la habitación 518, mientras las 511 y 513 estaban arrendadas por un rufián exiliado de Cuba, que las dividió con mamparos y estableció en ellas a cuatro prostitutas, a cuyas puertas hacían cola todos los Marines, muchos periodistas norteamericanos y un buen número de clientes de todas las nacionalidades.

Como al fondo de ese mismo pasillo, se encontraban las oficinas de la Organización de Estados Americanos que intentaban arreglar aquel embrollo internacional, no era extraño ver a los políticos, mediadores y diplomáticos discutiendo si la intervención para aplastar a Caamaño podría provocar o no un confrontamiento con los rusos que degenerara en un conflicto mundial, mientras cruzaban ante una larga fila de soldados que aguardaban su turno con las putas.

Algunas noches el escándalo de los borrachos y el corre-corre de gente desnuda por los pasillos era tan exagerado, que resultaba imposible pegar ojo.

Recuerdo que una de ellas, particularmente ruidosa y caliente, ya que no funcionaba el aire acondicionado, bajé a tomar el aire al jardín, y me tropecé con el embajador norteamericano ante la OEA, Bunker (que más tarde fuera embajador en Vietnam), seguido como siempre por sus dos fieles guardaespaldas.

«Veo que tampoco puede dormir —comentó con su amabilidad de siempre, ya que fuera de la política era un hombre encantador y algo absurdo, lo que le había valido el cariñoso sobrenombre de «Bugs-bunny» (Bunker)—. Venga, caminemos un rato, y me contará qué opina de todo este maldito embrollo».

La verdad es que aquel «maldito embrollo» lo entendían muy pocos, y aún hoy, diez años después, son pocos los que en verdad han llegado a comprenderlo en toda su magnitud.

En la zona constitucionalista o «Ciudad Nueva», el ambiente era mitad de feria, mitad de caos, mitad de campo de batalla, y raro era el edificio que no mostraba las huellas de la metralla, mientras los cables y postes telefónicos aparecían caídos, sin que nadie se preocupara de ponerlos en pie nuevamente.

Por las calles, la gente, armada hasta los dientes, constituía un espectáculo abigarrado y estrafalario. En su mayoría eran muchachos jóvenes, que se vestían como les venía en gana, con improvisados uniformes o detalles que creían que les proporcionaría un porte militar: un casco, un quepis, una gorra de oficial o una guerrera de cazador.

La mayor variedad estaba, sin embargo, en las armas; docenas, cientos de armas; desde el corto revólver policíaco, hasta el largo «45» que algunos llevaban al estilo del Oeste, amarrado a la pierna, sin olvidar los fusiles, metralletas, escopetas de caza, pesadas ametralladoras, e incluso cortos cuchillos que ignoro para qué servirían en una guerra como aquella.

En su mayoría, daban la impresión de que vivían días inolvidables; su gran aventura; la que les permitiría sentirse hombres para siempre y tener algo que contar cuando fuesen viejos. No se separaban de sus armas ni un instante, pese a que todo estuviese en calma y el calor invitase a dejar tan pesada carga en casa. No podían hacerlo, ni lo harían nunca, pues las armas lo eran todo; el juguete que no habían tenido y con el que siempre soñaron, y también el símbolo de la Revolución, de que estaban en guerra, de que defendían algo.

En cuanto abandonasen esas armas, aunque tan sólo fuese un instante, perderían toda razón de seguir allí, porque, sin el arma, ignoraban qué estaban defendiendo. Tal vez fuese eso mismo, esas armas: defendían el derecho a tener un arma con que defenderse. ¿Defenderse de qué? Quizá de las injusticias sufridas durante años y años de Dictadura, aunque la mayoría no parecían saberlo con exactitud.

Un día pregunté a uno de los jóvenes «constitucionalistas» por qué se encontraban tan ansiosos de emprenderla a tiros y no estuvieran dispuestos a aceptar las negociaciones que se llevaban a cabo para conseguir la paz. Su respuesta me ayudó a comprender un poco mejor a los dominicanos:

—Somos un pueblo que tiene complejo de frustración revolucionaria —dijo—. Durante treinta años, soportamos la más cruel dictadura de la historia de la Humanidad, y aunque en el ánimo de todos estaba aplastar al Tirano y arrastrarle con nuestras propias manos por toda la ciudad, lo mató de improviso la CIA, burlando nuestras ansias de venganza. Ahora, cuando iniciamos una auténtica revolución contra cuanto queda del trujillismo, llegan los Marines y la abortan. Por eso tenemos dentro esa revolución y no pararemos hasta llevarla a cabo.

Me pareció que, hasta cierto punto, tenía razón. Los dominicanos se dan cuenta de que no han conseguido nada por sí mismos; siempre han venido a interrumpirles.

Durante tres décadas, tres millones de seres humanos asistieron, impotentes, al hecho de que el «clan» Trujillo los humillara, y ahora la familia Trujillo vivía cómodamente en el extranjero disfrutando de los catorce mil millones de pesetas que se llevaron de la isla. Parecía lógico, pues, que tuvieran ese complejo de frustración revolucionaria y estuvieran ansiosos por tomarse la revancha.

Conocí a una muchacha —Marion— que vivía con tres hermanas en la pequeña ciudad de Puerto-Plata, al otro lado de la isla. Me contaba que cada vez que un miembro de la familia Trujillo visitaba Puerto-Plata, las cuatro hermanas, todas jóvenes y bonitas, se veían obligadas a caer en cama con gripe y a no salir de casa durante el tiempo que durara la visita. Si, por casualidad, se las hubiera viso, habrían corrido el riesgo de pasar a formar parte del harén trujillista.

Para mis desplazamientos al interior de la zona revolucionaria, había alquilado un viejo Volkswagen. Cierto día, vino a verme al hotel el propietario de «Radio Tropical», cuyo nombre siento no recordar, que me señaló que por el mismo dinero, ocho dólares, que pagabaa por el Volkswagen, estaba dispuesto a alquilarme un magnífico Thunderbird deportivo que tenía encerrado en un garaje.

Me pareció que el cambio resultaba interesante y, al día siguiente, apareció con un magnífico automóvil rojo y negro que pasaba de los 200 kilómetros por hora e incluso tenía aire acondicionado.

La razón que me dio para alquilarme semejante coche por ese precio era que todo su dinero se encontraba en los Bancos, y los Bancos seguían cerrados por culpa de la guerra civil.

Con mi nuevo automóvil salí a pasear por la ciudad, y advertí que todo el mundo me miraba sorprendido. Lo achaqué a la admiración que producía mi reciente adquisición. Sin embargo, apenas penetré en la zona revolucionaria, un jeep con cuatro o cinco muchachos armados me detuvo, y obligándome a descender, se dispusieron a prenderle fuego al coche. Ni mis protestas, ni mi credencial de periodista acreditado ante la Organización de Estados Americanos y ante el Gobierno Revolucionario podían disuadirles. Cuanto obtuve de ellos fueron denuestos y la declaración de que aquel era el coche de la «oligarquía» y el símbolo de la tiranía en el país.

Pronto se apelotonaron en la esquina más de cien personas, y yo estaba viendo que mi flamante Thunderbird iba a quedar reducido a chatarra, cuando dio la casualidad de que acertó a pasar por allí Héctor Aristy, vicepresidente del Gobierno revolucionario, con el que me unía una cierta amistad. Le llamé a gritos, y le expuse mi problema.

Cuando logró abrirse paso y llegar hasta el coche, lanzó una exclamación de asombro. Luego, se volvió hacia mí:

—¿De dónde lo has sacado? —me preguntó.

Se lo expliqué, y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Estás loco! —exclamó—. Este era el coche preferido de Ramfis Trujillo, el hijo del dictador. En él se paseaba por toda la ciudad e iba señalando a las mujeres que tenían que llevarle, o a las gentes que había que liquidar. Es el coche más odiado del país, y su actual propietario —el que te lo ha alquilado— lo tenía encerrado, porque cada vez que lo sacaba querían quemárselo.

De todos modos, yo me había encaprichado ya con él y no estaba dispuesto a perderlo. Conseguí que Aristy me diera un permiso especial para poder circular, y lo pintarrajeé por todas partes de letreros que decían: «Prensa», «España», «Recién comprado», «Déjenme en paz», «Ya lo sé», etc., pese a lo cual, en más de una ocasión me tiraron piedras y, con frecuencia, le escupían.

Cuando, al fin, optaron por desinflarme las ruedas cada vez que lo dejaba aparcado, me di por vencido y se lo devolví a su dueño, acudiendo de nuevo a los servicios de mi asmático, pero fiel Volkswagen.

Para dar una idea de la rapacidad de que era capaz el «benefactor» Rafael Leónidas Trujillo, basta con decir que, habiendo empezado como hijo de un modesto funcionario de Correos, y con el sueldo de policía, un estudio estadístico declaraba que, en el último año de su vida, era dueño absoluto del 70% del azúcar, el 75% del papel, el 70% de la industria del tabaco, el 67% del cemento y el 22% de todos los depósitos bancarios del país. Es decir, que en conjunto, más de la mitad de la República Dominicana le pertenecía, así como la vida y la libertad de todos sus habitantes.