De mis sueños de Machu-Picchu regresé, tres días más tarde, a la realidad de Cuzco, la única ciudad que se atreve a disputarle a Quito el título de «Joya Arquitectónica de América», y que la recuerda en muchos aspectos, pues no debe olvidarse que llegaron a ser, al mismo tiempo, capitales del Reino del Norte, y Reino del Sur de los Incas.
Cuzco es como dos ciudades superpuestas: la antigua, la Incaica, cuyos muros de piedra aún pueden encontrarse por todas partes, y la Colonial, la Hispánica, construida a veces sobre esos mismos muros que le sirven de cimientos, con los mismos sillares, y resulta difícil distinguir dónde acaba el Templo de la Luna, o dónde empieza la Iglesia de los Dominicos.
Luego, un avión en el que debía chupar de un tubo de goma el oxígeno que faltaba al sobrevolar la gran cordillera —avión no apto para cardíacos— y a mis pies, tras dejar atrás los enormes nevados y las lagunas color esmeralda, aparecieron las gigantescas figuras geométricas de la llanura de Nazca, hacia la cual el piloto quiso desviarse para mostrarnos ese portento de ingeniería que muchos científicos quieren atribuir a seres extraterrestres que construyeron allí sus pistas de aterrizaje.
Pistas de sesenta kilómetros de largo en una planicie de color de hierro; extraños dibujos que tan sólo pueden percibirse en su total dimensión desde muy alto, más incluso de lo que nosotros volamos, y mi mente se volvió a llenar de fantasías que me asaltaron en Tiahuanaco, al borde del Titicaca, ciudad misteriosa con sus templos gigantes y su colosal Puerta del Sol, donde los autores de «El retorno de los brujos» situaron el punto de partida de una civilización de gigantes llegados de los cielos.
Luego, Pisco, y en sus acantilados, el dibujo de un tridente de más de doscientos metros de altura que parece señalar directamente, a quienes vengan del Pacífico, el rumbo a seguir hacia las pistas de aterrizaje.
¿Qué creer? ¿Es aquella la obra de Viracocha, el dios de larga barba que un día llegó de lejanos mares y volvió a marcharse prometiendo regresar, o fueron los «marcianos», los mismos cuyas imágenes viera Lorca en las cuevas de Tassili y que entonces me negué a creer?
Nunca he querido encontrar explicación, porque en lo más profundo de mi mente, ha estado siempre el convencimiento de que semejante misterio, como el de Dios, como el de la vida y la muerte, no tendrán jamás una respuesta clara; al menos una respuesta que yo pueda encontrar por mí mismo, y siempre fui partidario de no preocuparme por nada que no pueda solucionar.
Aterricé en Lima con la mente repleta de fantasía, pues Tiahuanaco, Cuzco, Machu-Picchu y Nazca son demasiadas maravillas para poder asimilarlas fácilmente todas juntas, y permití que un microbús me llevara a velocidad suicida hasta el «Hotel Bolívar», desde cuya ventana distinguía la plaza y la estatua ecuestre de San Martín.
Agradable hotel, buena comida, gente simpática, pero se acabó el tiempo; se acabó el dinero y un largo vuelo con apenas unos días de escala en Bogotá y San Juan de Puerto Rico, justo lo necesario para conocerlas, fotografiarlas y tener algo más que contar a los lectores de «Destino».
De nuevo Barcelona y el tiempo para ordenar y escribir todo lo que traía en la cabeza. Vergés, contento; los lectores, contentos, y yo, contento… Aportaba la «espontaneidad e inmadurez que querían…», y muchos aseguraban que eso era como la lluvia que reaviva una publicación demasiado seria; demasiado localista; demasiado exclusiva y perfeccionista.
Los tiempos fueron buenos, quizá de los mejores que puede soñar alguien que ama los viajes, los países, la posibilidad de una aventura.
Luego, un largo recorrido por la vieja Europa que aún no conocía, y algo que puede considerarse un peregrinaje: Marruecos, donde había transcurrido la primera parte de mi infancia Regresé al restaurante «Revertitos» de Tetuán, donde mis padres me llevaban cada domingo a tomar el aperitivo y almorzar. Allí probé a los cuatro o cinco años mis primeros salmonetes fritos, y volví a pedirlos. Un decorado de taberna andaluza; sillas rojas y blancas con asiento de paja; «chatos» de vino y un viejo camarero que aún recordaba a don José y doña Margarita… Reviví todo casi con lágrimas en los ojos, mientras fuera llovía a cántaros en la más terrible tormenta que Marruecos recordaba en muchos años.
A las cuatro de la tarde me avisaron: «El río Martín se está desbordando, y cortará la carretera con Tánger. Los últimos taxis están saliendo».
Alcancé exactamente el último, en compañía de dos comerciantes, que se sentaron atrás, teniendo al alcance de la mano sus cestas de comida, pues estamos en el mes del Ramadán.
Yo, delante, junto al conductor, y, entre nosotros, también su cesta de comida.
Llovía, llovía, llovía, y la carretera era ya como un mar ante nosotros. El río se desbordó, a punto de arrastrarnos, y los cuatro rezábamos; ellos, a Alá; yo, a quien quisiera escucharme, pues creíamos llegado nuestro último momento y nada podíamos hacer frente a la furia de un río que bajaba tumultuosa e inconteniblemente.
Al fin, empujando con el agua a media pierna para salir del atolladero, alcanzamos una pequeña colina en la que nos sentimos relativamente a salvo, y desde allí, muertos de frío y hambre, contemplamos el río, que rugía a nuestros pies.
Sudaba y tenía sed. Bebí y comí, pero no así mis compañeros, calados hasta los huesos, helados, hambrientos y sedientos, pues no habían probado bocado desde el amanecer: ¡Desde que se puede distinguir un hilo blanco de un hilo negro! Los veía desfallecidos y ansiosos, lanzando desesperadas miradas a sus cestas de comida, y al reloj, que no parecía querer avanzar, pero ninguno de ellos, ¡ni uno solo!, hizo gesto alguno para acabar con semejante suplicio; romper su ayuno o beber un simple trago de agua.
Pasaban tan lentos los minutos, que yo mismo me desesperaba.
—¿Cómo es posible? —me asombré—. ¿Hasta qué punto absurdo lleváis la fe?
El conductor señaló el río embravecido:
—Hoy, Alá nos ha dado muestras de su amor, impidiendo que nos ahoguemos —replicó—. Si nos pide que por amor a Él aguardemos hasta las seis para comer…, ¿seríamos tan desagradecidos como para no hacerlo?
Comprendí que jamás entendería una fe semejante, y comprendí por qué los católicos hemos perdido nuestras creencias y nuestra capacidad de sacrificarnos por Dios. Durante años se nos han ido facilitando más y más las cosas, exigiéndosenos menos, y dejando que nuestra fe se enfríe y se transforme, al fin, en nada.
A veces creo que Dios es como las mujeres, o como todo en este mundo: si nada pide; si no exige y recuerda constantemente su presencia, acabamos por olvidarlo, y día a día le prestamos menos atención.
La fe musulmana continúa siendo hoy tan rígida e intransigente como el día en que Mahoma la pregonó. Los mahometanos mantienen su mes de ayuno en Ramadán, rezan diariamente, se encuentren donde se encuentren, y —la mayoría— cumplen el precepto de no beber alcohol y no comer cerdo. Nadie les ha concedido bulas o dispensas; nadie ha sido benevolente con ellos cuando no acataron los preceptos… El resultado estaba allí: en aquellos tres hombres helados, fatigados y hambrientos, que aguardaban a que la radio del taxi transmitiera el cañonazo de las seis, para, ¡sólo entonces!, lanzarse a devorar cuanto llevaban.
Tánger, Rabat, Casablanca, Marrakech, Sidi-Infi, y de nuevo el Sáhara de mis doce años; el desierto en que me hice muchacho y luego hombre; el que llevaba grabado, más que ninguna otra cosa en este mundo, en el fondo de mis ojos.
Pero, ya lo he dicho, se había convertido ahora en tierra de legionarios y militares que no lo amaban, que no lo conocían; preferían el jeep al camello, la gacela muerta, a la gacela libre.
Recorrí El Aaiún, Smara, varios fuertes perdidos en la frontera, y recalé, por último, en Villa Cisneros, donde pasé la noche jugando al póquer con tres tenientes de la Legión. Al amanecer, el avión que debía llevarnos de regreso a El Aaiún, aguardaba con los motores listos. Dimos la última mano, recogimos nuestro dinero y el teniente Ramirito y yo salimos corriendo hacia la cabecera de la pista de arena El aparato era un viejo Junker trimotor, de los que Hitler retiró del servicio por viejos, justamente en los días en que yo nacía. Veintiséis años más tarde, allí estaba, sin embargo, demostrando que hasta en eso se había equivocado el Führer, desafiando al tiempo y al desierto, con las puertas amarradas con cuerdas, la mayor parte de las ventanillas rotas y sin cristales, y un temblequeo nervioso que le corría de la cola a los motores.
Tan sólo tenía dos largos asientos adosados a la pared, de los que usan los paracaidistas, y allí se amontonaban media docena de legionarios, cuatro o cinco moros asustados, dos cabras, un enorme barril de pescado y el pequeño zorro mascota de Ramirito.
Si en tierra hacía calor, a mil quinientos metros de altura, con las ventanillas abiertas al viento, estábamos a punto de congelarnos bajo nuestras ligeras camisas.
La noche de póquer había sido larga sin embargo, y me dormí en un rincón y Ramirito en otro. Cuando un bache me despertó, miré el reloj y comprobé, asombrado, que deberíamos estar en tierra desde hacía cuarenta minutos.
A mi alrededor, todos, salvo Ramirito, que dormía, aparecían verdes del miedo, y varios moros vomitaban, al igual que una cabra y un zorro, mientras la otra cabra se entretenía en comerse la correspondencia oficial que había encontrado en una saca de cuero.
A gritos, porque el estruendo de los motores penetraba por las ventanillas a su gusto, pregunté lo que ocurría y me respondieron que estábamos perdidos. Era el primer vuelo sobre el desierto del piloto, y había extraviado el rumbo, pese a que no tenía más que seguir la costa. Nos encontrábamos en medio del Sáhara, volando a «ojímetro» y rezando para que durase el combustible, cuyo marcador no funcionaba desde el año en que yo hice la primera comunión.
El piloto viraba a un lado, buscaba, no encontraba nada, y luego giraba acrobáticamente hacia el otro, lanzando a legionarios encima de cabras y moros encima de zorros.
Pero El Aaiún no aparecía.
Pasó media hora de incertidumbre, en que subimos, bajamos y fuimos a derecha e izquierda como en un portentoso tiovivo, hasta que uno de los nativos señaló alborozado hacia el suelo:
—¡El río de dunas! ¡El río de dunas…!
—Efectivamente… Un río de dunas… ¿Y qué?
—El único río de dunas que hay por estas zonas pasa por El Aaiún.
Comunicaban la feliz noticia al piloto, que la aceptó convencido, y se limitó a preguntar:
—¿Pero tenemos que seguirlo hacia el Norte, o hacia el Sur?
El moro no lo sabía, y optamos por el Norte. Quince minutos después aterrizábamos sanos y salvos en El Aaiún. Desperté a Ramirito, que no se había enterado de nada; bajó, estiró las piernas, consultó su reloj y se volvió, asombrado, al piloto, que descendía en ese momento:
—¡Oiga…! —exclamó—. ¿Se ha dado cuenta de que traemos casi dos horas de retraso…?
Se cayeron a bofetadas allí mismo, y cuando logramos separarlos me llevé a un Ramirito sucio de tierra, vino, sangre y vomitaduras de cabra, a la terraza del «Club de Oficiales», donde pedimos un par de cervezas y unas almejas que nos estaban haciendo mucha falta.
Aún no habíamos terminado la primera docena, cuando pasó un coronel.
Ramirito se cuadró, y el coronel lo miró con asombro, arrugando la nariz ante la peste a vómitos, pescado y alcohol.
—¿Y usted qué hace aquí? —vociferó.
—Estoy de paso, señor… Voy a casa con permiso…
—¿A casa? ¿Usted…? ¿Con ese uniforme y esa pestilencia…? Usted es la deshonra del Ejército, teniente… Nunca, ni en los peores días de la guerra en Rusia, vi a nadie tan sucio y apestoso… ¡Un mes de arresto!
—¡Pero, señor!
—Una palabra y lo subo a tres meses… Preséntese ahora mismo al oficial de guardia…
Nunca volví a ver a Ramirito. Llevaba año y medio en un fuerte perdido en la frontera sur, sin ver a una mujer, tomarse un trago o jugar una buena partida.
El día anterior había llegado a Villa Cisneros en la primera escala de lo que esperaba sería un maravilloso mes de vacaciones en Santoña.
Por mi parte, esa misma tarde volé a Lanzarote, una de las islas más extrañas y entrañables del mundo, y tras una corta estancia y una nueva visita a la Montaña del Fuego y los Jameos del Agua, embarqué hacia la diminuta isla de La Graciosa, donde su alcalde, don Jorge Toledo, viejo amigo que me había enseñado años atrás dónde se encontraban las mejores pesquerías de los alrededores, me recibió con los brazos abiertos y me acogió en su casa por el tiempo que quisiera quedarme.
No hay lugar en el mundo como La Graciosa para un buen descanso; sin luz, sin teléfono, radio o televisión; nada más que una isla de arena solitaria; un mar lleno de vida, y la gente más sencilla, agradable y servicial que pueda existir.
Me dediqué a leer, pasear y practicar mi deporte favorito: la pesca submarina.
Luego navegué en solitario hasta la isla de Alegranza, donde mi abuelo había sido durante años torrero de su faro, y antes de emprender el regreso a Tenerife, hice también una corta visita al foro de la isla de Lobos, donde nació mi madre: única persona —que sepa— que vino al mundo en ese peñasco abandonado entre Lanzarote y Fuerteventura.
Mi abuelo fue torrero también allí durante años, y a poco de nacer mi madre el faro se automatizó, por lo que quedó abandonado. Cuando recorrí sus patios y descubrí en ellos viejos juguetes olvidados, no pude menos que preguntarme si habrían pertenecido, quizás, a mi madre y mis tíos.
Ya en Tenerife, una de mis primeras visitas fue a un viejo y querido amigo, José Badía, por aquel entonces abogado de la Cámara de Comercio, quien me invitó a unirme a un grupo de miembros de dicha Cámara que marchaban a África Central a realizar un estudio económico sobre las posibilidades de un intercambio comercial entre el continente y las islas.
Me agradó la idea, tanto por viajar en compañía de Pepe, con el que sabía que me ocurrirían infinidad de anécdotas e incidentes, como por el hecho de volver a países que siempre me interesaron.
Las anécdotas con Pepe no se hicieron esperar. Con su tradicional despiste, perdió por dos veces los pasaportes, los billetes de avión y toda la documentación del grupo, aunque, con su tradicional buena suerte, los volvió a recuperar cuando ya os considerábamos definitivamente condenados a quedarnos en el Gabón —donde no existía Embajada española— para toda la vida. Luego, en Dakar, confundió a un «travestista» francés con una dulce e ingenua transeúnte, y al comprender su garrafal error, confesó desolado:
—Mi vida se divide en dos etapas: antes de haber piropeado a un hombre, y después de haber piropeado a un hombre.
El viaje duró algo más de un mes, y cuanto se puede decir de él es que trabajamos mucho, corrimos mucho de un lado a otro y nos reímos mucho también en lo que fue un itinerario puramente comercial, pero que habría de marcar el camino de las relaciones canario-africanas, con lo que Pepe Badía dejó bien demostrado, una vez más, que poseía un extraordinario olfato comercial y un gran sentido del momento político.
Por mi parte, el viaje sirvió, entre otras cosas, para que se me revolviera la malaria, y, sobre todo, para que me volvieran, ahora de forma realmente insoportable, los terribles dolores de estómago que yo ya comenzaba a considerar definitivamente «de trompa de elefante», y que me traían por la calle de la amargura.
En realidad, no tenía derecho a quejarme; aquellas enfermedades constituían, sin duda, el precio más bajo que se podía pagar por la maravillosa vida que estaba viviendo, por el mundo que estaba viendo y por la tremenda suerte que significaba ver cumplirse, de un modo tan perfecto, la mayoría de mis deseos.
Ni en mis más locos sueños podía haber imaginado, tan sólo unos años atrás, que en tan poco tiempo habría de recorrer tantos lugares, conocer a tanta gente o disfrutar de tantas aventuras, grandes o pequeñas, pero que para mí tenían siempre un significado; me daban algo, me llenaban de vivencias que —presentía— habrían de servirme de mucho años más tarde.
¿Cómo escribir sobre el mundo si no se ha conocido? ¿Cómo describir África y el espíritu de sus cazadores, o Amazonia y la vida de sus indios si no se ha visto con los propios ojos?
Yo admiraba a aquellos novelistas que habían sido capaces de lanzarse a recorrer el mundo antes de considerarse verdaderamente capacitados como para contárselo a otros, y me había lamentado siempre de que los escritores españoles hubieran sido tan poco dados a tales experiencias, limitando la mayoría de las veces sus relatos al pequeño campo de sus ciudades, sus provincias, o aun sus calles, en una literatura demasiado localista que estaba perdiendo, justamente por eso, su influencia en el mundo.
En el siglo de los viajes interplanetarios, en unos tiempos en los que el mundo se había quedado tan pequeño que se podía recorrer tan sólo en unas horas, me parecía imprescindible que los escritores fueran —más que nadie— los que mejor lo comprendieran, porque sería a través de ellos, y del cine, como podrían llegar a comprenderlo quienes se habían tenido que quedar para siempre en sus casas.
¿Cuándo nace la vocación de un escritor?
En mi caso resulta realmente imposible asegurarlo; tal vez —probablemente— nació ya conmigo, no puedo asegurarlo; pero lo que sí es seguro, es que —quizás inconscientemente— todos mis esfuerzos se encaminaban a intentar llegar a serlo. Si lo conseguiría o no algún día, era algo que estaba por ver.
Y que aún sigue estándolo.