25. DEL TITICACA AL MACHU-PICCHU

…y fue aquí, en el Titicaca, donde Viracocha, Supremo Hacedor, dio por terminada su primera creación del mundo, y, concluida su tarea, recomendó a los hombres que se amasen entre sí, que obedecieran y respetaran sus leyes y que fueran temerosos de sus actos.

Sin embargo, pronto los humanos se volvieron crueles, salvajes y pecadores, y Viracocha los maldijo, lanzando sobre ellos todos los males y enviando, por fin, las aguas que transformaron el mundo; aguas que cayeron durante sesenta días y sesenta noches y de las que tan sólo se salvaron sus tres siervos más fieles.

Regresó m s tarde Viracocha y, ayudado por los tres justos, procedió a la nueva creación del mundo, la segunda, y en esta decidió dotarlo de luz; esa luz que había faltado en un principio; y allí, en la isla llamada Titicaca, y que dio más tarde el nombre al lago todo, ordenó que apareciera el sol; ese sol que la alumbra con sus primeros rayos, que caen en ella despidiendo luces y que antaño iluminaban el templo de oro que allí se alzaba.

Miles de años han transcurrido desde entonces, y de las ruinas de ese templo no quedan más que desperdigadas piedras que no llegan a tener forma siquiera y, sin embargo, en el amanecer sobre el lago, cuando se lo atraviesa de noche de parte a parte y la primera luz nos coge sobre las aguas, vemos cómo el sol, abriendo paso entre las nubes de la distancia, más allá de la cordillera de los Reyes, se eleva al fin sobre las altas montañas, sus rayos se deslizan por la blancura de las nieves, y van a herir la tierra sobre la isla Titicaca, que parece recibir la luz con más alegría, con más naturalidad, en un espectáculo más portentoso que en ninguna otra parte de la Tierra.

Quien tenga la suerte de subir al Titicaca, a sus 3800 metros de altura y navegar por sus aguas, ora quietas, ora agitadas, no podrá nunca dar una clara idea de lo que vio por más que se lo proponga. Es necesario levantarse muy temprano antes de que claridad alguna se anuncie en el horizonte y acodarse después en la borda de ese pequeño y viejísimo navío que atraviesa el lago, para esperar, con paciencia, a que el cielo comience a estallar en luces, en colores distintos, en mil tonalidades que se inician con los grises —increíbles grises—, en los que destacan montañas oscuras, nubes negras, de una negrura que atemoriza y, allá al fondo, a cien kilómetros de distancia, la serranía de los Andes, la inmensa cordillera en la que aún no se dibuja el blanco, porque el blanco tardará en aparecer. No se centra aquí la lucha ente la violencia del azul del cielo y las rojas nubes; se ciñe, más bien, en los matices, en los detalles, y la silenciosa contienda que se establece cada día entre las sombras y la luz, dura minutos, largos minutos hasta que, al fin, a lo lejos, aparece un amarillo disco que lanza sus rayos uno a uno y el primero de ellos va a iluminar aquella isla del centro del lago, en la que el dios Viracocha creó el astro rey y la luz, hace miles de años.

Frente a ella, a no más de una milla, Coatí, la Isla de la Luna, se alza también; y también en ella se elevaron los templos, porque no quiso el dios que el Sol estuviera sin compañera, como no debía estarlo tampoco el hombre, que no es buena la soledad, y el astro debía tener una esposa.

En total, son veinticinco las islas que se alzan en el pequeño mar que es este lago, que en su parte más larga, de Norte a Sur, llega a contar más de doscientos kilómetros de longitud. Pero de esas veinticinco, tan sólo las dos mencionadas tienen importancia. Las restantes surgen aquí y allí, algunas sin elevarse casi sobre la superficie de las aguas, como un bosque, o apenas algo más que un hacinamiento de plantas acuáticas —totora en su mayor parte—, esa totora que resulta imprescindible a los habitantes del lago, a las dos razas de indios que viven aquí, en las orillas o sobre las mismas aguas: los aymarás y los urus, que han llegado a formar una verdadera cultura de la totora y que con ese junco, que es para ellos como un don divino, un maná inagotable, construyen sus casas, sus balsas, con las que irán a pescar, y crían su ganado, fabrican esteras e incluso se alimentan de sus raíces tiernas.

La tierra es aquí infértil, demasiado alta para que se pueda cultivar en ella, y los urus viven aún como lo hicieran cuando llegaron los españoles tantos siglos atrás, y no existe diferencia alguna en sus costumbres, en su forma de existencia, ni casi en sus creencias, pues aunque el cristianismo los haya atraído, conservan, sin embargo, infinidad de sus propias supersticiones, de sus propias ideas, de todasaquellas que heredaron de sus antepasados. Y aún Viracocha continúa siendo un dios importante, y aún se teme a los espíritus de los muertos, y raramente un indio se atreve a cruzar cerca de las tumbas de una necrópolis de los chipayas.

Es difícil que cambien de forma de pensar los indios del Titicaca, es difícil que los urus dejen de ser tan increíblemente vagos, tan portentosamente perezosos, que en tiempo de los incas les impusieron un tributo especial: «el tributo de la pulga», por el que cada uru tenía que entregar mensualmente un canuto lleno de ellas, pues era esta la única forma de obligarles a hacer algo, aunque sólo fuera buscárselas.

El transcurso de los siglos no los ha cambiado, y aún se les puede ver junto a sus chozas, muy oscuros de piel, casi negros, sin decidirse a hacer algo más que vivir de la totora, criar unas cuantas gallinas y pescar en las aguas del lago esos diminutos peces, los boga, de carne fina y exquisita. Satisfechas las mínimas necesidades, dejan transcurrir las horas contemplando el lago, viendo nacer o ponerse el sol sin hacer absolutamente nada, sin deseo alguno de progresar, de unirse a la vida moderna y salir de su triste condición.

A pocos kilómetros al norte del Titicaca, ya en la orilla peruana, nace el Urubamba, un río frío, oscuro, impetuoso, que se abre camino por entre riscos que causan vértigo, altas montañas, de los altos Andes, luchando contra las rocas y los meandros; luchando contra la vegetación toda, para formar primero un hermoso valle: el Valle Sagrado de los Incas, fértil vega abierta, pero abierta a las altas montañas, a los altos Andes, que parecen guardarlo; que lo protegieron durante siglos de la mirada de los hombres, que continúan haciéndolo, aunque ya los hombres lo atravesaron una y mil veces.

Más tarde, el Urubamba se estrecha y lucha ahora con la selva, una selva que hace subir hacia el cielo un vaho espeso de humedad, como en un baño turco en que todo, todo es denso.

El Urubamba, río de los incas, dejó atrás cultivados campos, maíz y cebada, rincones de paz, prados donde pastaban un ganado tranquilo y soñoliento, retorcidos caminos; viejos caminos incaicos y antiguas fortalezas como Ollantaytambo, Sayamarca, Puyutapamarca y aisladas ruinas de torreones, palacios, ciudades enteras que se alzaron en este lugar, el predilecto de aquella raza poderosa que, durante años, durante siglos casi, formó uno de los mayores Imperios conocidos.

Destrozado ese Imperio, vencido por un puñado de hombres —de locos— que llegaron de lejanas tierras después de atravesar muy lejanos mares, las fortalezas, las ciudades, los palacios, fueron arrasados, hollados por el conquistador, que no respetó nada, ni nada le detuvo, que fue dueño absoluto hasta de lo más sagrado: el Sagrado Valle de los Incas.

Y al fin, aunque la selva no logró detenerlos —esa selva por la que el Urubamba continúa su camino—, les hizo creer que más allá de la espesura, de la floresta impenetrable, más allá de los increíbles precipicios, de los riscos que se alzaban hasta tocar las nubes, no había ya nada, nada que pudiera interesarles; nada que hubieran dejado los hombres que les precedieron en el dominio de toda aquella región, extensa zona, vasto Imperio incaico, que llegaba desde el lejano Quito, en Ecuador, hasta la baja Chile en el río Maule, extendiéndose por parte del Brasil y la Argentina, agrupando bajo una sola mano, un solo cetro, más de doce millones de individuos.

Y así, ni esos conquistadores ni los que les siguieron, creando un país libre e independiente, supieron nunca de la existencia, allá en el corazón de los Andes, en el corazón de la selva, en la cumbre de uno de aquellos riscos, de uno de aquellos precipicios que se alzan al borde del Urubamba —río frío, oscuro, impetuoso—, de una ciudad portentosa; de una ciudad que había sido —nunca se sabrá cuánto tiempo atrás, cuántos siglos antes— joya entre las del reino o, tal vez, ¿por qué no?, tal vez fue esta también ruina que incluso los mismos incas ignoraron y que perteneció a aquellos otros que ellos tuvieron que vencer, que destrozar igualmente, para crear sus vastos dominios.

Un tren cansino, lento, que comienza a ascender muy de mañana desde el Cuzco y avanza junto al río, junto al Urubamba —frío, oscuro, impetuoso—, conduce hoy, en un recorrido de unos cien kilómetros —en los que el tren invierte a veces tres horas—, hasta el punto que llaman Puente de las Ruinas, al pie de la que fue escondida ciudad de las cumbres.

Ese tren, que va como desperezándose por lo que fuera Valle Sagrado, se detiene aquí y allí, y a él suben y de él bajan seres que en sus rostros, en sus facciones, en su mirada, tienen aún sangre de aquellos que crearon —tanto tiempo atrás— un Imperio.

Por fin, tras muchas pequeñas estaciones se llega a la que buscamos —Puente de las Ruinas—, y allí se deja que el ferrocarril continúe por la orilla del Urubamba —ese río frío, oscuro, impetuoso—, que, naciendo en la costa del Pacífico, pudiendo ser corto, de nombre propio y propia personalidad, prefiere adentrarse en el inmenso continente, escarbar las selvas, abrirse paso entre las montañas, recorrer los llanos y unirse, al fin, al inmenso Amazonas, dejando que su nombre, sonoro, de extraña sonoridad, quede en la geografía como un simple afluente.

Un puente lo cruza —Puente de las Ruinas—, tan estrecho, que impone el atravesarlo, viendo abajo la revuelta corriente, y después trepa el camino con tantas vueltas y revueltas, que, visto desde allí, el inmenso risco parece inaccesible, y nadie supondría que existe un sendero capaz para un vehículo, y menos aún que en lo alto se esconde una ciudad entera, y tan insospechable es, que, durante siglos, los hombres pasaron por el valle una y mil veces y, mirando hacia las alturas —tantas alturas semejantes hay en aquel lugar—, no vieron nunca, no pudieron imaginar que el nido de águilas de Machu-Picchu los estuviera contemplando con sus inmensas piedras y sus portentosos edificios.

Sube el camino, y siento vértigo. En el fondo, el cañón del río; a los lados, los altos precipicios, las montañas que ocultan sus cumbres entre las nubes densas; nubes como algodón, de un gris que se torna azulado, y en las laderas, una vegetación que es todo selva, increíble, en el corazón de los Andes.

Han sido seiscientos metros de ascensión hasta llegar allí donde, en la falda del Machu-Picchu, el «Pico Viejo», se alza la ciudad que lleva su mismo nombre; ciudad que descubriera, sacándola de su largo sueño de siglos, un explorador incansable, Hiram Bingham, que en aquel día de 1911 contempló, por vez primera, con ojos de asombro, con incredulidad, los muros y las piedras.

Porque todo en Machu-Picchu es piedra: porque nada hay que buscar más que piedra, porque la piedra es la representación pura y exacta de lo que el inca nos dejó de su genio. Ninguna otra iguala la construcción incaica y, aún hoy, el hombre con su técnica se pregunta cómo fue que tales moles de granito —de este granito casi blanco que es posible encontrar en todas las ciudades, en todas las fortalezas del Imperio— llegó a obtener su forma, a encajarse en sí mismo, bloque con bloque, con tanta precisión que aún ahora, tantos siglos después, no resulta posible introducir entre dos de ellos la hoja de un cuchillo.

Han pasado sobre la ciudad los terremotos, las lluvias y los vientos. Han pasado tantas cosas, que del recuerdo de los hombres que hicieron posible tal maravilla, nada queda, pero Machu-Picchu continúa.

Debieron de ser necesarios miles, tal vez millones de esos hombres que trabajaron incansables para levantar sus murallas y sus templos, labrar sus escalinatas y montar y llenar de tierra las terrazas del cultivo que la circundan.

Miles de seres humanos que desconocían el uso de la rueda y que, sin embargo, llevaron hasta aquella increíble altura —600 metros sobre el encajonamiento del río— las inmensas piedras que pesaban toneladas.

¡Cuántos debieron de morir en el esfuerzo y qué poder era capaz de obligarles a semejante tarea! Y todo ello, todo ese sacrificio, estaba encaminado a lograr una ciudad de no más de dos mil habitantes; dos mil elegidos, probablemente la corte de un monarca y sus servidores, pues el espacio de Machu-Picchu, sus edificaciones, su configuración toda y su situación en la cumbre, no hacen posible una mayor población.

Nos lleva esto una vez más al pensamiento de siempre, al pensamiento que en tantas ocasiones ha hecho sufrir a la Humanidad: unos pocos capaces de esclavizar, de avasallar, a una masa sin número; pero también a esos pocos les llegó el momento y, no sabemos por qué, un día, sin que se puedan adivinar los motivos, sin que nunca llegue a tenerse una certeza, la ciudad privilegiada se despobló, fue abandonada, y los hombres, esos dos mil —no más— que habían hecho de ella su retirado orgullo, la dejaron, huyeron y, sin ser destruida, sin sufrir daño alguno, quedó sola, perdida allá en lo alto, aguardando durante siglos a quienes habían de venir a descubrirla nuevamente, no para habitarla, sino para contemplarla como un misterio fabuloso, desvistiéndola primero y librándola de aquella capa de vegetación lujuriante que el tiempo había echado sobre ella, que escondía sus muros, que ahogaba sus piedras, que llegaba a hacer que el granito blanco se volviese oscuro por la humedad y el musgo.

Tal vez fuera una epidemia, un miedo colectivo de esos que, de tanto en tanto, se apoderan de los hombres, o quizá murió por orden de olvidados dioses, por algún terremoto que, sin dañarla, alejó de ella a los habitantes, o por una señal del cielo, que los brujos juzgaron de mal agüero. Es posible que los dos mil elegidos y sus esclavos marcharan hacia lo desconocido huyendo de una invasión, o buscando algo que invadir, y no regresaron más; pero lo cierto es que aquí quedó sola, languideciendo, inaccesible, construida para que no pudieran hollarla nunca.

Y así se cumplió, pues nadie pasó por ella, la sospechó siquiera, y permaneció perdida; pero sus muros se conservaron intactos, sus edificios se elevaron como siempre, y tan sólo las vigas de madera y los coloreados techos de paja desaparecieron llevados por el viento, por las aguas y por los siglos. Y cuando, más tarde, mucho más tarde, el hombre llegó a la ciudad, ya no lo hizo como conquistador, sino tan sólo para inclinarse ante ella, sorprendido. No destruyó, sino que, por el contrario, se esforzó en devolverle su antiguo esplendor y hacer que otros hombres vinieran a admirarla, a rendirle homenaje, a extasiarse ante la obra de aquellos que la edificaron sólo para ellos mismos No puedo analizar cuáles eran mis sentimientos en el momento de entrar, al fin, en Machu-Picchu. Durante años, su nombre había tenido para mí un extraño significado. Era la representación de lo lejano, de aquello que estaba perdido en las montañas de un país del otro lado del Atlántico, vuelto a la vida después de un largo sueño, en el corazón de las selvas y los Andes.

Era para mí —repito— la más pura imagen del misterio; de lo que deseaba, de lo que había sido siempre mi anhelo: viajar, ver; llegar a mundos tan fantásticos y fascinantes como Machu-Picchu.

Por ello no quise saber nada de aquellos indios que ofrecieron mostrarme los mil recovecos de la capital de sus antepasados. No me gustó la idea, porque en mis sueños de niño, en mis sueños de hombre, siempre me había visto solo, caminando por entre las ruinas, tocando con mis dedos, sin ningún testigo, las viejas piedras que me hablarían de seres que desaparecieron; que allí tuvieron una existencia tan distinta a la mía; que allí adoraron a un dios, allí se odiaron, y allí también llegaron a amarse. No quise saber nada de los que descendían de aquellos que habían construido para mis sueños, tantos siglos atrás, algo tan portentoso como la ciudad «nido de águilas».

Y así marché solo y subí increíbles escaleras talladas en la roca, crucé por estrechos pasadizos y me interné en las casas que, en otro tiempo, fueron casas de no podía saber quién, donde habían nacido hijos, donde habían muerto ancianos, donde se habían amado un hombre y una mujer de los que me separaban tanto tiempo, tantas cosas…

Y una plaza inmensa se abrió ante mí, verde de hierba crecida, y en su centro, un monolito, al que tal vez adoraron. Era la plaza del Sol, del Inti-Pampa, donde en mis sueños podía ver a los incas vestidos de relucientes trajes y a las mujeres con cien colores en sus ropas, rindiendo culto a un señor, poderoso, que era todo oro del cetro a las sandalias, y junto al cual, extraños sacerdotes permanecían como petrificados. Y allá, en la cumbre, las voces se elevaban pidiendo al Sol, su dios, bienes para ellos, mal para el enemigo, buena cosecha, hijos, felicidad, en fin, para los que construyeron, tanto tiempo atrás, una ciudad para mis sueños.

Subí. Había muchos —más de los que yo recordaba en mi imaginación—, muchos más peldaños, y en la cima, el borde del precipicio que por la espalda también protege la ciudad, se alzaba el Inti-Huatana, un bloque de granito blanco —blanco es siempre el granito de Machu-Picchu— y en el que dicen, y también lo recordaba de mis sueños, que morían las víctimas que eran sacrificadas al Sol.

Pero no, tal vez no fuera piedra de sacrificio, tan sólo, como otros —¿qué saben otros de mis sueños?—, como otros pretenden, tan sólo la forma cuadrangular que toma, señala en cada una de sus esquinas hacia uno de los puntos cardinales con extraña exactitud.

No me había mostrado nunca, sin embargo, mi imaginación, y es que ni tan siquiera la imaginación es capaz de suponer o crear tal portento, la maravilla del Templo de las Tres Ventanas, al pie mismo del Inti-Huatana y que abre los grandes huecos que dejan entre sí increíbles bloques, a tres puntos tres panoramas sin igual, sobre el cañón del Urubamba y sobre el Huayna-Picchu —el Pico Joven—, que lo domina todo.

Cuentan las leyendas —¡cuántas leyendas hay en la historia incaica, que no supo nunca escribirlas!— que desde esas ventanas salieron los pueblos que habitaron el Valle Sagrado y, de la última, los ocho hermanos Ayar, dos de los cuales —Manco Cápac y Mama Ocllo— crearían la estirpe de dominadores que llegaron a formar el increíble Imperio de los incas.

Muchas son las leyendas sobre la creación de ese reino, pero lo cierto es que aquí, en Machu-Picchu, el majestuoso templo exhibe con orgullo las gigantescas ventanas, y resulta extraño, pues en las restantes construcciones no se advierte nada parecido, porque huyeron siempre de los detalles inútiles, de todo aquello que no fuera imprescindible.

¡Qué pocos adornos existen en esta arquitectura!, ¡qué poco abundan los grabados o bajorrelieves de que tan amigos eran los mayas y los aztecas, incluso aquellas mismas razas más antiguas, que se extendieron por este territorio, siglos antes, creando la extraña civilización de Tiahuanaco!

Los modernos proyectistas que van a la línea esencial, que han creado estilos que imaginan propios y nuevos, deberían detenerse a considerar cuántas enseñanzas pueden hallar en esas edificaciones gigantescas, en las que unos hombres salvaron, sin técnica alguna, problemas que, aún hoy, parecen irresolubles.

Debió de ser este, sin duda, un pueblo guerrero o un conjunto angustiado que temía por su supervivencia y que confiaba más en la solidez de la roca que en la suya propia. Buscaron siempre una majestuosa sobriedad, pero huyeron al mismo tiempo de todo lo que fuera frágil, y se podría decir que en verdad lo hicieron pensando en que aquella ciudad —su ciudad predilecta— debía durar, resistir el paso de los siglos, escondida, ignorada, para que algún día los hombres pudieran encontrarla.

Sin embargo, poco dice Machu-Picchu de la vida de los que en ella habitaron.

Sólo dejaron muros, piedras, edificios y cientos de miles de escaleras, pero nada que pudiera aclararnos quiénes eran, cómo vivían, cuáles fueron sus sueños, sus ambiciones y sus temores. Existen, sí, las casas y los palacios; existen incluso barrios a los que hombres nuevos les han dado nuevos nombres: de los agricultores, de los Intelectuales, de la Nobleza, pero ¿fueron así en verdad? No lo sabemos. También esos descubridores pusieron, como yo, todo de su parte.

Ver Machu-Picchu, recorrer sus calles, subir sus incontables escalinatas, entrar en sus palacios, rozar apenas con los dedos la piedra donde se sacrificaba a los seres humanos, es dejar que cada cual tenga también algo que soñar; es darle un telón de fondo, un decorado, a la imaginación.

Porque resulta inútil visitar Machu-Picchu sin imaginación. Las piedras nos hablan de seres que desaparecieron, pero no dan detalles, no dicen cómo eran ni cómo pensaban, y por ello, aquí, en el «nido de águilas», es necesario que cada cual se esfuerce en crear por sí mismo a los personajes, en darles vida, pues de lo contrario se encontrarían tan sólo ante algo inanimado, sin fuerza ni interés, porque es siempre el recuerdo de los hombres, del espíritu de los seres humanos, lo que hace que las ruinas signifiquen algo más que un amontonamiento de piedras.