24. ARGENTINA, CHILE Y BOLIVIA

Desde Río, y tras un corto recorrido por São Paulo, que no me gustó en absoluto, y las cataratas de Iguazú, que me parecieron uno de los más grandiosos espectáculos del mundo, continué viaje a la Argentina no sin hacerle una cortísima visita al Paraguay del general Stroessuer, donde no quise quedarme, pues no tenía el ánimo para dictaduras de gorra y sable.

Justo es reconocer que también andaban de gorras y sables en la Argentina, y tal vez eso hacía que me sintiera un poco predispuesto contra el país, y en especial contra su capital, de la que me habían asegurado que era tan extensa y monótona cono las Pampas que la circundan.

Se enorgullece Buenos Aires de poseer la calle más larga del mundo —Rivadavia— y, tal vez, la más ancha —9 de Julio—, y, sin embargo, en mi opinión más le valiera tener la más corta o la más estrecha y que poseyera, además, un auténtico sabor, un espíritu, eso de que carecen las dos anteriores, pues de nada sirve un récord semejante si no hace más felices a los que allí habitan ni más agradable el conjunto.

En un principio Buenos Aires me pareció verdaderamente hermosa, pues sus largas y anchas calles y algunas de sus plazas me impresionaron. Pero más tarde, a medida que pasaban los días y fui conociéndola más a fondo, me di cuenta de que todo era igual, que no había nada detrás de Corrientes, Lavalle, Florida o la avenida Mayo, tan sólo repetición de la misma igualdad, calles rectas, cortadas cada cien metros por nuevas calles rectas también, como si cada barrio fuera un calco exacto de otro barrio, y de otro, y de otro.

¡Qué pocas cosas diferentes tiene Buenos Aires! Qué pronto nos cansa, nos fatiga, nos abruma cuando la recorremos a pie o en automóvil, y durante horas no vemos nada que llame nuestra atención. Al final, tenemos que cerrar los ojos, nos distraemos o pasamos por alto plazas, calles, cuadras, como cuando cae en nuestras manos un grueso volumen que habla siempre de lo mismo; una guía de teléfonos en la que tan sólo varían los nombres y los números. Eso es Buenos Aires: una inmensa guía telefónica.

Según esto, y en mi opinión, el noventa y cinco por ciento de la capital de la Argentina y más de cinco millones de sus habitantes resultaban totalmente inaprovechables desde el punto de vista del viajero y del escritor.

Nos queda, por tanto, un cinco por ciento que merece la atención. Ese cinco por ciento formado por la plaza de Mayo con su Casa Rosada, por la avenida Corrientes, la calle Lavalle, la Boca con su sabor de puerto de vida distinta, de tipismo, un tipismo un poco trasnochado, un poco pasado de moda, pero existente aún, con el paseo de la Costanera, allí, donde, bordeando el Río de la plata y sus aguas sucias, se extienden infinidad de casetas de madera, a las que acuden los porteños en los días de fiesta a atiborrarse con esos baby-beef o esos enormes «churrascos» tan de su gusto.

Aquí, mientras unos pescan, otros, en oposición, no se preocupan más que de comer carne, y hay que reconocerlo, qué extraordinaria carne se come en la Argentina, que constituye, sin duda, el paraíso de quiénes adoramos esos enormes bistecs de más de un kilo, altos, casi crudos, sangrantes, o esas parrilladas en las que se encuentra de todo y que perfuman el ambiente con un olor picante, fuerte, que abre el apetito a un muerto.

En la calle Lavalle —una de las más concurridas de la ciudad, tanto que se ha prohibido el tráfico rodado—, allí, donde en una extensión de unos cuatrocientos metros se abren las puertas de más de una docena de cines, se encuentran también infinidad de restaurantes, y cuando un gaucho —bastante sofisticado, con un largo cuchillo al cinto, su sombrero y sus altas botas— coloca ante nosotros un inmenso pedazo de asado, un asado que hemos visto dorarse ante nuestros propios ojos en el escaparate, ante la mirada también de cuantos pasan por la calle, comprendemos que se les pueden perdonar muchas cosas a los argentinos y muchas cosas, también, a Buenos Aires.

Pero, en definitiva, ¿me gusta o no me gusta la Argentina? ¿Me gustan o no me gustan los argentinos…?

Respuesta difícil que nunca he sabido aclarar cabalmente, del mismo modo que tampoco he llegado a la conclusión de si me gusta o no Santiago de Chile, ciudad tan parecida a Europa en muchos aspectos, que se tiene la impresión de haber perdido el tiempo en realizar un viaje tan largo para encontrar lo mismo que se dejó en casa, aunque existe algo en Chile que afecta al extraño, que le incomoda, y que no depende ya del país, sus gentes o su política, feroz e incomprensible hoy en un pueblo que siempre tuvo fama de civilizado y pacífico.

Y ese algo no es otra cosa que el miedo a los terremotos, al movimiento constante de una tierra inquieta, de unas montañas que parecen tener vida y que hacen que el temor no cese y, unos tras otros, se van sucediendo de tal forma, que no es difícil ver cómo de pronto alguien se queda muy quieto, angustiado, y, volviéndose a los que le rodean, pregunta: «¿Se está moviendo?», como si él mismo no quisiera creerlo, como si temiera que le respondieran afirmativamente que la tierra comienza a estremecerse, que un nuevo temblor se aproxima, pues en las memorias, en todos, está la visión dantesca de aquel 1960, en que este país estrecho y largo, esta especie de cinta que se extiende por la costa del Pacífico, se vio sacudido por una mano gigantesca y portentosa; una mano que lo abrió, que lo rompió, desgarrándolo, segando vidas, destruyendo cuanto había, sumiéndolo en la miseria y en la desesperación.

Chile, la de los mil volcanes, la de los largos desiertos, nieves y hielos; la de la geografía extraña e inquietante, en la que todo puede encontrarse y en donde el mar reina a muy pocos kilómetros de donde reinan las altas montañas, Chile de hombres activos, de finas y elegantes mujeres; de europeos trasladados de continente, extraordinario país, en fin, que vive, sin embargo, bajo esa carga, bajo ese miedo, bajo esa constante amenaza del movimiento sísmico, de no sabe qué fuerzas que se esconden en su interior y que pueden acabar de pronto, de la noche a la mañana, con cuanto el esfuerzo humano levantó en el transcurso de los años.

Podría estudiarse si en el chileno existe una psicología del terremoto o si, por el contrario, lucha él mismo por no tener esa psicología; por olvidarlo, por fingir que se ha acostumbrado. Resulta muy difícil llegar a saber qué piensa verdaderamente ante el hecho de que en cualquier instante, cuando menos lo espere, todo puede venirse abajo, y no llega uno a convencerse de si lo acepta con filosofía, resignadamente, o si se niega a pensar en ello, confiando siempre, como ocurre con la muerte, en que no puede afectarnos a nosotros.

Pero mejor que Santiago, mucho más intensamente, es Valparaíso, el antaño fabuloso puerto del Pacífico, el que representa en verdad el alma de Chile, su vida, porque, en el fondo, Valparaíso es como una maqueta, una miniaturización de Chile. Una cadena de cerros que imitan a los Andes, se alzan frente al mar, dejando una estrecha faja entre ella y las aguas, de tal modo que los edificios se ven obligados a trepar por sus laderas, afincarse en ellas mismas, clavándose en la pared hasta tal punto, que se diría que algunos están construidos sobre el aire mismo, precipitándose al vacío, sin apoyo alguno, como en un milagro no de arquitectura moderna, sino de inventiva, de ingenio popular.

Y en estos cerros donde se apiñan, se amontonan, se revuelven casas, gentes, valles y plazas, como si uno de los tantos terremotos de Chile los hubiera mezclado en una gigantesca batidora, está, sin embargo, la verdadera personalidad, lo que diferencia realmente a Valparaíso de otras muchas ciudades y otros muchos puertos.

Viejos, portentosos e increíbles ascensores, suben hasta allí, evitando, a veces —no siempre—, el tener que hacerlo a pie; y son tan arcaicos y trepan por las paredes de forma tan impresionante, que quien no esté acostumbrado a ellos sentirá un temor irrefrenable, aunque a su lado, chicos y mayores, suban y bajen de continuo, con la misma indiferencia con que aquí tomamos un tranvía. El ascensor constituye el medio esencial de transporte en Valparaíso, sin el cual serían necesarios tales rodeos y semejante esfuerzo que harían imposible en ella la vida moderna. Apenas son algo más que un destartalado gran cajón chirriante, sucio, quejumbroso que, de continuo, amenaza quedar parado a mitad de camino o, lo que es peor, abalanzarse de una vez para siempre, definitivamente, al vacío. Algunos son famosos, como «Artillería», «Prat», «Esmeralda», e incluso uno de ellos trepa por un pozo en el centro mismo de un cerro, de tal modo que abajo es necesaria después una larga galería para alcanzar el aire libre.

Y arriba, en la cumbre de esos cerros, se extienden los barrios más humildes de la ciudad: de obreros y pescadores, aunque también estos habiten a veces abajo, en el pan, o en las laderas, entremezclándose con los burgueses, con la clase media, un poco como ocurre en Nápoles, aunque no tanto, porque aquí los ricos prefieren alejarse hacia las zonas residenciales, a Viña del Mar, e incluso más lejos.

Es esta, pues, una ciudad en el aire, una ciudad colgante, una ciudad que no tiene acá y allá, donde no se anda, sino que se sube y se baja; una ciudad, en fin, que parece exhibirse, formando un inmenso anfiteatro sobre la bahía, mirando siempre al mar y dejando siempre que los que vienen por el mar la miren, la puedan ver en su totalidad con su abigarrado colorido, con sus extrañas formas, con sus salientes y entrantes, plazas y callejas, palacios y chabolas.

Desde Valparaíso, y tras una corta aventura en el Casino de Viña del Mar que me proporcionó algún dinero extra gracias a que el número 8 salió tres veces seguidas en la ruleta, continué viaje a Antofagasta y cansinamente por los contrafuertes de la Cordillera Andina me condujo hacia Bolivia y hacia la que habría de considerar luego, por mucho tiempo, una de las noches más solitarias, impresionantes y extrañas de mi vida.

El tren se había ido deteniendo, de tanto en tanto, en alguna de las minúsculas estaciones del recorrido; pueblos miserables, apenas algo más que media docena de casuchas de barro y paja, y en las estaciones, niños indios y mujeres de sombreros hongos ofrecían dulces, frutas, mazorcas de maíz tostado y algún que otro objeto de cerámica típico del lugar. También vendían —baratísimas— mantas de alpaca o vicuña, gorros de lana de colorines y figuritas de llamas labradas en plata. Eran indios silenciosos, que colocaban su mercancía sobre una mesa o en el suelo, o que la mostraban esperando la oferta.

Nada parecía que se pudiera obtener de ellos, de su mutismo, de sus ojos inescrutables, pero era mi deseo verlos de cerca, observar su vida, y abandoné el tren internándome a la aventura por entre las callejas, sin que nadie pudiera aclararme cuánto tiempo tardaría en pasar otro en el que pudiera continuar mi viaje.

El lugar se llamaba —según me dijeron—. Caracoto, y decidí quedarme en él porque advertí que era día de mercado, y pensé que es en los mercados donde puede observarse, con más claridad, la forma de vida de las gentes.

Me llevé una decepción. Si esperaba oírles hablar, ver cómo se expresaban, captar su modo de pensar, me equivoqué. Discutían, sí, uno a cada lado de la mercancía que se trataba de vender o comprar, pero ni el vendedor hacía alabanza alguna de lo que poseía, ni el comprador trataba de convencerle de que le interesaba mucho menos de lo que podía parecer. No había palabrería ni ponderación de tipo alguno; cuando el comprador interrogaba sobre el precio, el otro daba una cifra y entonces todo se limitaba a aceptar o negar o, en todo caso, a disminuir la cantidad.

Podía darse la circunstancia de que existiera el regateo, pero, eso sí, tan sólo un regateo en que se decían los números secamente, sin añadir palabras inútiles, hasta que, al fin, llegaban a ponerse de acuerdo y se efectuaba la transacción.

Me hubiera divertido enormemente ver la desesperación de un gitano en semejante lugar, sin poder hacer uso de su oratoria, de sus métodos de convicción, pues allí se diría que los hombres no sólo no hablan, sino que ni siquiera escuchan.

A menudo las operaciones se efectuaban sin que mediara el dinero, mercancía por mercancía, bestia por bestia, y las llamas y vicuñas pasaban de una mano a otra sin que yo pudiera llegar a enterarme por qué se efectuaba aquel cambio y cuál valía más o cuál menos. Ellos las conocían al primer vistazo o, todo lo más, las miraban con detenimiento unos instantes para dar después la cifra o hacer el cambalache. La llama, más que la alpaca, la vicuña, la oveja e incluso el buey, es el animal por excelencia del Altiplano, y no sólo resulta útil por su lana o su carne, sino que constituye una magnífica bestia de carga, aunque no soporta, por lo general, un peso superior a los cuarenta kilos, y cuando se sobrepasa este, opta por sentarse, sin que nadie sea entonces capaz de hacerla ponerse en pie.

Más adelante alcanzaría a ver largas caravanas de llamas transportando pequeños sacos sobre sus lomos, incansables en la fatiga y que parecen dotados de una resistencia inconcebible, que son capaces de los mayores esfuerzos aquí donde hasta el oxígeno escasea, donde para el ser humano no acostumbrado a la altura, lo más nimio constituye un increíble y supremo esfuerzo.

Para estos indios delgados, sarmentosos, a veces incluso esqueléticos, la vida a los cuatro mil metros se ha convertido en algo natural, una costumbre, y tienen tras sí generaciones y generaciones de antepasados que se fueron aclimatando poco a poco, aun llegados de la lejana Asia, del nivel del mar y que, con el tiempo, desarrollaron su capacidad pulmonar hasta medidas que pueden advertirse hoy en estos seres de pequeña estatura, y, al parecer —engañosamente—, de débil constitución.

Vestidos a veces con no más que un simple poncho que se meten por la cabeza, son, de igual modo, resistentes al frío, a ese tremendo frío del Altiplano, que ayuda notablemente a que el indio sea de por sí sucio, muy sucio, y rara vez llega a darse el caso de que uno de ellos se lave.

Duermen vestidos sobre montones de paja que no cambian nunca, en el interior de sus chozas de barro, sin más ventilación que la puerta, que también por el frío permanece cerrada, hacinados, sin separación alguna entre padres e hijos, hombres o mujeres, en una existencia atrasada, tan primitiva, que, a veces, parece más propia de animales que de seres humanos.

Caracoto no se diferencia mucho de todas aquellas aldeas que había de encontrar más tarde en mi camino: Guaqui, Puno Tiahuanaco, La Raya, una reunión de chozas sin ventanas, de sucios y mohosos techos de paja coronados todos ellos por una diminuta cruz de madera.

Caracoto se encuentra situada a más de cuatro mil metros de altura y, aunque no sé su altitud exacta, me consta que supera la del Mont-Blanc —la más alta montaña de Europa—, y me producía una extraña sensación, advertir que estaba paseándome tranquilamente por allí, cuando el hecho de subir a la cumbre del Mont-Blanc constituye una notable empresa deportiva.

A pesar de que me había quedado solo, de que el tren se había alejado y hacía esfuerzos por conseguir una aproximación a ellos, los indígenas continuaban tan esquivos como antes, y en los días sucesivos llegué a convencerme de que no hay fuerza humana que los saque de su mutismo. Sentados o de pie, en las casas o en las calles, andando o parados, no abren jamás la boca, y se diría que esta no les sirve más que para comer y mascar coca, la eterna coca de los indios andinos, sin la cual parece que no comprendan la existencia.

Capaz de aplacarles el hambre, de calmar la fatiga, de tranquilizarlos o excitarlos, según los casos, la coca es para ellos una planta sagrada que se hacen traer desde lejanos puntos, desde los cálidos valles de los Andes, y mezclándola con cal, la mastican, incansables, y no es raro verlos pasándose la pelota de un carrillo a otro; hombres y mujeres, viejos y casi niños, hallan en ella el remedio para sus miserias y calamidades.

Porque, qué triste es la vida de esos indios, afincados en una tierra que, con mucho esfuerzo, apenas les produce algo más que patatas; esas patatas que conservan tras haber helado y desecado después al sol, y que junto a la quinua, un cereal del Altiplano, constituyen su exclusivo alimento.

El maíz, la cebada y las cebollas son para ellos manjares extraordinarios, y pocas, muy pocas veces en su vida, llegan a probar la carne.

Muchos indios, incluso los niños, andan descalzos sobre la tierra, a menudo encharcada; encharcada de un agua nieve fría hasta lo increíble, y son estos los seres humanos más duros y de existencia más difícil que he llegado a encontrar en mi vida.

El frío es a veces insufrible, y los vientos llegan desde las nevadas crestas cortando como cuchillos, y no hay en todo el Altiplano un solo árbol, un pedazo de leña o de madera que sirva de combustible, y han de emplear para ello el excremento de las llamas y las vicuñas que, al arder, lanza un humo apestoso que invade por completo las cerradas chozas sin ventilación.

Al caer la tarde, cuando la llanura tomaba ya una tonalidad entre gris y violeta y, allá a lo lejos, las cumbres nevadas de los Andes destacaban más blancas que nunca, comenzaron a regresar a la aldea los rebaños conducidos por pequeños pastores, también descalzos, también de rostro serio e inescrutable, que desaparecieron por entre las callejas y pronto, con la llegada de las tinieblas, todo quedó en silencio, como si allí, en aquella inmensidad, no habitara ser humano alguno.

Conseguí un refugio —precario refugio, desde luego— y un lecho, y, tras cenar lo poco que pudieron darme, me acosté dispuesto a pasar a lo que debía ser mi primera noche de Altiplano.

Antes contemplé largamente el cielo, limpio, sin una nube, y me pareció que me encontrara más cerca que nunca —y en realidad así era— de aquellas estrellas que brillaban por millones. La temperatura no era demasiado fría; podía resistirse, pero pronto comenzó a correr un viento que cortaba la carne, que incluso hería en los ojos, y tendido después sobre el camastro, mirando al techo, pasé largo rato escuchando cómo gemía el viento en el exterior, cómo lloraba contra el tejado de paja, cómo se lamentaba al pasar por entre las calles, con tal insistencia, con tal ímpetu, que se diría que, en cualquier instante, iba a llevarse, volando hasta muy lejos —nadie sabe dónde—, aquellas frágiles construcciones de barro.

Más que en las más intrincadas selvas, más que en el desierto, más que en los llanos, más que en el fondo del mar, comprendí que estaba en ese momento fuera de mi mundo; muy lejos de cuanto había conocido, como si habitara, en verdad, otro planeta, como si me hubieran trasladado a la Luna, pues así debe de ser su paisaje: frío, claro, silencioso, sin un arbusto, sin vida vegetal alguna y poblado de seres tan callados, tan lejanos, de rostro y aspecto tan diferentes al nuestro, que podrían ser, en efecto, habitantes de otro universo Pero no debe creerse que esa forma de ser y de comportarse de los indígenas del Altiplano puede encontrarse tan sólo en remotos pueblos como Caracoto, abandonados en la inmensidad del Altiplano Andino. Días más tarde, cuando un nuevo tren me condujo, de igual forma lenta y cansina, hasta La Paz, advertí, ya sin sorpresa, que allí en las calles de la capital boliviana muchas cosas seguían igual que en Caracoto El viajero que, dotado de una cierta sensibilidad, llegue a La Paz, no podrá por menos que experimentar una extraña inquietud, como un desasosiego, que le hará convencerse de que no es una ciudad cualquiera, sino que en ella están fijas las miradas de los dioses, porque se diría que, pese a su tristeza, a su aire abandonado y su miseria, por todo ello, la rodea un ambiente como de predestinación, y en los atardeceres en calma se respira un aire tan extraño que hace creer que algo, algo portentoso, tal vez una tragedia ni siquiera soñada, tendrá lugar algún día, pues hasta la música del viento —de ese viento que llega del Illimani y de los Andes— es como una preparación, como un preludio, e incluso su silencio estremece y habla de nuevos, de fuertes, de inexplicables peligros que la acechan.

Y sus habitantes, esos indios mustios, silenciosos, como dormidos, que ni a alzar la cabeza se atreven, están también convencidos de que el Sino, un Destino que nadie torcerá, se ha apoderado de ellos y los encierra entre sus dedos, sin que nunca, por más que lo intenten, puedan escapar.

No es alegre, ni aun viva La Paz y, sin dejar de poseer una indudable belleza, es una belleza inquietante, y el extraño —a la vez atraído y rechazado— siente deseos de permanecer allí, de esperar que algo ocurra, porque algo habrá de ocurrir, pero, al propio tiempo, le invade el ansia de salir, de huir de tantas sombras —tantas sombras humanas, tantas sombras fantasmagóricas— que cruzan por las calles o por los cielos de La Paz.

Sombras son cada uno de sus quinientos mil habitantes o, al menos, cada uno de sus indios, indios aymará de pura raza, de rostro oscuro, de nariz aguileña, de ojos que resultan a la vez penetrantes y turbios y que jamás sostienen la mirada; que parecen ajenos a cuanto les rodea, que se diría que no habitan este mundo, sino tan sólo su secreto mundo interior; sus propios pensamientos.

Hombres vestidos de oscuro, también oscuras las mujeres, indefectiblemente tocadas con un curioso bombín —¿por qué no podrán vivir sin él las mujeres andinas?— y todos van y vienen, y una triste india toma asiento en la acera de cualquier calle —no importa que sea o no céntrica—, coloca ante sí un cesto repleto de dulces o empanadas que ha hecho ella misma, y espera, paciente, como esperan pacientes otras miles como ella que venden de todo: frutas, verduras, refrescos, cigarrillos, zapatos, telas, jabones e incluso guisos —guisos de no sé qué, cuyo olor repugna—, y así invaden las aceras y las plazas, y es ese casi el único comercio existente y posible en La Paz; pues allí compran los indios, que jamás buscan un local cerrado, y se alimentan de esos dulces caseros, de esas empanadas y de cuantas cosas pueden obtener al aire libre Ese es el comercio de un país cuyas gentes tienen uno de los más bajos niveles adquisitivos del mundo, y es pena tener que confesarlo, La Paz constituye, sin duda, uno de los lugares en que he visto una miseria más acusada y, aunque en ciudades como Lagos, Ibadán, Dakar, e incluso algunas marroquíes, haya encontrado a veces barrios más pobres y de peores condiciones de vida, otros, sin embargo, aparecen florecientes, mientras que en La paz, el conjunto es de extrema languidez, como si tan sólo se subsistiera sin la menor esperanza, sin posibilidades de que nadie alcance la fortuna, porque el país no dispone de recursos y porque sus habitantes —esa mayoría indígena— parecen carecer también de espíritu; del espíritu que les haga buscar su propio progreso y su bienestar. Son una raza que no desea más que ir viviendo, vegetar, y no aspira a nada, como ocurre en muchos países africanos; como se puede ver sobre todo en Marruecos, donde los individuos parecen aquejados de una extraña enfermedad, un sentimiento de fatalismo en el que no esperan poder llegar a más con sus solas fuerzas.

En Bolivia existe una minoría —criolla o descendiente de españoles en su mayor parte— que lucha y se esfuerza para que su país se coloque a la altura de sus vecinos, del resto del mundo, pero que se estrella siempre, indefectiblemente, contra la pasividad, la tristeza, la falta de carácter y decisión de esa gran masa indígena de la que se podría decir que perdió hace mucho tiempo el ansia de vivir o de superarse, como si creyeran que desde el día que fueron conquistados, que dejaron de ser por completo señores de sus tierras, ya nada mereciera la pena, sin olvidar lo ocurrido y sin comprender tampoco que todo ha cambiado; que son una nación libre e independiente que tiene ahora que luchar —más que nunca— por sí misma.