23. RÍO DE JANEIRO

Como ocurre, por desgracia, con demasiada frecuencia, existe una notable diferencia entre el pueblo brasileño y las «Clases Dirigentes Brasileñas», ya que, probablemente, sean estas las más egoístas, despreciables, hipócritas y rastreras de todas las Clases Dirigentes del mundo.

En pocos países he podido encontrar un cuerpo tan sano con una mente tan sucia, mente que rinde culto al dinero por sobre todas las cosas de este mundo; mente capaz de venderse a sí misma por la mitad de un plato de lentejas.

El tan pregonado «Milagro Económico» brasileño no ha sido en definitiva más que el «Milagro Económico de un puñado de brasileños» que han amasado algunas de las más importantes fortunas del mundo a costa de uno de los pueblos más descaradamente explotados del mundo.

Todo eso habría de aprenderlo con el tiempo, pues cuando salí de la selva amazónica para ir a caer con los ojos dilatados por el asombro en la fantasía desbordada de Brasilia, aún continuaba siendo, en muchos aspectos el muchacho soñador y sin malicia que se había criado en la soledad del mayor de los desiertos y mantenía firmemente arraigado el convencimiento de que la mayoría de la gente es honrada, sincera, y actúa de buena fe.

Cuándo perdí ese concepto de las cosas, nunca pude saberlo. En realidad, no estoy muy seguro aún de haberlo perdido por completo, pues, de lo contrario, no continuaría escribiendo con la idea de que alguien llegue a conocer y amar, a través de mí, los lugares y las gentes que yo amé y conocí.

En el mundo en que vivimos hay que mantener una gran dosis de inocencia si no se pretende acabar completamente loco, y después de viajar tanto y asistir a guerras, guerrillas, terremotos o revoluciones, aún me esfuerzo por continuar viéndolo todo con los ojos que veía aquel primer camello que me sopló en el pescuezo, o aquel saharaui tuerto que me infundía fascinación y pavor al mismo tiempo.

Y esos mismos ojos de asombro se abrieron una tarde a la magnificencia y excentricidad de una Brasilia absurdamente lógica, por la que un taxi se lanzó a más de cien kilómetros por hora sin disminuir ni un solo instante su velocidad, ya que no existía allí ni un solo semáforo, ni un cruce al mismo nivel, ni un simple stop; tan maravillosamente complicada y perfecta es su concepción urbanística.

Por nacer la ciudad de la nada, por no existir problema alguno de espacio o economía, el urbanista Licio Costas puso en práctica con absoluta libertad sus geniales conceptos de lo que debe ser el tráfico en una gran ciudad para que resulte rápido y fluido.

Resulta inútil preguntar la fórmula: nunca llegué a comprenderla ni en ese ni en posteriores viajes, pero lo cierto es que se hace necesario un nuevo concepto de lo que es conducir un automóvil; un revolucionario estudio de lo que significan la izquierda y la derecha; el adelante y el atrás.

Y luego la ciudad, sorprendente por su audacia; por el ingenio de su arquitectura; por la deslumbrante fantasía de sus edificaciones y plazas públicas; por la fría inteligencia de su concepción.

Fría es, quizá, la palabra que mejor designe Brasilia; asombrosa en tantos aspectos, pero carente al propio tiempo de toda alma; de cualquier clase de espíritu; de esa vida propia y ese calor humano que dan los hombres, las mujeres y los niños a tantas otras ciudades mucho menos imponentes, mucho menos sofisticadas, pero mucho más habitables.

Se entiende, viéndola, por qué ministros, funcionarios y diplomáticos se aterrorizaron cuando el presidente Juscelino Kubitschek decidió convertir su sueño en realidad y se lanzó a construir en el centro del país, en plena selva del Planalto, la capital de la nación.

Todos cuantos vivían junto a las playas de Copacabana, disfrutando de la más hermosa ciudad del mundo, sintieron que ese mundo se les caía encima el día que tuvieron que abandonar su adorado Río de Janeiro para trasladarse a la soledad de una ciudad nueva, yerma y sin alma.

Stefan Zweig escribió que Río es la Naturaleza hecha ciudad, y no cabe duda de que la definición es acertada. En ninguna otra capital desempeñará la Naturaleza un papel tan importante de decorado, de telón de fondo, de pieza clave y razón de ser de la configuración urbana; y las playas, la bahía, los morros, cada cerro, y la laguna, la vegetación en todas sus formas, las islas que, a docenas, la circundan, son para la ciudad de los cariocas más importantes que las grandes avenidas, que las plazas, que los edificios, que los habitantes mismos, puesto que todo está sujeto al capricho de los elementos, y el hombre no ha logrado —como en otras partes— transformar el paisaje, hacerlo irreconocible, sino que ha tenido que adaptarse a él, aprovechando el espacio que la tierra y el agua quisieran dejarle.

El ser humano ha luchado a conciencia, ha intentado imponerse y aun, en ocasiones, ha conseguido grandes victorias, pero, en el fondo, cuando se la contempla desde cierta distancia entre la bruma del atardecer o la calina de algunas mañanas, se advierte que Río podría muy bien no estar, que si la abandonase, pronto la Naturaleza sería de nuevo dueña de todo y que tan sólo la silueta del Cristo del Corcovado, con sus sesenta metros de altura, destacaría sobre la cresta de rocas.

Y, sin embargo —y esto parece una absurda contradicción—, el espíritu del hombre es lo que le da a Río su propia personalidad, su estilo; podríamos decir que su alma.

Tal vez resulte por ello tan hermosa. La Naturaleza, más fuerte, más portentosa, más llena de contrastes y de belleza aquí que en ninguna otra parte, le da su forma externa, y el hombre, el carioca, más alegre, más emotivo, más lleno de matices que también en parte alguna, le inculca el soplo de la vida.

Ha sido necesaria, por tanto, la comunión perfecta de las dos grandes fuerzas terrestres, Naturaleza y Hombre, para dar como fruto un hijo complejo y portentoso: un hijo llamado Río de Janeiro.

Botafogo, Leme, Copacabana, Ipanema, Leblon, cualquiera de esas playas bastaría para adornar la mejor ciudad, para darle atractivo y color, luz y encanto, y en Río se suceden, se amontonan, compiten entre ellas por ver cuál es la más animada, la más hermosa y acogedora, la que tiene un agua más transparente y tranquila. Y los cariocas son de tal o cual playa, aman más a esta o aquella, la defienden contra los gustos de los otros, casi con tanto entusiasmo como ponen en pertenecer al equipo de fútbol del Bangú, el Botafogo o el Flaminense.

Copacabana, la más famosa, la más fotografiada, la más filmada de las playas del mundo, se lleva sin duda la palma, tanto por su extensión —casi seis kilómetros de punta a punta— como por el color de sus aguas —un verde esmeralda increíble— y su animación: cientos, miles de bañistas que se remojan o toman el sol en verano y en invierno, de mañana a la noche.

Copacabana es bella, portentosamente bella a cualquier hora, sin distinción alguna, circundada por la avenida Atlántica, en la que se elevan gigantescos edificios que, a veces, parecen apoyarse en otros diminutos, como agachados y de estilos opuestos. La arena se ilumina de noche con el resplandor de infinidad de luces: de las ventanas, de los automóviles, que no dejan de pasar y repasar; de los escaparates que compiten los unos con los otros por llamar la atención; de los letreros luminosos de los cabarets y los restaurantes y las esplendorosas terrazas de los hoteles de lujo que se alzan aquí a docenas.

Y en el paseo, ese paseo a la orilla de la playa que todo el mundo ha visto alguna vez con sus mosaicos negros y blancos formando ondas, las más bellas mujeres, las más graciosas muchachas de alegre sonrisa, de minúsculos bañadores, de un andar que parece hecho, por sus oscilaciones, para seguir el ritmo que marcan en el suelo los ladrillos.

Y la arena blanca, suave, repleta de bañistas, que toman el sol hora tras hora, corren en pos de una pelota o entran y salen del agua entre salpicaduras y risas.

Y en esa misma arena, papeles; papeles aquí y allí, a cada metro, casi a cada centímetro, y con ellos se mezclan trapos, algas, botellas y otros mil objetos, y esto resulta inconcebible, sencillamente monstruoso en una ciudad tan fabulosa como Río, que debería lucir Copacabana como se luce una joya de incalculable valor.

En las playas de la Costa Azul: en Cannes, Jean-les-Pins, Golfo Juan o cualquiera otra —ridículas, estrechas, atestadas hasta límites increíbles—, cada tarde, cuando los bañistas desaparecen, llegan patrullas de obreros armados de rastrillos, y tras limpiar hasta el último papel o desperdicio, proceden a mover y alisar por completo la arena, con lo que esta ofrece siempre un aspecto impecable. Resulta comprensible que en Río, por la extensión de sus playas, no se pueda hacer otro tanto, puesto que necesitarían para ello un verdadero ejército, pero, al menos, Copacabna, Botafogo y algunas de las playas más concurridas deberían cuidarse.

Afortunadamente, en Copacabana, por cada tres papeles y una botella vacía hay una carioca, y eso hace olvidar el resto. La muchacha carioca, la carioquinha —estatura media, cintura estrecha, piernas un poco gruesas, pelo negro, sonrisa rápida, silueta más que proporcionada y, sobre todo, un andar como no existe otro— constituye uno de los mayores encantos de las playas, las calles y las plazas de la ciudad del Pan de Azúcar, y es aquí donde de nuevo se advierte la influencia de la Naturaleza en la fascinación irresistible de Río. Simpática, vivaz, sin complejos, pero tampoco descaro, cada muchacha es aquí como una ráfaga de alegría despreocupada, una bocanada de aire fresco que invita a reír, a sentirse dichoso, aunque sea tan sólo por verla tan peripuesta, tan saltarina en sus pasos, tan llena de vida. Respira feminidad, tal vez, incluso, sensualidad, pero se puede pensar que es una sensualidad sin malicia, algo a lo que está acostumbrada desde que nació, desde que vio cómo se movían las demás mujeres y comenzó a imitarlas. Después, haciéndose muchacha y también mujer, no pensó en lo que había de provocativo en sus gestos, de insinuante en su figura, y continuó con ello, porque era algo consustancial a su persona, a la de las que la rodeaban, a todas las mujeres de la ciudad.

Y allí están, paseando por las calles, sentadas en las plazas y en los parques, acostadas cara al sol en Copacabana, Botafogo o Leme, blancas junto a negras; mulatas junto a chinas; rubias junto a indias, mezcla absoluta y perfecta de todas la razas y todos los colores.

En Río, como en todo Brasil, no existe discriminación racial. Está rigurosamente prohibida, y se castiga con duras sanciones a quien no obedece la ley. Un negro, cualquier negro, puede ir adonde le apetezca, y nadie, por nada del mundo, le dirá que no puede entrar o quedarse allí; todos son libres ciudadanos, y la armonía es perfecta, sin sombra alguna.

Sin embargo, no se ve a los negros en los mismos lugares que a los blancos.

Tarda uno en darse cuenta de que se ha cansado de tropezarse gentes de color en las calles y que, no obstante, no las encuentra en los restaurantes, en las salas de fiestas o en determinados hoteles. Al fin llega a extrañarse e investiga las causas; nadie les impide entrar; pueden hacerlo libremente y serán bien recibidos, sin inconvenientes de ninguna clase, pero son ellos mismos lo que no lo hacen en parte por propio convencimiento, y en parte, porque esos lugares son caros, no al alcance de todos los bolsillos, y en el Brasil el negro es pobre. Pobre de solemnidad, salvo rarísimas excepciones, tan raras que no se sabe de ninguna. Por ello las gentes de color permanecen al margen y no se pueden permitir ciertos lujos. Trabajarán en las mismas oficinas que los blancos, se tutearán, e incluso serán vecinos, pero nunca frecuentarán los mismos lugares.

A menudo es posible ver en Río magníficos palacetes junto a los que se alzan las tan conocidas favelas, las miserables chabolas de los negros más pobres, y no es raro que entre los habitantes de ambas construcciones exista una cierta relación, se conozcan, se saluden e incluso se hagan a menudo favores mutuos. En eso el carioca es un hombre libre y sin complejos, y considera que la diferencia de color o de posición social no constituye un grave problema, ni algo que distancie notablemente a las personas dentro de unas ciertas relaciones de convivencia y buena armonía.

Sin embargo, no es raro advertir que, aun allí, contemplan con cierta sorpresa la pareja formada por una mujer de raza amarilla y un hombre blanco, o viceversa. No dicen nada, pero se vuelven a observarlos y cuchichean entre sí, cosa que no ocurre en São Paulo, donde nadie se preocupa de ello, pues la colonia japonesa es tan numerosa que no es extraño ver por todas partes novios o matrimonios de distinta raza.

Río, como Brasil todo, es una fuente de contrastes, un mundo distinto y portentoso en el que el europeo se siente a gusto, maravillosamente a gusto y como en su propia casa, pero con la ligera impresión de que vive un sueño: el sueño de la subida al Corcovado, el espectáculo fascinante que se contempla desde lo alto, la calma de la bahía salpicada de barcos cuando se observa desde la cumbre del Pan de Azúcar; la ciudad toda que sube y baja, entra y sale, se acopla a la Naturaleza, respira, palpita y llena el ambiente de una personalidad propia y acusada en los atardeceres en calma, cuando las crestas de las montañas se recortan contra un cielo de un azul intenso.

Río es distinta, tan distinta, que faltan palabras, faltan ideas y adjetivos con los que describirla, dar una impresión exacta de cuanto se encuentra en ella. Es necesario un lenguaje propio, muy preciso, el lenguaje lánguido, cariñoso, repleto de diminutivos y grandiosas ampulosidades con que el carioca habla de su ciudad, y se hace necesario escucharlos a ellos, fijarse en cada frase, en cada matiz, porque en esto está, en los detalles, el verdadero duende de Río.

Y, como en los sueños, también en Río todo es posible. No iba a ser de otro modo en la ciudad del Carnaval, en la ciudad en que las gentes se preparan durante semanas, durante meses, durante el año entero, para derrocharlo todo —alegría, fuerza y dinero— en cuatro días de fiestas y bailes en los que podría decirse que todo Río se ha vuelto loco, pues ha estallado el Carnaval, ha nacido de pronto sorprendente, pese a que hace semanas y meses que tres millones de cariocas vienen preparándose para recibirlo con todo su entusiasmo.

A las doce del sábado, todo se cierra: oficinas, comercios, bancos, centros oficiales y no oficiales; todo, en una palabra, incluso la mayor parte de los bares y restaurantes, y no se abrirán ese día ni al siguiente, ni al otro. Hasta el miércoles por la mañana —es decir, durante tres días y medio justos—, Río de Janeiro, la fabulosa Río, se entrega en manos de Momo, el viejo Rey del carnaval, el barbudo borrachín y bonachón, y no quiere saber nada, absolutamente nada de nada. Se olvidan, entonces, la política, los negocios, los problemas, incluso el hambre y la miseria que amenazan al país. Jamás en toda su historia habrá en Brasil en las fechas del Carnaval, ni en las que lo anteceden ni lo siguen, movimiento de masas de ningún tipo; es ese un tiempo sagrado en que nadie quiere oír hablar de otra cosa que no sea su «fantasía», la escola de samba a la que pertenece o los bailes a que piensa ir.

El ser humano se libera entonces de todas las formalidades a que se ve sujeto por causa de una sociedad demasiado evolucionada. En esas jornadas tiene carta blanca, una gigantesca carta blanca que le permite hacer lo que le apetezca y lo mismo puede pasarse las horas tocando la trompeta que colgado de un árbol, o vestido de indio y convencido plenamente de que ha regresado a la selva ancestral.

No cabe duda de que esto, psicológicamente, es una gran cosa; una tremenda liberación. Al hombre del siglo XX no se le presenta muy a menudo la posibilidad de disponer durante tres días de su propia persona, y si lo hiciera, correría el peligro de que al segundo lo encerraran en un manicomio. Un buen señor que se pasa toda su vida en una oficina entre papelotes y números, se siente dichoso de vestirse de payaso, embadurnarse la cara y, tras ponerse una narizota y teñirse el cabello, pasarse las horas tirando confetis o polvos de talco a los demás, sin que los demás se enfaden por ello. Otro, en traje de Charlot, prefiere buscarse un gran cepillo e ir limpiando el polvo y los confetis que el anterior ha lanzado; un jefe de negociado se disfraza de caballo y galopa como alma que lleva el diablo a todo lo largo de la avenida Río Branco, mientras un señor muy serio, tal vez secretario de Ministerio, lleva un orinal lleno de chocolate, moja en él bizcochos y va ofreciéndoselos a quien se encuentra.

Y todos gritan, gritan y cantan y tocan trompetas, tambores, saxofones, latas, bombos y cuanto se les ocurre. Poder gritar hasta desgañitarse, hasta que ya no dé más de sí la garganta, es una buena y sana liberación. ¡Cómo disfrutará entonces la pobre bibliotecaria que se pasa la vida con el cartel de «silencio» ante los ojos, que tiene que andar de puntillas y hablar en susurros!

Y qué gusto cantar a voz en cuello los que lo hacemos tan mal que no nos dejan nunca pasar de la tercera estrofa. ¿Y la maravilla de encontrar en algún rincón una trompeta y soplarla y soplarla en plena calle sin que vengan a quitárnosla? No creo que nadie —sea cual sea su edad— haya dejado de sentir alguna vez el deseo de tocar algún instrumento, convencido de que no sabe hacerlo, pero curioso por ver si es capaz de extraerle, por casualidad, un grupo de notas acordes que se parezcan a algo conocido.

Y sobre todo existe un detalle que compensa, que resulta maravilloso: de Río de Janeiro huye en Carnaval el «Sentido del Ridículo», y eso, esa idea tan pequeña y tan tonta, constituye sin embargo, una de las que con más fuerza esclavizan al hombre en sociedad y le impiden sentirse totalmente libre, dueño absoluto de sus actos.

El fenómeno es curioso si se observa con detenimiento. El primer día, el sábado, tan sólo los cariocas, los brasileños que ya conocen el Carnaval, o los extranjeros que han venido otras veces, se lanzan a las calles con sus disfraces. Los demás, no; los demás observan sonriendo tímidamente y conservan aún sus posiciones, se encierran en su propio caparazón, asomando apenas la nariz. El domingo, mirando a su alrededor, los más decididos comienzan a destaparse, a comprender que también ellos pueden divertirse, disfrazarse, hacer lo que les venga en gana, y ya el lunes, en algún avión de la mañana, a primera hora, el «Sentido del Ridículo», ese señor tan estúpido y tan estirado, emprende el viaje, dejando a Río libre y alegre.

No sería muy aventurado imaginar que deben de ser muchos los que en Río, en Carnaval, se encuentran por primera vez a sí mismos.