22. AMAZONAS

A partir del momento en que me asomé al río Negro por Manaos y descendí luego hasta su confluencia con el Gran Amazonas, se inició una de las etapas más importantes de mi vida, marcada por un interés por cuanto se relaciona con el Gran Padre de los Ríos, que habría de llevarme a estudiarlo en todos sus aspectos y recorrerlo repetidas veces, una de ellas, de punta a punta, del Pacífico al Atlántico, siguiendo las huellas de su descubridor, el tuerto Francisco de Orellana.

Llegaría a escribir tres libros sobre Amazonas: «Manaos», «Orellana» y «Tierra virgen», y empecé a preocuparme por el futuro de (3 y 4) Publicados por esta Editorial. La selva más extensa del mundo —en la que se encuentra uno de cada cuatro árboles de nuestro planeta— el día que vi cómo los grandes bulldozers destrozaban esos árboles en la absurda y estúpida aventura que significaba la Gran Carretera Transamazónica.

A un costo de cuatrocientos millones de dólares en sus primeros cinco años, fue justificada por el Gobierno brasileño como necesaria para lograr arraigar en esta tierra semidesértica a gran parte de la población del sufrido Nordeste, que posee más del 5% de los habitantes del país, con menos de un 13% de su extensión total, mientras la Amazonia cuenta con el 60% de la superficie nacional y sólo un 8% de sus habitantes.

Sin embargo, pronto quedó demostrado que ese intento de «colonización» no fue nunca el auténtico motivo de la construcción de la carretera, y tras él se escondían, en realidad, tanto objetivos políticos como fuertes intereses económicos de origen externo, (lo que obligó al senador Emilio Moraes, de Pernambuco, a declarar recientemente: «Estamos construyendo la Carretera Transamazónica para beneficiar únicamente a los inversionistas extranjeros»).

Para nadie es un secreto que la dictadura militar brasileña, enfrentada desde el derrocamiento de João Goulart a la opinión pública de un país que ha sido tradicionalmente amante d la democracia, lanzó sobre el tapete la «Gran Aventura Nacional de la Transamazónica» como una fórmula llamada a distraer la atención de sus acuciantes problemas internos.

En un principio podría pensarse que se trataba de una jugada política arriesgada y aparentemente afortunada, pero pronto quedó al descubierto que capitales foráneos habían concebido la idea y habían presionado intensamente a las autoridades para que se llevara a cabo a cualquier costo.

Empresas como la «Bethleen Steel», «Georgia Pacific», «Dutch Bruynzeel» y «Tocomenya», ostentan derechos de la Amazonia brasileña que oscilan entre un millón y dos millones y medio de acres de terreno, derechos que les permiten no sólo llevarse los minerales que allí encuentre, sino incluso árboles, animales o cualquier otra riqueza que pueda proporcionar la tierra.

El Gobierno brasileño ha puesto en subasta su región amazónica a razón de 32 centavos de dólar el cuarto de hectárea, y ya los inversionistas y explotadores internacionales han caído sobre esas tierras como la plaga de la langosta.

Sobre 1840, cuando los Estados Unidos comenzaron a vender sus territorios del interior a 31 centavos la hectárea, se registró un destrozo calculado en unos diez millones de hectáreas por año, lo que estuvo a punto de provocar la aniquilación del país.

Si se tiene en cuenta que de las hachas de 1860 se ha pasado a los tractores y las sierras mecánicas de 1970, resulta evidente que el destrozo que puede sufrir el mundo amazónico en los próximos años no tiene límites.

Hay quiénes sostienen la teoría de que el desmonte de esas selvas no sólo no es perjudicial, sino incluso beneficioso, con lo que demuestran un total desconocimiento de las características del suelo amazónico y de la ecología en general.

Y es que, pese a lo lujuriante de su vegetación, pese a sus árboles de ochenta metros, y a la maleza que impide dar un paso, no existe en el mundo una tierra más estéril e inaprovechable que la amazónica una vez que se han tumbado esos grandes árboles y se ha quemado esa maleza.

Cuando los campesinos limpian un pedazo de terreno para agenciarse un conuco, saben de antemano que obtendrán una primera cosecha excelente, una segunda mala, y una tercera prácticamente inexistente.

Al tercer año, han de reanudar de nuevo el ciclo más allá, y se da el caso paradójico de que muchos indios amazónicos, son a la vez, campesinos y nómadas, por lo que acostumbran a vivir en casas flotantes o en chozas fáciles de desmontar.

Las razones de la pobreza de esas tierras son varias. En primer lugar, su corto espesor, ya que se encuentra asentada sobre una capa de arcilla roja casi impenetrable, a lo que se une su extremada acidez; viene luego el exceso de calor, y por último, el hecho de que se encuentra poco poblado por toda esa diminuta fauna que en otros climas hace la tierra rica y productiva: lombrices, gusanos, ácaros, ciempiés, saltamontes, termitas y larvas que fertilizan los campos. En Amazonia su número es ínfimo, por lo que sobre la superficie se extiende siempre una ancha capa de vegetación, y la formación de nuevos suelos resulta, por tanto, tan lenta, que todo intento de cultivo se convierte en inútil.

Nada crecerá allí donde los árboles sean derribados. Nada más que maleza estéril, porque los nuevos árboles tardarán cientos de años en alcanzar su tamaño original. Ni la agricultura, ni la silvicultura, ofrecen futuro a la Amazonia, y los que la están destruyendo lo saben.

Convertirán en pasto los gigantescos bosques, sustituirán los árboles por vacas, pero las primeras lluvias torrenciales se llevarán la escasa tierra porque ya no estará afirmada por raíces, y la primera sequía hará que el viento arrastre esa tierra seca creando un cuenco de polvo semejante al que arrasó el Medio Oeste norteamericano a principios de siglo.

Sobre 1850 pastaban en Norteamérica unos cien millones de bisontes, y el famoso coronel Dodge pudo ver en 1870 una manada que cubría la pradera por más de quince kilómetros en todas direcciones formando una inmensa alfombra de piel oscura. Bajo aquella alfombra, la tierra era verde, de excelente pasto… Luego comenzó la «Gran Matanza»… Unos dicen que el Ejército acabó con los bisontes para aniquilar así a los indios; otros, que los campesinos querían apoderarse de sus praderas; los más, que se trató tan sólo de un negocio de venta de pieles… Lo cierto es que en 1885 apenas pastaban ya bisontes en las praderas… Tan sólo escaparon a la muerte los que se refugiaron al Norte, en Canadá. Y, de los cien millones de muertos, no se aprovechó más que la piel y —en algunos casos— la lengua. El resto, carne de primera calidad, mejor que la vaca, se pudrió al sol. Calculando un mínimo de trescientos kilos de carne por animal, se puede asegurar que en esos años los norteamericanos desperdiciaron unos treinta mil millones de kilos de carne… Y lo más triste del caso, lo más cómico, es que cuando los campesinos se lanzaron sobre aquellas praderas, las destrozaron. Eran regiones inmensas y sin accidentes, de pocas lluvias y fuertes vientos, donde únicamente la hierba sujetaba la tierra al suelo. Cuando la hubieron arado y llegaron las primeras sequías, el viento comenzó a llevarse la tierra, transformándola en polvo y marchitando las cosechas… De ese modo, se formó, al fin, el famoso «Cuenco de Polvo», que durante años azotó Norteamérica, convirtiéndose en la peor catástrofe que sufriera jamás el continente.

Para muchos autores, el crack del año 29 y la Depresión, tuvo su origen en el hundimiento de la agricultura a causa del polvo. La ruina de las empresas agrícolas provocó la ruina industrial y bancaria y el desmoronamiento total de la economía. Por extraño que pueda parecer, la «Gran Depresión» nació de la matanza de los bisontes. La naturaleza se vengó así de los hombres que la habían atacado.

Las viejas praderas ya nunca podrán recuperarse. Han pasado a formar parte de los quinientos millones de hectáreas de tierra útil que el hombre arrasó para siempre. ¡Quinientos millones!, cuando las reservas cultivables del Planeta se calculan en menos de dos mil millones de hectáreas… Hemos inutilizado, pues, la cuarta parte de lo que Dios nos dio para que nos alimentáramos y dejáramos en herencia a nuestros hijos. Y el culpable de todo ello no es otro que el hombre blanco… ¡Únicamente el hombre blanco! El indio, el negro, e incluso en muchos casos el amarillo, tienen un concepto totalmente distinto de lo que es la tierra y para lo que sirve… Cuando los europeos llegaron a América, las tierras no pertenecían a nadie; era un bien común de la tribu, heredado de sus antepasados, que cada generación disfrutaba de usufructo cuidándola para las generaciones venideras… Mas, para el blanco, la tierra era poder. Ambicionaba inmensas extensiones que explotar en poco tiempo sin preocuparse de lo que pudiera ocurrir después… Le tenía sin cuidado que se agotaran, que la erosión se las llevara o se convirtieran en desiertos…

En Norteamérica, los madereros desmontaron uno tras otro inmensos bosques que transformaron en eriales, y de los que apenas utilizaron el 30% de su madera. Para evitarse el trabajo de cortar los árboles, los volaban con pólvora, lo que destrozaba a los mayores que, al caer, arrasaban a los pequeños. De ese modo, en cinco años, un equipo de leñadores acabó con los bosques de Pensilvania.

Cuenta la tradición, que al igual que en la España de 1500 una ardilla odia ir de los Pirineos a Gibraltar sin tocar el suelo, saltando de rama en rama, en los Estados Unidos del siglo pasado, podría haber recorrido los Estados de Pensilvania, Ohio, Indiana, Illinois, Kentucky, Wisconsin y Minnesota… Si de esos bosques ya no queda nada, ¿podemos imaginar lo que quedará de la selva amazónica cuando la «Carretera» abra un camino fácil hacia el guancare, el cedro, la teca o la balsa…?

De 1950 para acá, el tanto por ciento de aumento de la industria ha sido del 200%, mientras que en el conjunto de los cuarenta años anteriores tan sólo fue del 5%. Eso quiere decir que agotamos los recursos a una velocidad devastadora. En lo que va de siglo, hemos consumido más energía que en los 2000 años precedentes, y los científicos calculan que ese gasto aumentará en proporción geométrica.

Se necesitarán en el futuro tantas materias primas, que la Amazonia, incluidos árboles y minerales, habrá sido devorada antes de que nos demos cuenta.

Sudamérica está viviendo hoy la destrucción que sufrieran hace ochenta años los Estados Unidos y la que padeció anteriormente Europa. Como siempre, las cosas llegan con retraso, pero llegan, y desgraciadamente allí no existen conservacionistas de la categoría de un Muir o un Pichot, dispuestos a luchar por la preservación de Yellowstone, Yosemite o el Cañón del Colorado.

Lo que la Naturaleza tardó un millón de años en crear, unas cuantas empresas y una política mal aplicada pueden destruirlo en el transcurso de nuestra generación, con lo que la Amazonia habrá pasado de virgen a muerta sin transición alguna, sin que el hombre haya tenido tiempo siquiera de amarla y disfrutarla. Y que eso está empezando a ocurrir lo demuestran las recientes inundaciones brasileñas, que arrojaron un saldo de más de mil muertos, destruyendo 60 000 casas y ahogando cien mil cabezas de ganado. Quedaron a la intemperie más de 300 000 personas, y se destrozaron cosechas enteras de maíz, arroz, frutas y mandioca. Las pérdidas materiales resultaron incalculables, y los expertos que estudiaron el fenómeno llegaron a la conclusión de que la causa de las inundaciones no fue otra que la deforestación de las grandes selvas.

El profesor Piquet Carneiro, presidente de la «Fundación Brasileña para la Conservación de la Naturaleza», afirmó que las inundaciones habían sido previstas por varios ecólogos, cuyas advertencias fueron desoídas por las autoridades.

Carneiro demostró que la tala indiscriminada provoca la erosión del suelo y el taponamiento de los lechos de los ríos. Por ello, con lluvias superiores a lo normal, los ríos se desbordaron, ya que su curso estaba impedido por las tierras arrastradas.

Diariamente se talan en Brasil algo más de un millón de árboles, y apenas se replanta la tercera parte. Los técnicos de la «organización de Estados Americanos» han llegado a la conclusión de que las deforestaciones de Pantanal, en el Estado de Mato Grosso, provocará en años sucesivos nuevas inundaciones y pérdidas en vidas y bienes mucho más importantes. Zonas como las cabeceras del río Tubarao, que, hace diez años estaban pobladas por árboles gigantescos, los cuales contenían la bajada de las aguas de los cerros vecinos, se han convertido en desierto, y esta fue la causa por la que en Tubarao se ahogaran en las últimas inundaciones más de ochocientas personas.

Por su parte, el profesor Eberhad Bruening, catedrático de Silvicultura de la Universidad de Hamburgo, acaba de declarar que, según sus estudios, la conversión de esas selvas en zonas de pasto o labranza puede traer consecuencias catastróficas al medio ambiente del continente y aun del mundo. El roturado de los montes de la cuenca alterará el clima de la región, por cuanto la acumulación de partículas de humo en la atmósfera hará que se concentre allí unos 275 000 millones de toneladas de bióxido de carbono.

Pese a todo ello, pese al abrumador número de datos provenientes de los más dispares orígenes, coincidentes todos en la denuncia del peligro que se corre al destruir la Amazonia, las «Clases Dirigentes Brasileñas» continúan y continuarán ciegas y sordas a todas las llamadas y todas las advertencias, ya que, para ellas, los intereses económicos y políticos están, y estarán siempre, por encima de los intereses de la Humanidad o de la Naturaleza.