Hay muchas cosas que contar sobre Venezuela, admirable país de contrastes, crisol de todas las razas y todas las nacionalidades, pero creo preferible dejarlo para más adelante, pues a través de los años fui aprendiendo a conocerlo mejor, gracias a innumerables visitas y, en especial, a que en 1971 me trasladé a vivir a Caracas y allí nació mi hija.
Durante aquellos primeros días mi impresión fue la de que era un mundo que ofrecía infinidad de posibles aventuras en sus llanos, sus selvas o sus islas, con una capital confusa y desconcertante, que no había adquirido aún el aplomo y la estabilidad con que cuenta hoy.
Mi estancia en Caracas se vio, además, dominada por el hecho de que en ella se encontraban mi hermano, mis tíos y mis abuelos.
Mi abuelo, José Rial, escritor y torero de faro nacido en Filipinas, exiliado voluntario que había recorrido innumerables aventuras en el Sáhara, Senegal, Francia y México, salió huyendo de España al final de la guerra, vagabundeó como escritor y periodista por medio mundo, tuvo que escapar de la persecución del dictador Trujillo, al que acusó desde una de sus propias emisoras de la República Dominicana, y al fin acabó reuniéndose de nuevo con mi abuela, veinte años después, en Venezuela.
Personaje mitológico en la familia, había sido siempre para mí una especie de héroe y guía, y me sentía ansioso por conocerle para que me contara de países, andanzas, personajes y aventuras femeninas, que también me constaba que había tenido en abundancia.
Habló de todo ello, y difícil resultaba detenerlo, porque era capaz de enlazar un tema con otro sin el menor resquicio; sin oportunidad de que su interlocutor metiera baza sin dar tregua durante horas y aun días, pues eran tantos y tan dispares sus conocimientos, y tan extrañas y pintorescas sus infinitas aventuras, que si por él fuera, hubiese pasado toda mi estancia en Venezuela sin salir del salón de su casa, reuniendo datos que hubieran bastado para escribir toda una Enciclopedia de lo Excéntrico.
Pero yo tenía una misión que cumplir para «Destino», que era, al fin y al cabo, el que pagaba, y así, un buen día, dejé a mi abuelo con la palabra en la boca, e inicié el vuelo que había de llevarme al corazón de uno de los lugares que había soñado conocer desde que tenía las orejas pegadas a la cara: la selva amazónica.
En tres horas de vuelo, un avión de la «Varig» me trasladó a Manaos, capital de la Amazonia y cuyo solo nombre me traía maravillosas evocaciones de ciudad fabulosa, que fuera en otro tiempo capital mundial del caucho, con su teatro forrado en oro, en el cual durmieron en un tiempo los jaguares, y en el que en otro tiempo actuó Sarah Bernardt.
Me alojé en el único hotel digno entonces de tal nombre: «El Amazonas», me eché a descansar un rato, y cuando, a las cuatro de la tarde, el hambre me despertó y salí a buscar algo de comer, no había un alma en las calles.
La ciudad aparecía muerta, como si nadie, absolutamente nadie, la habitase; se diría que no había más que edificios que habían crecido por quién sabe qué extraño milagro, y tuve que andar largo rato para encontrar un solitario bar en el que me sirvieran un bocadillo y un vaso de agua.
Y es que cuando en Manaos —como aquel domingo— no sopla la suave brisa del río, la ciudad se vuelve realmente inhabitable.
El lunes se presentó, sin embargo, distinto. Desde muy temprano pude escuchar el ir y el venir de las gentes, el ruido de los coches, el rugir de los motores y el sonar de las bocinas. Cuando me asomé al balcón, advertí que el viento del río había hecho su aparición, y la temperatura, si no agradable, resultaba por lo menos soportable.
Bajé al río por el gran muelle fluctuante, el mayor del mundo, construido por los ingleses a finales de siglo en los tiempos de la fiebre del caucho, y del que Manaos se siente orgullosa, pues resulta una obra notable, capaz de adaptarse a los cambios de nivel de las aguas que en ocasiones —de la máxima crecida a la época más seca— supera los diez e incluso los trece metros.
A su entrada, un alto muro, que contiene el río cuando baja lleno, muestra las marcas y las fechas que señalan los puntos máximos que alcanzan las aguas cada año, y sobre todas ellas, en un bloque que hubo que colocar más tarde, una raya recuerda que en 1953 la crecida fue tan espectacular y sin precedentes, que superó cuanto podía preverse, de modo que la plaza de la Catedral y las casas de las calles vecinas quedaron anegadas.
Manaos no se alza, como muchos creen, sobre el mismo Amazonas, sino sobre la orilla izquierda de su afluente, el Negro, a poca distancia de la unión de ambos, y sorprende la espectacularidad con que las aguas negras chocan con las fangosas del Amazonas y, sin mezclarse, forman una frontera perfecta, delimitada al centímetro. Extendiendo la mano sobre la superficie de esas aguas se puede señalar con exactitud qué dedos están ya en el Amazonas y cuáles siguen en el Negro. Luego, sin transición alguna, sin que pueda saberse cómo, las aguas limpias y negras desaparecen, tragadas por la inmensidad de la fangosa corriente del Amazonas, que lo domina todo.
En Sudamérica pueden distinguirse dos tipos de ríos claramente definidos: los «ríos blancos» de aguas sucias y lechosas, que arrastran enormes cantidades de limo y fango, y los llamados «ríos negros», de extraordinaria limpidez y transparencia, aunque sus aguas, en conjunto, adquieran un color oscuro, como de té muy cargado. Los ríos blancos suelen atravesar zonas blandas, y son lentos, mientras los negros corren por regiones rocosas, precipitándose a veces en forma de rápidos y cataratas. Su pigmentación les viene dada por una planta con aspecto de alga que crece entre las rocas de su lecho, en las torrenteras.
Hasta hace unos años, decir Manaos era decir caucho. Nada era, más que un villorrio que trepaba sobre las lomas o hundía los altos pilotes de sus casas de madera en el fondo del río, y nada hubiera sido más que eso, si en 1893 Charles Goodyear no hubiera descubierto que el caucho, combinado con azufre, resistía tanto las bajas temperaturas como las altas.
El mundo empezó a pedir caucho, más y más caucho, y el alto y liso árbol que lo proporcionaba no se daba más que en la selva amazónica.
Comerciantes, aventureros y desesperados llegaron desde los cuatro puntos cardinales, desde los confines del mundo, y se desparramaron por aquellas junglas, sedientos de riqueza, dispuestos a sangrar los árboles al máximo, sacándoles hasta la última gota de su leche blanca y elástica. Y lo hicieron con tal ímpetu que, al poco tiempo, por Manaos corrían ríos de oro, lo que la convirtió de la noche a la mañana en la ciudad más rica, más excéntrica y más loca de toda América y casi del mundo.
El caucho creó fortunas; fortunas de nuevos extravagantes millonarios, que hicieron levantar allí, sobre la más orgullosa de las colinas de la selva, el más orgulloso de los teatros, decorado con panes de oro, espléndido y absurdo, como absurdas fueron mil cosas de aquel entonces, como absurdo podía pensarse que fuera la aventura de traer desde Inglaterra —transportándolo en cuatro viajes de la primera a la última piedra— el enorme edificio de la aduana que aún domina la entrada de la ciudad.
Cuanto más avanzaba el siglo hacia su fin, más y más loco era todo en Manaos, que comenzaba incluso a aspirar a la capitalidad de la nación, tal era su dinero y su influencia.
En las afueras de la ciudad rugían los jaguares, pero en su centro un rico cauchero mandó construir en el jardín de su casa una fuente donde manaba champaña francés, y las más famosas compañías de ópera y ballet del mundo llegaban hasta allí, a mil quinientos kilómetros del mar, en plena selva, para deleitar a los nuevos millonarios.
De una de esas compañías teatrales murieron ocho de sus diez componentes, víctimas de las fiebres y epidemias, pero eso no impedía que otros intentaran la aventura, pues en ningún lugar del mundo se podía ganar tanto en un mes como en Manaos en una sola noche.
Era la pequeña París de la selva, que osaba ser tan famosa como la auténtica, sin saber que tiempo atrás, en 1876, un inglés establecido río abajo, Henry Vickham, había conseguido —contraviniendo todas las leyes y exponiéndose a la muerte— organizar una expedición al interior para apoderarse de una gran cantidad de semillas del árbol que manaba dinero. Consiguió sacarlas clandestinamente del país, para que —atravesando el mundo; de Brasil a Londres; de Londres a Java— dieran como fruto el nacimiento de plantaciones caucheras del sudeste asiático; plantaciones que, de inmediato, superaron el rendimiento de los salvajes árboles de la espesura amazónica. En 1900, Asia producía cuatro toneladas de caucho por las treinta mil de Amazonia, mientras que, en 1930, Asia había subido a las ochocientas mil toneladas, en tanto que Amazonia sólo exportaba catorce mil.
Tal como nació, murió Manaos. De la ilusión perdida quedaron un teatro, una catedral, una aduana, y tantas y tantas cosas que espléndidos locos hicieron edificar con un dinero que les sobraba, pensando que la locura no terminaría nunca.
Y quedaron también los cientos, los miles de cadáveres de aquellos a los que el beriberi o las otras mil enfermedades y peligros de la selva se habían llevado por delante.