Al sur de ese río Orinoco, para mí tan sonoro, para mí tan soñado, se extiende la inmensidad de un universo portentoso, de una selva sin sueño, de una Guayana que se pierde hasta las márgenes mismas de la Amazonia, sin que hombre alguno la haya violado por completo, sin que nadie la conozca y sin que se pueda saber hasta ahora —y probablemente en mucho tiempo— cuantas maravillas, cuántos misterios y cuántos tesoros guarda en su seno.
Llegando del interior de esas selvas, de lo más recóndito de sus altiplanos o sus montañas, tras correr calmosos, bravos o torrenciales por entre la floresta y tras caer una y otra vez por cortaduras que forman las más altas cataratas conocidas, los ríos afluyen al Orinoco, y en su andar, en su desgastar orillas lejanas, van arrastrando consigo lo más preciado de cuanto el hombre ha encontrado en la Naturaleza desde que el mundo es mundo: diamantes, esos cristales duros, fascinantes, deseados, que se han convertido en el símbolo de la riqueza y el poder.
Cientos, miles de diamantes llevados por los ríos de la Guayana y que duermen en el fondo de sus lechos, que ruedan calmosamente hacia el mar, que se esconden entre el fango y el limo, o en una pequeña gruta, tal vez entre las raíces de un viejo árbol.
El Caroní, el Carrao, La Paragua y docenas de otros ríos menores, minúsculos pero que les son tributarios, algunos apenas arroyuelos y que sin embargo, constituyen el sueño dorado, la meta, el ideal de los buscadores de diamantes; de los buscadores libres o de «libre aprovechamiento», que no necesitan aquí más que una pala, una suruca, una batea y un valor sin límites para adentrarse en ellos, para subir aguas arriba desde los campamentos y perderse solos en la selva, en pos de la piedra que brilla, en pos de la «bomba» que les hará ricos, en pos de ese diamante grueso, tallable, perfecto, que llegará a convertirse en uno de los «grandes», de los «famosos», y que llevará tal vez por años y aun por siglos su propio nombre.
«Cinco Ranchos», «El Polaco», «El Infierno», «La Milagrosa», «Hassa Hacha», «La Faisca», «Salva la Patria», tantos y tantos puntos de esa verde, lujuriante y dura geografía en la que los hombres encontraron al fin la satisfacción a su anhelo, dieron con lo que por tanto tiempo habían buscado, y sintieron que el sacrificio valía la pena, al contemplar entre sus manos aquella fortuna fabulosa que en un trabajo normal no hubieran conseguido jamás.
Pero eso sólo unos pocos lo logran.
Cuando recorrí el Caroní y el Carrao hasta su parte más lejana, ya al pie del Santo Ángel, las aguas estaban aún muy altas, había llovido mucho y los ríos bajaban crecidos.
Sin embargo, los mineros habían comenzado ya su tarea y, exceptuando a los buzos —es decir, los que buscaban las piedras a gran profundidad valiéndose de una escafandra—, los demás habían empezado ya a abandonar el campamento.
Eran los «buscadores» de suruca y batea, los más numerosos; los que armados de un gran tamiz, un cacharro y una pala se internan en la espesura, emprenden largos días de agotadora marcha a pie o interminables jornadas de remar en un frágil curiara, y se establecen después a la orilla del río o de un arroyuelo, a lavar las tierras, a escarbar los fondos o explorar las márgenes «picoteando» acá y allá, con los ojos siempre muy abiertos, fijos en el más mínimo detalle que escaparía a la vista de quien no estuviera muy acostumbrado, y que aun a veces escapa a la suya, pues se da el caso de que hermosas piedras de gran valor estén a los pies mismos del minero, este no las vea, y más tarde, mucho más tarde, venga otro y en el mismo punto la encuentre.
Un buscador llamado Jaime Hudson, de sobrenombre «Barrabás», descubrió en la abandonada mina de «El Polaco», un diamante de 155 quilates, el «Libertador», famoso en el mundo entero, y por el que pagaron más de tres millones y medio de pesetas, aunque «Barrabás», ansioso por desprenderse de él y cobrar, no percibió más que quinientas mil; medio millón de pesetas, que apenas le duraron un par de meses. «Hombre libre», hombre acostumbrado a la selva, lo derrochó todo en un abrir y cerrar de ojos; lo tiró por la ventana gastándolo en las cosas más absurdas y en borracheras y juergas inverosímiles, como es costumbre entre los buscadores, como es normal en estos seres a los que el dinero parece quemarles el bolsillo; que lo buscan, y si lo encuentran no es más que para volver a quedarse sin él y lanzarse de nuevo a la maravillosa aventura de dar con otra buena piedra, otro yacimiento otra «bomba» natural, un hueco en el lecho del río, en el que el tiempo y la Naturaleza han ido depositando los diamantes que las aguas arrastran.
Así, pues, «Barrabás», a los dos meses, estaba ya de regreso al campamento, con las manos en los bolsillos, delgado y macilento, con una resaca de las que hacen época y pidiendo prestado un nuevo equipo con el que iniciar una vez más la tarea de siempre.
Al poco tiempo descubrió otra piedra mucho más grande, mucho más hermosa por su tamaño y color, pues era negra. Durante meses, las discusiones de los técnicos tuvieron en vilo al mundo entero. ¿Era o no era un diamante? Las opiniones aparecían contradictorias, pero al fin se llegó a una dolorosa conclusión: el «Zamuro guayanés» no era un diamante; no había acabado de formarse; era un «casi-casi» tan perfecto que estuvo a punto de engañarlos, pero, en definitiva, no tenía valor alguno. Después de meses de angustia, «Barrabás» volvió a la selva, río arriba, a la búsqueda de esa piedra fabulosa que le haría rico una vez más.
Allí continúa.
Diez años después de aquel mi primer viaje al mundo de los buscadores de diamantes, encontrándome de paso por Venezuela de regreso de Amazonia, tuve conocimiento de que en un lugar llamado San Salvador de Paúl se acababa de descubrir una auténtica «bomba» o yacimiento, en torno al cual se había construido un pueblo.
Conseguí que la Corporación Venezolana de la Guayana me prestara una avioneta y a su mejor piloto, Pedro Valverde, y una mañana, muy temprano, despegamos de Ciudad Guayana, cruzamos sobre la Gran Presa del Guri —que ni siquiera existía durante mi primera visita— y nos tropezamos, media hora después, con los escarpados farallones de los Tepuís, mesetas rocosas que surgen como gigantescos castillos en la llanura de la Gran Sabana. De uno de ellos, el Auyantepuí, cae, impresionante, la más alta catarata conocida; el Salto Ángel con sus mil metros de altitud.
A mitad de camino en el aire, el chorro desaparece, se evapora, convertido en una nube de minúsculas gotas de agua que, más tarde, vuelven a condensarse abajo, dando nacimiento al Carrao, uno de los muchos afluentes del Caroní, rico también en diamantes.
Conan Doyle situó en esos Tepuís su famosa novela «El mundo perdido» y, en realidad, no resultaría extraño que algún pequeño animal desconocido en el resto del mundo subsistiera allí, aislado desde que, en la Era Terciaria, los Tepuís se alzaron bruscamente sobre la llanura.
Jimmy Ángel, el piloto norteamericano que, en 1936, descubrió el Salto que lleva su nombre, intentó, años más tarde, aterrizar con su avioneta en la cumbre del Auyantepuí, y lo consiguió aun a costa de clavar las ruedas en el fango y capotar, dejando allí su avión. Más tarde, una pareja de aventureros norteamericanos, convencida de que Jimmy había dejado arriba una auténtica fortuna en diamantes —leyenda que aún corre por la región—, intentó también el aterrizaje, y también se estrelló. Los restos de ambos aviones seguían en la cumbre del Tepuí y era posible verlos bajo nosotros.
Valverde dio entonces una lección de lo que es pilotar, y tras sobrevolar a muy baja altura el Auyantepuí, se lanzó con su endeble aparato por entre las altas paredes del cañón que se forma en su parte sur, en uno de los vuelos más impresionantes y majestuosos a que he asistido en mi vida. Apenas cien metros separan las paredes, cortadas a cuchillo; y a mil bajo las ruedas, la selva parecía subir hacia nosotros a velocidad de vértigo. Valverde tuvo que reducir el régimen del motor, y este tosió cuatro o cinco veces como si amenazara pararse.
La avioneta parecía una hoja de papel sacudida por las fuertes corrientes que circulan por aquellos principios, y no creí que tuviéramos esperanza alguna de salir de allí. Sin embargo, ya muy cerca del suelo, Valverde dio nueva fuerza al motor, enderezó el morro y, al girar a la izquierda y doblar la esquina del farallón, el Salto Ángel apareció frente a nosotros, tan cerca y tan alto, que se diría que gotas de agua salpicaban el parabrisas del aparato. Aún ignoro cómo pudimos ascender nuevamente para salir de allí, y lo único que recuerdo fue la sensación de terror —y, al mismo tiempo, de placer— que me produjo aquella especie de gigantesca montaña rusa.
Cuando nos alejábamos, Pedro Valverde sonreía, aunque se le advertía ligeramente pálido. Más tarde confesó que también él sentía ese extraño miedo y atracción por el cañón del Auyantepuí que, habiéndolo atravesado ya en cuatro ocasiones, estaba convencido de que algún día se estrellaría a sus pies.
Luego señaló, a unos dos kilómetros de distancia, una pequeña planicie sobre la que destacaba el esqueleto de un avión.
—A esos también les atraía el cañón —comentó—, y allí fueron a matarse.
Resulta sintomático advertir que, en esas tierras en las que el avión es casi el único medio de transporte, rara es la cabecera o el final de pista en el que no aparece algún resto de aparato, y los dejan allí abandonados, no sé si por pereza, o como advertencia a los pilotos de que algún día acabarán de igual modo.
El Auyantepuí comenzaba a quedar a nuestras espaldas, cuando Valverde señaló un punto en el horizonte, hacia el Sudoeste.
—Allí hay una Misión de franciscanos españoles —dijo—. ¿Le gustaría hacerles una visita?
La idea me pareció simpática, y veinte minutos después aterrizábamos en una altiplanicie de clima fresco, frente a un gran edificio de piedra y un poblado indígena de no más de treinta casas: Kabanaven.
Al bajar, dos frailes acudieron a saludarnos; fray Quintiliano de Zurita, superior de la Misión, y el padre Martín de Armellana.
El primero, un anciano de barba blanca y rostro bondadoso, llevaba treinta y dos años en Venezuela, en las soledades de la Gran Sabana, y nos confesó que su nombre en el mundo era Julio Solórzano Pérez, natural de Zurita, una aldea de Santander cercana a Torrelavega. Del segundo, no recuerdo el lugar de origen; pero sí que había recogido en un libro una serie de cuentos y leyendas que le habían ido refiriendo los indios de la Misión.
Estos indios, que se autodenominan pemones, son gente pacífica que viven al amparo de la Misión, plantando arroz, criando ganado y cazando lo poco que de caza hay por aquellas latitudes. Cuando pregunté al padre Armellana de qué vivían en la Misión, respondió, sin pestañear:
—De puro milagro, hijo mío.
No pude por menos de reír la salida, aunque, en realidad, exageraba. La Misión cuenta con unas quinientas cabezas de ganado, y las plantaciones de arroz son importantes. Su problema estriba en que no existe comunicación por tierra con el resto del mundo, y todo cuanto les llega ha de serlo por avión, desde los alimentos más imprescindibles (el azúcar, el aceite, la harina o el café), hasta el cemento con el que han levantado la Misión y las viviendas de los indios.
El lugar habitado más cercano es el tristemente célebre penal venezolano de El Dorado, del que, últimamente, se ha hablado mucho, gracias a la descripción de que él hace Henri Charriére en su obra «Papillon».
El Dorado se encuentra a una media hora de vuelo hacia el Norte. Hacia el Sur, sólo existe la inaccesible y desconocida Sierra de Paracaima y las inquietantes cumbres de Roraima; cumbres y sierra en las que jamás ningún hombre blanco ha puesto el pie, y de las que se asegura son el último refugio de aquellas tribus de mujeres guerreras, «las amazonas», que dieron nombre al gran río que descubrió Orellana.
Pasamos el resto de la mañana con los misioneros de Kabanaven, y emprendimos el vuelo para cruzar de nuevo junto al Auyantepuí y el Salto Ángel, que ya aparecía cubierto por bruma, y aterrizar en uno de los más bellos rincones del mundo: las cataratas y la laguna de Canaima, que constituyen, en mi opinión, lo más parecido al paraíso que pueda hallarse sobre la faz de la tierra.
Arena blanca, aguas limpias y ni rastros de animales peligrosos; clima agradable y altas palmeras moriche que se inclinan sobre el agua como para dar sombra al bañista.
A lo lejos, más allá de los dos saltos, el «Hacha» y el «Sapo», se distingue, apenas recortada, la silueta del Auyantepuí; y en días muy claros puede verse la espuma del Salto Ángel. Alrededor, praderas, algunos árboles, interminables hileras de palmeras y una soledad y un silencio majestuosos.
Reemprendimos el vuelo, y al poco rato alcanzamos el hidroavión de unos buscadores de diamantes que se dirigían, como nosotros, a San Salvador de Paúl. Un cuarto de hora después, aterrizábamos en la magnífica pista de tierra que cinco mil mineros habían construido en un solo día. No les quedó otro remedio; el aire es el único camino que puede unir San Salvador de Paúl con el resto del mundo, y por él llega, a base de un puente aéreo de veinticinco aviones diarios, todo cuanto la ciudad necesita, desde el pan y la carne, a los picos, las palas y la sal.
Apenas detenida la avioneta en la cabecera de pista, nos rodeó la Guardia Nacional. Querían asegurarse de que ni una sola gota de licor, ni la más inocente cerveza, entrara en el campamento minero. El alcohol está rigurosamente prohibido en Paúl y, por experiencia, se sabe que es la bebida la que provoca los grandes conflictos en estos lugares.
En menos de dos semanas, Paúl —apenas tres cabañas perdidas en la Gran Sabana— se había convertido en una ciudad de más de diez mil habitantes enloquecidos por la fiebre del oro y del diamante, infestada de aventureros, buscadores, mujerzuelas, contrabandistas y joyeros: un mundo en el que el alcohol no podía hacer más que aumentar los muchos conflictos que ya surgían de por sí. La Policía y el Ejército procuraban, por tanto que en la ciudad —que contaba en el momento de nuestra llegada con casi quince mil habitantes— no pudiera encontrarse más que refrescos y café. Las escasas bebidas alcohólicas que los contrabandistas conseguían introducir de Matute alcanzaban precios tan astronómicos, que resultaba imposible emborracharse, a no ser que se estuviese dispuesto a consumir en un día el trabajo de una semana.
La calle principal, o calle Mayor de Paúl, estaba formada por casuchas de madera y cinc, en las que se sucedían los almacenes, las tabernas que ofrecían comidas y bebidas no alcohólicas, las casas sospechosas ante cuyas puertas se lucían las «buscadoras de buscadores de diamantes», las tiendas de compradores que se disputaban las piedras encontradas cada día, y, por último, los cines, porque, aunque parezca mentira, en aquella ciudad que no tenía más que cinco meses de vida y estaba condenada a desaparecer, existían ya diez salas de cine que no eran, en realidad, más que simples barracones al aire libre.
Y por aquella calle, con sus grandes surucas, sus palas y sus cubos al hombro, cruzaban los mineros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y los compradores los llamaban al pasar, intentando quedarse cada uno de ellos con el fruto que hubiera dado la mina en el transcurso de la jornada.
En sus tres primeras jornadas de existencia, San Salvador rindió unos setenta millones de pesetas en diamante, y aunque cuando yo llegué la producción había descendido mucho, aún le resultaba fácil a un buen minero obtener un jornal de diez mil pesetas diarias. Se calculaba que si continuaba la avalancha de gente, el yacimiento quedaría agotado rápidamente.
Las piedras que se encontraban no solían ser ni demasiado grandes ni de excesiva calidad, pese a lo cual, a menudo aparecían buenos diamantes de más de doce quilates. El precio normal del quilate en la mina o en las tiendas de la calle Mayor variaba entre las cinco o las seis mil pesetas, aunque debía tenerse en cuenta que esas piedras necesitaban luego ser talladas.
Al final de la calle comenzaba el «yacimiento», que no era, en realidad, más que una llanura de arena blanca y fangosa, en la que resultaba fácil hundirse hasta la pantorrilla. Los «cortes» en que los mineros trabajaban extrayendo el cascajo sucedían a los montículos de material de desecho, y con su color blanco intenso, el conjunto resultaba extraño y se diría que semejante a las fotos de la Luna.
Los buscadores se afanaban incansablemente y, por lo general, trabajaban en grupos. Mientras unos llenaban los cubos de cascajo, otros los transportaban, y el último lo lavaba en pequeñas piscinas que habían construido al efecto.
Utilizaban para ese lavado grandes cedazos redondos llamados surucas, superpuestos entre sí en número que variaba de tres a cinco, y que iban del más ancho, que dejaba pasar las piedras del tamaño de un garbanzo, al más fino, que tan sólo podía atravesar la arena.
El buscador hacía descender —con ayuda del agua— el cascajo de uno a otro cedazo, y a cada nuevo pase, sus experimentados ojos advertían de inmediato si lo que quedaba en la suruca era una piedra buena, o simple material de desecho. De tanto en tanto, su atención aumentaba, rebuscaba con los dedos y acababa alzándose con un pequeño diamante que mostraba a sus compañeros.
En realidad, era una tarea agotadora; trabajaban desde que amanecía hasta el anochecer bajo un sol implacable; un sol tan sólo concebible para quien conozca a fondo esta Guayana de Venezuela.
¿Merecía la pena?
Resulta difícil dar una opinión. Conocí en Paúl a mineros que, en cinco meses, habían ganado más de un millón de pesetas; pero también es cierto que muchos yacían bajo tierra, y bajaron a ella sin un centavo.
Las fiebres, la fatiga, los insectos y las serpientes solían acabar pronto con las más fuertes constituciones, y si a ello se une una pésima alimentación y una vida desordenada, se comprenderá por qué nunca se ha sabido de ningún buscador que haya salido de la Guayana con dinero en el bolsillo.
En realidad, a San Salvador de Paúl no podía considerársela un típico campamento de buscadores de diamantes. Lo era, en efecto, pero demasiado grande, demasiado espectacular. La importancia de la «bomba» o yacimiento corrió de tal forma por el país, alcanzó tal notoriedad, que acudieron a aquellas tierras gentes que antes nunca habían soñado siquiera en dedicar su vida a la persecución de una fortuna en diamantes.
Estudiantes, obreros, oficinistas, incluso amas de casa, habían dejado su Caracas de origen para tomar un avión y lanzarse, sin más experiencias ni más bagaje que su entusiasmo, a la hipotética aventura de encontrar en Paúl un diamante que los hiciera ricos para siempre.
Por ello, su crecimiento fue monstruoso; todo se desorbitó y llegó un momento en que la Guardia Nacional tuvo necesidad de intervenir. Era imposible que allí imperara, como en otros campamentos, la ley de «los hombres libres».
Normalmente, los buscadores suelen ser nativos de la región, hijos de otros buscadores, o aventureros llegados desde los más lejanos rincones del mundo.
Durante los tiempos de mi primera estancia, abundaban en la Guayana nazis fugitivos que intentaban esconderse de nadie sabía qué persecuciones, y evadidos del penal francés de Cayena, pues Venezuela había adoptado la actitud de permitir a tales evadidos vivir en libertad en su territorio, siempre que no atravesaran el río Orinoco hacia el Norte.
Todo eso basta, quizá, para indicar qué clase de gente se encontraba en los pequeños yacimientos de las orillas de los ríos y qué recuerdos me habían quedado de ellos.
Ahora, sin embargo, me encontraba con un Paúl sin borrachos, sin aventureros, sin asesinos o exconvictos, en el que pululaban estudiantes de Medicina, empleados de Banca y obreros de la construcción. Era, en verdad, un campamento de buscadores un tanto especial.
Esto no quiere decir que en Paúl no estuvieran también todos los aventureros, nazis o evadidos propios de la Guayana. La importancia del yacimiento los había atraído también, pero su presencia era menos notoria, puesto que se esforzaban por pasar inadvertidos.
Durante mi estancia en San Salvador tan sólo encontré a un viejo conocido de mis primeras andanzas por la Guayana: «el Ruso», personaje exótico y pintoresco que años atrás trató de venderme una espada española del siglo XVI que había encontrado mientras buscaba diamantes en el más alejado rincón del sur de Venezuela.
Cómo llegó al fondo de un río guayanés aquella espada, y qué increíble periplo debió de recorrer su propietario para ir a perderla allí, fue siempre para mí un misterio; misterio que tan sólo empecé a comprender el día que decidí seguir las huellas de Francisco de Orellana a todo lo largo y ancho del Amazonas, y me di cuenta de la capacidad que tenían los españoles de su tiempo para ir hacia delante, con su armadura, su casco y su espada a cuestas.